Publicado en Paura volumen 2.
Nominado al premio Xatafi 2006 al mejor relato.
Nominado al premio Ignotus 2006 al mejor relato.
¿Cómo llegaste a esta situación? ¿Todavía lo recuerdas?
Si, fue aquel maldito viaje. Una buena idea en principio. Abandonar por unos días tu aburrida y monótona existencia, marcharte al otro lado del mundo, a la exótica Asia, a uno de esos lugares que solo conocías a través de las películas y de esos documentales que siempre veías a medias en televisión. Un lugar de placeres secretos y costumbres extrañas en el que escapar de ti mismo y de tus miserias.
Claro que nadie te habló de la parte mala, por supuesto. Ni los folletos turísticos ni tu amigo, ese que te animó a venir, el que dijo conocerse la ciudad como la palma de su mano. Un hippie, eso es lo que era tu amigo. No del tipo de los 60, de esos ya no quedan. Este no es mas que un niño de papá que viste como un vagabundo y está todo el tiempo hablando del comercio justo y la injusticia de la globalización mientras estudia derecho en la facultad, para un día no muy lejano afeitarse las barbas y las melenas y cambiarlas por un corte caro que vaya bien con un traje de chaqueta de tres piezas. Pero tu no juzgas a la gente, claro. Es una de tus normas. Si juzgases a los demás, no tardarías en comenzar a juzgarte a ti mismo. Y te asusta la posibilidad de que el veredicto no fuese muy halagüeño, incluso proviniendo del jurado más benévolo posible.
Además, sería hipócrita juzgar, cuando aquel pijo vestido de hippie te estaba invitando a un viaje que se presentaba como la aventura de tu vida, una existencia todavía corta pero que empezaba a dar preocupantes síntomas de hastío. El no hacia mas que hablar de conocer otras culturas, de mezclarse con gentes que vivían otro tipo de existencia menos materialista. Como si tu no supieses bien a que venían aquellos viajes, cual era el auténtico motivo: Disfrutar del vacío legal creado por la corrupción de los países del tercer mundo, visitar un lugar en el que todos los placeres y todos los vicios eran posibles. Para tu amigo eran las drogas, no había mas que ver el brillo extraño que tenían sus ojos algunas noches, en las que parecía haberse convertido en una especie de místico de pacotilla. Para ti, todavía era una incertidumbre. Ciertamente te atraía la belleza de las mujeres asiáticas, pero el fantasma del SIDA te atemorizaba. Las drogas no han sido nunca algo que te haya atraído, con el tabaco y el alcohol siempre te ha bastado.
Vamos, a mi no me engañas. En el fondo sabes muy bien porqué fuiste allí.
Hemos hablado de cosas malas. La primera salió a recibirte nada mas dejar el avión, tras un vuelo insufriblemente largo que te había dejado las piernas insensibles. El calor, el maldito calor. Y se suponía que tu venías de un país cálido. Pero nada te podría haber preparado para esto, para un aire tan caliente que costaba respirarlo, para la eterna capa de sudor que cubrió por completo tu piel desde el primer momento, empapando unas ropas que no tardaron en dejar de ser elegantes para convertirse en un guiñapo sucio y maloliente. Un calor tan sofocante que consiguió que prescindieses del tabaco tras la torturante experiencia que fue fumar el primer cigarrillo tras salir del aeropuerto, a bordo de un taxi destartalado que parecía estar propulsado por la pura fuerza de voluntad de su lacónico conductor, con sus bamboleantes piezas sujetas por algún compuesto orgánico que comenzaba a corromperse bajo el implacable sol y que llenaba el diminuto habitáculo con su hedor.
En el rostro de aquel conductor tuviste tu primer contacto con la inescrutable mirada de los orientales. Si, tu que te dabas de tolerante, que te ofendías si alguien sugería que eras racista, comenzaste a sentir desconfianza de un rostro extranjero. No podías leer emociones en aquel rostro moreno de ojos rasgados, arrugado por el sol y la edad, que te dirigía miradas inexpresivas a través del retrovisor en vez de vigilar el caótico tráfico de la ciudad. No tardarías en acostumbrarte a esas miradas. ¿Era desconfianza lo que veías en ellas, un reflejo de la que tú sentías hacia ellos? ¿O quizá había algo más, algo que tú no podías comprender? Desde ese primer momento te sentirse un poco como un visitante en otro planeta, temiendo que cualquier gesto inconsciente provocase las iras de aquellos alienígenas pequeños, morenos y nervudos, para los que tu vida no significada mucho. Tu amigo ya te había advertido que muchos de aquellos tipos te matarían sin pensarlo si les tocabas la cabeza. Quizá por eso te movías casi siempre con las manos en los bolsillos de tus pantalones vaqueros, empapados de sudor.
Tu amigo, si, ese que no había ido a recogerte al aeropuerto, el que te dejó solo para que tuvieses que entenderte con los nativos mediante un pedazo de papel con caracteres exóticos escritos en rotulador con pulso nervioso. Por fortuna llegaste a donde él estaba, una especie de pensión ubicada en pleno centro de la ciudad. El ya llevaba allí dos semanas, porque el no tener un empleo le permitía tener mucho mas tiempo libre que tú, que habías tenido que sudar sangre para que tus jefes te autorizasen unos pocos días de vacaciones que en realidad te debían por ley. Admítelo, no fuiste muy amable cuando os encontrasteis al fin, y eso que él tuvo la deferencia de pagar el taxi. Te limitaste a estrecharle la mano, y el roce de manos sudorosas casi te dio una arcada. Entraste casi corriendo en el portal del viejo edificio de hormigón, en busca de una sombra que solo daba un ligero alivio. Pero cualquier cosa se agradecía cuando sentías como la repugnante comida del avión se estaba cociendo de nuevo dentro de tu estómago.
Tres pasos y volviste a Europa. En cuanto cruzaste sobre la sucia y gastada alfombrilla del suelo, con la palabra welcome apenas visible entre sus pocas hebras, una decena de conversaciones en idiomas del viejo continente te asaltaron. Y jóvenes con aspecto de vagabundos, pieles rosadas por el sol y cabellos rubios se cruzaron contigo, apenas dirigiéndote una mirada. Un refugio de hippies. Tu amigo te había llevado con los suyos.
Una ducha fría, un cambio de ropa y varios litros de agua fría mezclada con whisky de mala calidad mejoraron un poco tu estado y tu ánimo. Incluso te animó a dejar que el pesado de tu amigo te presentara a sus amistades, todas residentes en la misma pensión. De repente todos los asiáticos se habían esfumado de tu alrededor, salvo aquella anciana bajita que siempre caminaba de un lado a otro por los grises pasillos mirando con sus pequeños ojitos a su alrededor como un ratoncillo asustado. Estrechaste la mano de una sucesión interminable de chicos de pelo largo y barba descuidada, incluso besaste a algunas chicas de buen aspecto pero poco cuidadosas con su apariencia. Incluso te parecieron simpáticos, aunque sospechabas incluso entonces que se debía mas al alcohol que corría por tus venas que a sus atractivos naturales.
La idea de diversión de tu amigo era no hacer nada. Cuando llegó la noche, pillándote de sorpresa, salisteis acompañados por un grupo que hablaba algún idioma que tu desconocías por completo. Desorientado por su conversación y por el ruido que atestaba las estrechas calles, les seguiste hasta llegar a la playa. Aquel lugar era de una belleza tal que consiguió sobrecogerte incluso a ti. Por un instante, estabais solos, en medio del silencio. Incluso el calor parecía haberse apaciguado ahora que no había sol. Os sentasteis en la arena y, como te ibas temiendo desde hacia ya un buen rato, tu amigo y sus acompañantes comenzaron a liar porros con contenidos diversos. Te ofrecieron, como no, con ese empeño de los aficionados a las drogas por hacer que todos compartan su desgracia. Y tu como siempre te negaste. Aquel no era tu juego, no era para eso para lo que habías venido. Te excusaste diciendo que el viaje te había dejado demasiado cansado y te marchaste. Tu amigo se preocupó, se ofreció a acompañarte de vuelta. Pero tu querías estar solo, alejarte de ellos, meditar acerca de un viaje que estaba comenzando a revelarse como una pésima idea. Lo tranquilizaste y conseguiste que se quedara con los suyos y sus drogas recreativas. Te apetecía pasear solo por aquellas calles que solo habías podido entrever, ahora que el aire era al fin algo respirable.
