© 2008, Juan Díaz Olmedo
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Anónimo 3
miércoles, 25 de junio de 2008
Publicado por Juan Díaz Olmedo en 15:37 0 comentarios
Etiquetas: Relatos
El Señor de las Ratas
miércoles, 18 de junio de 2008
Publicado en Artifex nº 4.
Que asco de noche.
La lluvia cae con crueldad sobre el asfalto arrastrando la suciedad, amontonándola junto a los bordillos de las aceras. Bajo la vista y veo una procesión de colillas que se desliza en el interior de una alcantarilla una tras otra, como repugnantes barquitos que navegan hasta el fin del mundo siguiendo un riachuelo de aguas negras como la pez. Estoy terriblemente aburrida. El frío se me está metiendo en las entrañas.
Me abro el chaquetón intentando que mi escote llame la atención de un individuo que cruza la calle apresuradamente, tratando de guarecerse de la lluvia bajo las delgadas cornisas. Es un gusano medio calvo, con cabellos grises y un repugnante jersey color verde botella. Un paleto, no hay mas que verlo. Me da un asco tremendo tenerlos de clientes, pero esta noche de mierda aceptaría cualquier cosa con tal de poder irme a casa pronto.
-¿Estás solo, encanto?-le dijo cuando se detiene frente a mí, justo en la acera de enfrente, bajo el toldo medio plegado de un estanco.
El gusano tan solo me dirige una rápida mirada antes de proseguir su camino. Nada, ni con ese maldito paleto puedo contar. ¿Que mierda me pasa últimamente? Nunca me ha gustado esa vida, es verdad, pero últimamente las cosas parecen estar yendo de mal el peor. Ya ni siquiera soy capaz de llamar la atención de un paleto rechoncho que no seduciría a una mujer si aunque la drogase. La clase de tipos que me dan más pena y al mismo tiempo más asco. Al menos suelen conformarse con un servicio rápido.
Bajo la vista para examinar mi escote. Maldita sea. No puedo resistir el impulso de cerrar mi viejo chubasquero negro cuando una gruesa gota se desliza justo entre mis delgados pechos. Un escalofrío recorre mi piel. Comienzo a sentir el frío llegando hasta mis huesos. Si sigo aquí voy a acabar cogiendo una pulmonía de narices como poco. Lo que me faltaba ya, ponerme enferma. Como si no estuviese ya bastante echa polvo.
Odio admitirlo, pero es cierto. No es de extrañar que nadie quiera mis servicios. Estoy delgadísima. Me estoy quedando en los huesos. Mis costillas comienzan a asomar bajo mi piel, sobre unos pechos que han tenido días mucho mejores. Recuerdo cuando comencé a hacer la calle, como mis pechos atraían la atención del más casto de los gusanos que pasaban cerca de mí. ¿Cuánto hace de aquello? Cielos, solo dos años. Si no me metiese tanta mierda en las venas.
Si no me metiese mierda en las venas no habría tenido que ponerme a hacer la calle. No sé por qué puñetas tengo que ponerme a pensar en esto justo ahora. Como si la puñetera lluvia y el frío que hace no bastasen para conseguir que me sienta como una basura.
Me pego un poco mas a la pared, con tan mala fortuna que mis baratos zapatos de tacón se meten en un maloliente charco lleno de algo mas que agua de lluvia. El aceitoso líquido se pega a la piel sintética y comienza al instante a comerse su chillón color rojo. No me importa. Poco me importa esta noche. Saco un espejito de mi bolso para retocarme el maquillaje. Cuando veo mi rostro en el pequeño cuadradito de cristal me sorprendo de lo que veo. Estoy que doy pena. Mis ojos están hundidos en el rostro, rodeados por unas ojeras que mi habilidad maquillándome no pueden ocultar. Los pómulos se me marcan en las mejillas haciendo que mi cara se parezca un poco a una calavera. Incluso mis labios están demasiado delgados, apenas cubriendo mis dientes amarillentos. ¿Cómo va a querer alguien que le haga un servicio con esta boca? Me quito el carmín de los labios con el dorso de la mano, haciéndome daño a propósito. Me lo merezco. Con lo bonita que yo era. Era preciosa. Ahora solo doy asco.
Mierda. Es este tiempo, el maldito frío que se te mete en los huesos. La lluvia resbala del cuello de mi chubasquero y se desliza por mi espalda provocándome escalofríos. No, no es solo por la lluvia por lo que tiemblo. Si voy a ser sincera conmigo misma voy a serlo del todo. Es porque mis venas me están pidiendo a gritos más mierda blanca. Si, es eso, eso explica porqué me siento tan mal, porqué siento que todo se está yendo al infierno a pasos agigantados. Entrelazo los dedos con fuerza, intentando parar los temblores. Necesito una dosis. Si, la necesito de veras. No me había dado cuenta de lo mucho que la necesitaba hasta que he pensado en ella.
No tardaré mucho. Iré a casa y me picaré. Después estaré mucho mejor, con fuerzas como para tirarme a un regimiento. Espera, no tengo mucho que picarme en casa. Solo esa dosis que guardo para emergencias. Siempre previsora, como mi madre me enseñó. Pero esto es una emergencia. Si, si que lo es. El pensar en el alivio que esa dosis me provocaría me hace desearla mas aún. Me cierro el chubasquero y me alejo de aquel sucio rincón, rumbo a ese agujero desordenado donde vivo.
La lluvia no es tan fuerte como para acallar el ruido de mis tacones contra el asfalto. No me gusta llevar tacones, pero a los clientes suele encantarles verme con ellos. Es una lata llevarlos sobre todo en esta maldita ciudad que siempre parece estar en obras. Tengo que bajarme y subirme de la acera una y otra vez esquivando andamios y vallas pintadas de amarillo, espacios cercados por cintas de plástico e incluso socavones abiertos en el suelo, que comienzan a llenarse de una mezcla de lluvia y barro muy parecida a las arenas movedizas de las películas.
Un tipo me asusta surgiendo tras un murete de metal que cubre un andamio. En el primer momento no veo más que una inmensa masa negra frente a mí. Retrocedo por puro instinto, agarrando mi bolso con ambas manos. Después descubro que es una tipo excepcionalmente alto, con un largo chubasquero gris con capucha que le da aspecto de monje. Su rostro permanece en las sombras de su capucha.
-Vaya susto me has dado, guapo.-le digo, mintiendo como la zorra desesperada que soy. En lo de guapo, por supuesto. No en lo del susto.
Me dispongo a seguir mi camino cuando el tipo extiende una mano para detenerme. Hay algo raro en esa mano, algo en sus uñas que me da mala espina. Pero la retira demasiado deprisa como para que me dé cuenta de lo que es.
-¿Cuanto?-me pregunta, con una voz ronca y rasposa, en tipo de voz mas adecuado para surgir del interior de una capucha oscura.
-Eso depende de lo que quieras, cielo.-le digo, tratando de ignorar a mis tripas, que se encogen de aprensión.
-Que vengas conmigo.-dice el tipo.-A un hotel. Que pases la noche conmigo.
-No hago servicios de toda la noche.-le digo, ensayando una sonrisa que intento que sea seductora.-Pero podemos pasar un buen rato si te apetece.
-¿Cuanto por eso?-le dice él, llevando una de sus manos al interior de su gabardina.
Me pongo a la defensiva hasta que veo salir de nuevo a la mano cargada de un rollo de billetes. Hay mucho bastardo suelto por ahí, y nunca se sabe.
-Cien.-le digo. Mi tarifa máxima.
-Hecho.-dice él, contando billetes hasta completar la cantidad.
Me acerco a él para coger el dinero que me ofrece y entonces noto su olor. El tipo huele a frutas podridas. Me cuesta no torcer el rostro en un gesto de asco. Este tipo es un maldito vagabundo. No me gusta nada. A saber de donde ha sacado el dinero. Alzo la vista y entreveo la forma de unas gafas oscuras que cubren sus ojos. ¿Que clase de chalado lleva gafas de sol durante la noche? No, voy a pasar de él. Voy a ir a casa a darme el pico y después a buscar a un paleto al que divertir por cinco minutos. No merece la pena.
Entonces el tipo se baja ligeramente las gafas, y algo brilla en el lugar donde deberían estar sus ojos. No, no es tan mala idea. Son cien contantes y sonantes. Me vendrán de perlas. Es un tipo con dinero, no creo que vaya a hacerme nada. Vamos, no será el primer cerdo que se disfraza para irse con una furcia, para que no le reconozcan. No ocurre nada. Ignoro la tortura que me están infringiendo mis hambrientas venas y cojo los crujientes billetes de su blanquecina mano de largos dedos.
-Conozco un buen hotel por aquí.-le digo.
-No.-dice él, cortante.-Yo conozco uno mejor. Ven conmigo.
Se da la vuelta y comienza a caminar, sin girarse para ver si le estoy siguiendo. No es muy amable, pero lo prefiero a los típicos tipos que te cogen del brazo como si fueses su novia. Me envuelvo lo más que puedo en mi chubasquero y comienzo a seguirle.
Un chirrido a mi espalda me hace detenerme. No, eso no lo han hecho mis tacones al rozar la acera. Giro la cabeza y por un instante creo ver cientos de parejas de pequeños puntitos brillantes de color rojo, como diminutos pares de ojos que me mirasen desde las sombras. Parpadeo y ya no están. No es la primera vez que veo lucecitas donde no hay nada. Será cosa de la retina, o que sé yo.
Lo que me faltaba, encima quedándome ciega.
---
Pues no, no conozco este maldito hotel. Aunque no sé que tiene de diferente con el resto de los hoteles baratos que suelo frecuentar cuento ofrezco mis servicios. Un recibidor más oscuro de lo normal, quizá. O tal vez sea el silencio. Se diría que somos los únicos huéspedes de este agujero. Y no me extraña, la verdad. Este sitio da asco. La lluvia se está colando por canales abiertos en la barata imitación de mármol de recibidor y esta empapando la infecta moqueta color vómito que cubre toda la planta baja. Las luces están atenuadas con pantallas rojas. Luces rojas, el símbolo universal de la prostitución. Al menos son lo suficientemente honestos como para admitir que clase de agujero es este.
El recepcionista es uno de esos tipos que no se resignan al hecho de estar quedándose calvos y se dejan el poco pelo que les queda lo mas largo que pueden, como si quisieran compensar. En este caso, como suele ocurrir, el resultado es desastroso. Sus cabellos grisáceos forman una especie de aureola alrededor de su cabeza en forma de huevo. Ya es bastante feo de por sí, con una cara arrugada como una pasa que le hace parecerse a un mono. Con esa pelambrera resulta patético. Por un instante sus ojos me miran, pero no tarda en desviar la vista. No soy yo quien le interesa, sino quien tiene el dinero. Y ese es el tipo misterioso que me acompaña. El recepcionista se limpia los dedos en la camisa, que ya luce una notable colección de lamparones, y acepta el montón de billetes que le ofrece mi cliente. Vaya, no sabía que pretendía quedarse tanto tiempo. Lo que es por mí, en cuanto termine con este tipo me largo a casa.
Aprieto los puños y me alejo del gastado mostrador. Estoy volviendo a temblar, maldita sea. Mis tacones se están clavando más de la cuenta en la moqueta, y casi me caigo redonda al suelo al dar un mal paso. Mierda de sitio y mierda de vida esta. Porqué no se me ocurriría otra forma de ganarme la vida.
Porque nadie contrataría a una inútil drogadicta como tu, pedazo de idiota, me dice con la mirada la zorra famélica que está al otro lado del espejo del fondo de la sala. Una mujer de edad indefinida, con solo el recuerdo de la belleza que un día tuvo, que está temblando de frío y del mono al mismo tiempo, con sus mojados cabellos perdiendo su tinto rojo furioso en las raíces, que comienzan a revelar su auténtico color oscuro. Tengo que teñirme de nuevo. Y tengo que comenzar a cuidarme un poco. Si no solo tendré como clientes a pervertidos como este tipo. Miro su alta espalda, como la lluvia sigue resbalando por la tela de su gabán, formando un charco a sus pies, entre sus recias botas de motorista. Quizá sea eso, un motero de paso por la ciudad que quiere divertirse sin tener que preocuparse antes de conquistar a una mujer. Eso explicaría su mal olor, pero no que siga encapuchado y con las gafas de sol puestas. Finalmente termina de hacer lo que fuera que estaba haciendo con el conserje y este le da una llave que cuelga de un llavero de madera lleno de muescas. Sin dirigirme ni tan siquiera un gesto, mi cliente se dirige hacia las escaleras. No me queda más remedio que seguirle.
No hay ascensor. Por supuesto, estos sitios nunca tienen ascensor. Me pregunto si estas malditas casas antiguas que parece que van a desmoronarse en cualquier momento fueron bonitas alguna vez, cuando las construyeron, o si el lumbrera que las construyó lo hizo pensando en lo fácil que iba a ser que el polvo se acumulara en las esquinas, en lo bien que la humedad iba a extenderse por dentro de las paredes. Por suerte solo vamos al primer piso.
Mi cliente abre la puerta de nuestra habitación, la 101. Seguimos rodeados por el silencio. Ni siquiera la moqueta, que también cubre este piso, puede amortiguar mis pasos. Cuando llego a la puerta mi cliente ya ha entrado.
-No enciendas la luz.-me dice en cuanto cruzo el umbral, con un tono lo suficientemente firme como para que entienda que es importante.
De acuerdo. Lo haremos a oscuras. Así solo tendré que olerle. Pero hay algo de luz aquí, un tenue destello morado e intermitente que entra a través de las livianas cortinas de una de las ventanas. Es el luminoso con el nombre del hotel. Cierro la puerta a mis espaldas. Antes de que mis ojos se acostumbren a la penumbra, nos quedamos en la más completa oscuridad. Mi cliente ha cerrado las persianas.
-No te asustes.-me dice.
Lo cierto es que no puedo evitar apretujarme contra la puerta, mientras miro a mi alrededor sin ver nada mas que la negrura más absoluta. Que idiota soy. No tendría que haber venido con este chalado. Sabía que esto iba a acabar mal.
El destello de la llama de una cerilla brilla de repente ante mí. Es mi cliente, sosteniéndola con cuidado con dos de sus extraños dedos. Mientras prende una vela que no sé de donde demonios ha sacado puedo ver al fin sus uñas con claridad. Soy muy largas, amarillentas, con los bordes destrozados. Más que uñas parecen astillas de madera vieja clavadas en sus dedos. Casi me entra una arcada pensando que esas uñas van a rozarse con mi piel.
La luz de la vela ilumina tenuemente la habitación. Miro a mi alrededor y no veo nada que llame mi atención. Una cama cubierta por una colcha color vino, decorada con manchas ocres y quemaduras de cigarrillos, ocupa casi todo el espacio. Dos pequeñas mesitas de noche la escoltan. Todos estos sitios son iguales. No intentan asemejarse a un hogar, porque la gente no viene aquí a encontrar un hogar provisional. La gente viene a pecar, a satisfacer sus instintos de forma rápida y sucia y salir huyendo antes de que su conciencia les encuentre. Me acerco a mi cliente, que ha puesto la vela sobre un charco de su propia cera derretida, en una de las mesillas. Le echo una buena mirada mientras me siento en la cama. Todavía lleva las gafas puestas, y la llama de la vela se refleja en sus cristales oscuros. Es increíblemente pálido, como si estuviese pintado de blanco. Incluso me parece ver algunas venas destacándose oscuras bajo su piel. Mierda, este tipo está enfermo. Tiene que tener la lepra o alguna de esas enfermedades que te dejan hecho una basura humana. O eso es un drogadicto que lleva en el hábito demasiado tiempo. No voy a acostarme con este tipo, no voy a dejar que me pegue lo que sea que le ha dejado con esa pinta.
Mi cliente se baja de nuevo las gafas, y por un instante veo sus ojos, brillando con una suave luz rojiza.
-¿Que quieres que hagamos, encanto?-le pregunto, tratando de sonar melosa.
Estoy tan mordida por el maldito mono que hasta me tiembla la voz. Por un instante se me pasa por la cabeza preguntarle si tiene algo de heroína encima. Cada día soy más idiota. Mejor terminar con esto lo antes posible y salir de aquí corriendo.
Mi cliente se aleja de la luz de la vela y se sienta lentamente en un pequeño sillón, en la esquina mas alejada de la cama. Se baja la capucha del gabán, y entonces descubro que no tiene ni un solo pelo en la cabeza. Demonios, ni siquiera tiene cejas. Con el mismo cuidado se quita al fin las gafas. Desde aquí no veo sus ojos con claridad, pero juraría que son rojos. Un albino. Si, un maldito albino, doblemente avergonzado, por su rareza y por tener que pagar a una zorra para disfrutar del calor de una mujer.
-Desnúdate.-me dice.-Quiero ver como lo haces.
Rebusco en mi bolso. Lo primero es lo primero.
-Sin esto no lo hago.-le digo, enseñándole el preservativo que he sacado de su interior.
-Por supuesto.-dice él.-Pero antes quiero verte.
Trato de que no se me note el fastidio mientras dejo el bolso y el condón sobre la mesilla. Encima tiene gustos raros el muy cerdo. Aunque quizá haya suerte y se limite a masturbarse mientras me mira. No sería la primera vez que me ocurre.
Me quito los zapatos de tacón y los dejo junto a la cama. El chubasquero está empapado, y el agua resbala sobre la colcha mientras me lo quito, intentando que mis movimientos sean lo más sensuales posibles. Que idiota soy, tendría que habérmelo quitado antes de tumbarme en la cama. Lo dejo a un lado y deshago el nudo que mantiene cerrado mi corpiño.
Mi cliente no parece muy excitado. Casi diría que no me está mirando. Me da igual, que haga lo que quiera. Yo también prefiero no mirarme a él mientras me desnudo. Cuando al fin me quito el corpiño y dejo al descubierto mis pechos, el muy cerdo ni se inmuta. Que demonios, todavía me queda algo de orgullo. La minúscula falda y el tanga acaban en sobre la moqueta, junto a mis mojados zapatos.
-Túmbate.-me dice mi cliente, con un susurro que me pone los pelos de punta.
Me tiendo sobre la colcha. Puedo sentir las quemaduras de tabaco raspándome la espalda. Con una mano, la agarro con todas mis fuerzas, intentando contener mis temblores. No queda mucho. No, solo lo que este cerdo tarde en quedarse satisfecho. Se ha levantado del sillón y se está acercando con pasos lentos, como si quisiera continuar el burdo ritual de sensualidad fingida que yo he iniciado desnudándome. Sigo sin mirarle, mis ojos perdidos en las manchas de humedad que la luz de la vela me dejan ver en el techo.