Te habías puesto lo poco que habías encontrado elegante en el guardarropa de tu amigo, unos pantalones claros de un tejido fino, unas sandalias de piel y una camisa china negra. Sabias que ofrecías un aspecto extraño, excéntrico, pero no te importaba. Te sacudiste la blanca arena de la playa de las sandalias nada mas volver a pisar el asfalto, y sin preocuparte en que dirección lo hacías te pusiste a caminar. Todavía llevabas encima el arrugado papel con la dirección de la pensión, que te permitiría volver en taxi. Además, al cambiar tu dinero en moneda local habías descubierto que aquí eras, mas o menos, un hombre rico. No estaría mal disfrutar de ello por unos días, pensaste. Incluso te permitiste el lujo de encender un cigarrillo y fumarlo lentamente, sintiéndote como el protagonista de alguna vieja película de aventuras coloquiales.
La ciudad parecía estar casi vacía por los alrededores de la playa. Calles sucias y estrechas, con la basura amontonándose en las esquinas, con algunos viandantes de aspecto furtivo que salían y entraban de las puertas de los bajos edificios como si el permanecer en la calle les fuese doloroso. Un sudoroso y orondo occidental pasó a tu lado soltando algo que parecían vulgaridades en algún idioma extranjero, llevando debajo de cada brazo a una chica de aspecto delicado exageradamente delicada. Incluso en la oscuridad pudiste notar el suave bulto en las gargantas de aquellas supuestas chicas. Sonreíste y seguiste con tu camino. Ya te habían advertido de que aquel era uno de los diversos peligros de recurrir a la prostitución local.
Aunque ibas sobre aviso, pronto te asaltaron las tentadoras prostitutas, llamándote desde portales iluminados en rojo con voces sensuales, pronunciando palabras extrañas con unos labios que llamaban a los tuyos con su brillo y su delicadeza. Las había muy hermosas, casi surgidas de un ensueño. Pero siempre podías ver al otro tipo cerca de ellas, individuos delgados de aspecto peligroso, los proxenetas que las explotaban. Y aquello superaba el límite de tu decencia. No te disgustaba el pasar la noche con alguna de aquellas chicas, pero al menos que fuese ella quién se quedase con el dinero.
Las calles se iluminaban mientras te ibas acercando al centro. Allí había otras tentaciones, menos peligrosas quizá, mas de tu estilo. Si, seguro que no recuerdas ya como acabaste acodado en la barra de aquel bar lleno de humo, pidiendo a señas al camarero un trago de una de las coloridas botellas que había tres él. Te sirvió dos dedos de un liquido rojizo, muy parecido a la sangre, en un pequeño vaso. No pudiste entender la inscripción de la botella, en alargados caracteres asiáticos. Podría ser incluso la famosa sangre de serpiente que muchos beben aquí para aumentar su hombría. Te la tomaste de un trago, y lo cierto es que casi no gemiste de dolor mientras aquel brebaje ardiente achicharraba tu lengua y tu garganta. Sentiste su calor adentrándose en tu estómago y poco después estabas pidiendo otro. Si, creo que llevabas ya tres tragos y tu vista estaba empezando a verse afectada cuando aquel tipo comenzó a hablar contigo.
Si, ahora me dirás que nunca le olvidarás, por mucho que vivas, pero lo cierto es que en aquel momento no le prestaste mucha atención. La clientela del bar era lo bastante variopinta como para tenerte distraído por un largo rato. Pero aquel tipo pidió lo mismo que tú y se ventiló un trago sin inmutarse antes de dirigirte una sonrisa parecida a la de un tiburón y guiñarte un ojo. Pensaste que era un gay que intentaba intimar con un extranjero, quizá un prostituto de mala muerte, demasiado feo como para travestirse. Miraste para otro lado, como si no le hubieses visto, y pediste otro trago. Entonces aquel tipo tocó tu hombro y comenzó a hablarte con un inglés chapurreante que entendiste a duras penas.
Era muy delgado, tanto que la piel de su rostro parecía cuero curtido extendido sobre su cráneo. El sudor surgía en grandes goterones por debajo de sus cortos y grasientos cabellos. No podrías haber dicho su edad, lo mismo podría haber tenido veinte años que cuarenta. Lo cierto es que comenzó a hablarte del local, diciéndote que no era muy común ver a turistas por allí. No lo dijo con acritud, sino casi como un cumplido hacia ti. No te sorprendió descubrir que te habías metido en un garito de la mafia local, y llevabas el suficiente alcohol metido en el estómago como para sentirte osado y que aquello no te importase. Aquel tipo de dijo el nombre de lo que habías estado bebiendo, totalmente impronunciable y que olvidaste en menos de tres segundos. Dejaste que te aconsejara, y pronto una hilera de pequeños vasos de cristal gastado formaban una fila frente a ti, sobre la barra, testimonio de todos los licores de distintos colores y sabores que te habías metido entre pecho y espalda. Lo cierto es que no te sentías borracho, no recordabas haber pasado ese punto en el que eras consciente del efecto que el alcohol te está produciendo, justo antes de que no te importe una mierda. Te sentías bien, y el alcohol había insuflado valor a tus venas. En un país extranjero, codeándote con la mafia, haciéndote amigo de un hampón local. Eso cuadraba bastante bien con tu fantasía de aventurero de película antigua. Acodado en la barra encendiste un cigarrillo, y le ofreciste uno a tu nuevo amigo. Le ofreciste tu mano diciéndole tu nombre, y el te la estrechó divertido mientras pronunciaba el suyo, una ristra de sílabas de tres letras o más que te dejó perplejo. El se rió, mostrando con mas claridad sus amarillentos y puntiagudos dientes bajo la luz de neón. Te dijo que podías llamarle Liang, era la forma en la que le llamaban todos por allí.
Cuando te habló de guiarte a través de las diversiones locales, te pareció muy buena idea. Ya te estabas aburriendo de aquel bar de mala muerte, y por las miradas que te estaban echando imaginabas que al resto de los parroquianos tu presencia no les era tan grata como a Liang. Salisteis de allí codo con codo, ambos dialogando en ingles con acentos tan marcados que habrían provocado el infarto de un profesor británico. El local que ibas a visitar no estaba muy lejos de allí. Te preguntó si conocías la variedad local del boxeo, y tu le contestaste que habías visto algo en las películas, pero que no te apetecía mucho el presenciar una de aquellas sangrientas veladas. Él sonrió, y te dijo el combate que ibais a presenciar tenia un aliciente que sin duda encontrarías atractivo.
Aquel sitio era un subterráneo, con la entrada marcada con la luz roja que señala a los prostíbulos en cualquier parte del globo. Una sonrisa pícara iluminó tus labios ante la idea de pasar el resto de la noche disfrutando de los placeres de un lupanar asiático. Pero de allí dentro salía demasiado ruido.
La puerta estaba custodiada por los dos asiáticos más altos que habías visto en tu vida, dos mulos humanos de cabeza rapada y cara de pocos amigos que le estaban negando la entrada a un individuo bajito y medio calvo, que les ofrecía varios arrugados billetes en un intento inútil de comprar su entrada. En cuanto vieron a tu amigo, los dos inclinaron la cabeza y se hicieron a un lado, dejándoos pasar. Fue entonces cuando empezaste a sospechar la importancia dentro de la mafia local que tenía tu amigo. Quizás había sido su compañía la que te había salvado de acabar mal en aquel bar del que veníais. Si, aquello comenzaba a encajar, un hampón que intervenía echándole una mano a un turista ingenuo para evitar que haya incidentes desagradables en uno de sus locales.
El sótano era un lugar de paredes ocres lleno de humo y del olor a sudor. Cientos de hombres estaban allí hacinados, gritando y alzando los brazos alrededor de un pequeño cuadrilátero, ligeramente elevado del polvoriento suelo. Desde la entrada viste una silueta saltar y patear a otra en la cabeza, apenas un destello. La luz provenía de sucias bombillas que colgaban del techo. Seguiste a tu amigo, dándote cuenta de como los parroquianos se iban apartado a su paso, dejándoos camino libre hasta el pie del ring. Entonces descubriste cuales eran esos alicientes de los que Liang te había hablado.
Lo primero que llamó tu atención fue el sudor que cubría sus cuerpos, como relucía bajo la grosera luz de las bombillas. Parecían estar cubiertas de aceite. Dos chicas, completamente desnudas salvo por las sogas enrolladas que cubrían sus manos y sus pies, se enfrentaban en un cruel combate de boxeo sobre el cuadrilátero. Una de ellas te enamoró al instante. Su cuerpo pequeño y bronceado tenía los músculos deliciosamente marcados, y te encantaba como su larga trenza bailoteaba tras ella siguiendo sus rápidos movimientos. Tus ojos se perdieron en su delicado rostro de muñeca, los oscuros pezones de sus pequeños y bonitos pechos, sus fuertes piernas y su firme trasero. Mientras la mirabas, esquivó una brutal patada de su adversaria, mucho más alta, y salto para propinarle un rodillazo en el rostro. La otra chica también era una belleza, aunque su rostro mostraba algunos moratones. Le dirigiste a Liang una sonrisa, y el te respondió con un guiño de sus pequeños y relucientes ojos. Aquello te gustaba.
Al principio pensaste que era un combate amañado, un mero espectáculo erótico para la satisfacción de los presentes, pero pronto la contundencia de los golpes te convenció de lo contrario. Aquel era un combate real, y la prueba eran las apuestas que registraba un individuo sentado al pie del cuadrilátero, frente a una mesa con una caja de caudales. Por los vítores del publico adivinaste el nombre de tu favorita. Gupu, la llamaban, un nombre que a ti te recodaba mas a un osito de peluche que a una aguerrida luchadora. Una campana marcó el fin del asalto y las luchadoras volvieron a sus esquinas. Te encantó que la de Gupu fuese la más cercana a donde estabais. La joven sonrió y lanzó un beso al público antes de sentarse en el taburete a escuchar las indicaciones de su entrenador.
Le preguntaste a Liang como apostar por ella, y el hampón te acompañó hasta la mesa. Estabas medio borracho, por eso apostante tanto, tu que te vanaglorias de ser inmune a los encantos de los juegos de azar. Pero aquella chica tenía algo que hacia que perdieses el sentido. Nunca habías creído en el amor a primera vista, pero aquella chica te estaba empezando a hacer creer. No solo querías que ganase. Querías conocerla. Querías que fuese tuya.
-La deseas, ¿no, amigo?-te dijo Liang al oído, con una intimidad que no habrías permitido estando sobrio.
Asentiste, sin dejar de mirar su sudorosa espalda, sobre la que otra chica derramaba agua helada. Había algo tatuado en aquella espalda, dos largas hileras rojizas, casi invisibles en medio de la bronceada piel, en caracteres que no se correspondían a los usados en este país. No eras un experto en la materia, pero podrías haber jurado que aquello era escritura china. Quizá la chica fuese una mestiza, lo que explicaría su menor estatura y su belleza inusual.
-Quiero que sea mía.-dijiste, sin dirigirte a nadie en concreto.
Con el rabillo del ojo viste la sonrisa de Liang. Quizá de haber estado sobrio te hubiese puesto nervioso.
El nuevo asalto comenzó de la forma más brutal. La oponente de Gupu salto proyectando su pierna hacia adelante, haciendo que su pie envuelto en sogas se estrellase contra el vientre de tu favorita. Gupu bajó la guardia, y su oponente se aprovechó, dirigiéndole una lluvia de golpes de puño desde todos los ángulos posibles. Pero tu campeona encajó un imposible gancho descendente en la frente para poder agarrar el cuello de su adversaria, y entonces atacó alternativamente con sus codos al rostro de la otra chica, mientras gritaba con una fiereza insólita en una oriental. Sus pies golpearon con saña las rodillas de su oponente haciéndola flaquear, y finalmente Gupu dio un brinco para golpearla con su rodilla en el rostro. La chica se tambaleó hacia atrás, libre al fin del agarre de Gupu, y cayó inconsciente al suelo tras dar un par de pasos. Nadie escuchó el golpe de su cabeza contra la lona, todos estaban ya gritando el nombre de Gupu, que se alzó en su rincón mostrando su hermosísimo cuerpo desnudo al público, sonriendo pese a la sangre que manaba de los orificios de su nariz.
Era una criatura brutal y sensual, una autentica diosa.
-¿Que harías por tenerla?-te susurró Liang, su repugnante aliento casi provocándote una arcada.
-Cualquier cosa.-le dijiste.
-Puedo conseguírtela esta misma noche.-te susurró él.-Pero te costará.
-No me importa el precio.-le dijiste, todavía embelesado por la belleza de su rostro, por la sensualidad de su cuerpo, por la promesa de su delicado pubis rasurado.
Te dejaste llevar por la marea humana que se precipitó sobre la mesa de apuestas. El encargado casi no te dirigió la vista mientras contaba tus ganancias sobre la palma de tu mano, pero podrías haber jurado que lo que mascullaba eran maldiciones que se extendían ampliamente por todo tu árbol genealógico. No te importaba, en aquel momento no te importaba nada. Fue la delgada y huesuda mano de Liang la que te sacó de aquel lugar y te llevó a una esquina apartada. Tu amigo discutió allí con dos individuos altos, de cabezas rapadas, con coletas trenzadas cayendo desde la parte de atrás de sus cráneos hasta el final de sus espaldas. Eran dos auténticos atletas, pero no te hizo falta entender sus palabras para notar el temor que sentían ante la presencia de Liang. Tu amigo me estrechó la mano de nuevo, mientras te guiñaba un ojo.
-Ellos te guiarán.-te dijo.-Nos veremos muy pronto.
Como en un sueño, seguiste a los dos gigantes trenzados por un oscuro corredor. Una tosca puerta de madera, en medio del pasillo, se abrió para dejar salir a la oponente de Gupu. Seguía totalmente desnuda, y las sogas de sus manos y pies habían desaparecido. Sostenía una bolsa de hielo contra su cabeza mientras caminaba hacia ti, apoyada en la pared como si le costase mantener el equilibrio. Cuando te cruzaste con ella, te dirigió una mirada cargada de algo que podría ser desprecio. Uno de sus ojos estaba casi cerrado por la contusión, deformando su bonito rostro. En ese momento comprendiste que ella sabía que habías apostado por Gupu. Te sorprendió lo rápido que se extendían las noticias entre aquellos individuos de rostro indescifrable.
Uno de tus escoltas abrió la puerta del fondo del pasillo, y los dos se quedaron custodiándola, uno a cada lado. Cuando entraste, la cerraron a tus espaldas.
El sonido de decenas de goteras asaltó tus oídos en cuanto penetraste en aquella estancia de suelos mojados y paredes cubiertas de losas blancas. Te habían llevado al vestuario de Gupu. Pudiste ver sus sogas, todavía manchadas de sangre pero meticulosamente enrolladas formando cuatro ovillos, descansando sobre un largo banco de metal, junto a la pared. La luz procedía de una fila de velas situada junto a la bañera, una especie de pequeña piscina excavada en el suelo. Sumergida en aquel agua cristalina, mirándote con una suave sonrisa, estaba Gupu. Su rostro había sobrevivido al combate prácticamente intacto. Te miró con ojos melosos, mientras se acercaba al borde de la bañera más cercano a ti. Se apoyó en el borde para sacar su magnífico torso del agua, y con una de sus delicadas y letales manos te hizo un gesto. No necesitabas nada más. Sin dejar de mirarla te desnudaste y sin pensártelo te sumergiste con ella en las cálidas aguas de la bañera. Allí había sitio de sobra para los dos. El contacto de su piel contra la tuya fue electrizante, un impacto que erizó tus nervios y te envaró. Pero tus nervios no tardaron en calmarse bajo las suaves caricias que sus pequeñas manos y sus exquisitos pies te suministraron. Sin dejar de sonreír, acercó su boca a la tuya para darte el beso más exquisito y meticuloso que te hubiesen dado nunca. Aquello te hizo ascender a los cielos al instante. Querías rodearla con tus brazos, poseerla en aquel mismo momento, pero sabias que era mejor dejarla hacer. Así que te dejaste caer contra la pared de la bañera, mientras ella te suministraba los más exquisitos placeres en formas que nunca te hubieses atrevido a imaginar.
Ni por un instante pasó por tu cabeza que finalmente habías cruzado aquella barrera que te habías prometido respetar. No caíste en la cuenta de que habías dejado de un astuto proxeneta te llevase a los brazos de una prostituta de lujo. En aquel momento no existía para ti mas que Gupu, creando un paraíso para ti en el hueco de sus manos. Cuando al fin eyaculaste, en el orgasmo las largo y placentero que jamás habías vivido, ella cubrió tu boca con la suya para masajear tu lengua con sus dientes. No te había permitido penetrarla en ningún momento, pero eso no te importaba. En aquel instante, rodeando su cuerpo con tus manos, sintiendo su aroma animal entrando en tus pulmones, sentiste por ella un amor tan fuerte que era casi una adicción.