Está junto a la cama, inclinándose lentamente sobre mí. Su olor a frutas podridas se hace de repente tan fuerte que no puedo evitar gemir de puro asco mientras las tripas se me revuelven. Es su aliento, su maldita boca. Giro la cabeza para mirarle y lo que veo me hiela la sangre.
Es mucho más pálido que lo que creía. No, no es pálido, es algo más. Su piel parece translúcida, y a través de ella puedo ver las venas que recorren su rostro, cargadas de una sangre demasiado oscura. Sus ojos son completamente rojos, pupilas rojo oscuro sobre un fondo algo mas claro. Es horrible, asqueroso, repugnante. Pero lo pero es cuando abre la boca y veo su saliva, un líquido aceitoso de color verde azulado que hiede a putrefacción tanto que me corta el aliento. Tengo que irme de aquí, no puedo dejar que esta monstruosidad me toque. Pero no me muevo, no hago nada por alejarme de él. La mirada de sus ojos sangrientos me tiene completamente dominada.
Siento sus dedos fríos como un pescado muerto agarrando mi brazo. Se inclina sobre mi muñeca, su aliento helado provocándome un escalofrío al rozar mi piel. ¿Que demonios le pasa a este cerdo? ¿Y que me pasa a mí? ¿Por qué no hago nada? Demonios, casi deseo que haga de una vez lo que sea que quiere hacer.
Cuando cierra su boca alrededor de mi muñeca siento frío, pero cuando sus dientes se clavan en mi piel algo entra a través de la herida recién abierta que me abrasa. Siento el calor antes incluso de comenzar a sentir el dolor de mi carne desgarrada. Es como una quemadura química extendiéndose rápidamente por debajo de mi piel, provocándome un cosquilleo al su paso. Intento gritar de dolor, pero mis pulmones no son capaces de reunir bastante aire. Solo puedo gemir mientras mi sangre fluye en su boca mezclándose con esa asquerosidad que tiene por saliva.
No es tan malo. No, no es para nada malo. ¿Que es eso que siento? ¿Son caricias? Pero vienen de dentro de mí, del interior de mi carne. Oh, cielos, es mi sangre, que acaricia el interior de mis venas. Si, es eso. Me siento ligera, como si la cama se estuviese elevando del suelo llevándonos con ella y empezase a girar lentamente alrededor de la habitación. Me doy cuenta de que tengo los ojos cerrados cuando los abro y descubro que no nos estamos moviendo. Los cierro de nuevo y me dejo llevar. Es como un orgasmo, pero mucho mejor. Es como si el mejor amante me estuviese haciendo el trabajo de su vida después de haberme dado un pico celestial. Mis manos ya no tiemblan de abstinencia, tiemblan de placer. Me llevo la mano libre entre las piernas y no me sorprende encontrarme húmeda. El contacto de mis dedos sobre mi sexo provoca una reacción que parece eléctrica, una descarga de placer tan fuerte que la confundo con dolor. Con mas cuidado, me masturbo suavemente, mientras mi cliente sigue chupándome la sangre, sin dejar de mirarme en ningún momento con esos ojos que me tienen completamente embelesada. Me estoy quedando dormida. Si, va a ser un sueño dulce, muy dulce.
---
Mierda.
El sabor que siento en mi boca es tan repugnante que las tripas se me rebelan. Abro los ojos y aunque estoy en penumbras los ojos me duele como si me hubiesen clavado dos agujas ardiendo justo en las pupilas. Las cierro de nuevo, mientras me agarro la cabeza intentando como una idiota calmar el mareo que siento. Cielos, creo que voy a vomitar. ¿Donde demonios estoy?. Abro los ojos lentamente, cubriéndome la cara con una mano, mirando a través de mis dedos. Esto no es mi casa. Solo hay una luz tenue y grisácea que viene de algún sitio, pero no me cuesta reconocer el sitio. Sigo en la habitación del hotel donde vine con aquel cerdo tan raro.
¿Por qué sigo aquí? ¿Qué es lo que me ha hecho?
Me intento incorporar, pero todo da un vuelco a mi alrededor y caigo de nuevo sobre la repugnante colcha. Algo asciende desde mi estómago hasta llenar mi boca, un líquido amargo y pastoso. Ese cerdo me ha dejado hecha una mierda. ¿Qué me hizo en el brazo? Me miro la muñeca y descubro una fea herida negruzca abierta sobre mi piel. Maldita sea, esto tiene mala pinta, muy mala pinta.
Miro a mi alrededor, pero no veo a ese cerdo por ninguna parte. Se largaría en cuanto se cansó de mí. Espero que no se largara con mi dinero, el muy capullo. Al menos mi bolso sigue aquí, y mi ropa, echa un montón sobre la moqueta.
Me cuesta tres intentos el incorporarme. Cuando muevo la cabeza siento como si me la estuviesen machacando con un martillo. No he estado tan mal ni tras la peor de las resacas. Tardo un buen rato en convencer a mis pies de que me sostengan. ¿Dónde está el cuarto de baño? Si, debe estar allí, detrás de esa puerta entreabierta, de donde viene la luz. Camino hacia allí con pasos lentos y torpes, sosteniéndome en la cama y en las paredes para no caer. En un rectángulo de plástico amarillento están los interruptores de la luz. Los pulso uno a uno, pero no ocurre nada. La habrán cortado, o se habrán fundido todas las bombillas, yo que sé. A estas alturas soy capaz de creerme cualquier cosa.
El servicio es un poco más grande que una cabina de teléfonos. Hay una ducha con una cortina tomada por el moho, un inodoro medio cascado y una lavabo con un espejo. La luz viene de la calle, a través de una ventanita cubierta por un cristal translúcido. Debe de ser ya de día. A saber el tiempo que habré perdido aquí atontada. Espero que ese cabrón haya pagado lo bastante al conserje. No gustaría tener que escabullirme sin pagar, ni creo que sea capaz de hacerlo estando como estoy.
Cuando me veo en el espejo me asustó del aspecto que tengo. Cielos, ayer parecía una basura, pero lo de hoy es sencillamente horrible. Estoy blanca como el papel, y las ojeras se destacan mas en mi cara, como dos pozos negros. Mierda, casi parezco una muerta. Incluso mis pezones han perdido algo de color. Mucho me temo que ese cabrón me ha pegado alguna enfermedad. Lo que faltaba. No, lo que me merezco por no haber salido huyendo en cuanto lo vi. Hay una lámpara metálica sobre el espejo, con un interruptor gris en la pared. Lo pulso, pero la luz no se enciende. No me sorprende. A la luz que viene del exterior me miro la herida de mi muñeca. Tiene peor pinta de lo que me había parecido, si era posible. El muy cabrón me mordió justo en la parte que se rajan los suicidas. Menos mal que no me he ido al otro barrio por su culpa. Está cubierta de una costra negra y dura, y manchada de un líquido aceitoso.
La saliva de ese cerdo deforme.
Abro el grifo haciendo que las tuberías giman antes de soltar un chorro de agua helada sobre el lavabo. Pongo la mano sobre el grifo para lavar la herida, pero algo me muerde los nudillos y la quitó de golpe. Cristales, el lavabo está lleno de cristales, trozos finos y pequeños. Estoy tan atontada que ni los había visto. Con cuidado, toco el interior de la lámpara. Si, son trozos de la bombilla. Ese cabrón se entretuvo rompiendo todas las bombillas de la habitación mientras yo dormía. ¿Con qué clase de chalado vine anoche? ¿Que se me pasó por la cabeza? Debo estar volviéndome loca. Demasiada mierda blanca.
De repente me doy cuenta de que no tiemblo. El mono parece haberse desvanecido, al menos de momento. Mejor así, ya estoy lo bastante destrozada como para encima tener que aguantar la abstinencia y el sudor frío. No puedo evitar mirar mi brazo. El maquillaje con el que cubro las marcas de los pinchazos para no asustar a los clientes ha desaparecido, y mi piel está tan blanca que cada una destaca como una pequeña boca negra rodeada de una aureola morada. Siempre he sido igual de loca, igual de idiota. Trato de recordar que fue lo que me hizo picarme la primera vez. Una estupidez, como siempre. Hace tanto que no pienso en aquello que casi lo había olvidado.
Voy a darme una ducha y a largarme de aquí.
Me meto en el pequeño hueco debajo de la ducha, sosteniéndome con fuerza a las paredes para no caerme y desnucarme. Esa si que sería una muerte patética y ridícula, romperme el cráneo contra el borde de una ducha mohosa en un hotel barato. Cuando giro la llave despierto a las tuberías que gimen como si traerme el agua les fuese algo terriblemente doloroso. La oxidada alcachofa tose dos veces, escupiendo sobre mi rostro agua mezclada con trocitos marrones de a saber que clase de porquería. Finalmente un chorro de agua helada cae sobre mí. Está casi congelada, tan fría que me hace temblar, pero me esfuerzo por no apartarme del chorro. Me está despertando poco a poco. Sostengo mi peso contra las baldosas de la pared mientras mi dolor de cabeza y mi mareo se van deslizando por el desagüe junto con el gélido líquido marrón que hace las veces por agua en este hotelucho del demonio.
Con los ojos cerrados y el chorro dando directamente contra mi cabeza, estoy totalmente aislada de todo. Aquí solo estoy yo, con mis propios pensamientos. Siempre me ha gustado hacer esto, desde que era pequeña. El frío me está atontando la piel poco a poco, como si me estuviese congelando. No hay nada aquí que pueda hacerme daño. Nada.
Algo se clava contra uno de mis pies. Sin dolor, siento como algo pequeño y afilado atraviesa mi carne hasta llegar al hueso y comienza a roer. Abro los ojos y veo como mi sangre se está mezclando con el agua. Me giro y la enorme rata que está devorando mi carne me devuelve la mirada con sus crueles ojos rojos.
Creo que estoy gritando, pero no puedo escuchar nada, ni siquiera a mi misma. Solo sé que me duele la garganta, así que debo de estar desgañitándome de puro terror. Es la rata más grande que he visto jamás, una bola de pelo negro mojado con una expresión de maldad petrificada en su boca de pequeños dientes, que ahora están teñidos de rojo con mi sangre. Mierda, tiene un pedacito de mi piel colgando de su mandíbula. Un pedazo de mi carne. Me apartado de ella nada mas verla, pero ahora el bicho asqueroso está avanzando hacia mi sobre sus diminutas patitas. ¿De donde mierda ha salido este bicho? Cuando se pone debajo del chorro de la ducha, se asusta tanto que retrocede, siseando enfadada.
Y el siseo es contestado desde el otro lado de la cortina.
La abro de un manotazo y lo que veo que me deja petrificada. Ratas. Ratas por todas partes, cubriendo totalmente el suelo, escalando por las paredes embaldosadas, trepando por los bordes de la cortina. Todas emitiendo esos escalofriantes chirridos que me sacan de quicio, todas mirándome con sus ojitos rojizos.
Esto no es normal, esto no es normal. Tiene que ser el mono, o algo así. Tengo que está alucinando. Me tengo que haber caído dentro de la ducha y estoy en una pesadilla o algo así. Pero la herida que los dientes de la maldita rata de mierda me ha hecho en el pié me está doliendo demasiado como para ser solo un sueño. Me acurruco debajo del chorro de la ducha, cubriendo mi piel desnuda como puedo con mis brazos, y sigo gritando. Alguien tiene que escucharme, alguien tiene que sacarme de aquí. Intento gritar alguna palabra, pero no puedo. Estoy demasiado asustada para eso. Solo puedo dejarme la poca fuerza que me queda en esta basura de cuerpo en reventarme la garganta soltando alaridos. Pero nadie me responde.
Las ratas cubren la ventana y se hace la oscuridad. Solo puedo escuchar ahora sus chirridos y el castañeteo de mis propios dientes. Las escucho cada vez mas cerca, como si llenasen toda la negrura a mi alrededor con sus pequeños cuerpos llenos de enfermedad y miseria. Sus chirridos se están metiendo dentro de mi cabeza, me están volviendo loca. Ni siquiera el sonido del agua contra mi cráneo puede acallarlas. Casi puedo sentir sus dientes amarillentos e infectos horadando mi carne desde dentro de mi cabeza, terminando el trabajo que yo empecé el primer día que me chuté heroína.
De repente se hace la luz. Una luz tenue y tilitante que viene de la habitación. Las ratas se han alejado de mí, y está frente al umbral, mirando al origen de esa luz. Sin que sus pasos hagan ningún ruido, ese maldito cabrón deforme entra en el cuarto de baño, sosteniendo la vela encendida con sus manos frías y blancas. Apenas si me dirige una mirada con esos ojos rojizos que me hielan la sangre. Pone la vela sobre el borde del lavabo, con tanto cuidado que sus movimientos resultan casi obscenos en medio de tanta porquería. Por un instante, se detiene en contemplar su horrenda cara en el espejo. Abre la boca y veo de nuevo esos dientes que ayer atravesaron mi piel, teñidos de la misma saliva verde azulada que mancha sus labios.
Cuando descubro que echo de menos la sensación de esa boca chupando mi sangre, siento asco de mi misma. Un chorro de bilis pastosa llena de mi boca y lo escupo entre mis piernas, donde se mezcla con el agua y con mi sangre.
El cabrón está rodeado por las ratas, que le miran como si él fuese un dios, formando un corro a su alrededor. Todas menos las que están todavía cubriendo la ventana con sus cuerpos, manteniéndonos en la penumbra dorada de luz de la vela. Con una de sus astilladas uñas, el cabrón se abre las venas de la muñeca derecha, y un líquido demasiado oscuro para ser sangre comienza a manar de la herida. Se agacha en el centro del corro de ratas, dejando que su sangre caiga al suelo goteando, y todas las repugnantes criaturas saltan sobre el charco de sangre negra, lamiéndola con sus sucias lenguas. Una de ellas se atreve a pegar la boca a la herida de su muñeca, a agrandarla con sus dientes, y después la sigue otra, y otra más. Las menos osadas se contentan con beber las migajas que caen sobre las frías baldosas del suelo.
Este cabrón no es un simple chalado, es mucho más que eso.
Cuando se incorpora y vuelve a mirarme, yo soy incapaz de moverme. Se acerca a mí y cierra la llave del agua. Supongo que no debe gustarle mucho, igual que a esas ratas a las que tiene tanto cariño. Sus dedos acarician mi cuello, mas fríos que agua que hace un momento caía desde la ducha. No puedo dejar de mirar sus ojos. Lentamente, se inclina sobre mí y deposita un húmedo beso sobre la piel de mi cuello. Puedo sentir esa saliva repugnante corriendo por mi piel. Debería sentir asco, pero me muerdo un labio anticipando lo que va a ocurrir. Deseando que ocurra. Cuando sus dientes se clavan en mi carne y la rasgan, suelto un gemido de placer al notar como su saliva ponzoñosa penetra en mi interior. La quemazón se extiende por debajo de mi piel hasta llegar a mi rostro. La vista se me nubla, pero yo me limito a cerrar los ojos. Cielos, si, ya siento esas caricias sublimes, ya siento como me derramo dentro de su boca. No me importa sentirme sucia, no me importa que su olor a podrido llene mis pulmones. Temblores de placer agitan mi cuerpo.
Su lengua se desliza sobre mi nueva herida, como si apurase hasta la última gota. Me estoy desvaneciendo dulcemente. Lo último que siento son sus manos agarrando mi cabeza.
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Dolor.
Me duelen los ojos cuando los abro, el mismo roce de los párpados me es insoportable. Y ayer creía que estaba hecha una mierda. Siempre puedes estar peor.
Una arcada me hace doblarme sobre mi misma. Mi cuerpo quiere vomitar, pero mi estómago está vacío. Sobre mi lengua pastosa hay pegada alguna porquería amarga que no soy capaz de escupir. Por lo que huelo adivino que he vomitado mientras estaba inconsciente. Como si esta habitación no estuviese ya lo bastante asquerosa sin mis vómitos sobre su repugnante moqueta. Me palpo la cara y la noto manchada. Estoy muerta de frío. ¿Estoy en la cama?. Si, esto es la colcha. De un tirón saco uno de los bordes de debajo del colchón y me envuelvo con ella. Me limpio la cara del vómito grumoso que tengo pegado con uno de los almohadones y después lo tiro lejos de mí. Acabo de despertar pero me siento terriblemente cansada. Me gustaría poder cerrar los ojos y dormir. Si, simplemente dormir.
No, no vas a dormir. Vas a salir de aquí, porque si no lo haces ese cabrón va a volver y a saber lo que te va a hacer esta vez. Y ya sabes que no eres capaz de rechazarle.
Con dedos temblorosos busco la herida de mi cuello, y encuentro los bordes ásperos de la costra aceitosa que la cubre. No necesito verla para saber que aspecto tiene. Mis dedos se manchan del resto de saliva que todavía mancha mi piel, y me los limpio nerviosamente en la colcha. No creo que una mancha mas importe. Rápidamente, abro los ojos. Es como si me arrancasen dos pedazos de cera pegados a mis párpados. Ni me atrevo a parpadear. La habitación está en penumbras de nuevo. No veo a ese cabrón. Quizá se haya marchado, tal vez se haya aburrido de mí. No, no cuentes con eso, zorra estúpida.
Me pongo en pié, arrastrando conmigo la colcha, envolviéndome en ella para protegerme del frío que se ha adueñado de la habitación mientras dormía. No es lógico que un sitio tan cerrado se vuelva mas frío. Pero nada de lo que me está ocurriendo tiene la más mínima lógica. Solo consigo dar dos pasos, al tercero mis rodillas me fallan y caigo de frente contra la dura y sucia muñeca. Mierda. Creo que me he roto un labio. Siento el escozor, y el sabor de la sangre cuando me paso la lengua sobre el corte. Mis piernas se han quedado trabadas en la colcha, que de repente pesa tanto que parece estar hecha de plomo. Me arrastro fuera de ella lentamente, como una polilla escapando del interior de su capullo. Pero yo no voy a extender unas bonitas alas y a volar hacia la luz. Solo soy un fantasma, una zorra cadavérica de edad indefinida y de una piel tan pálida que casi reluce. Al fin llego al marco de la puerta que lleva al servicio, y me apoyo en él para ponerme en pié. Si, parece que puedo sostenerme sobre mis rodillas.