No notaste la primera aguja, la que se clavó tras tu oreja. Fue la siguiente la que te expulsó de tu lujurioso paraíso. Debajo en la anterior, en tu cuello, clavándose lentamente mientras Gupu la hacia girar con sus pequeños dedos. Quisiste llevar tu mano a aquella engorrosa fuente de dolor, pero tu brazo se negó a obedecerte. Una tras otra, Gupu fue clavando las agujas en tu cuello y tu cabeza, cortando el flujo de comunicación de tu sistema nervioso con una precisión escalofriante. Antes de que pudieses comprender que te ocurría, estabas totalmente inmóvil, tu cabeza como separada del cuerpo por la acción prodigiosa de unas finas agujas. Abriste la boca para preguntarle a Gupu que ocurría, pero tu lengua se había quedado pegada al paladar. La sonrisa había desaparecido del rostro de tu amada, que ahora te contemplaba sin la más mínima emoción.
De un salto, la boxeadora salió de la bañera y agarró tu cuerpo por las axilas. Era muchísimo mas fuerte de lo que parecía, y no le costó mucho sacarte de la bañera y arrastrarte por el húmedo y rugoso suelo del vestuario. Una vez te tuvo en el centro exacto, pegó cuidadosamente los brazos a tu cuerpo y unió tus piernas. Parecía la empleada de una funeraria, preparando ceremoniosamente un cadáver. Tú todavía estabas demasiado perplejo como para sentir temor.
No te sorprendió cuando viste a Liang sobre ti, mirándote con una sonrisa casi beatífica en curtido rostro. Se arrodilló a tu lado, examinando tu cuerpo con detenimiento, palpándolo con la punta de sus dedos. No podías sentir el tacto de su piel contra la tuya, pero podías imaginarlo. Cientos de leyendas sobre tráfico de órganos habían llenado para aquel entonces tu pensamiento, así que cuando Liang sacó un afilado instrumento parecido a un bisturí de sus ropas, tu ya casi te lo esperabas. Cuando lo posó en el centro de tu pecho y lo clavó de un solo golpe, tu solo escuchaste el sonido de tu piel al rasgarte y el borboteo de tu sangre al manar. De un solo gesto, con la precisión de un calígrafo fino, la hoja atravesó tu vientre y se detuvo justo en tu ingle. En aquel momento tú estabas demasiado ocupado intentando gritar, tratando de forzar a unos pulmones que ya no eran tuyos y que actuaban solo por reflejo.
-Te advertí que te costaría un precio disfrutar de las atenciones de mi pequeña Gupu.-te dijo Liang, con tono divertido, mientras rebuscaba entre tus vísceras con la punta de su cuchilla.-Pero apostaría cualquier cosa a que nunca pensaste que sería algo como esto.
Quizá porqué tu mente estaba demasiado horrorizada, pero en aquel momento no te diste cuenta de que Liang te había hablado en tu propio idioma, sin el menor rastro de acento. Gupu había tomado asiento frente a él, al otro lado de tu cuerpo. Parecían japoneses sentados alrededor de una mesa de palpitante carne humana.
-Gupu, hija mía.-le dijo Liang a la boxeadora.- ¿Quieres explicarle a este caballero que vamos a hacerle? Es lo menos que podemos hacer teniendo en cuenta el servicio que va a proporcionarnos.
Gupu te miró a los ojos, la frialdad de su rostro haciendo que su belleza te pareciese de repente insoportablemente repulsiva.
-Hace mucho tiempo,-dijo ella, también en tu idioma, también sin acento, con una voz tan dulce como al miel.-los blancos llegaron a estas tierras. Aprovecharon la decadencia de nuestros imperios y los sojuzgaron para convertirlos en colonias. Y robaron la esencia de la tierra, su riqueza, y se la llevaron con ellos. Los espíritus de las plantas, de los árboles, de los ríos, todos padecieron ante las máquinas del hombre blanco, mientras los usurpadores devoraban su fuerza. Claro, no podíais verlos, ni podíais sentirlos. Y los habitantes de estas tierras ya habían dejado de creer en ellos. Pero había algunos que si los sentían, que los necesitaban para subsistir.
-Como yo.-dijo Liang.-Llevaba diez mil años en esta tierra cuando los occidentales llegaron. En menos de una generación ensuciaron los ríos, talaron los bosques, profanaron los santuarios de las montañas. Robaron la fuerza de los espíritus de la naturaleza y se la llevaron con ellos. La llevaron en el aire que habían respirado, en la carne que habían devorado, en el agua que habían bebido. Durante milenios los habitantes de esta tierra se habían alimentado de ella y la habían respetado, le habían permitido regenerarse con el ciclo natural de las estaciones. Pero hay algo degenerado en los hombres blancos, en la forma en la que toman posesión de la tierra.
-Mi padre no es una criatura mortal.-dijo Gupu, mientras sus dedos se internaban en tu vientre.-Es un dragón, uno de los últimos que quedan en este mundo. Su linaje desciende de los grandes reptiles que reinaron antaño, no como el tuyo, que proviene de repugnantes monos que trepaban a los árboles. Está destinado a prevalecer hasta diez mil años después de que el último humano haya desaparecido de la faz de la tierra.
Liang dio un rápido giro a su cuchilla, y Gupu sacó de tu vientre un pedazo todavía palpitante de carne que metió en la boca de aquel al que había llamado padre. Ese que habías tomado por tu amigo masticó un pedazo de tu cuerpo casi con lujuria, mientras tu sangre chorreaba por sus labios.
-Delicioso.-dijo Liang.-Un ejemplar muy bien alimentado. Yo fui una vez así, amigo mío, pero cuando los tuyos se llevaron a los espíritus de la tierra, yo enfermé. Creí que los espíritus volverían, puesto que vosotros ni os habías dado cuenta de que los habíais raptado, así que no les costaría liberarse de vuestro poder. Pero no sobrevivieron al contacto con vuestra tierra envenenada por la codicia humana. Y cuando os marchasteis, dejasteis aquí vuestras máquinas y vuestro veneno, y los que antaño habían vivido en armonía con la tierra aprendieron vuestras maneras degeneradas, asesinándola un poco más cada día. Todavía estoy enfermo. Muy enfermo, como la tierra que me dio la vida en el pasado.
Como un artista que cede su pincel, Liang le pasó la cuchilla a Gupu. Con dedos ensangrentados abrió su camisa, y después tomó tu cabeza con esos mismos dedos para hacerte ladearla y que pudieses ver su torso, las úlceras supurantes que lo cubrían casi por completo, de un gris enfermizo y sucio.
-Esto es lo que me habéis hecho.-te dijo, obligándote a seguir mirando, mientras una de aquellas úlceras estallaba salpicándote la cara con un líquido frío y repugnante.-Esto es lo que tus antepasados le hicisteis a mi tierra. Otros muchos como yo enfermaron también, y muchos murieron. Pero yo he sobrevivido porque descubrí vuestro secreto. Tenéis la fuerza de los antiguos espíritus en vuestra sangre, la habéis recibido de vuestros antepasados. Es débil, pero sigue en vosotros, en vuestra carne. Yo solo contribuyo a devolverla a la tierra.
Nada mas soltar tu rostro, volvió a tomar la cuchilla de las manos de Gupu. Con un gesto hermoso en su sencillez cortó un pedazo de tu hígado, que introdujo con cuidado en la boca de Gupu. Su hija se lo tragó de golpe, inclinando hacia atrás la cabeza.
-Tenias razón, padre.-le dijo.-Es delicioso.
Observaste como devoraban tu hígado. Después cortaron con delicadeza uno de tus riñones. El repugnante olor de tu sangre y tus vísceras abiertas te estaba volviendo loco. Siguieron cortándote y devorándote, pero tu cerraste los ojos. No sabes si fue tu voluntad o sencillamente que tu mente sucumbió al terror, pero finalmente perdiste el conocimiento.
Así fue como llegaste aquí, a esta cama en este mísero hospital. Los médicos que te atienden no comprenden que te ocurrió, y tu no les has dicho nada para aclarárselo. No tienes porqué hacerlo, no le ves ningún sentido. No saben quien eres, ni de donde vienes. Pero eso no te importa ahora. La única duda que corroe tu mente es si sobrevivirás sin la mitad de tus vísceras. Lo siento, amigo, pero ahora eres menos aún que medio hombre, así que lo que sobreviva no se parecerá mucho a lo que llegó a este país. Por fortuna te mantienen sedado la mayor parte del tiempo. Creo que tu cuerpo se está comenzando a acostumbrar a la morfina, y que a tu mente le está empezando a gustar demasiado. Además, mantiene alejadas a las pesadillas.
Hace unos días que comenzaste a escucharme, retumbando dentro de tu cabeza. Y hasta ahora, no te has dado cuenta de quien soy. Si, tienes razón. Soy el último pedazo de cordura que queda dentro de tu cráneo. Pero no sé si seguiré por aquí mucho tiempo.
© 2008, Juan Díaz Olmedo
Si, fue aquel maldito viaje. Una buena idea en principio. Abandonar por unos días tu aburrida y monótona existencia, marcharte al otro lado del mundo, a la exótica Asia, a uno de esos lugares que solo conocías a través de las películas y de esos documentales que siempre veías a medias en televisión. Un lugar de placeres secretos y costumbres extrañas en el que escapar de ti mismo y de tus miserias.
Claro que nadie te habló de la parte mala, por supuesto. Ni los folletos turísticos ni tu amigo, ese que te animó a venir, el que dijo conocerse la ciudad como la palma de su mano. Un hippie, eso es lo que era tu amigo. No del tipo de los 60, de esos ya no quedan. Este no es mas que un niño de papá que viste como un vagabundo y está todo el tiempo hablando del comercio justo y la injusticia de la globalización mientras estudia derecho en la facultad, para un día no muy lejano afeitarse las barbas y las melenas y cambiarlas por un corte caro que vaya bien con un traje de chaqueta de tres piezas. Pero tu no juzgas a la gente, claro. Es una de tus normas. Si juzgases a los demás, no tardarías en comenzar a juzgarte a ti mismo. Y te asusta la posibilidad de que el veredicto no fuese muy halagüeño, incluso proviniendo del jurado más benévolo posible.
Además, sería hipócrita juzgar, cuando aquel pijo vestido de hippie te estaba invitando a un viaje que se presentaba como la aventura de tu vida, una existencia todavía corta pero que empezaba a dar preocupantes síntomas de hastío. El no hacia mas que hablar de conocer otras culturas, de mezclarse con gentes que vivían otro tipo de existencia menos materialista. Como si tu no supieses bien a que venían aquellos viajes, cual era el auténtico motivo: Disfrutar del vacío legal creado por la corrupción de los países del tercer mundo, visitar un lugar en el que todos los placeres y todos los vicios eran posibles. Para tu amigo eran las drogas, no había mas que ver el brillo extraño que tenían sus ojos algunas noches, en las que parecía haberse convertido en una especie de místico de pacotilla. Para ti, todavía era una incertidumbre. Ciertamente te atraía la belleza de las mujeres asiáticas, pero el fantasma del SIDA te atemorizaba. Las drogas no han sido nunca algo que te haya atraído, con el tabaco y el alcohol siempre te ha bastado.
Vamos, a mi no me engañas. En el fondo sabes muy bien porqué fuiste allí.
Hemos hablado de cosas malas. La primera salió a recibirte nada mas dejar el avión, tras un vuelo insufriblemente largo que te había dejado las piernas insensibles. El calor, el maldito calor. Y se suponía que tu venías de un país cálido. Pero nada te podría haber preparado para esto, para un aire tan caliente que costaba respirarlo, para la eterna capa de sudor que cubrió por completo tu piel desde el primer momento, empapando unas ropas que no tardaron en dejar de ser elegantes para convertirse en un guiñapo sucio y maloliente. Un calor tan sofocante que consiguió que prescindieses del tabaco tras la torturante experiencia que fue fumar el primer cigarrillo tras salir del aeropuerto, a bordo de un taxi destartalado que parecía estar propulsado por la pura fuerza de voluntad de su lacónico conductor, con sus bamboleantes piezas sujetas por algún compuesto orgánico que comenzaba a corromperse bajo el implacable sol y que llenaba el diminuto habitáculo con su hedor.
En el rostro de aquel conductor tuviste tu primer contacto con la inescrutable mirada de los orientales. Si, tu que te dabas de tolerante, que te ofendías si alguien sugería que eras racista, comenzaste a sentir desconfianza de un rostro extranjero. No podías leer emociones en aquel rostro moreno de ojos rasgados, arrugado por el sol y la edad, que te dirigía miradas inexpresivas a través del retrovisor en vez de vigilar el caótico tráfico de la ciudad. No tardarías en acostumbrarte a esas miradas. ¿Era desconfianza lo que veías en ellas, un reflejo de la que tú sentías hacia ellos? ¿O quizá había algo más, algo que tú no podías comprender? Desde ese primer momento te sentirse un poco como un visitante en otro planeta, temiendo que cualquier gesto inconsciente provocase las iras de aquellos alienígenas pequeños, morenos y nervudos, para los que tu vida no significada mucho. Tu amigo ya te había advertido que muchos de aquellos tipos te matarían sin pensarlo si les tocabas la cabeza. Quizá por eso te movías casi siempre con las manos en los bolsillos de tus pantalones vaqueros, empapados de sudor.
Tu amigo, si, ese que no había ido a recogerte al aeropuerto, el que te dejó solo para que tuvieses que entenderte con los nativos mediante un pedazo de papel con caracteres exóticos escritos en rotulador con pulso nervioso. Por fortuna llegaste a donde él estaba, una especie de pensión ubicada en pleno centro de la ciudad. El ya llevaba allí dos semanas, porque el no tener un empleo le permitía tener mucho mas tiempo libre que tú, que habías tenido que sudar sangre para que tus jefes te autorizasen unos pocos días de vacaciones que en realidad te debían por ley. Admítelo, no fuiste muy amable cuando os encontrasteis al fin, y eso que él tuvo la deferencia de pagar el taxi. Te limitaste a estrecharle la mano, y el roce de manos sudorosas casi te dio una arcada. Entraste casi corriendo en el portal del viejo edificio de hormigón, en busca de una sombra que solo daba un ligero alivio. Pero cualquier cosa se agradecía cuando sentías como la repugnante comida del avión se estaba cociendo de nuevo dentro de tu estómago.
Tres pasos y volviste a Europa. En cuanto cruzaste sobre la sucia y gastada alfombrilla del suelo, con la palabra welcome apenas visible entre sus pocas hebras, una decena de conversaciones en idiomas del viejo continente te asaltaron. Y jóvenes con aspecto de vagabundos, pieles rosadas por el sol y cabellos rubios se cruzaron contigo, apenas dirigiéndote una mirada. Un refugio de hippies. Tu amigo te había llevado con los suyos.
Una ducha fría, un cambio de ropa y varios litros de agua fría mezclada con whisky de mala calidad mejoraron un poco tu estado y tu ánimo. Incluso te animó a dejar que el pesado de tu amigo te presentara a sus amistades, todas residentes en la misma pensión. De repente todos los asiáticos se habían esfumado de tu alrededor, salvo aquella anciana bajita que siempre caminaba de un lado a otro por los grises pasillos mirando con sus pequeños ojitos a su alrededor como un ratoncillo asustado. Estrechaste la mano de una sucesión interminable de chicos de pelo largo y barba descuidada, incluso besaste a algunas chicas de buen aspecto pero poco cuidadosas con su apariencia. Incluso te parecieron simpáticos, aunque sospechabas incluso entonces que se debía mas al alcohol que corría por tus venas que a sus atractivos naturales.
La idea de diversión de tu amigo era no hacer nada. Cuando llegó la noche, pillándote de sorpresa, salisteis acompañados por un grupo que hablaba algún idioma que tu desconocías por completo. Desorientado por su conversación y por el ruido que atestaba las estrechas calles, les seguiste hasta llegar a la playa. Aquel lugar era de una belleza tal que consiguió sobrecogerte incluso a ti. Por un instante, estabais solos, en medio del silencio. Incluso el calor parecía haberse apaciguado ahora que no había sol. Os sentasteis en la arena y, como te ibas temiendo desde hacia ya un buen rato, tu amigo y sus acompañantes comenzaron a liar porros con contenidos diversos. Te ofrecieron, como no, con ese empeño de los aficionados a las drogas por hacer que todos compartan su desgracia. Y tu como siempre te negaste. Aquel no era tu juego, no era para eso para lo que habías venido. Te excusaste diciendo que el viaje te había dejado demasiado cansado y te marchaste. Tu amigo se preocupó, se ofreció a acompañarte de vuelta. Pero tu querías estar solo, alejarte de ellos, meditar acerca de un viaje que estaba comenzando a revelarse como una pésima idea. Lo tranquilizaste y conseguiste que se quedara con los suyos y sus drogas recreativas. Te apetecía pasear solo por aquellas calles que solo habías podido entrever, ahora que el aire era al fin algo respirable.
Te habías puesto lo poco que habías encontrado elegante en el guardarropa de tu amigo, unos pantalones claros de un tejido fino, unas sandalias de piel y una camisa china negra. Sabias que ofrecías un aspecto extraño, excéntrico, pero no te importaba. Te sacudiste la blanca arena de la playa de las sandalias nada mas volver a pisar el asfalto, y sin preocuparte en que dirección lo hacías te pusiste a caminar. Todavía llevabas encima el arrugado papel con la dirección de la pensión, que te permitiría volver en taxi. Además, al cambiar tu dinero en moneda local habías descubierto que aquí eras, mas o menos, un hombre rico. No estaría mal disfrutar de ello por unos días, pensaste. Incluso te permitiste el lujo de encender un cigarrillo y fumarlo lentamente, sintiéndote como el protagonista de alguna vieja película de aventuras coloquiales.