Evito ver mi propia imagen en el espejo. Lo poco que he visto me ha helado la sangre. Mis ojeras parecen pintadas con carboncillo sobre el papel de mi piel. Cuando lleno el hueco de mis manos de agua helada del lavabo, me asusta ver las venas de mis palmas, dibujadas en negro bajo el papel cebolla que cubre mi carne. ¿Que mierda de enfermedad me está pegando ese cabrón?. Solo me atrevo a devolverle la vista a la zorra del otro lado del espejo cuando me echo el agua al rostro, aliviando un poco el escozor de mis ojos. Nunca he tenido los ojos tan irritados. Mis pupilas son dos manchas marrón claro sobre un fondo rojo. Vuelvo a echarme agua a la cara, con tanta fuerza que chorrea por mi espalda, como dedos helados que despertasen mi adormecido cuerpo a su paso. Cuando me paso las manos mojadas por el pelo cientos de cabellos se quedan prendidos entre mis dedos. Lo que me faltaba.
Voy a salir de aquí ahora mismo.
Vuelvo a la habitación y me dirijo a la puerta con pasos temblorosos, sin dejar de apoyarme en la pared. Cuando intento girar el pomo de la puerta, mi mano se cierra sobre el vacío.
No hay pomo. Ese bastardo lo ha quitado. Estoy encerrada aquí dentro.
Estoy demasiado débil para gritar, pero no puedo evitar gemir. Casi vuelvo a caer sobre la alfombra. Apenas si puedo agarrarme a la pared con mis uñas, que trazan ocho surcos sobre el feísimo papel pintado. Tiene que haber una salida. Tiene que haber alguna salida.
Las ventanas están soldadas, no están hechas para ser abiertas. Y las cuerdas que levantan las persianas han desaparecido, igual que el pomo. Seguramente se haya largado, dejándome aquí encerrada, a su disposición para cuando le venga en gana.
No, sigue aquí. Está aquí dentro, conmigo. Todavía puedo olerle. Puedo sentir su olor a podrido incluso por debajo del de mis vómitos.
Solo una completa idiota como yo podría haberlo pasado por alto. Hay un solo lugar en el que podría estar escondido. Me odio a mi misma y odio mas aún al cabrón que me está haciendo esto. De ese odio saco las fuerzas para acercarme a la cama y empujar el colchón hasta tirarlo al suelo.
Está allí, bajo la reja del somier, acurrucado sobre sí mismo, medio cubierto por sus repugnantes ratas. Sus ojos rojizos se abren y su rostro se convierte en una máscara de ira. Su saliva emponzoñada salpica mi cara cuando grita, no sé si de dolor o de furia. Apenas si veo como el somier se alza del suelo y golpea violentamente mi barbilla. Mi cabeza golpea el suelo antes de que comience a sentir dolor. Por suerte he caído inconsciente de nuevo.
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Mi rostro está hinchado. Lo siento distinto, más pesado. Casi no puedo abrir mi ojo izquierdo. Intento tocarme la parte hinchada, pero el mero roce de mis dedos duele tanto que casi me desmayo otra vez.
Sigo en el suelo, en la misma posición en la que caí. Intento levantarme, pero mi cabeza cae de nuevo sobre la moqueta en cuanto me incorporo un poco.
Me estoy muriendo. Ya no tiene sentido negarlo. Siento como mi cuerpo muere poco a poco. Palpo mis brazos y no soy capaz de encontrar mis huesos. Tan solo hay algo que me recuerda a las espinas de los pescados. Un espasmo tan doloroso como la más cruel tortura me hace doblarme sobre mi misma y toser con violencia. Por costumbre me cubre la boca con las manos, que se manchan de un líquido aceitoso que huele a frutas podridas.
No, no voy a llorar. Vamos, no es momento para eso ahora. Al menos voy a intentar llevarme a ese cabrón por delante. Y si no lo consigo al menos voy a hacer que se acuerde de mí el resto de su vida.
La penumbra se ha hecho tan tenue que le falta poco para convertirse en la oscuridad mas completa. Creo que el colchón ha vuelto a su sitio junto con la colcha. Ese cerdo ha vuelto a rehacerse su refugio.
Me cuesta una eternidad ponerme de rodillas. El tocar de nuevo la colcha me da escalofríos. Puedo sentirse allí debajo, rodeado de sus repugnantes criaturas, esperando el momento en el que volverá a chuparme la sangre. Casi puedo oír los chirridos de las ratas, ansiosas por devorar mi carne otra vez con sus pequeños y afilados dientes. No, no lo estoy oyendo. Sencillamente me estoy volviendo loca.
Tiene que haber algo por aquí, algo que clavarle a ese cabrón en un ojo, algo con lo que marcarle la cara para siempre. Me arrastro sobre la cama, sintiendo como las quemaduras de cigarrillos de la colcha me arañan los pechos y el vientre. ¿Es su respiración eso que siento agitando el colchón?. No, es la mía. Me parece que ese cabrón ni siquiera respira. Los cajones de las mesitas de noche. Quizá haya algo en uno de ellos. Un bolígrafo que clavarle en el oído. O un abrecartas con el que arrancarle el corazón. Al fin llego junto a una de las mesitas y abro el cajón. Palpo el oscuro interior y mis dedos encuentran un pequeño libro forrado en piel falsa. Cuando lo saco descubro que es una de esas biblias que una panda de hipócritas deja en los hoteles. No sabía que también venían a esta clase de sitios. Dejo que esa basura de libro se escurra entre mis dedos y caiga al suelo. Nunca me ha servido de nada y no creo que vaya a empezar a servirme ahora.
Me agarro a la colcha para arrastrar mi cuerpo hacia el otro lado de la cama, hacia la otra mesita. Cuando abro el cajón casi me dejo las uñas en el pequeño pomo de madera. Meto los dedos dentro y encuentro algo frió y liso. Al sacarlo veo que es una pequeña y alargada bombilla.
Luz. Ese cabrón le tiene miedo a la luz.
Hay dos lamparitas en la pared, sobre la cabecera de la cama. Palpo la bombilla de la más cercana y siento como los pedazos de cristal roto muerden las yemas de mis dedos. Agarro como puedo el casquillo de la bombilla y comienzo a girarlo. Cristales rotos atraviesan mi carne y llegan a eso en lo que se están convirtiendo mis huesos, pero yo ignoro el dolor y sigo girando el pedazo de metal hasta sacarlo de la lamparita. Me pongo tan nerviosa al meter la nueva bombilla que casi la dejo caer. La encajo hasta el fondo y solo entonces me atrevo a pulsar el botón que la enciende. Apenas un segundo, en el que una luz tan brillante que me ciega llena la estancia. La apago de inmediato. No quiero que ese cabrón se dé cuenta.
Ahora solo me queda esperar a que salga de debajo de la cama.
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No me he quedado dormida. Mi trabajo me ha costado. Por suerte he contado con la ayuda del casquillo de la bombilla rota. Lo he ido deslizando por mi piel poco a poco, abriendo pequeños surcos, sin que el dolor fuese nunca tan constante como para que me acostumbrase a él. Que demonios, incluso he llegado a cogerle el gusto. Si, es curioso lo que puede llegar a suponer el dolor cuando eres tú quién lo controla. Para mí ha sido una forma de demostrarme a mi misma que sigo viva, y que quiero seguir estándolo haga lo que haga ese cabrón que duerme bajo la cama.
Mis cabellos están desperdigados por la colcha, alrededor de mi cabeza. Han ido cayendo poco a poco, acariciando mis hombros al deslizarse silenciosamente sobre ellos. Como si fuesen pétalos de una flor que se marchita. Me horroriza pensar que aspecto debo tener ahora. Creo que todavía queda algo de pelo pegado a mi cráneo, en medio de un mar de calvas. El olor de mi propio aliento da nauseas. Es como si algo se estuviese pudriendo dentro de mí. Un hilo de saliva aceitosa resbala por el borde de mis labios. Lentamente, cierro y vuelvo a abrir los dedos de la mano derecha, la que mantengo cerca del interruptor de la luz. No quiero que me falle cuando la necesite. La siento como algo lejano, algo ajeno a mi cuerpo, igual que mis piernas de las rodillas para abajo.
Lo estoy sintiendo moverse. Las ratas chillan inquietas. El cabrón casi no hace ningún ruido, solo un levísimo roce. Estoy en la más absoluta oscuridad, pero aún así me parece ver brillar los ojitos crueles de las ratas que surgen de debajo de la cama y se reparten por toda la estancia, como si fuesen las repugnantes estrellas de un universo diminuto y degenerado. Escucho los pequeños pies moviéndose sobre la moqueta, sus sucias garras rasgando el papel de las paredes al trepar por ellas. Están por todas partes, incluso dentro de mi cabeza.
Si, allí está ese cabrón, una mancha oscura de forma humana en medio de las miradas de las ratas, sus ojos encendidos de rojo como una versión gigantesca de los de sus fieles y asquerosos animales. Se me acerca lentamente, se diría que disfrutando del momento. No sé si puede verme entre las sombras.
Muevo el dedo y el interruptor suelta un chasquido. La bombilla manchada de sangre se enciende y la luz golpea al cabrón como si fuese una locomotora. Deslumbrada por el repentino brillo, apenas si le veo cubrir su rostro con los brazos y caer hacia atrás. Moviéndose con nerviosismo se acurruca junto al pequeño sillón desde el que me vio desnudarme para él. Maldito gusano pervertido. Las ratas también han huido ante la luz, asustadas ante un brillo que no pertenece a su mundo de inmundicia y cloacas. Se han vuelto a refugiar bajo la cama, a salvo. Pero su amo y señor no puedo sino escudarse patéticamente tras el sillón, mientras su piel comienza a cambiar de color. No me había equivocado.
Intento gritar, insultarle, soltar todo lo que llevo dentro, pero ninguna palabra sale de mi garganta.
La piel de cabrón se está volviendo gris. En sus manos, que sostienen el sillón frente a él como si fuese un escudo, veo aparecer quemaduras negras, como las del papel. El cabrón sisea de dolor, golpeando histéricamente la cabeza contra la pared. Yo estoy sonriendo, sintiéndome completamente feliz, disfrutando de su dolor.
Finalmente, el cerdo deja de dar cabezazos y se encoge tras su ridículo refugio. Creo que puedo oír su piel chamuscándose, como carne sobre una parrilla.
Entonces todas las ratas comienzan a chillar a la vez, un chirrido insoportable que se mete dentro de mi cabeza. Es como si esos dientecitos que ahora rozan los unos con los otros se clavaran en mis sesos y los despedazasen lentamente. Cierro los ojos me sujeto la cabeza con las manos. No, cabrón, no vas a conseguir que apague la luz. Envíame si quieres a tus bichos que los mataré uno a uno. No sabes con que clase de zorra te has metido, maldito cerdo bastardo.
Cuando me doy cuenta, una rata ya me ha arrancado un pedazo del muslo con sus dientes. Intento apartarla de un manotazo, pero solo consigo distraerla. Los dientes de otra rata se me han clavado en un dedo atravesando la uña. Cuando lo retiro asustada mi sangre salpica sobre la colcha. Se me están acercando, cada vez son más. Ellas no temen a la luz como su amo. Veo como comienzan a abrir heridas en mis pies con sus diminutas fauces, pero no puedo sentirlas.
No es esto lo que quiero. No quiero acabar así. Quiero un poco de paz.
Casi siento alivio cuando apago la luz. Cientos de pequeñas heridas palpitan de dolor en mi piel. Pero todas desaparecen cuando veo su mirada frente a la mía, brillando en la oscuridad como si estuviese hecha de fuego. Su aliento fétido y frío como el hielo acaricia la piel de mi rostro y desciende lentamente por mi pecho y vientre hasta llegar a mi pubis. El cabrón es un pervertido hasta el final. Cuando muerde la cara interna de mi muslo, gimo de placer. Siento como mi sexo arde al recibir la saliva del maldito cerdo, como la quemazón se extiende por su interior, dejándolo en carne viva, haciendo que la oleada de placer que viene a continuación sea devastadora.
Entonces ya nada importa, ya nada existe. Mi carne palpitando de placer y mi sangre deslizándose en la boca del Señor de las Ratas.
Cuando llega el orgasmo, me siento morir.
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No siento dolor.
¿Es esto la muerte? No, no lo creo. Pero me siento flotar. Es como si me hubiesen vaciado por dentro. Abro los ojos y descubro que toda la habitación está iluminada por una intensa luz roja que no viene de ninguna parte. Sigo aquí, en esta repugnante habitación de hotel. Inspiro lentamente y el aroma de mis propios vómitos, que siguen pudriéndose sobre la moqueta, entra en mis pulmones y se queda pegado dentro. No siento ni la más mínima repugnancia. Una sensación cosquilleante debajo de la piel de mi nuca me dice que estoy mas allá de la putrefacción, mas allá de la enfermedad. No tengo nada que temer en la inmundicia, así que no tengo porqué tenerle asco.
Mi cuerpo reluce bajo la cálida luz rojiza. Lo acaricio con cuidado, disfrutando del tacto de mis propias manos sobre mis senos, y al recorrer los surcos de mis costillas bajo la piel. Mis huesos se han vuelto todavía más flexibles. Me aprieto las costillas con fuerza y ceden, dejando que mis dedos penetren en mi pecho mucho más de lo que nunca lo habían hecho antes. Siento mi corazón, agitado por la presión, latiendo frenético dentro de mi pecho, cada latido transmitido por mi carne hasta llegar a las yemas de mis dedos.
Mis heridas. Busco las marcas que los dientes del Señor de las Ratas y sus servidoras hicieron en mi piel, pero no encuentro ninguna. ¿Cuánto tiempo llevo inconsciente? Quizá hayan sido varios días.
Me pongo en pié tan rápidamente que me asusto a mi misma. Hay mucha fuerza dentro de mi delgado cuerpo. Y me gusta sentirla. Me paso las manos por la cabeza y no encuentro ni un solo cabello. Mis cejas también han desaparecido. Debo tener un aspecto rarísimo. Sonriendo como una niña traviesa, correteo descalza hasta llegar al cuarto de baño.
Cuando estoy al fin frente al espejo, sonrió ante la hermosa criatura que me contempla con sus ojos rojizos desde el otro lado. Si, soy hermosa, increíblemente hermosa. Me toco el rostro, el cuello, los pechos. Me pellizco los pezones rosados que destacan con fuerza sobre la piel, mortalmente pálida y translúcida. Si presto atención, puedo ver como cada latido de mi corazón impulsa mi negra sangre a través de las venas de debajo de la piel. Es maravilloso.
Abro mi boca en una sonrisa perversa, y no me sorprende descubrir que mis labios y mis dientes están teñidos de un verde azulado. El color de mi espesa y aceitosa saliva.
Estoy más allá de la carne. Estoy más allá de la enfermedad.
Ahora yo soy la enfermedad. Y me encanta.
© 2008, Juan Díaz Olmedo
Que asco de noche.
La lluvia cae con crueldad sobre el asfalto arrastrando la suciedad, amontonándola junto a los bordillos de las aceras. Bajo la vista y veo una procesión de colillas que se desliza en el interior de una alcantarilla una tras otra, como repugnantes barquitos que navegan hasta el fin del mundo siguiendo un riachuelo de aguas negras como la pez. Estoy terriblemente aburrida. El frío se me está metiendo en las entrañas.
Me abro el chaquetón intentando que mi escote llame la atención de un individuo que cruza la calle apresuradamente, tratando de guarecerse de la lluvia bajo las delgadas cornisas. Es un gusano medio calvo, con cabellos grises y un repugnante jersey color verde botella. Un paleto, no hay mas que verlo. Me da un asco tremendo tenerlos de clientes, pero esta noche de mierda aceptaría cualquier cosa con tal de poder irme a casa pronto.
-¿Estás solo, encanto?-le dijo cuando se detiene frente a mí, justo en la acera de enfrente, bajo el toldo medio plegado de un estanco.
El gusano tan solo me dirige una rápida mirada antes de proseguir su camino. Nada, ni con ese maldito paleto puedo contar. ¿Que mierda me pasa últimamente? Nunca me ha gustado esa vida, es verdad, pero últimamente las cosas parecen estar yendo de mal el peor. Ya ni siquiera soy capaz de llamar la atención de un paleto rechoncho que no seduciría a una mujer si aunque la drogase. La clase de tipos que me dan más pena y al mismo tiempo más asco. Al menos suelen conformarse con un servicio rápido.
Bajo la vista para examinar mi escote. Maldita sea. No puedo resistir el impulso de cerrar mi viejo chubasquero negro cuando una gruesa gota se desliza justo entre mis delgados pechos. Un escalofrío recorre mi piel. Comienzo a sentir el frío llegando hasta mis huesos. Si sigo aquí voy a acabar cogiendo una pulmonía de narices como poco. Lo que me faltaba ya, ponerme enferma. Como si no estuviese ya bastante echa polvo.
Odio admitirlo, pero es cierto. No es de extrañar que nadie quiera mis servicios. Estoy delgadísima. Me estoy quedando en los huesos. Mis costillas comienzan a asomar bajo mi piel, sobre unos pechos que han tenido días mucho mejores. Recuerdo cuando comencé a hacer la calle, como mis pechos atraían la atención del más casto de los gusanos que pasaban cerca de mí. ¿Cuánto hace de aquello? Cielos, solo dos años. Si no me metiese tanta mierda en las venas.
Si no me metiese mierda en las venas no habría tenido que ponerme a hacer la calle. No sé por qué puñetas tengo que ponerme a pensar en esto justo ahora. Como si la puñetera lluvia y el frío que hace no bastasen para conseguir que me sienta como una basura.
Me pego un poco mas a la pared, con tan mala fortuna que mis baratos zapatos de tacón se meten en un maloliente charco lleno de algo mas que agua de lluvia. El aceitoso líquido se pega a la piel sintética y comienza al instante a comerse su chillón color rojo. No me importa. Poco me importa esta noche. Saco un espejito de mi bolso para retocarme el maquillaje. Cuando veo mi rostro en el pequeño cuadradito de cristal me sorprendo de lo que veo. Estoy que doy pena. Mis ojos están hundidos en el rostro, rodeados por unas ojeras que mi habilidad maquillándome no pueden ocultar. Los pómulos se me marcan en las mejillas haciendo que mi cara se parezca un poco a una calavera. Incluso mis labios están demasiado delgados, apenas cubriendo mis dientes amarillentos. ¿Cómo va a querer alguien que le haga un servicio con esta boca? Me quito el carmín de los labios con el dorso de la mano, haciéndome daño a propósito. Me lo merezco. Con lo bonita que yo era. Era preciosa. Ahora solo doy asco.