La ciudad parecía estar casi vacía por los alrededores de la playa. Calles sucias y estrechas, con la basura amontonándose en las esquinas, con algunos viandantes de aspecto furtivo que salían y entraban de las puertas de los bajos edificios como si el permanecer en la calle les fuese doloroso. Un sudoroso y orondo occidental pasó a tu lado soltando algo que parecían vulgaridades en algún idioma extranjero, llevando debajo de cada brazo a una chica de aspecto delicado exageradamente delicada. Incluso en la oscuridad pudiste notar el suave bulto en las gargantas de aquellas supuestas chicas. Sonreíste y seguiste con tu camino. Ya te habían advertido de que aquel era uno de los diversos peligros de recurrir a la prostitución local.
Aunque ibas sobre aviso, pronto te asaltaron las tentadoras prostitutas, llamándote desde portales iluminados en rojo con voces sensuales, pronunciando palabras extrañas con unos labios que llamaban a los tuyos con su brillo y su delicadeza. Las había muy hermosas, casi surgidas de un ensueño. Pero siempre podías ver al otro tipo cerca de ellas, individuos delgados de aspecto peligroso, los proxenetas que las explotaban. Y aquello superaba el límite de tu decencia. No te disgustaba el pasar la noche con alguna de aquellas chicas, pero al menos que fuese ella quién se quedase con el dinero.
Las calles se iluminaban mientras te ibas acercando al centro. Allí había otras tentaciones, menos peligrosas quizá, mas de tu estilo. Si, seguro que no recuerdas ya como acabaste acodado en la barra de aquel bar lleno de humo, pidiendo a señas al camarero un trago de una de las coloridas botellas que había tres él. Te sirvió dos dedos de un liquido rojizo, muy parecido a la sangre, en un pequeño vaso. No pudiste entender la inscripción de la botella, en alargados caracteres asiáticos. Podría ser incluso la famosa sangre de serpiente que muchos beben aquí para aumentar su hombría. Te la tomaste de un trago, y lo cierto es que casi no gemiste de dolor mientras aquel brebaje ardiente achicharraba tu lengua y tu garganta. Sentiste su calor adentrándose en tu estómago y poco después estabas pidiendo otro. Si, creo que llevabas ya tres tragos y tu vista estaba empezando a verse afectada cuando aquel tipo comenzó a hablar contigo.
Si, ahora me dirás que nunca le olvidarás, por mucho que vivas, pero lo cierto es que en aquel momento no le prestaste mucha atención. La clientela del bar era lo bastante variopinta como para tenerte distraído por un largo rato. Pero aquel tipo pidió lo mismo que tú y se ventiló un trago sin inmutarse antes de dirigirte una sonrisa parecida a la de un tiburón y guiñarte un ojo. Pensaste que era un gay que intentaba intimar con un extranjero, quizá un prostituto de mala muerte, demasiado feo como para travestirse. Miraste para otro lado, como si no le hubieses visto, y pediste otro trago. Entonces aquel tipo tocó tu hombro y comenzó a hablarte con un inglés chapurreante que entendiste a duras penas.
Era muy delgado, tanto que la piel de su rostro parecía cuero curtido extendido sobre su cráneo. El sudor surgía en grandes goterones por debajo de sus cortos y grasientos cabellos. No podrías haber dicho su edad, lo mismo podría haber tenido veinte años que cuarenta. Lo cierto es que comenzó a hablarte del local, diciéndote que no era muy común ver a turistas por allí. No lo dijo con acritud, sino casi como un cumplido hacia ti. No te sorprendió descubrir que te habías metido en un garito de la mafia local, y llevabas el suficiente alcohol metido en el estómago como para sentirte osado y que aquello no te importase. Aquel tipo de dijo el nombre de lo que habías estado bebiendo, totalmente impronunciable y que olvidaste en menos de tres segundos. Dejaste que te aconsejara, y pronto una hilera de pequeños vasos de cristal gastado formaban una fila frente a ti, sobre la barra, testimonio de todos los licores de distintos colores y sabores que te habías metido entre pecho y espalda. Lo cierto es que no te sentías borracho, no recordabas haber pasado ese punto en el que eras consciente del efecto que el alcohol te está produciendo, justo antes de que no te importe una mierda. Te sentías bien, y el alcohol había insuflado valor a tus venas. En un país extranjero, codeándote con la mafia, haciéndote amigo de un hampón local. Eso cuadraba bastante bien con tu fantasía de aventurero de película antigua. Acodado en la barra encendiste un cigarrillo, y le ofreciste uno a tu nuevo amigo. Le ofreciste tu mano diciéndole tu nombre, y el te la estrechó divertido mientras pronunciaba el suyo, una ristra de sílabas de tres letras o más que te dejó perplejo. El se rió, mostrando con mas claridad sus amarillentos y puntiagudos dientes bajo la luz de neón. Te dijo que podías llamarle Liang, era la forma en la que le llamaban todos por allí.
Cuando te habló de guiarte a través de las diversiones locales, te pareció muy buena idea. Ya te estabas aburriendo de aquel bar de mala muerte, y por las miradas que te estaban echando imaginabas que al resto de los parroquianos tu presencia no les era tan grata como a Liang. Salisteis de allí codo con codo, ambos dialogando en ingles con acentos tan marcados que habrían provocado el infarto de un profesor británico. El local que ibas a visitar no estaba muy lejos de allí. Te preguntó si conocías la variedad local del boxeo, y tu le contestaste que habías visto algo en las películas, pero que no te apetecía mucho el presenciar una de aquellas sangrientas veladas. Él sonrió, y te dijo el combate que ibais a presenciar tenia un aliciente que sin duda encontrarías atractivo.
Aquel sitio era un subterráneo, con la entrada marcada con la luz roja que señala a los prostíbulos en cualquier parte del globo. Una sonrisa pícara iluminó tus labios ante la idea de pasar el resto de la noche disfrutando de los placeres de un lupanar asiático. Pero de allí dentro salía demasiado ruido.
La puerta estaba custodiada por los dos asiáticos más altos que habías visto en tu vida, dos mulos humanos de cabeza rapada y cara de pocos amigos que le estaban negando la entrada a un individuo bajito y medio calvo, que les ofrecía varios arrugados billetes en un intento inútil de comprar su entrada. En cuanto vieron a tu amigo, los dos inclinaron la cabeza y se hicieron a un lado, dejándoos pasar. Fue entonces cuando empezaste a sospechar la importancia dentro de la mafia local que tenía tu amigo. Quizás había sido su compañía la que te había salvado de acabar mal en aquel bar del que veníais. Si, aquello comenzaba a encajar, un hampón que intervenía echándole una mano a un turista ingenuo para evitar que haya incidentes desagradables en uno de sus locales.
El sótano era un lugar de paredes ocres lleno de humo y del olor a sudor. Cientos de hombres estaban allí hacinados, gritando y alzando los brazos alrededor de un pequeño cuadrilátero, ligeramente elevado del polvoriento suelo. Desde la entrada viste una silueta saltar y patear a otra en la cabeza, apenas un destello. La luz provenía de sucias bombillas que colgaban del techo. Seguiste a tu amigo, dándote cuenta de como los parroquianos se iban apartado a su paso, dejándoos camino libre hasta el pie del ring. Entonces descubriste cuales eran esos alicientes de los que Liang te había hablado.
Lo primero que llamó tu atención fue el sudor que cubría sus cuerpos, como relucía bajo la grosera luz de las bombillas. Parecían estar cubiertas de aceite. Dos chicas, completamente desnudas salvo por las sogas enrolladas que cubrían sus manos y sus pies, se enfrentaban en un cruel combate de boxeo sobre el cuadrilátero. Una de ellas te enamoró al instante. Su cuerpo pequeño y bronceado tenía los músculos deliciosamente marcados, y te encantaba como su larga trenza bailoteaba tras ella siguiendo sus rápidos movimientos. Tus ojos se perdieron en su delicado rostro de muñeca, los oscuros pezones de sus pequeños y bonitos pechos, sus fuertes piernas y su firme trasero. Mientras la mirabas, esquivó una brutal patada de su adversaria, mucho más alta, y salto para propinarle un rodillazo en el rostro. La otra chica también era una belleza, aunque su rostro mostraba algunos moratones. Le dirigiste a Liang una sonrisa, y el te respondió con un guiño de sus pequeños y relucientes ojos. Aquello te gustaba.
Al principio pensaste que era un combate amañado, un mero espectáculo erótico para la satisfacción de los presentes, pero pronto la contundencia de los golpes te convenció de lo contrario. Aquel era un combate real, y la prueba eran las apuestas que registraba un individuo sentado al pie del cuadrilátero, frente a una mesa con una caja de caudales. Por los vítores del publico adivinaste el nombre de tu favorita. Gupu, la llamaban, un nombre que a ti te recodaba mas a un osito de peluche que a una aguerrida luchadora. Una campana marcó el fin del asalto y las luchadoras volvieron a sus esquinas. Te encantó que la de Gupu fuese la más cercana a donde estabais. La joven sonrió y lanzó un beso al público antes de sentarse en el taburete a escuchar las indicaciones de su entrenador.
Le preguntaste a Liang como apostar por ella, y el hampón te acompañó hasta la mesa. Estabas medio borracho, por eso apostante tanto, tu que te vanaglorias de ser inmune a los encantos de los juegos de azar. Pero aquella chica tenía algo que hacia que perdieses el sentido. Nunca habías creído en el amor a primera vista, pero aquella chica te estaba empezando a hacer creer. No solo querías que ganase. Querías conocerla. Querías que fuese tuya.
-La deseas, ¿no, amigo?-te dijo Liang al oído, con una intimidad que no habrías permitido estando sobrio.
Asentiste, sin dejar de mirar su sudorosa espalda, sobre la que otra chica derramaba agua helada. Había algo tatuado en aquella espalda, dos largas hileras rojizas, casi invisibles en medio de la bronceada piel, en caracteres que no se correspondían a los usados en este país. No eras un experto en la materia, pero podrías haber jurado que aquello era escritura china. Quizá la chica fuese una mestiza, lo que explicaría su menor estatura y su belleza inusual.
-Quiero que sea mía.-dijiste, sin dirigirte a nadie en concreto.
Con el rabillo del ojo viste la sonrisa de Liang. Quizá de haber estado sobrio te hubiese puesto nervioso.
El nuevo asalto comenzó de la forma más brutal. La oponente de Gupu salto proyectando su pierna hacia adelante, haciendo que su pie envuelto en sogas se estrellase contra el vientre de tu favorita. Gupu bajó la guardia, y su oponente se aprovechó, dirigiéndole una lluvia de golpes de puño desde todos los ángulos posibles. Pero tu campeona encajó un imposible gancho descendente en la frente para poder agarrar el cuello de su adversaria, y entonces atacó alternativamente con sus codos al rostro de la otra chica, mientras gritaba con una fiereza insólita en una oriental. Sus pies golpearon con saña las rodillas de su oponente haciéndola flaquear, y finalmente Gupu dio un brinco para golpearla con su rodilla en el rostro. La chica se tambaleó hacia atrás, libre al fin del agarre de Gupu, y cayó inconsciente al suelo tras dar un par de pasos. Nadie escuchó el golpe de su cabeza contra la lona, todos estaban ya gritando el nombre de Gupu, que se alzó en su rincón mostrando su hermosísimo cuerpo desnudo al público, sonriendo pese a la sangre que manaba de los orificios de su nariz.
Era una criatura brutal y sensual, una autentica diosa.
-¿Que harías por tenerla?-te susurró Liang, su repugnante aliento casi provocándote una arcada.
-Cualquier cosa.-le dijiste.
-Puedo conseguírtela esta misma noche.-te susurró él.-Pero te costará.
-No me importa el precio.-le dijiste, todavía embelesado por la belleza de su rostro, por la sensualidad de su cuerpo, por la promesa de su delicado pubis rasurado.
Te dejaste llevar por la marea humana que se precipitó sobre la mesa de apuestas. El encargado casi no te dirigió la vista mientras contaba tus ganancias sobre la palma de tu mano, pero podrías haber jurado que lo que mascullaba eran maldiciones que se extendían ampliamente por todo tu árbol genealógico. No te importaba, en aquel momento no te importaba nada. Fue la delgada y huesuda mano de Liang la que te sacó de aquel lugar y te llevó a una esquina apartada. Tu amigo discutió allí con dos individuos altos, de cabezas rapadas, con coletas trenzadas cayendo desde la parte de atrás de sus cráneos hasta el final de sus espaldas. Eran dos auténticos atletas, pero no te hizo falta entender sus palabras para notar el temor que sentían ante la presencia de Liang. Tu amigo me estrechó la mano de nuevo, mientras te guiñaba un ojo.
-Ellos te guiarán.-te dijo.-Nos veremos muy pronto.
Como en un sueño, seguiste a los dos gigantes trenzados por un oscuro corredor. Una tosca puerta de madera, en medio del pasillo, se abrió para dejar salir a la oponente de Gupu. Seguía totalmente desnuda, y las sogas de sus manos y pies habían desaparecido. Sostenía una bolsa de hielo contra su cabeza mientras caminaba hacia ti, apoyada en la pared como si le costase mantener el equilibrio. Cuando te cruzaste con ella, te dirigió una mirada cargada de algo que podría ser desprecio. Uno de sus ojos estaba casi cerrado por la contusión, deformando su bonito rostro. En ese momento comprendiste que ella sabía que habías apostado por Gupu. Te sorprendió lo rápido que se extendían las noticias entre aquellos individuos de rostro indescifrable.
Uno de tus escoltas abrió la puerta del fondo del pasillo, y los dos se quedaron custodiándola, uno a cada lado. Cuando entraste, la cerraron a tus espaldas.
El sonido de decenas de goteras asaltó tus oídos en cuanto penetraste en aquella estancia de suelos mojados y paredes cubiertas de losas blancas. Te habían llevado al vestuario de Gupu. Pudiste ver sus sogas, todavía manchadas de sangre pero meticulosamente enrolladas formando cuatro ovillos, descansando sobre un largo banco de metal, junto a la pared. La luz procedía de una fila de velas situada junto a la bañera, una especie de pequeña piscina excavada en el suelo. Sumergida en aquel agua cristalina, mirándote con una suave sonrisa, estaba Gupu. Su rostro había sobrevivido al combate prácticamente intacto. Te miró con ojos melosos, mientras se acercaba al borde de la bañera más cercano a ti. Se apoyó en el borde para sacar su magnífico torso del agua, y con una de sus delicadas y letales manos te hizo un gesto. No necesitabas nada más. Sin dejar de mirarla te desnudaste y sin pensártelo te sumergiste con ella en las cálidas aguas de la bañera. Allí había sitio de sobra para los dos. El contacto de su piel contra la tuya fue electrizante, un impacto que erizó tus nervios y te envaró. Pero tus nervios no tardaron en calmarse bajo las suaves caricias que sus pequeñas manos y sus exquisitos pies te suministraron. Sin dejar de sonreír, acercó su boca a la tuya para darte el beso más exquisito y meticuloso que te hubiesen dado nunca. Aquello te hizo ascender a los cielos al instante. Querías rodearla con tus brazos, poseerla en aquel mismo momento, pero sabias que era mejor dejarla hacer. Así que te dejaste caer contra la pared de la bañera, mientras ella te suministraba los más exquisitos placeres en formas que nunca te hubieses atrevido a imaginar.
Ni por un instante pasó por tu cabeza que finalmente habías cruzado aquella barrera que te habías prometido respetar. No caíste en la cuenta de que habías dejado de un astuto proxeneta te llevase a los brazos de una prostituta de lujo. En aquel momento no existía para ti mas que Gupu, creando un paraíso para ti en el hueco de sus manos. Cuando al fin eyaculaste, en el orgasmo las largo y placentero que jamás habías vivido, ella cubrió tu boca con la suya para masajear tu lengua con sus dientes. No te había permitido penetrarla en ningún momento, pero eso no te importaba. En aquel instante, rodeando su cuerpo con tus manos, sintiendo su aroma animal entrando en tus pulmones, sentiste por ella un amor tan fuerte que era casi una adicción.
No notaste la primera aguja, la que se clavó tras tu oreja. Fue la siguiente la que te expulsó de tu lujurioso paraíso. Debajo en la anterior, en tu cuello, clavándose lentamente mientras Gupu la hacia girar con sus pequeños dedos. Quisiste llevar tu mano a aquella engorrosa fuente de dolor, pero tu brazo se negó a obedecerte. Una tras otra, Gupu fue clavando las agujas en tu cuello y tu cabeza, cortando el flujo de comunicación de tu sistema nervioso con una precisión escalofriante. Antes de que pudieses comprender que te ocurría, estabas totalmente inmóvil, tu cabeza como separada del cuerpo por la acción prodigiosa de unas finas agujas. Abriste la boca para preguntarle a Gupu que ocurría, pero tu lengua se había quedado pegada al paladar. La sonrisa había desaparecido del rostro de tu amada, que ahora te contemplaba sin la más mínima emoción.