Mierda. Es este tiempo, el maldito frío que se te mete en los huesos. La lluvia resbala del cuello de mi chubasquero y se desliza por mi espalda provocándome escalofríos. No, no es solo por la lluvia por lo que tiemblo. Si voy a ser sincera conmigo misma voy a serlo del todo. Es porque mis venas me están pidiendo a gritos más mierda blanca. Si, es eso, eso explica porqué me siento tan mal, porqué siento que todo se está yendo al infierno a pasos agigantados. Entrelazo los dedos con fuerza, intentando parar los temblores. Necesito una dosis. Si, la necesito de veras. No me había dado cuenta de lo mucho que la necesitaba hasta que he pensado en ella.
No tardaré mucho. Iré a casa y me picaré. Después estaré mucho mejor, con fuerzas como para tirarme a un regimiento. Espera, no tengo mucho que picarme en casa. Solo esa dosis que guardo para emergencias. Siempre previsora, como mi madre me enseñó. Pero esto es una emergencia. Si, si que lo es. El pensar en el alivio que esa dosis me provocaría me hace desearla mas aún. Me cierro el chubasquero y me alejo de aquel sucio rincón, rumbo a ese agujero desordenado donde vivo.
La lluvia no es tan fuerte como para acallar el ruido de mis tacones contra el asfalto. No me gusta llevar tacones, pero a los clientes suele encantarles verme con ellos. Es una lata llevarlos sobre todo en esta maldita ciudad que siempre parece estar en obras. Tengo que bajarme y subirme de la acera una y otra vez esquivando andamios y vallas pintadas de amarillo, espacios cercados por cintas de plástico e incluso socavones abiertos en el suelo, que comienzan a llenarse de una mezcla de lluvia y barro muy parecida a las arenas movedizas de las películas.
Un tipo me asusta surgiendo tras un murete de metal que cubre un andamio. En el primer momento no veo más que una inmensa masa negra frente a mí. Retrocedo por puro instinto, agarrando mi bolso con ambas manos. Después descubro que es una tipo excepcionalmente alto, con un largo chubasquero gris con capucha que le da aspecto de monje. Su rostro permanece en las sombras de su capucha.
-Vaya susto me has dado, guapo.-le digo, mintiendo como la zorra desesperada que soy. En lo de guapo, por supuesto. No en lo del susto.
Me dispongo a seguir mi camino cuando el tipo extiende una mano para detenerme. Hay algo raro en esa mano, algo en sus uñas que me da mala espina. Pero la retira demasiado deprisa como para que me dé cuenta de lo que es.
-¿Cuanto?-me pregunta, con una voz ronca y rasposa, en tipo de voz mas adecuado para surgir del interior de una capucha oscura.
-Eso depende de lo que quieras, cielo.-le digo, tratando de ignorar a mis tripas, que se encogen de aprensión.
-Que vengas conmigo.-dice el tipo.-A un hotel. Que pases la noche conmigo.
-No hago servicios de toda la noche.-le digo, ensayando una sonrisa que intento que sea seductora.-Pero podemos pasar un buen rato si te apetece.
-¿Cuanto por eso?-le dice él, llevando una de sus manos al interior de su gabardina.
Me pongo a la defensiva hasta que veo salir de nuevo a la mano cargada de un rollo de billetes. Hay mucho bastardo suelto por ahí, y nunca se sabe.
-Cien.-le digo. Mi tarifa máxima.
-Hecho.-dice él, contando billetes hasta completar la cantidad.
Me acerco a él para coger el dinero que me ofrece y entonces noto su olor. El tipo huele a frutas podridas. Me cuesta no torcer el rostro en un gesto de asco. Este tipo es un maldito vagabundo. No me gusta nada. A saber de donde ha sacado el dinero. Alzo la vista y entreveo la forma de unas gafas oscuras que cubren sus ojos. ¿Que clase de chalado lleva gafas de sol durante la noche? No, voy a pasar de él. Voy a ir a casa a darme el pico y después a buscar a un paleto al que divertir por cinco minutos. No merece la pena.
Entonces el tipo se baja ligeramente las gafas, y algo brilla en el lugar donde deberían estar sus ojos. No, no es tan mala idea. Son cien contantes y sonantes. Me vendrán de perlas. Es un tipo con dinero, no creo que vaya a hacerme nada. Vamos, no será el primer cerdo que se disfraza para irse con una furcia, para que no le reconozcan. No ocurre nada. Ignoro la tortura que me están infringiendo mis hambrientas venas y cojo los crujientes billetes de su blanquecina mano de largos dedos.
-Conozco un buen hotel por aquí.-le digo.
-No.-dice él, cortante.-Yo conozco uno mejor. Ven conmigo.
Se da la vuelta y comienza a caminar, sin girarse para ver si le estoy siguiendo. No es muy amable, pero lo prefiero a los típicos tipos que te cogen del brazo como si fueses su novia. Me envuelvo lo más que puedo en mi chubasquero y comienzo a seguirle.
Un chirrido a mi espalda me hace detenerme. No, eso no lo han hecho mis tacones al rozar la acera. Giro la cabeza y por un instante creo ver cientos de parejas de pequeños puntitos brillantes de color rojo, como diminutos pares de ojos que me mirasen desde las sombras. Parpadeo y ya no están. No es la primera vez que veo lucecitas donde no hay nada. Será cosa de la retina, o que sé yo.
Lo que me faltaba, encima quedándome ciega.
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Pues no, no conozco este maldito hotel. Aunque no sé que tiene de diferente con el resto de los hoteles baratos que suelo frecuentar cuento ofrezco mis servicios. Un recibidor más oscuro de lo normal, quizá. O tal vez sea el silencio. Se diría que somos los únicos huéspedes de este agujero. Y no me extraña, la verdad. Este sitio da asco. La lluvia se está colando por canales abiertos en la barata imitación de mármol de recibidor y esta empapando la infecta moqueta color vómito que cubre toda la planta baja. Las luces están atenuadas con pantallas rojas. Luces rojas, el símbolo universal de la prostitución. Al menos son lo suficientemente honestos como para admitir que clase de agujero es este.
El recepcionista es uno de esos tipos que no se resignan al hecho de estar quedándose calvos y se dejan el poco pelo que les queda lo mas largo que pueden, como si quisieran compensar. En este caso, como suele ocurrir, el resultado es desastroso. Sus cabellos grisáceos forman una especie de aureola alrededor de su cabeza en forma de huevo. Ya es bastante feo de por sí, con una cara arrugada como una pasa que le hace parecerse a un mono. Con esa pelambrera resulta patético. Por un instante sus ojos me miran, pero no tarda en desviar la vista. No soy yo quien le interesa, sino quien tiene el dinero. Y ese es el tipo misterioso que me acompaña. El recepcionista se limpia los dedos en la camisa, que ya luce una notable colección de lamparones, y acepta el montón de billetes que le ofrece mi cliente. Vaya, no sabía que pretendía quedarse tanto tiempo. Lo que es por mí, en cuanto termine con este tipo me largo a casa.
Aprieto los puños y me alejo del gastado mostrador. Estoy volviendo a temblar, maldita sea. Mis tacones se están clavando más de la cuenta en la moqueta, y casi me caigo redonda al suelo al dar un mal paso. Mierda de sitio y mierda de vida esta. Porqué no se me ocurriría otra forma de ganarme la vida.
Porque nadie contrataría a una inútil drogadicta como tu, pedazo de idiota, me dice con la mirada la zorra famélica que está al otro lado del espejo del fondo de la sala. Una mujer de edad indefinida, con solo el recuerdo de la belleza que un día tuvo, que está temblando de frío y del mono al mismo tiempo, con sus mojados cabellos perdiendo su tinto rojo furioso en las raíces, que comienzan a revelar su auténtico color oscuro. Tengo que teñirme de nuevo. Y tengo que comenzar a cuidarme un poco. Si no solo tendré como clientes a pervertidos como este tipo. Miro su alta espalda, como la lluvia sigue resbalando por la tela de su gabán, formando un charco a sus pies, entre sus recias botas de motorista. Quizá sea eso, un motero de paso por la ciudad que quiere divertirse sin tener que preocuparse antes de conquistar a una mujer. Eso explicaría su mal olor, pero no que siga encapuchado y con las gafas de sol puestas. Finalmente termina de hacer lo que fuera que estaba haciendo con el conserje y este le da una llave que cuelga de un llavero de madera lleno de muescas. Sin dirigirme ni tan siquiera un gesto, mi cliente se dirige hacia las escaleras. No me queda más remedio que seguirle.
No hay ascensor. Por supuesto, estos sitios nunca tienen ascensor. Me pregunto si estas malditas casas antiguas que parece que van a desmoronarse en cualquier momento fueron bonitas alguna vez, cuando las construyeron, o si el lumbrera que las construyó lo hizo pensando en lo fácil que iba a ser que el polvo se acumulara en las esquinas, en lo bien que la humedad iba a extenderse por dentro de las paredes. Por suerte solo vamos al primer piso.
Mi cliente abre la puerta de nuestra habitación, la 101. Seguimos rodeados por el silencio. Ni siquiera la moqueta, que también cubre este piso, puede amortiguar mis pasos. Cuando llego a la puerta mi cliente ya ha entrado.
-No enciendas la luz.-me dice en cuanto cruzo el umbral, con un tono lo suficientemente firme como para que entienda que es importante.
De acuerdo. Lo haremos a oscuras. Así solo tendré que olerle. Pero hay algo de luz aquí, un tenue destello morado e intermitente que entra a través de las livianas cortinas de una de las ventanas. Es el luminoso con el nombre del hotel. Cierro la puerta a mis espaldas. Antes de que mis ojos se acostumbren a la penumbra, nos quedamos en la más completa oscuridad. Mi cliente ha cerrado las persianas.
-No te asustes.-me dice.
Lo cierto es que no puedo evitar apretujarme contra la puerta, mientras miro a mi alrededor sin ver nada mas que la negrura más absoluta. Que idiota soy. No tendría que haber venido con este chalado. Sabía que esto iba a acabar mal.
El destello de la llama de una cerilla brilla de repente ante mí. Es mi cliente, sosteniéndola con cuidado con dos de sus extraños dedos. Mientras prende una vela que no sé de donde demonios ha sacado puedo ver al fin sus uñas con claridad. Soy muy largas, amarillentas, con los bordes destrozados. Más que uñas parecen astillas de madera vieja clavadas en sus dedos. Casi me entra una arcada pensando que esas uñas van a rozarse con mi piel.
La luz de la vela ilumina tenuemente la habitación. Miro a mi alrededor y no veo nada que llame mi atención. Una cama cubierta por una colcha color vino, decorada con manchas ocres y quemaduras de cigarrillos, ocupa casi todo el espacio. Dos pequeñas mesitas de noche la escoltan. Todos estos sitios son iguales. No intentan asemejarse a un hogar, porque la gente no viene aquí a encontrar un hogar provisional. La gente viene a pecar, a satisfacer sus instintos de forma rápida y sucia y salir huyendo antes de que su conciencia les encuentre. Me acerco a mi cliente, que ha puesto la vela sobre un charco de su propia cera derretida, en una de las mesillas. Le echo una buena mirada mientras me siento en la cama. Todavía lleva las gafas puestas, y la llama de la vela se refleja en sus cristales oscuros. Es increíblemente pálido, como si estuviese pintado de blanco. Incluso me parece ver algunas venas destacándose oscuras bajo su piel. Mierda, este tipo está enfermo. Tiene que tener la lepra o alguna de esas enfermedades que te dejan hecho una basura humana. O eso es un drogadicto que lleva en el hábito demasiado tiempo. No voy a acostarme con este tipo, no voy a dejar que me pegue lo que sea que le ha dejado con esa pinta.
Mi cliente se baja de nuevo las gafas, y por un instante veo sus ojos, brillando con una suave luz rojiza.
-¿Que quieres que hagamos, encanto?-le pregunto, tratando de sonar melosa.
Estoy tan mordida por el maldito mono que hasta me tiembla la voz. Por un instante se me pasa por la cabeza preguntarle si tiene algo de heroína encima. Cada día soy más idiota. Mejor terminar con esto lo antes posible y salir de aquí corriendo.
Mi cliente se aleja de la luz de la vela y se sienta lentamente en un pequeño sillón, en la esquina mas alejada de la cama. Se baja la capucha del gabán, y entonces descubro que no tiene ni un solo pelo en la cabeza. Demonios, ni siquiera tiene cejas. Con el mismo cuidado se quita al fin las gafas. Desde aquí no veo sus ojos con claridad, pero juraría que son rojos. Un albino. Si, un maldito albino, doblemente avergonzado, por su rareza y por tener que pagar a una zorra para disfrutar del calor de una mujer.
-Desnúdate.-me dice.-Quiero ver como lo haces.
Rebusco en mi bolso. Lo primero es lo primero.
-Sin esto no lo hago.-le digo, enseñándole el preservativo que he sacado de su interior.
-Por supuesto.-dice él.-Pero antes quiero verte.
Trato de que no se me note el fastidio mientras dejo el bolso y el condón sobre la mesilla. Encima tiene gustos raros el muy cerdo. Aunque quizá haya suerte y se limite a masturbarse mientras me mira. No sería la primera vez que me ocurre.
Me quito los zapatos de tacón y los dejo junto a la cama. El chubasquero está empapado, y el agua resbala sobre la colcha mientras me lo quito, intentando que mis movimientos sean lo más sensuales posibles. Que idiota soy, tendría que habérmelo quitado antes de tumbarme en la cama. Lo dejo a un lado y deshago el nudo que mantiene cerrado mi corpiño.
Mi cliente no parece muy excitado. Casi diría que no me está mirando. Me da igual, que haga lo que quiera. Yo también prefiero no mirarme a él mientras me desnudo. Cuando al fin me quito el corpiño y dejo al descubierto mis pechos, el muy cerdo ni se inmuta. Que demonios, todavía me queda algo de orgullo. La minúscula falda y el tanga acaban en sobre la moqueta, junto a mis mojados zapatos.
-Túmbate.-me dice mi cliente, con un susurro que me pone los pelos de punta.
Me tiendo sobre la colcha. Puedo sentir las quemaduras de tabaco raspándome la espalda. Con una mano, la agarro con todas mis fuerzas, intentando contener mis temblores. No queda mucho. No, solo lo que este cerdo tarde en quedarse satisfecho. Se ha levantado del sillón y se está acercando con pasos lentos, como si quisiera continuar el burdo ritual de sensualidad fingida que yo he iniciado desnudándome. Sigo sin mirarle, mis ojos perdidos en las manchas de humedad que la luz de la vela me dejan ver en el techo.
Está junto a la cama, inclinándose lentamente sobre mí. Su olor a frutas podridas se hace de repente tan fuerte que no puedo evitar gemir de puro asco mientras las tripas se me revuelven. Es su aliento, su maldita boca. Giro la cabeza para mirarle y lo que veo me hiela la sangre.
Es mucho más pálido que lo que creía. No, no es pálido, es algo más. Su piel parece translúcida, y a través de ella puedo ver las venas que recorren su rostro, cargadas de una sangre demasiado oscura. Sus ojos son completamente rojos, pupilas rojo oscuro sobre un fondo algo mas claro. Es horrible, asqueroso, repugnante. Pero lo pero es cuando abre la boca y veo su saliva, un líquido aceitoso de color verde azulado que hiede a putrefacción tanto que me corta el aliento. Tengo que irme de aquí, no puedo dejar que esta monstruosidad me toque. Pero no me muevo, no hago nada por alejarme de él. La mirada de sus ojos sangrientos me tiene completamente dominada.
Siento sus dedos fríos como un pescado muerto agarrando mi brazo. Se inclina sobre mi muñeca, su aliento helado provocándome un escalofrío al rozar mi piel. ¿Que demonios le pasa a este cerdo? ¿Y que me pasa a mí? ¿Por qué no hago nada? Demonios, casi deseo que haga de una vez lo que sea que quiere hacer.
Cuando cierra su boca alrededor de mi muñeca siento frío, pero cuando sus dientes se clavan en mi piel algo entra a través de la herida recién abierta que me abrasa. Siento el calor antes incluso de comenzar a sentir el dolor de mi carne desgarrada. Es como una quemadura química extendiéndose rápidamente por debajo de mi piel, provocándome un cosquilleo al su paso. Intento gritar de dolor, pero mis pulmones no son capaces de reunir bastante aire. Solo puedo gemir mientras mi sangre fluye en su boca mezclándose con esa asquerosidad que tiene por saliva.
No es tan malo. No, no es para nada malo. ¿Que es eso que siento? ¿Son caricias? Pero vienen de dentro de mí, del interior de mi carne. Oh, cielos, es mi sangre, que acaricia el interior de mis venas. Si, es eso. Me siento ligera, como si la cama se estuviese elevando del suelo llevándonos con ella y empezase a girar lentamente alrededor de la habitación. Me doy cuenta de que tengo los ojos cerrados cuando los abro y descubro que no nos estamos moviendo. Los cierro de nuevo y me dejo llevar. Es como un orgasmo, pero mucho mejor. Es como si el mejor amante me estuviese haciendo el trabajo de su vida después de haberme dado un pico celestial. Mis manos ya no tiemblan de abstinencia, tiemblan de placer. Me llevo la mano libre entre las piernas y no me sorprende encontrarme húmeda. El contacto de mis dedos sobre mi sexo provoca una reacción que parece eléctrica, una descarga de placer tan fuerte que la confundo con dolor. Con mas cuidado, me masturbo suavemente, mientras mi cliente sigue chupándome la sangre, sin dejar de mirarme en ningún momento con esos ojos que me tienen completamente embelesada. Me estoy quedando dormida. Si, va a ser un sueño dulce, muy dulce.
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Mierda.
El sabor que siento en mi boca es tan repugnante que las tripas se me rebelan. Abro los ojos y aunque estoy en penumbras los ojos me duele como si me hubiesen clavado dos agujas ardiendo justo en las pupilas. Las cierro de nuevo, mientras me agarro la cabeza intentando como una idiota calmar el mareo que siento. Cielos, creo que voy a vomitar. ¿Donde demonios estoy?. Abro los ojos lentamente, cubriéndome la cara con una mano, mirando a través de mis dedos. Esto no es mi casa. Solo hay una luz tenue y grisácea que viene de algún sitio, pero no me cuesta reconocer el sitio. Sigo en la habitación del hotel donde vine con aquel cerdo tan raro.
¿Por qué sigo aquí? ¿Qué es lo que me ha hecho?