De un salto, la boxeadora salió de la bañera y agarró tu cuerpo por las axilas. Era muchísimo mas fuerte de lo que parecía, y no le costó mucho sacarte de la bañera y arrastrarte por el húmedo y rugoso suelo del vestuario. Una vez te tuvo en el centro exacto, pegó cuidadosamente los brazos a tu cuerpo y unió tus piernas. Parecía la empleada de una funeraria, preparando ceremoniosamente un cadáver. Tú todavía estabas demasiado perplejo como para sentir temor.
No te sorprendió cuando viste a Liang sobre ti, mirándote con una sonrisa casi beatífica en curtido rostro. Se arrodilló a tu lado, examinando tu cuerpo con detenimiento, palpándolo con la punta de sus dedos. No podías sentir el tacto de su piel contra la tuya, pero podías imaginarlo. Cientos de leyendas sobre tráfico de órganos habían llenado para aquel entonces tu pensamiento, así que cuando Liang sacó un afilado instrumento parecido a un bisturí de sus ropas, tu ya casi te lo esperabas. Cuando lo posó en el centro de tu pecho y lo clavó de un solo golpe, tu solo escuchaste el sonido de tu piel al rasgarte y el borboteo de tu sangre al manar. De un solo gesto, con la precisión de un calígrafo fino, la hoja atravesó tu vientre y se detuvo justo en tu ingle. En aquel momento tú estabas demasiado ocupado intentando gritar, tratando de forzar a unos pulmones que ya no eran tuyos y que actuaban solo por reflejo.
-Te advertí que te costaría un precio disfrutar de las atenciones de mi pequeña Gupu.-te dijo Liang, con tono divertido, mientras rebuscaba entre tus vísceras con la punta de su cuchilla.-Pero apostaría cualquier cosa a que nunca pensaste que sería algo como esto.
Quizá porqué tu mente estaba demasiado horrorizada, pero en aquel momento no te diste cuenta de que Liang te había hablado en tu propio idioma, sin el menor rastro de acento. Gupu había tomado asiento frente a él, al otro lado de tu cuerpo. Parecían japoneses sentados alrededor de una mesa de palpitante carne humana.
-Gupu, hija mía.-le dijo Liang a la boxeadora.- ¿Quieres explicarle a este caballero que vamos a hacerle? Es lo menos que podemos hacer teniendo en cuenta el servicio que va a proporcionarnos.
Gupu te miró a los ojos, la frialdad de su rostro haciendo que su belleza te pareciese de repente insoportablemente repulsiva.
-Hace mucho tiempo,-dijo ella, también en tu idioma, también sin acento, con una voz tan dulce como al miel.-los blancos llegaron a estas tierras. Aprovecharon la decadencia de nuestros imperios y los sojuzgaron para convertirlos en colonias. Y robaron la esencia de la tierra, su riqueza, y se la llevaron con ellos. Los espíritus de las plantas, de los árboles, de los ríos, todos padecieron ante las máquinas del hombre blanco, mientras los usurpadores devoraban su fuerza. Claro, no podíais verlos, ni podíais sentirlos. Y los habitantes de estas tierras ya habían dejado de creer en ellos. Pero había algunos que si los sentían, que los necesitaban para subsistir.
-Como yo.-dijo Liang.-Llevaba diez mil años en esta tierra cuando los occidentales llegaron. En menos de una generación ensuciaron los ríos, talaron los bosques, profanaron los santuarios de las montañas. Robaron la fuerza de los espíritus de la naturaleza y se la llevaron con ellos. La llevaron en el aire que habían respirado, en la carne que habían devorado, en el agua que habían bebido. Durante milenios los habitantes de esta tierra se habían alimentado de ella y la habían respetado, le habían permitido regenerarse con el ciclo natural de las estaciones. Pero hay algo degenerado en los hombres blancos, en la forma en la que toman posesión de la tierra.
-Mi padre no es una criatura mortal.-dijo Gupu, mientras sus dedos se internaban en tu vientre.-Es un dragón, uno de los últimos que quedan en este mundo. Su linaje desciende de los grandes reptiles que reinaron antaño, no como el tuyo, que proviene de repugnantes monos que trepaban a los árboles. Está destinado a prevalecer hasta diez mil años después de que el último humano haya desaparecido de la faz de la tierra.
Liang dio un rápido giro a su cuchilla, y Gupu sacó de tu vientre un pedazo todavía palpitante de carne que metió en la boca de aquel al que había llamado padre. Ese que habías tomado por tu amigo masticó un pedazo de tu cuerpo casi con lujuria, mientras tu sangre chorreaba por sus labios.
-Delicioso.-dijo Liang.-Un ejemplar muy bien alimentado. Yo fui una vez así, amigo mío, pero cuando los tuyos se llevaron a los espíritus de la tierra, yo enfermé. Creí que los espíritus volverían, puesto que vosotros ni os habías dado cuenta de que los habíais raptado, así que no les costaría liberarse de vuestro poder. Pero no sobrevivieron al contacto con vuestra tierra envenenada por la codicia humana. Y cuando os marchasteis, dejasteis aquí vuestras máquinas y vuestro veneno, y los que antaño habían vivido en armonía con la tierra aprendieron vuestras maneras degeneradas, asesinándola un poco más cada día. Todavía estoy enfermo. Muy enfermo, como la tierra que me dio la vida en el pasado.
Como un artista que cede su pincel, Liang le pasó la cuchilla a Gupu. Con dedos ensangrentados abrió su camisa, y después tomó tu cabeza con esos mismos dedos para hacerte ladearla y que pudieses ver su torso, las úlceras supurantes que lo cubrían casi por completo, de un gris enfermizo y sucio.
-Esto es lo que me habéis hecho.-te dijo, obligándote a seguir mirando, mientras una de aquellas úlceras estallaba salpicándote la cara con un líquido frío y repugnante.-Esto es lo que tus antepasados le hicisteis a mi tierra. Otros muchos como yo enfermaron también, y muchos murieron. Pero yo he sobrevivido porque descubrí vuestro secreto. Tenéis la fuerza de los antiguos espíritus en vuestra sangre, la habéis recibido de vuestros antepasados. Es débil, pero sigue en vosotros, en vuestra carne. Yo solo contribuyo a devolverla a la tierra.
Nada mas soltar tu rostro, volvió a tomar la cuchilla de las manos de Gupu. Con un gesto hermoso en su sencillez cortó un pedazo de tu hígado, que introdujo con cuidado en la boca de Gupu. Su hija se lo tragó de golpe, inclinando hacia atrás la cabeza.
-Tenias razón, padre.-le dijo.-Es delicioso.
Observaste como devoraban tu hígado. Después cortaron con delicadeza uno de tus riñones. El repugnante olor de tu sangre y tus vísceras abiertas te estaba volviendo loco. Siguieron cortándote y devorándote, pero tu cerraste los ojos. No sabes si fue tu voluntad o sencillamente que tu mente sucumbió al terror, pero finalmente perdiste el conocimiento.
Así fue como llegaste aquí, a esta cama en este mísero hospital. Los médicos que te atienden no comprenden que te ocurrió, y tu no les has dicho nada para aclarárselo. No tienes porqué hacerlo, no le ves ningún sentido. No saben quien eres, ni de donde vienes. Pero eso no te importa ahora. La única duda que corroe tu mente es si sobrevivirás sin la mitad de tus vísceras. Lo siento, amigo, pero ahora eres menos aún que medio hombre, así que lo que sobreviva no se parecerá mucho a lo que llegó a este país. Por fortuna te mantienen sedado la mayor parte del tiempo. Creo que tu cuerpo se está comenzando a acostumbrar a la morfina, y que a tu mente le está empezando a gustar demasiado. Además, mantiene alejadas a las pesadillas.
Hace unos días que comenzaste a escucharme, retumbando dentro de tu cabeza. Y hasta ahora, no te has dado cuenta de quien soy. Si, tienes razón. Soy el último pedazo de cordura que queda dentro de tu cráneo. Pero no sé si seguiré por aquí mucho tiempo.
© 2008, Juan Díaz Olmedo
1 comentarios:
¡Hey, Juan! Hace tiempo que tenía ganas de leerte este relato, este célebre -candidato al Ignotus, wow- relato. Es bueno, muy bueno. Oye, me tranquilizó verte el otro día: tómate una pausa, equilibra tu karma o lo que sea, pero no dejes de escribir.
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