Me intento incorporar, pero todo da un vuelco a mi alrededor y caigo de nuevo sobre la repugnante colcha. Algo asciende desde mi estómago hasta llenar mi boca, un líquido amargo y pastoso. Ese cerdo me ha dejado hecha una mierda. ¿Qué me hizo en el brazo? Me miro la muñeca y descubro una fea herida negruzca abierta sobre mi piel. Maldita sea, esto tiene mala pinta, muy mala pinta.
Miro a mi alrededor, pero no veo a ese cerdo por ninguna parte. Se largaría en cuanto se cansó de mí. Espero que no se largara con mi dinero, el muy capullo. Al menos mi bolso sigue aquí, y mi ropa, echa un montón sobre la moqueta.
Me cuesta tres intentos el incorporarme. Cuando muevo la cabeza siento como si me la estuviesen machacando con un martillo. No he estado tan mal ni tras la peor de las resacas. Tardo un buen rato en convencer a mis pies de que me sostengan. ¿Dónde está el cuarto de baño? Si, debe estar allí, detrás de esa puerta entreabierta, de donde viene la luz. Camino hacia allí con pasos lentos y torpes, sosteniéndome en la cama y en las paredes para no caer. En un rectángulo de plástico amarillento están los interruptores de la luz. Los pulso uno a uno, pero no ocurre nada. La habrán cortado, o se habrán fundido todas las bombillas, yo que sé. A estas alturas soy capaz de creerme cualquier cosa.
El servicio es un poco más grande que una cabina de teléfonos. Hay una ducha con una cortina tomada por el moho, un inodoro medio cascado y una lavabo con un espejo. La luz viene de la calle, a través de una ventanita cubierta por un cristal translúcido. Debe de ser ya de día. A saber el tiempo que habré perdido aquí atontada. Espero que ese cabrón haya pagado lo bastante al conserje. No gustaría tener que escabullirme sin pagar, ni creo que sea capaz de hacerlo estando como estoy.
Cuando me veo en el espejo me asustó del aspecto que tengo. Cielos, ayer parecía una basura, pero lo de hoy es sencillamente horrible. Estoy blanca como el papel, y las ojeras se destacan mas en mi cara, como dos pozos negros. Mierda, casi parezco una muerta. Incluso mis pezones han perdido algo de color. Mucho me temo que ese cabrón me ha pegado alguna enfermedad. Lo que faltaba. No, lo que me merezco por no haber salido huyendo en cuanto lo vi. Hay una lámpara metálica sobre el espejo, con un interruptor gris en la pared. Lo pulso, pero la luz no se enciende. No me sorprende. A la luz que viene del exterior me miro la herida de mi muñeca. Tiene peor pinta de lo que me había parecido, si era posible. El muy cabrón me mordió justo en la parte que se rajan los suicidas. Menos mal que no me he ido al otro barrio por su culpa. Está cubierta de una costra negra y dura, y manchada de un líquido aceitoso.
La saliva de ese cerdo deforme.
Abro el grifo haciendo que las tuberías giman antes de soltar un chorro de agua helada sobre el lavabo. Pongo la mano sobre el grifo para lavar la herida, pero algo me muerde los nudillos y la quitó de golpe. Cristales, el lavabo está lleno de cristales, trozos finos y pequeños. Estoy tan atontada que ni los había visto. Con cuidado, toco el interior de la lámpara. Si, son trozos de la bombilla. Ese cabrón se entretuvo rompiendo todas las bombillas de la habitación mientras yo dormía. ¿Con qué clase de chalado vine anoche? ¿Que se me pasó por la cabeza? Debo estar volviéndome loca. Demasiada mierda blanca.
De repente me doy cuenta de que no tiemblo. El mono parece haberse desvanecido, al menos de momento. Mejor así, ya estoy lo bastante destrozada como para encima tener que aguantar la abstinencia y el sudor frío. No puedo evitar mirar mi brazo. El maquillaje con el que cubro las marcas de los pinchazos para no asustar a los clientes ha desaparecido, y mi piel está tan blanca que cada una destaca como una pequeña boca negra rodeada de una aureola morada. Siempre he sido igual de loca, igual de idiota. Trato de recordar que fue lo que me hizo picarme la primera vez. Una estupidez, como siempre. Hace tanto que no pienso en aquello que casi lo había olvidado.
Voy a darme una ducha y a largarme de aquí.
Me meto en el pequeño hueco debajo de la ducha, sosteniéndome con fuerza a las paredes para no caerme y desnucarme. Esa si que sería una muerte patética y ridícula, romperme el cráneo contra el borde de una ducha mohosa en un hotel barato. Cuando giro la llave despierto a las tuberías que gimen como si traerme el agua les fuese algo terriblemente doloroso. La oxidada alcachofa tose dos veces, escupiendo sobre mi rostro agua mezclada con trocitos marrones de a saber que clase de porquería. Finalmente un chorro de agua helada cae sobre mí. Está casi congelada, tan fría que me hace temblar, pero me esfuerzo por no apartarme del chorro. Me está despertando poco a poco. Sostengo mi peso contra las baldosas de la pared mientras mi dolor de cabeza y mi mareo se van deslizando por el desagüe junto con el gélido líquido marrón que hace las veces por agua en este hotelucho del demonio.
Con los ojos cerrados y el chorro dando directamente contra mi cabeza, estoy totalmente aislada de todo. Aquí solo estoy yo, con mis propios pensamientos. Siempre me ha gustado hacer esto, desde que era pequeña. El frío me está atontando la piel poco a poco, como si me estuviese congelando. No hay nada aquí que pueda hacerme daño. Nada.
Algo se clava contra uno de mis pies. Sin dolor, siento como algo pequeño y afilado atraviesa mi carne hasta llegar al hueso y comienza a roer. Abro los ojos y veo como mi sangre se está mezclando con el agua. Me giro y la enorme rata que está devorando mi carne me devuelve la mirada con sus crueles ojos rojos.
Creo que estoy gritando, pero no puedo escuchar nada, ni siquiera a mi misma. Solo sé que me duele la garganta, así que debo de estar desgañitándome de puro terror. Es la rata más grande que he visto jamás, una bola de pelo negro mojado con una expresión de maldad petrificada en su boca de pequeños dientes, que ahora están teñidos de rojo con mi sangre. Mierda, tiene un pedacito de mi piel colgando de su mandíbula. Un pedazo de mi carne. Me apartado de ella nada mas verla, pero ahora el bicho asqueroso está avanzando hacia mi sobre sus diminutas patitas. ¿De donde mierda ha salido este bicho? Cuando se pone debajo del chorro de la ducha, se asusta tanto que retrocede, siseando enfadada.
Y el siseo es contestado desde el otro lado de la cortina.
La abro de un manotazo y lo que veo que me deja petrificada. Ratas. Ratas por todas partes, cubriendo totalmente el suelo, escalando por las paredes embaldosadas, trepando por los bordes de la cortina. Todas emitiendo esos escalofriantes chirridos que me sacan de quicio, todas mirándome con sus ojitos rojizos.
Esto no es normal, esto no es normal. Tiene que ser el mono, o algo así. Tengo que está alucinando. Me tengo que haber caído dentro de la ducha y estoy en una pesadilla o algo así. Pero la herida que los dientes de la maldita rata de mierda me ha hecho en el pié me está doliendo demasiado como para ser solo un sueño. Me acurruco debajo del chorro de la ducha, cubriendo mi piel desnuda como puedo con mis brazos, y sigo gritando. Alguien tiene que escucharme, alguien tiene que sacarme de aquí. Intento gritar alguna palabra, pero no puedo. Estoy demasiado asustada para eso. Solo puedo dejarme la poca fuerza que me queda en esta basura de cuerpo en reventarme la garganta soltando alaridos. Pero nadie me responde.
Las ratas cubren la ventana y se hace la oscuridad. Solo puedo escuchar ahora sus chirridos y el castañeteo de mis propios dientes. Las escucho cada vez mas cerca, como si llenasen toda la negrura a mi alrededor con sus pequeños cuerpos llenos de enfermedad y miseria. Sus chirridos se están metiendo dentro de mi cabeza, me están volviendo loca. Ni siquiera el sonido del agua contra mi cráneo puede acallarlas. Casi puedo sentir sus dientes amarillentos e infectos horadando mi carne desde dentro de mi cabeza, terminando el trabajo que yo empecé el primer día que me chuté heroína.
De repente se hace la luz. Una luz tenue y tilitante que viene de la habitación. Las ratas se han alejado de mí, y está frente al umbral, mirando al origen de esa luz. Sin que sus pasos hagan ningún ruido, ese maldito cabrón deforme entra en el cuarto de baño, sosteniendo la vela encendida con sus manos frías y blancas. Apenas si me dirige una mirada con esos ojos rojizos que me hielan la sangre. Pone la vela sobre el borde del lavabo, con tanto cuidado que sus movimientos resultan casi obscenos en medio de tanta porquería. Por un instante, se detiene en contemplar su horrenda cara en el espejo. Abre la boca y veo de nuevo esos dientes que ayer atravesaron mi piel, teñidos de la misma saliva verde azulada que mancha sus labios.
Cuando descubro que echo de menos la sensación de esa boca chupando mi sangre, siento asco de mi misma. Un chorro de bilis pastosa llena de mi boca y lo escupo entre mis piernas, donde se mezcla con el agua y con mi sangre.
El cabrón está rodeado por las ratas, que le miran como si él fuese un dios, formando un corro a su alrededor. Todas menos las que están todavía cubriendo la ventana con sus cuerpos, manteniéndonos en la penumbra dorada de luz de la vela. Con una de sus astilladas uñas, el cabrón se abre las venas de la muñeca derecha, y un líquido demasiado oscuro para ser sangre comienza a manar de la herida. Se agacha en el centro del corro de ratas, dejando que su sangre caiga al suelo goteando, y todas las repugnantes criaturas saltan sobre el charco de sangre negra, lamiéndola con sus sucias lenguas. Una de ellas se atreve a pegar la boca a la herida de su muñeca, a agrandarla con sus dientes, y después la sigue otra, y otra más. Las menos osadas se contentan con beber las migajas que caen sobre las frías baldosas del suelo.
Este cabrón no es un simple chalado, es mucho más que eso.
Cuando se incorpora y vuelve a mirarme, yo soy incapaz de moverme. Se acerca a mí y cierra la llave del agua. Supongo que no debe gustarle mucho, igual que a esas ratas a las que tiene tanto cariño. Sus dedos acarician mi cuello, mas fríos que agua que hace un momento caía desde la ducha. No puedo dejar de mirar sus ojos. Lentamente, se inclina sobre mí y deposita un húmedo beso sobre la piel de mi cuello. Puedo sentir esa saliva repugnante corriendo por mi piel. Debería sentir asco, pero me muerdo un labio anticipando lo que va a ocurrir. Deseando que ocurra. Cuando sus dientes se clavan en mi carne y la rasgan, suelto un gemido de placer al notar como su saliva ponzoñosa penetra en mi interior. La quemazón se extiende por debajo de mi piel hasta llegar a mi rostro. La vista se me nubla, pero yo me limito a cerrar los ojos. Cielos, si, ya siento esas caricias sublimes, ya siento como me derramo dentro de su boca. No me importa sentirme sucia, no me importa que su olor a podrido llene mis pulmones. Temblores de placer agitan mi cuerpo.
Su lengua se desliza sobre mi nueva herida, como si apurase hasta la última gota. Me estoy desvaneciendo dulcemente. Lo último que siento son sus manos agarrando mi cabeza.
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Dolor.
Me duelen los ojos cuando los abro, el mismo roce de los párpados me es insoportable. Y ayer creía que estaba hecha una mierda. Siempre puedes estar peor.
Una arcada me hace doblarme sobre mi misma. Mi cuerpo quiere vomitar, pero mi estómago está vacío. Sobre mi lengua pastosa hay pegada alguna porquería amarga que no soy capaz de escupir. Por lo que huelo adivino que he vomitado mientras estaba inconsciente. Como si esta habitación no estuviese ya lo bastante asquerosa sin mis vómitos sobre su repugnante moqueta. Me palpo la cara y la noto manchada. Estoy muerta de frío. ¿Estoy en la cama?. Si, esto es la colcha. De un tirón saco uno de los bordes de debajo del colchón y me envuelvo con ella. Me limpio la cara del vómito grumoso que tengo pegado con uno de los almohadones y después lo tiro lejos de mí. Acabo de despertar pero me siento terriblemente cansada. Me gustaría poder cerrar los ojos y dormir. Si, simplemente dormir.
No, no vas a dormir. Vas a salir de aquí, porque si no lo haces ese cabrón va a volver y a saber lo que te va a hacer esta vez. Y ya sabes que no eres capaz de rechazarle.
Con dedos temblorosos busco la herida de mi cuello, y encuentro los bordes ásperos de la costra aceitosa que la cubre. No necesito verla para saber que aspecto tiene. Mis dedos se manchan del resto de saliva que todavía mancha mi piel, y me los limpio nerviosamente en la colcha. No creo que una mancha mas importe. Rápidamente, abro los ojos. Es como si me arrancasen dos pedazos de cera pegados a mis párpados. Ni me atrevo a parpadear. La habitación está en penumbras de nuevo. No veo a ese cabrón. Quizá se haya marchado, tal vez se haya aburrido de mí. No, no cuentes con eso, zorra estúpida.
Me pongo en pié, arrastrando conmigo la colcha, envolviéndome en ella para protegerme del frío que se ha adueñado de la habitación mientras dormía. No es lógico que un sitio tan cerrado se vuelva mas frío. Pero nada de lo que me está ocurriendo tiene la más mínima lógica. Solo consigo dar dos pasos, al tercero mis rodillas me fallan y caigo de frente contra la dura y sucia muñeca. Mierda. Creo que me he roto un labio. Siento el escozor, y el sabor de la sangre cuando me paso la lengua sobre el corte. Mis piernas se han quedado trabadas en la colcha, que de repente pesa tanto que parece estar hecha de plomo. Me arrastro fuera de ella lentamente, como una polilla escapando del interior de su capullo. Pero yo no voy a extender unas bonitas alas y a volar hacia la luz. Solo soy un fantasma, una zorra cadavérica de edad indefinida y de una piel tan pálida que casi reluce. Al fin llego al marco de la puerta que lleva al servicio, y me apoyo en él para ponerme en pié. Si, parece que puedo sostenerme sobre mis rodillas.
Evito ver mi propia imagen en el espejo. Lo poco que he visto me ha helado la sangre. Mis ojeras parecen pintadas con carboncillo sobre el papel de mi piel. Cuando lleno el hueco de mis manos de agua helada del lavabo, me asusta ver las venas de mis palmas, dibujadas en negro bajo el papel cebolla que cubre mi carne. ¿Que mierda de enfermedad me está pegando ese cabrón?. Solo me atrevo a devolverle la vista a la zorra del otro lado del espejo cuando me echo el agua al rostro, aliviando un poco el escozor de mis ojos. Nunca he tenido los ojos tan irritados. Mis pupilas son dos manchas marrón claro sobre un fondo rojo. Vuelvo a echarme agua a la cara, con tanta fuerza que chorrea por mi espalda, como dedos helados que despertasen mi adormecido cuerpo a su paso. Cuando me paso las manos mojadas por el pelo cientos de cabellos se quedan prendidos entre mis dedos. Lo que me faltaba.
Voy a salir de aquí ahora mismo.
Vuelvo a la habitación y me dirijo a la puerta con pasos temblorosos, sin dejar de apoyarme en la pared. Cuando intento girar el pomo de la puerta, mi mano se cierra sobre el vacío.
No hay pomo. Ese bastardo lo ha quitado. Estoy encerrada aquí dentro.
Estoy demasiado débil para gritar, pero no puedo evitar gemir. Casi vuelvo a caer sobre la alfombra. Apenas si puedo agarrarme a la pared con mis uñas, que trazan ocho surcos sobre el feísimo papel pintado. Tiene que haber una salida. Tiene que haber alguna salida.
Las ventanas están soldadas, no están hechas para ser abiertas. Y las cuerdas que levantan las persianas han desaparecido, igual que el pomo. Seguramente se haya largado, dejándome aquí encerrada, a su disposición para cuando le venga en gana.
No, sigue aquí. Está aquí dentro, conmigo. Todavía puedo olerle. Puedo sentir su olor a podrido incluso por debajo del de mis vómitos.
Solo una completa idiota como yo podría haberlo pasado por alto. Hay un solo lugar en el que podría estar escondido. Me odio a mi misma y odio mas aún al cabrón que me está haciendo esto. De ese odio saco las fuerzas para acercarme a la cama y empujar el colchón hasta tirarlo al suelo.
Está allí, bajo la reja del somier, acurrucado sobre sí mismo, medio cubierto por sus repugnantes ratas. Sus ojos rojizos se abren y su rostro se convierte en una máscara de ira. Su saliva emponzoñada salpica mi cara cuando grita, no sé si de dolor o de furia. Apenas si veo como el somier se alza del suelo y golpea violentamente mi barbilla. Mi cabeza golpea el suelo antes de que comience a sentir dolor. Por suerte he caído inconsciente de nuevo.
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Mi rostro está hinchado. Lo siento distinto, más pesado. Casi no puedo abrir mi ojo izquierdo. Intento tocarme la parte hinchada, pero el mero roce de mis dedos duele tanto que casi me desmayo otra vez.
Sigo en el suelo, en la misma posición en la que caí. Intento levantarme, pero mi cabeza cae de nuevo sobre la moqueta en cuanto me incorporo un poco.
Me estoy muriendo. Ya no tiene sentido negarlo. Siento como mi cuerpo muere poco a poco. Palpo mis brazos y no soy capaz de encontrar mis huesos. Tan solo hay algo que me recuerda a las espinas de los pescados. Un espasmo tan doloroso como la más cruel tortura me hace doblarme sobre mi misma y toser con violencia. Por costumbre me cubre la boca con las manos, que se manchan de un líquido aceitoso que huele a frutas podridas.
No, no voy a llorar. Vamos, no es momento para eso ahora. Al menos voy a intentar llevarme a ese cabrón por delante. Y si no lo consigo al menos voy a hacer que se acuerde de mí el resto de su vida.
La penumbra se ha hecho tan tenue que le falta poco para convertirse en la oscuridad mas completa. Creo que el colchón ha vuelto a su sitio junto con la colcha. Ese cerdo ha vuelto a rehacerse su refugio.
Me cuesta una eternidad ponerme de rodillas. El tocar de nuevo la colcha me da escalofríos. Puedo sentirse allí debajo, rodeado de sus repugnantes criaturas, esperando el momento en el que volverá a chuparme la sangre. Casi puedo oír los chirridos de las ratas, ansiosas por devorar mi carne otra vez con sus pequeños y afilados dientes. No, no lo estoy oyendo. Sencillamente me estoy volviendo loca.
Tiene que haber algo por aquí, algo que clavarle a ese cabrón en un ojo, algo con lo que marcarle la cara para siempre. Me arrastro sobre la cama, sintiendo como las quemaduras de cigarrillos de la colcha me arañan los pechos y el vientre. ¿Es su respiración eso que siento agitando el colchón?. No, es la mía. Me parece que ese cabrón ni siquiera respira. Los cajones de las mesitas de noche. Quizá haya algo en uno de ellos. Un bolígrafo que clavarle en el oído. O un abrecartas con el que arrancarle el corazón. Al fin llego junto a una de las mesitas y abro el cajón. Palpo el oscuro interior y mis dedos encuentran un pequeño libro forrado en piel falsa. Cuando lo saco descubro que es una de esas biblias que una panda de hipócritas deja en los hoteles. No sabía que también venían a esta clase de sitios. Dejo que esa basura de libro se escurra entre mis dedos y caiga al suelo. Nunca me ha servido de nada y no creo que vaya a empezar a servirme ahora.
Me agarro a la colcha para arrastrar mi cuerpo hacia el otro lado de la cama, hacia la otra mesita. Cuando abro el cajón casi me dejo las uñas en el pequeño pomo de madera. Meto los dedos dentro y encuentro algo frió y liso. Al sacarlo veo que es una pequeña y alargada bombilla.
Luz. Ese cabrón le tiene miedo a la luz.
Hay dos lamparitas en la pared, sobre la cabecera de la cama. Palpo la bombilla de la más cercana y siento como los pedazos de cristal roto muerden las yemas de mis dedos. Agarro como puedo el casquillo de la bombilla y comienzo a girarlo. Cristales rotos atraviesan mi carne y llegan a eso en lo que se están convirtiendo mis huesos, pero yo ignoro el dolor y sigo girando el pedazo de metal hasta sacarlo de la lamparita. Me pongo tan nerviosa al meter la nueva bombilla que casi la dejo caer. La encajo hasta el fondo y solo entonces me atrevo a pulsar el botón que la enciende. Apenas un segundo, en el que una luz tan brillante que me ciega llena la estancia. La apago de inmediato. No quiero que ese cabrón se dé cuenta.
Ahora solo me queda esperar a que salga de debajo de la cama.
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No me he quedado dormida. Mi trabajo me ha costado. Por suerte he contado con la ayuda del casquillo de la bombilla rota. Lo he ido deslizando por mi piel poco a poco, abriendo pequeños surcos, sin que el dolor fuese nunca tan constante como para que me acostumbrase a él. Que demonios, incluso he llegado a cogerle el gusto. Si, es curioso lo que puede llegar a suponer el dolor cuando eres tú quién lo controla. Para mí ha sido una forma de demostrarme a mi misma que sigo viva, y que quiero seguir estándolo haga lo que haga ese cabrón que duerme bajo la cama.
Mis cabellos están desperdigados por la colcha, alrededor de mi cabeza. Han ido cayendo poco a poco, acariciando mis hombros al deslizarse silenciosamente sobre ellos. Como si fuesen pétalos de una flor que se marchita. Me horroriza pensar que aspecto debo tener ahora. Creo que todavía queda algo de pelo pegado a mi cráneo, en medio de un mar de calvas. El olor de mi propio aliento da nauseas. Es como si algo se estuviese pudriendo dentro de mí. Un hilo de saliva aceitosa resbala por el borde de mis labios. Lentamente, cierro y vuelvo a abrir los dedos de la mano derecha, la que mantengo cerca del interruptor de la luz. No quiero que me falle cuando la necesite. La siento como algo lejano, algo ajeno a mi cuerpo, igual que mis piernas de las rodillas para abajo.
Lo estoy sintiendo moverse. Las ratas chillan inquietas. El cabrón casi no hace ningún ruido, solo un levísimo roce. Estoy en la más absoluta oscuridad, pero aún así me parece ver brillar los ojitos crueles de las ratas que surgen de debajo de la cama y se reparten por toda la estancia, como si fuesen las repugnantes estrellas de un universo diminuto y degenerado. Escucho los pequeños pies moviéndose sobre la moqueta, sus sucias garras rasgando el papel de las paredes al trepar por ellas. Están por todas partes, incluso dentro de mi cabeza.
Si, allí está ese cabrón, una mancha oscura de forma humana en medio de las miradas de las ratas, sus ojos encendidos de rojo como una versión gigantesca de los de sus fieles y asquerosos animales. Se me acerca lentamente, se diría que disfrutando del momento. No sé si puede verme entre las sombras.
Muevo el dedo y el interruptor suelta un chasquido. La bombilla manchada de sangre se enciende y la luz golpea al cabrón como si fuese una locomotora. Deslumbrada por el repentino brillo, apenas si le veo cubrir su rostro con los brazos y caer hacia atrás. Moviéndose con nerviosismo se acurruca junto al pequeño sillón desde el que me vio desnudarme para él. Maldito gusano pervertido. Las ratas también han huido ante la luz, asustadas ante un brillo que no pertenece a su mundo de inmundicia y cloacas. Se han vuelto a refugiar bajo la cama, a salvo. Pero su amo y señor no puedo sino escudarse patéticamente tras el sillón, mientras su piel comienza a cambiar de color. No me había equivocado.
Intento gritar, insultarle, soltar todo lo que llevo dentro, pero ninguna palabra sale de mi garganta.
La piel de cabrón se está volviendo gris. En sus manos, que sostienen el sillón frente a él como si fuese un escudo, veo aparecer quemaduras negras, como las del papel. El cabrón sisea de dolor, golpeando histéricamente la cabeza contra la pared. Yo estoy sonriendo, sintiéndome completamente feliz, disfrutando de su dolor.
Finalmente, el cerdo deja de dar cabezazos y se encoge tras su ridículo refugio. Creo que puedo oír su piel chamuscándose, como carne sobre una parrilla.
Entonces todas las ratas comienzan a chillar a la vez, un chirrido insoportable que se mete dentro de mi cabeza. Es como si esos dientecitos que ahora rozan los unos con los otros se clavaran en mis sesos y los despedazasen lentamente. Cierro los ojos me sujeto la cabeza con las manos. No, cabrón, no vas a conseguir que apague la luz. Envíame si quieres a tus bichos que los mataré uno a uno. No sabes con que clase de zorra te has metido, maldito cerdo bastardo.
Cuando me doy cuenta, una rata ya me ha arrancado un pedazo del muslo con sus dientes. Intento apartarla de un manotazo, pero solo consigo distraerla. Los dientes de otra rata se me han clavado en un dedo atravesando la uña. Cuando lo retiro asustada mi sangre salpica sobre la colcha. Se me están acercando, cada vez son más. Ellas no temen a la luz como su amo. Veo como comienzan a abrir heridas en mis pies con sus diminutas fauces, pero no puedo sentirlas.
No es esto lo que quiero. No quiero acabar así. Quiero un poco de paz.
Casi siento alivio cuando apago la luz. Cientos de pequeñas heridas palpitan de dolor en mi piel. Pero todas desaparecen cuando veo su mirada frente a la mía, brillando en la oscuridad como si estuviese hecha de fuego. Su aliento fétido y frío como el hielo acaricia la piel de mi rostro y desciende lentamente por mi pecho y vientre hasta llegar a mi pubis. El cabrón es un pervertido hasta el final. Cuando muerde la cara interna de mi muslo, gimo de placer. Siento como mi sexo arde al recibir la saliva del maldito cerdo, como la quemazón se extiende por su interior, dejándolo en carne viva, haciendo que la oleada de placer que viene a continuación sea devastadora.
Entonces ya nada importa, ya nada existe. Mi carne palpitando de placer y mi sangre deslizándose en la boca del Señor de las Ratas.
Cuando llega el orgasmo, me siento morir.
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No siento dolor.
¿Es esto la muerte? No, no lo creo. Pero me siento flotar. Es como si me hubiesen vaciado por dentro. Abro los ojos y descubro que toda la habitación está iluminada por una intensa luz roja que no viene de ninguna parte. Sigo aquí, en esta repugnante habitación de hotel. Inspiro lentamente y el aroma de mis propios vómitos, que siguen pudriéndose sobre la moqueta, entra en mis pulmones y se queda pegado dentro. No siento ni la más mínima repugnancia. Una sensación cosquilleante debajo de la piel de mi nuca me dice que estoy mas allá de la putrefacción, mas allá de la enfermedad. No tengo nada que temer en la inmundicia, así que no tengo porqué tenerle asco.
Mi cuerpo reluce bajo la cálida luz rojiza. Lo acaricio con cuidado, disfrutando del tacto de mis propias manos sobre mis senos, y al recorrer los surcos de mis costillas bajo la piel. Mis huesos se han vuelto todavía más flexibles. Me aprieto las costillas con fuerza y ceden, dejando que mis dedos penetren en mi pecho mucho más de lo que nunca lo habían hecho antes. Siento mi corazón, agitado por la presión, latiendo frenético dentro de mi pecho, cada latido transmitido por mi carne hasta llegar a las yemas de mis dedos.
Mis heridas. Busco las marcas que los dientes del Señor de las Ratas y sus servidoras hicieron en mi piel, pero no encuentro ninguna. ¿Cuánto tiempo llevo inconsciente? Quizá hayan sido varios días.
Me pongo en pié tan rápidamente que me asusto a mi misma. Hay mucha fuerza dentro de mi delgado cuerpo. Y me gusta sentirla. Me paso las manos por la cabeza y no encuentro ni un solo cabello. Mis cejas también han desaparecido. Debo tener un aspecto rarísimo. Sonriendo como una niña traviesa, correteo descalza hasta llegar al cuarto de baño.
Cuando estoy al fin frente al espejo, sonrió ante la hermosa criatura que me contempla con sus ojos rojizos desde el otro lado. Si, soy hermosa, increíblemente hermosa. Me toco el rostro, el cuello, los pechos. Me pellizco los pezones rosados que destacan con fuerza sobre la piel, mortalmente pálida y translúcida. Si presto atención, puedo ver como cada latido de mi corazón impulsa mi negra sangre a través de las venas de debajo de la piel. Es maravilloso.
Abro mi boca en una sonrisa perversa, y no me sorprende descubrir que mis labios y mis dientes están teñidos de un verde azulado. El color de mi espesa y aceitosa saliva.
Estoy más allá de la carne. Estoy más allá de la enfermedad.
Ahora yo soy la enfermedad. Y me encanta.
© 2008, Juan Díaz Olmedo
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Anónimo 2
viernes, 6 de junio de 2008
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Anónimo 1
martes, 27 de mayo de 2008
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Alma de Plástico
miércoles, 21 de mayo de 2008
Día 1
Hoy me ha llegado al fin mi tan añorada muñeca. ¿Cuánto tiempo llevo esperándola? Se me ha hecho una auténtica eternidad. Eso lo puede saber cualquiera que me vea las uñas, cualquiera que me haya descubierto saliendo de mi casa de madrugada para ver si había alguna notificación de un paquete en mi buzón del bloque. Pero ya está aquí. Y es preciosa. Es mucho más hermosa de lo que me esperaba.
La saqué de su caja con cuidado, moviéndome todo lo lentamente de lo que fui capaz. Cielos, estaba deseando palpar ese delicioso cuerpo de plástico, pero me daba tantísimo miedo romperla, sacarle una articulación de sitio, qué se yo. Ya se que es de material resistente, pero su aspecto es tan frágil…. El verla allí, entre los pedazos blancos de material de embalaje, desnuda, calva, con esa expresión tan dulce en su rostro, esos ojos turquesa de aspecto húmedo…. Sentí pena por ella. Era una indignidad mantenerla en ese estado más tiempo del estrictamente necesario. Cuando la saqué al fin de la caja me moví sobre mis pies descalzos, con pasos propios de una bailarina balinesa, hasta dejarla delicadamente sobre mi cama, con la cabeza descansando sobre un cojín. Si, sé que me comportaba de forma estúpida, como si mi muñeca fuera de porcelana en lugar de plástico. Pero también hay que tener en cuenta que me ha costado un auténtico dineral. He estado ahorrando un año entero para poder tenerla. Mi primera muñeca japonesa con articulaciones a bolas.
Estuve allí, sentada junto a mi cama, contemplando mi nueva muñeca casi media hora antes de atreverme a fijar el velcro sobre su cabeza y ponerle la peluca. En cuando lo hice el cambio fue espectacular. Había elegido para ella una larga melena color violín, el mismo tono de rojo del que tiño mis cabellos. Las dos tiras de velcro se unieron y de inmediato su larguísima melena cayó sobre sus hombros, cubriendo sus suaves pechos sin pezones, hasta llegar casi hasta su cintura. Después saqué de su envoltorio de plástico el vestido que había elegido para ella, un traje victoriano de fantasía, de encaje negro y con detalles en blanco. Cuando le puse las medias sobre sus piernecitas no pude evitar acariciar los pequeños deditos de sus pies. Todo en ella es tan hermoso que me conmueve. Si, creo que esa es la palabra más adecuada para describir lo que siento al mirarla. Acabé de vestirla atando los lazos que cierran su corpiño sobre su idealizado torso, y la senté sobre la pequeña silla que había comprado para ella mientras esperaba que me la enviaran.
Tanto tiempo deseando tenerla, tanto tiempo diseñando su aspecto, tanto tiempo esperando su llegada, pero hasta ahora no se me había ocurrido que nombre ponerle. Le puse un pequeño crucifijo plateado que había comprado para ella alrededor de su cuello, con una cadena adecuadamente diminuta, y besé su pálida frente. El material del que está hecha es tan sorprendente como había leído. Es simple plástico, pero con un tratamiento especial que le da un tacto similar al de la piel humana. Está fría, pero manipulándola puede ir adquiriendo calor, dando una ilusión de vida.
¿Ilusión? No, no creo que sea una mera ilusión. Una amiga, la que me habló por primera vez de muñecas como esta, me comentó en una ocasión que, para los japoneses, no hay nada que esté desprovisto de espíritu. Todo tiene alma para aquellos que son capaces de ver dioses en todas las cosas. Y también ella, también mi pequeña tiene un alma dentro de su cuerpo de plástico. ¿Cómo podría alguien dudarlo viendo la forma en la que me mira?
Anna, le dije, hablándole por primera vez. Te llamarás Anna.
No podía imaginar que fuera posible ser tan feliz.
Día 5
El idiota de mi jefe ha vuelto a regañarme hoy por salir de la tienda antes de que acabara mi turno. Tampoco es para tanto, solo por quince minutos. Mi relevo ya estaba allí, y yo tenía que ir a casa para…. para ver a Anna, confieso que lo hago por ella. Me paso todo el día pensando en ella, es la verdad. La echo de menos, deseo tanto…. mirarla, solo mirarla. Con eso me conformo. Esas fotos que le hice con mi teléfono móvil son demasiado pequeñas, de una resolución demasiado pobre. Tendría que comprarme una buena cámara, una que haga fotografías de alta resolución. ¿Para que quiero una muñeca japonesa si no puedo fotografiarla?
Hoy me ha llegado al fin mi tan añorada muñeca. ¿Cuánto tiempo llevo esperándola? Se me ha hecho una auténtica eternidad. Eso lo puede saber cualquiera que me vea las uñas, cualquiera que me haya descubierto saliendo de mi casa de madrugada para ver si había alguna notificación de un paquete en mi buzón del bloque. Pero ya está aquí. Y es preciosa. Es mucho más hermosa de lo que me esperaba.
La saqué de su caja con cuidado, moviéndome todo lo lentamente de lo que fui capaz. Cielos, estaba deseando palpar ese delicioso cuerpo de plástico, pero me daba tantísimo miedo romperla, sacarle una articulación de sitio, qué se yo. Ya se que es de material resistente, pero su aspecto es tan frágil…. El verla allí, entre los pedazos blancos de material de embalaje, desnuda, calva, con esa expresión tan dulce en su rostro, esos ojos turquesa de aspecto húmedo…. Sentí pena por ella. Era una indignidad mantenerla en ese estado más tiempo del estrictamente necesario. Cuando la saqué al fin de la caja me moví sobre mis pies descalzos, con pasos propios de una bailarina balinesa, hasta dejarla delicadamente sobre mi cama, con la cabeza descansando sobre un cojín. Si, sé que me comportaba de forma estúpida, como si mi muñeca fuera de porcelana en lugar de plástico. Pero también hay que tener en cuenta que me ha costado un auténtico dineral. He estado ahorrando un año entero para poder tenerla. Mi primera muñeca japonesa con articulaciones a bolas.
Estuve allí, sentada junto a mi cama, contemplando mi nueva muñeca casi media hora antes de atreverme a fijar el velcro sobre su cabeza y ponerle la peluca. En cuando lo hice el cambio fue espectacular. Había elegido para ella una larga melena color violín, el mismo tono de rojo del que tiño mis cabellos. Las dos tiras de velcro se unieron y de inmediato su larguísima melena cayó sobre sus hombros, cubriendo sus suaves pechos sin pezones, hasta llegar casi hasta su cintura. Después saqué de su envoltorio de plástico el vestido que había elegido para ella, un traje victoriano de fantasía, de encaje negro y con detalles en blanco. Cuando le puse las medias sobre sus piernecitas no pude evitar acariciar los pequeños deditos de sus pies. Todo en ella es tan hermoso que me conmueve. Si, creo que esa es la palabra más adecuada para describir lo que siento al mirarla. Acabé de vestirla atando los lazos que cierran su corpiño sobre su idealizado torso, y la senté sobre la pequeña silla que había comprado para ella mientras esperaba que me la enviaran.
Tanto tiempo deseando tenerla, tanto tiempo diseñando su aspecto, tanto tiempo esperando su llegada, pero hasta ahora no se me había ocurrido que nombre ponerle. Le puse un pequeño crucifijo plateado que había comprado para ella alrededor de su cuello, con una cadena adecuadamente diminuta, y besé su pálida frente. El material del que está hecha es tan sorprendente como había leído. Es simple plástico, pero con un tratamiento especial que le da un tacto similar al de la piel humana. Está fría, pero manipulándola puede ir adquiriendo calor, dando una ilusión de vida.
¿Ilusión? No, no creo que sea una mera ilusión. Una amiga, la que me habló por primera vez de muñecas como esta, me comentó en una ocasión que, para los japoneses, no hay nada que esté desprovisto de espíritu. Todo tiene alma para aquellos que son capaces de ver dioses en todas las cosas. Y también ella, también mi pequeña tiene un alma dentro de su cuerpo de plástico. ¿Cómo podría alguien dudarlo viendo la forma en la que me mira?
Anna, le dije, hablándole por primera vez. Te llamarás Anna.
No podía imaginar que fuera posible ser tan feliz.
Día 5
El idiota de mi jefe ha vuelto a regañarme hoy por salir de la tienda antes de que acabara mi turno. Tampoco es para tanto, solo por quince minutos. Mi relevo ya estaba allí, y yo tenía que ir a casa para…. para ver a Anna, confieso que lo hago por ella. Me paso todo el día pensando en ella, es la verdad. La echo de menos, deseo tanto…. mirarla, solo mirarla. Con eso me conformo. Esas fotos que le hice con mi teléfono móvil son demasiado pequeñas, de una resolución demasiado pobre. Tendría que comprarme una buena cámara, una que haga fotografías de alta resolución. ¿Para que quiero una muñeca japonesa si no puedo fotografiarla?
Le he enseñado las fotografías del móvil a una compañera de trabajo. Al principio pareció quedarse prendada de Anna, pero cuando empecé a hablarle de ella, de lo que siento por ella, creo que se sintió un poco incómoda. Es algo triste cuando no puedes explicar a los demás lo que siente. Creo que la gente común tiene la sensibilidad demasiado abotargada por este mundo tan acelerado en el que vivimos. Solo algunos somos capaces de disfrutar de la belleza y de dejarnos atrapar por ella, como yo hago con mi preciosa Anna.
Día 8
Hoy le he encargado dos nuevos vestidos a mi preciosa Anna. Me estoy gastando un auténtico dineral en ella, entre los nuevos trajes, las joyas y la cámara digital que le compré ayer. Hoy la he tenido durante dos horas posando para mí. Le costó algo al principio, pero conforme se iba relajando su belleza empezó a reflejarse en las fotografías. Las he colgado en internet, en varios foros de muñecas japonesas. Ahora mismo le estaba leyendo a Anna los comentarios que han provocado sus fotografías. Creo que me lo he imaginado, pero me ha parecido ver algo de rubor en sus mejillas.
Me sucede algo muy extraño cuando hablo con Anna. Al principio solo le decía un par de palabras dulces mientras la contemplaba, pero poco a poco fui contándole más. Le hablo de mi vida, de mi trabajo, de mis inquietudes, de lo mal que se ha portado conmigo el amor. Son cosas que normalmente me han hecho sufrir, pero cuando se las cuento a ella dejan de tener su importancia. Es como si me estuviera sacando pesos de dentro de mi corazón. Si, es exactamente eso. Debe ser el motivo por el que cada día me siento más ligera.
Día 12
Hoy he llegado tarde al trabajo. Ha sido solo por una hora, pero mi jefe me ha echado tal bronca que ha llegado a asustarme. Me ha dicho que es la última que me tolera. El muy idiota va y me dice: “Siempre has sido rara, pero desde hace un par de semanas estas empezando a dar miedo incluso a tus compañeras”. Me daría pena si no fuera tan cabrón. Todo lo que no es capaz de comprender se convierte para él en raro y digno de desprecio. Y mis compañeras son igual que él, aunque no lo expresen con tanta sonoridad y tantos tacos.
Lo peor ha sido cuando mi jefe me ha exigido que le explique porqué había llegado tarde. Le he dicho que me ha fallado el despertador. Odio mentir, se me da fatal. Lo que me ha ocurrido es que me he quedado mirando a Anna y he perdido la noción del tiempo. La he cogido de su silla, la he llevado a la cama conmigo y allí he estado acariciando sus cabellos y hablando en su pequeño oído de plástico, sintiendo una placidez que se que cualquiera me envidiaría. ¿Quién puede pensar en un estúpido trabajo de dependienta cuando se tiene cerca a algo tan hermoso como mi pequeña Anna?
Día 14
Hoy he terminado de coserme el traje, el que me he hecho a imitación del primer vestido de mi Anna. He vuelto a vestirla con él y luego me he puesto yo el mío y nos hemos hecho una foto las dos juntas. Casi me da vergüenza aparecer en la fotografía junto a Anna. Ella es tan hermosa…. Yo nunca podría ser tan hermosa como ella. No, mi cuerpo es demasiado delgado, mis labios demasiado finos, mis ojos demasiado grandes. No tengo su elegancia al posar, y mis dedos son demasiado grandes. Pero sé que a ella no le importa, ella no me juzga por mi apariencia. Incluso me ha dicho que estaba especialmente guapa con mi traje. Su voz es tan bonita… no me canso nunca de escucharla. Sus labios no se mueven, sencillamente la oigo hablar dentro de mi cabeza. Claro, es su alma quién me habla, no su cuerpo.
Después de fotografiarnos Anna me ha pedido ver el mundo que hay fuera de mi piso. Me he puesto mis botas, la he cogido con cuidado y hemos salido a la calle. Era ya de madrugada, pero no tenía sueño. Una de las ventajas de haberme quedado en el paro es que ya no tengo que madrugar por las mañanas. Hemos tomado un autobús nocturno hasta el centro. La senté a mi lado, sobre uno de los asientos de plástico naranja del autobús, y tomándola de la mano le he ido susurrando los nombres de todos los lugares junto a los que pasábamos. Había dos tipos de bastante mal aspecto en el autobús que no dejaron de mirarnos durante todo el viaje. Cuando bajamos me pareció oír a uno de ellos llamándome chiflada. Supongo que esos dos tipos no se han mirado nunca en el espejo.
Tuvimos la suerte de encontrar abiertos uno de los jardines públicos y estuve paseando por ella entre los árboles, en la oscuridad de la noche. Había mas gente allí, pero no eran más que yonquis y vagabundos y permanecían ocultos, entre los arbustos, posiblemente intentado dormir. Me senté junto a Anna en un banco de piedra y besé sus manitas y su rostro bajo la luz de la luna.
Entonces ocurrió algo que no me esperaba. Una pequeña forma surgió de entre las sombras, tras el grueso tronco de un árbol, y se acercó a nosotras. Era una niña, de poco más de seis años, cubierta por un enorme jersey de lana verde que parecía casi rígido por toda la suciedad que tenía pegada. Sus cabellos eran rubios y estaban recogidos en dos confusas trenzas, demasiado sucias para brillar bajo la tenue luz lunar. Su rostro manchado de negro era extrañamente imperfecto. A Anna no le gustó su presencia. Nada más verla empezó a pedirme que nos marcháramos, pero yo le dije que no ocurría nada, que no teníamos nada que temer. Por su acaso yo llevaba mi navaja escondida debajo de la falda. La niña terminó de acercársenos con algo más de timidez. Sus pies descalzos estaban tan sucios como sus manos. Miraba a Anna asombrada, con la boca abierta, mostrando sus escasos dientes. “Es muy bonita”, me dijo mirando a Anna. “Gracias”, le dije en nombre de mi pequeña. Entonces aquella sucia niña extendió sus manos hacia mi Anna y me pidió tocarla. Le dije que no y levanté a Anna del asiento de piedra para protegerla con mis brazos. Pero la niña insistió, de esa forma tan totalmente despiadada propia de los niños. Volví a decirle que no y tuve que levantarme del asiento para evitar que aquella maldita cría me arrancara a Anna de los brazos. Mi pequeña estaba gritando de puro terror. Yo misma veía aquellos sucios dedos de uñas rotas acercándose a la suave piel de mi preciada muñeca y estaba a punto de gritar. Finalmente la niña empezó a gritar también y tuve que apartarla de mi de la única forma que se me ocurrió. Cuando el talón de mi bota impactó en su rostro su grito se quebró a la mitad. La niña cayó de espaldas y golpeó el suelo con un sonido seco que me produjo un escalofrío. Estaba sangrando por la nariz, y por una de sus mejillas. Y no se movía.
Alguien la llamó desde las sombras. Si, debía ser a aquella niña a quien llamaban. Parecía una voz de mujer, cansada y terriblemente ronca. Me alejé corriendo de allí y no me detuve hasta que estuve fuera del jardín.
Me senté junto a Anna en la parada del autobús, esperando que pasara uno que nos llevara de vuelta a casa. Estaba temblando. Anna intentó tranquilizarme pero yo casi no podía oírla. “Fue por su culpa”, me dijo Anna. “Ella fue la que intentó tocarme sin permiso, ella fue quien te puso nerviosa. Tu no has hecho nada malo”. Pero yo no podía dejar de ver el rostro ensangrentado de aquella niña, la piel de su rostro lacerada por la suela de mi bota. Abracé a Anna y por primera vez me atreví a besar sus pequeños labios. “Te quiero”, me dijo ella. “No me importa lo que hagas, te voy a querer siempre”.
Cuando el autobús llegó, me encontró llorando abrazada a mi muñeca.
Día 20
Hoy he intentado salir a comprar algo, pero Anna me ha pedido que no la deje sola. Le dije que podíamos ir juntas, pero me pidió que no las sacara del piso. Después de lo que ocurrió la última vez, creo que tiene miedo del mundo exterior.
Casi no me queda nada en la nevera. Espero que Anna termine por calmarse pronto. Mañana voy a tener que salir pase lo que pase.
Día 21
Hoy le he dicho a Anna que tenía que salir, y ella me lo ha prohibido. Así, con esas mismas palabras. “Te prohíbo que me dejes aquí sola”, me dijo. Le dije que no tenía nada que comer, que no podía estar mucho tiempo así. Y ella me suplicó de nuevo que no la abandonara. Le dije que la llevaría conmigo, pero ella me gritó horrorizada que no quería salir fuera del piso. “No te ocurrirá nada”, le dije. “Voy a estar siempre contigo, no dejaré que nadie te haga daño”. Pero ella siguió gritándome, suplicándome desesperada. Estaba asustada, muy asustada. Hice un gesto para coger mis llaves pero resbalaron entre mis dedos y cayeron al suelo. Me quedé allí petrificada, mirando al llavero sobre las losas del suelo de mi pasillo. “¿Has sido tu?”, le pregunté a Anna. “¿Eres tú quien me ha hecho esto?”. Pero ella no me contestó. Se limitó a mirarme en silencio, como su fuera solo una vulgar muñeca.
Me acerqué a ella y me senté en la cama, a su lado. Acerqué una mano a su cabecita, pero no me atreví a acariciar sus cabellos.
“Perdóname”, le dije, pero ella siguió sin hablarme.
Día 23
Llevo ya dos días sin comer. Anna sigue sin hablarme. No sé que hacer para que me perdone. Le he suplicado, me he arrastrado ante el suelo con ella, pero no he conseguido conmover su frío corazón de plástico.
Mis llaves siguen en el suelo del pasillo. Cada vez que he intentado recogerlas han resbalado de entre mis dedos. Es ella quien me lo hace, no necesito oírla para saberlo. No sé como es capaz de hacer estas cosas sé que es ella. Tampoco me permite girar el pomo de la puerta de la calle. Solo necesito tocarlo para que toda la fuerza desaparezca de mis manos, como si me hubieran cortado los nervios a la altura de las muñecas.
He intentado buscar en internet información sobre lo que me está ocurriendo, pero no he encontrado nada. Busqué en un sitio web sobre nuevos movimientos religiosos japoneses y allí he encontrado algo que quizás tenga que ver. Era un artículo sobre los espíritus que habitan en los objetos inmateriales, como son creados, como pueden crecer y hacerse más fuertes, como pueden influir en los actos de los seres vivos.
Anna ha ido cogiendo pedacitos de mi alma para ir fortaleciendo la suya. Por eso puede dominar mis acciones, porque tiene pedacitos de mí dentro de su pequeño cuerpo de plástico. Es una idea tan hermosa que casi he eché a llorar. Pero creo que me he quedado sin lágrimas de tanto suplicarle a Anna que me perdone.
Día 26
Hoy me han llamado al teléfono. No sé quien era. En cuanto lo descolgué mis dedos me fallaron y el auricular volví a caer en su sitio cortando la comunicación. “¡Es que ni siquiera vas a dejarme pedir ayuda, maldita zorra!”, le grité a Anna. Pude escuchar como se reía desde mi salón.
Ya casi no soporto mi propio olor. No puedo quitarme este vestido que llevo, la copia que hice del traje de Anna. En cuanto intento hacerlo mis manos deciden que tienen otras cosas más importantes que hacer y se niegan a obedecerme. No puedo entrar en el cuarto de baño, ni en la cocina. Mis pies se niegan a cruzar el umbral de ninguna de las dos habitaciones.
“¿Es que quieres matarme?”, le pregunté a Anna.”¿Es eso lo que quieres?”.
Entonces conseguí al fin que me contestase.
“¿Quién es Yoko?”, me preguntó, de repente.
Las rodillas me fallaron, y no por efecto de mi muñeca. Tuve que sentarme en la cama y calmarme para recuperar el aliento.
“¿Cómo has podido saber eso?”, le pregunté a Anna.
“¿Cómo no iba a saberlo?”, me contestó ella, con tono burlón. “Te diré quien es Yoko. Es la zorra que ibas a comprar para reemplazarme”.
Así es como iba a llamar a mi segunda muñeca. Pero solo había empezado a mirar algunos diseños. No tengo suficiente dinero para comprarla. Era solo un maldito proyecto.
“No quiero reemplazarte”, le dije a Anna.”¿Es por eso por lo que me estás matando de hambre? ¿Por celos?”.
“Yo soy tuya, y tu eres mía”, me dijo Anna. “Haré contigo lo que me plazca”.
Supongo que me moví lo suficientemente rápido como para cogerla por sorpresa. Agarré sus piernas y la arrojé con fuerza contra la pared. Su cabeza fue la primera en estrellarse contra la dura superficie, con el “pop” de una articulación de bola al salirse del sitio. Anna cayó al suelo convertida en un confuso montón de extremidades de plástico y capas de encaje. Salí corriendo de mi habitación en dirección a la puerta de la calle. En cuanto puse mis manos alrededor del pomo, mi cabeza salió disparada y se estrelló contra la puerta.
Creo que he pasado al menos una hora inconsciente en el suelo de mi recibidor, sangrando de una brecha en mi frente.
Día 28
Hoy me he sentido morir. No aguanto más aquí dentro. Tengo que salir. Y si tengo que matar a esa maldita puta de plástico lo haré. No tengo miedo de hacerlo.
Día 29
Creía que no me estaba viendo cuando saqué las tijeras del costurero. Ella seguía allí, tirada en un rincón de mi habitación. Me arrodillé junto a ella, haciendo como que me suplicaba una vez más, con las tijeras escondidas en mi espalda. Le pedí perdón y acerqué una mano hacia ella, para distraerla. Entonces intenté apuñalarla.
Fue inútil. Mi brazo se detuvo a mitad del movimiento, tan bruscamente que el dolor me hizo gemir. Y un instante más tarde las tijeras se clavaban en mi cuerpo.
¿Cómo hemos podido terminar así? No lo entiendo.
Voy a morir aquí dentro. Ahora lo sé con total seguridad. Todavía puedo escuchar la risa de demente de Anna resonando dentro de mi cabeza. Me pregunto si seguirá riéndose de esa manera cuando yo haya acabado de desangrarme, con mis tijeras de coser clavadas en mi abdomen. A veces siento como mis dedos se mueven para enterrarme más aún las tijeras dentro de mi carne.
© 2008, Juan Díaz Olmedo
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Delirios de Interzona
jueves, 15 de mayo de 2008
A William Burroughs
Me despierta el cántico frenético e incansable de un grillo de alas verdeazuladas que pasas volando sobre mi cabeza trazando una grácil espiral de elegancia tan rotunda que el mismo tejido de mi cínica y sórdida realidad se desmorona un segundo para volver a recomponerse después, súbitamente transformado por esa salvaje coreografía animal en una cosa ligeramente distinta a la que era cuando fue concebida. En la lejanía escucho el llamado sordo de un muecín que ordena a los fieles que le presenten al creador una de las fracciones de adoración incondicional que le deben para el día de hoy. Finalmente es el despertador el que termina de sacarme de mi letargo, como si hubiera recordado de repente cual es su función y hubiera empezado a gritar de repente, con ritmos de marchas militares prusianas, indignado ante los elementos que han osado usurpar su labor y su puesto como iniciador de mis tristes días. Me resisto a levantarme pero finalmente lo hago atraído por un rumor que siento proveniente de la cocina. Me acerco al fregadero y bajo el, alimentándose con los restos de la exquisita bestia cocinada con las más finas hierbas de oriente y groseramente macerada por escarabajos cocineros franceses que constituyó mi cena de anoche descubro una enorme cucaracha de alas rojizas. Sus ojos vagamente facetados me miran un instante mientras devora lo que parece una pata compuesta de segmentos que no recuerdo haber masticado ni deglutido y macerado ayer por la noche. La envoltura coriácea de sus alas se levanta para dejar a la vista sus delicadas alas transparentes surcadas por venas azuladas. Frota las alas y mi sucia y estrecha cocina se llena con el rumor de su voz.
-Me alegra mucho encontrarle al fin.-me dice la cucaracha.-Por favor, ahórrese eso de llamarme Gregorio Samsa, que lo tengo muy visto. Parece que ha manifestado usted últimamente serios problemas de disciplina, y ni siquiera se ha dignado a presentar las típicas excusas de hastío existencial o duda metafísica que normalmente se exigen por triplicado para estar exentos de las misiones encomendadas a nuestro servicio de inteligencia. ¿Se puede saber que demonios le ha ocurrido?
Un maldito controlador. Recuerdo vagamente haber hablado, reido, bebido, discutido y gritado con ellos hace tiempo, antes de que la maravillosa y completamente bastarda Carne Negra se convirtiera en la dueña y señora de mis días.
-No recuerdo de que servicio de inteligencia soy agente.-le confieso, mientras me pongo en pie y trato de dar algo de dignidad a mi arrugado pijama de artista gay arruinado alisándolo con las manos.
-Cuente algo que no sepa.-me dice la voz de la cucaracha, tan rasgante como las notas sacadas a duras penas de un violín desafinado por una preciosa niña tailandesa ciega.-Ningún agente sabe realmente a que servicio pertenece, de que país es, cual es su pasado. Nosotros podemos cambiarlo todo en beneficio de la misión. ¿No recuerda nada de esos pequeños insectos albinos de diez patas que insertamos en su oído y que inmediatamente se encargaron de que usted olvidara su propia existencia? Vamos, no he nacido ayer. Dígame por qué ha estado incomunicado durante tanto tiempo, navegando con Carne Negra saturando sus venas y volviendo más densa su sangre. ¿Es que no ha echado de menos la emocionante vida de un agente de inteligencia? Le aseguro que nosotros en la central hemos echado de menos sus informes.
-Le tengo que repetir que no recuerdo nada.-insisto.-No sé ni siquiera cual era mi nombre en la organización, o cual es mi misión en la Interzona.
-Claro que no la sabe.-me dice la maldita cucaracha poniéndome de los nervios al frotar sus alas con acento alemán.-Nos hemos asegurado de que no la sepa. Ni siquiera la ha olvidado, lo cierto es que no la ha sabido nunca. Por eso estoy yo aquí. Y ya puestos, le informo que es usted el agente 777. ¿Dónde está su moleskine?
Recuerdo algo vagamente. Levanto la vista y la descubro allí, junto a las cortinas de la ventana del desordenado dormitorio. Una enorme polilla con alas tan grandes como mis manos, con el dibujo de una historiada calavera trazada sobre pergamino por la mano temblorosa de un genio del mal sifilítico y aquejado de parkinson. Hago un gesto hacia ella y vuela hacia mí, acaricia mis dedos con la punta de sus antenas segmentadas y luego se posa sobre mi mesilla de noche derribando con un golpe de su ala mi frenético despertador, que no ha dejado de desgranar cantos de guerra prusianos desde que fracasó en su intento de despertarme. Sus alas se doblan y pliegan sobre ellas mismas revelando la delicada encuadernación de cuero negro, y en un acto malabarístico que me fascina la consigue cerrarse a si misma con la gruesa goma negra. La tenía en mi habitación pero la había olvidado. Una moleskine. El arma más despiadada y efectiva que el mundo haya conocido. ¿La he usado antes? Si, ahora creo recordar, quizás estimulado por el arrullo de las alas de esta maldita cucaracha. Recuerdo las violentas pústulas que describí detalladamente en sus páginas surgiendo de la espalda de un cónsul francés, llevándole a la desesperación y a la muerte por ahogamiento en una bañera de leche de cabras vírgenes.
-Respecto a su misión, debe usted recordarla aunque sea solo por un breve periodo.-me dice la cucaracha.-Debe encontrar el principal proveedor de yagé de la Interzona. Le aclaro que el principal proveedor es el único proveedor. No solo de la Interzona, sino del mundo conocido y también de las colonias secretas ubicadas en otros planetas.
-Pero no me interesa el yagé.-le digo a la cucaracha, ignorando de la forma mas altiva que pude sus avances descaradamente homoeróticos.-Solo me interesa la Carne Negra. La bendita Carne Negra.
Me precipito a la mesa de noche y mi cuerpo recuerda de repente su necesidad de una nueva dosis de polvo negro. Abro el cajón y saco un frasco casi vació. Tengo que salir de aquí tanto si me gusta como si no. Tengo que salir e inspirarme para poder escribir un nuevo cuento pornográfico que vender a ese editor pervertido holandés para que me pague en francos franceses que cambiaré por rublos rusos y que luego cambiaré en la oficina de un cambista jorobado por la innominada moneda de la Interzona. Y luego buscaré a algún efebo que me venda un frasco lleno a cambio de algunos favores. Me quito rápidamente el pijama y lo arrojo a mi cama, donde de inmediato cae presa de parásitos cutáneos alimentados con una generosidad excesiva por la esencia de ciempiés marino gigante que me surge de los poros durante los sueños febriles. Me cubro con unos pantalones de pinzas, una camisa que quizás algún día fuera blanca, unos tirantes a punto de reventar y una chaqueta negra. Me peino mis largos cabellos en un estilo estudiadamente agresivo de inspiración alemana y luego los cubro por un elegante fedora que algún pichón viudo con ínfulas de poeta maldito dejó antes de ayer en el alféizar de mi ventana.
-Ya sabe, su informe debe aclararnos cual es el principal proveedor de esa nueva droga.-continúa diciéndome la puñetera cucaracha.-No podemos permitirnos una competencia de esa categoría. El comercio internacional de Carne Negra se vería seriamente amenazado si el yagé se hiciera popular entre bohemios y ocultistas. ¿No ha oído hablar antes de esa prodigiosa droga?
-Me temo que no.-le contesto a la cucaracha, que a cada momento se parece más a un escarabajo pelotero que estuviera recogiendo los huesos espongiformes de la bestia que devoré anoche y formando con ellos una esfera cuya arquitectura caótica reflejara los misterios mas profundos de la estructura del cosmos.
-Su principio activo tiene un nombre poco discreto.-me dice la cucaracha.-Se llama telepatina, ¿puede creerlo? Una droga que no solo estimula la creatividad y eclipsa lo absurdo de la existencia sino que además le permite convertirse en un mirón de los pensamientos de los demás. Creo que se trata sin duda de la perversión suprema. ¿Qué opina usted, 777? ¿Le gustaría saber que tengo dentro de la cabeza en estos momentos?
-Me gustaría que dijera la frase final.-le digo a la cucaracha, mientras meto mis pies envueltos en calcetines deshilachados dentro de dos pesadas botas de piel de elefante de la Selva Negra.
-Oh, por favor.-me dice la cucaracha con tono zalamero.-Se bien como mira a los efebos de la Interzona cuando tiene tratos con ellos. ¿Es que quiere hacerme creer que con esos contactos esporádicos con ciempiés cubiertos por burdas imitaciones de piel de mujer tiene usted bastante?
-Diga la frase final.-insisto.
-Queda mucho por hacer.-me dice la cucaracha.-Mucho por experimentar. Incluso con un cuerpo tan delgado y consumido como el suyo….
-Diga la frase final.-vuelvo a decir, poniéndome en pie y avanzando hacia ella, levantando una de las botas y amenazando con dejarla caer sobre su diminuta cabeza de insecto.
La cucaracha retrocede y suspira profundamente.
-Este mensaje se autodestruirá.-dice, justo antes de reventar.
Mi cocina se llena de sangre ambarina de cucaracha gigante y fragmentos de su quitinoso exoesqueleto. Voy a tener que contratar a alguna criada filipina manca para que la limpie. Pero antes de eso tengo muchas cosas que hacer.
Uno de los oscuros vampiros de la Interzona está en el hueco de la escalera reduciendo a piel y huesos a un desdichado efebo que cometió el error de caer en sus garras. Paso junto a ellos y saludo al vampiro levantando levemente el sombrero. El me contesta educadamente con un siseo, salpicado mi ya de por si sucia camisa con una fina lluvia de gotas de sangre. Cuando salgo a la calle un ricsaw tirado por un senegalés jorobado por medios artificiales y cargando a una dama de piel transparente que fuma un cigarrillo turco está a punto de atropellarme. Le dirijo un insulto en mandarín al senegalés y una invitación algo procaz en serbio a su pasajera. Estoy recuperando el nervio a una velocidad sorprendente, y siento que lleno más mis ropas a cada instante que pasa. Me detengo de repente, comprendiendo la verdad de lo que está ocurriendo. Dedos convertidos en tentáculos con ventosas anaranjadas se cuelan debajo de mi chaqueta en busca de la moleskine, que descansa en el interior de su funda de cuero. Mis dos piernas se están empezando a unir por la pelvis en una parodia del mecanismo de locomoción de uno de los caracoles del orfebre ruso Fabergé cuando mi lengua bifurcada por tres veces consigue abrir la libreta y encontrar una de sus hojas en blanco.
-¿Quién mierda eres?-digo con la voz de un eunuco finamente educado al que le estuviera extrayendo los intestinos por la nariz.-Sal si te atreves.
Es un cobarde, pero puedo verle. Su error fue imaginar mis ojos como apéndices oculares de un cangrejo de las profundidades abisales, capaces de visualizar todo su entorno e incluso girar una esquina. Le descubro escondido tras una farola completamente empapelada con anuncios groseros de recitales de poesía para pervertidos y amas de casa de mediana edad. Garrapatea nerviosamente en su propia libreta, deteniéndose solo para humedecer su punta metálica con su lengua. Una mano que se está convirtiendo rápidamente en un ala de murciélago consigue encontrar un bolígrafo americano en las profundidades insondables de uno de mis bolsillos. Me olvido del cuerpo del agente enemigo, cubierto por una gabardina que sin duda ha debido robarle algún tuareg gigante del Atlas Sur-Oriental, y me concentro en su pluma. La describo rápidamente como una lanza dispuesta a travesar a los traidores hasta acabar con la raíz misma de su comportamiento ruin. Nada mas trazar las tristes palabras en replica sin talento de un poema medieval sobre las alas de la polilla que amenaza con salir volando de entre mis tentáculos, la pluma de mi antagonista adquiere voluntad propia y recuerda de golpe todas las afrentas sufridas a manos de su propietario. Atraviesa su paladar rauda como una flecha y penetra en su cráneo hasta el centro mismo del nódulo neurológico donde se originaba su comportamiento criminal. Horrorizado ante el hecho atroz de haber sido convertido a la fuerza en un hombre honrado, el agente enemigo se lleva su arma reglamentaria a la sien y se vuela la tapa de los sesos de una forma profesionalmente aséptica.
La polilla revolotea y tengo que capturarla con extremidades que por fortuna han dejado de mutar para volver a doblarla en forma de libreta y describir mi cuerpo como fue desde el principio de este día. Me ajusto la chaqueta y vuelvo a poner el sombrero sobre mi cabeza a tiempo de saludar a un efebo de dulces ojos verdes u torso desnudo que me reconoce y me dirige una seña masónica. Le sigo discretamente, sin querer fijarme en sus largos cabellos rubios ni en la cadencia delicada que marcan sus pies envueltos en sandalias sobre las sucias losas del suelo. A mi lado, sentadas en el suelo, diecisiete mujeres cubiertas por velos y con miradas que serían capaces de derretir el corazón de un cínico vocacional desmenuzan cuidadosamente un esqueleto de madreperla que había pertenecido a la más prestigiosa colección de artefactos de arte médico del país, y se introducen los pedazos triturados delicadamente por los lacrimales con la ayuda de finas varillas ahuecadas del mejor bambú del sur de Filipinas. Levanto la vista y descubro un dirigible de aire caliente alimentado por un motor diesel robado al auto de lujo con el que un noble italiano presumía ostentosamente poco antes del levantamiento de los fascistas. El dirigible es impulsado negligentemente por los aleteos de una pareja de flamencos españoles a los que una sarna virulenta ha dejado ciegos. Una mano delicada de cortos dedos, como los de una niña, se asoma por el borde de la principesca barquilla y deja caer algo que recojo con mi sombrero antes de que toque el suelo. Un pequeño frasco, apenas un tubito en el que hay un líquido amarillento que ni deja de moverse hacia arriba y hacia abajo deformando mis propias facciones en una pesadilla daliniana. El efebo ha entrado en uno de los salones de té más sórdidos y populares de toda la Interzona. Cuando entro descubro que una escala trenzada con cabellos de mujeres japonesas torturadas por amores imposibles a ídolos artificiales de la canción esta atada en una de las terrazas, y una mujer de delicados pies descalzos con uñas pintadas de rojo oscuro desciende por ella moviéndose por una agilidad que haría palidecer de envidia a uno mono modificado genéticamente. El traje que lleva la recién llegada le fue robado a una de las preciosas muñecas gigantes que un noble austríaco bastante desquiciado ordenó fabrica hace ya casi setenta años. Es un traje de viuda lujuriosa, con suficientes recovecos y pliegues de encaje como para ocultar un regimiento de húsares con sobredosis de cafeína. El rostro de la dama es una máscara de sensualidad y de belleza, inspirado en las seductoras más despiadadas de los prostíbulos más peligrosos de Macao o de Saigón. Sus cabellos han sido teñidos de rubio con la respiración de uno de los niños sobrevivientes del escape de agua oxigenada de la factoría bosnia. Nada mas ver sus ojos cubiertos por lentillas con forma de espiral el efebo deja de existir para mí. Ella fue la que dejó caer sobre mí este cilindro del que ha surgido una delicada aguja de metal, tan fina como en cabello de un hada aquejada de consunción.
-Es un ciempiés.-me susurra una cucaracha que se sube a una de mis botas.-No te fíes de ella. Es de la oposición. Solo es una delicada y hermosa piel de mujer lo que estás viendo.
-¿Y que crees que eso me importa?-le contesto a la cucaracha antes de convertirla en pulpa agonizante bajo la suela de dos centímetros de mi bota.
Sin decir palabra una cojeante camarero ha puesto sobre la mesa en la que se ha sentado la dama ciempiés una pipa de agua dentro de la que burbujea el corazón aún vivo de un dragón de las arenas. La dama se lleva la boquilla suavemente hasta tocar con ella sus labios y de sus pequeñas fosas nasales atravesadas por anillas surge un valor morado con olor a grosellas envenenadas con arsénico.
-Encantado de volver a verle, agente 777.-me dice, con una voz que reduce mi presión arterial hasta límites casi inhumanos.-Tome asiento, por favor.
Por ella he olvidado el encuentro con el agente enemigo, por ella he olvidado el síndrome de abstinencia que me está quemando las venas. Por ella incluso he olvidado la moleskine que pretende seguir volando por debajo de mi chaqueta.
-¿Nos conocemos?-le pregunto.
-Oh, claro.-dice ella, dando una nueva calada que provoca un suspiro de dragón que hace temblar los deficientes cimientos del local.-No es la primera vez que trabajamos juntos.
El camarero me pregunta en la chapurreante lengua de la Interzona que deseo tomar. Como tengo costumbre, le contestó en portugués y le pido un vaso de moloko. Disfruto por un instante del pequeño campo de distorsión real que provoca mi inusual petición en el aire de la estancia. El camarero gira una esquina a la carrera deseando llegar a otra realidad para poder encontrar lo que le he pedido. Con el tono justo de un cliente indignado le especifico que la quiero sin navajas justo antes de que desaparezca tras una cortina de cuentas talladas como muelas cariadas de santos islámicos.
-¿Ha podido probar la muestra que le he hecho llegar?-me pregunta la dama escorpión.
Estornuda ruidosamente y una avalancha de pequeñas criaturas segmentadas con miles de patas surgen de cada orificio de su cuerpo. De su boca, de su nariz, de sus orejas, de sus lacrimales. Una avalancha de insectos ambarinos escapa de debajo de su falda, moviéndose demasiado rápido para sus pequeñas patas. El cilindro caído del cielo ha terminado su proceso de cambio y se ha transformado en una jeringuilla con asas de tijera.
-Es yagé.-me dice la dama ciempiés, apartando un insecto segmentado de la boquilla de su pipa.-Necesito que lo pruebes.
Me quito la chaqueta e ignoro las protestas de la moleskine mientras me subo una de las mangas de mi policromadamente manchada camisa. Apenas si atraigo alguna mirada aburrida de patrones viciosos deseosos de anécdotas que contar cuando busco una de mis venas a tientas con mis dedos y al encontrarla clavo en ella la fina aguja. Aprieto el embolo de la aguja y es todo el mundo el que retrocede separándose de mi unos centímetros. La claridad que me aporta la droga me golpea con tanta fuerza que estoy a punto de caer del asiento. El susurro que escucho cerca de mi nuca se vuelve inquietante cuando soy capaz de comprender por completo las intenciones de las mandíbulas horizontales de las que surge. Me doy la vuelta rápidamente y descubro la mirada de una cucaracha más alta que yo fija en mis ojos.
-Gregorio Samsa.-le digo, para sacarlo de sus casillas.
Gregorio cubre su cuerpo quitinoso y alargado con una gabardina arrugada que alguna vez fue usada por un detective italiano que carraspeaba al hablar. Sus antenas están mal dobladas bajo un sombrero de ala demasiado ancha como para resultar elegante. Le empujo de una patada y echo mano a mi chaqueta mientras la dama ciempiés suspira asustada. El tiene y su libreta en las manos, y la tortura atrozmente tirando de sus peludas antenas. Antes de que mis vísceras internas cambien más de lo necesario mi bolígrafo americano describe sobre las alas de la polilla la violenta combustión del cuerpo de Gregorio Samsa y su posterior conversión en un queso azul en mal estado.
-No era esto lo que quería.-me dice la cucaracha en un lamento, la voz de sus alas ahogada por su gabardina, sus mandíbulas a punto de derretirse bajo el sol norteafricano que brilla sobre nuestras cabezas.
-¿Cómo podías haberme olvidado?-me pregunta mi amante, la dama ciempiés, haciéndome una de esas preguntas que solo una criatura no humana, como por ejemplo una mujer, es capaz de hacer.
-Yo soy el más destacado traficante de yagé.-le digo al cuerpo cada vez mas consumido y maloliente de Gregorio.-La traigo de América del Sur a través de Asia, y mi amante es mi principal contacto. Este es mi informe final como agente de inteligencia de su organización. Si me disculpa, hay otras trece organizaciones secretas a las que tengo que traicionar hoy con elegancia británica.
El camarero cojo barre los viscosos restos de Gregorio con una mueca de disgusto en su rostro picado por las viruelas. Un instante después le veo probarse el sombrero de la cucaracha, demasiado pequeño para su cabeza.
-Ya te recuerdo.-le digo a la dama escarabajo, que acaricia los cabellos del efebo que me llevó al local, nuestro ocasional amante común en noches de Carne Negra, absenta y canciones en francés.-No dejes de darme tu droga, o acabaré por olvidarte de nuevo.
La beso y una corriente de electricidad surge de sus labios inhumanos y paraliza mi corazón para revivificarlo un instante después. Mi mente vuela por el yagé, pero ya presiento el dolor infinito que me provocará su ausencia.
© 2008, Juan Díaz Olmedo
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Etiquetas: Relatos
Dragón Podrido
jueves, 8 de mayo de 2008
Publicado en Paura volumen 2.
Nominado al premio Xatafi 2006 al mejor relato.
Nominado al premio Ignotus 2006 al mejor relato.
¿Cómo llegaste a esta situación? ¿Todavía lo recuerdas?
Si, fue aquel maldito viaje. Una buena idea en principio. Abandonar por unos días tu aburrida y monótona existencia, marcharte al otro lado del mundo, a la exótica Asia, a uno de esos lugares que solo conocías a través de las películas y de esos documentales que siempre veías a medias en televisión. Un lugar de placeres secretos y costumbres extrañas en el que escapar de ti mismo y de tus miserias.
Claro que nadie te habló de la parte mala, por supuesto. Ni los folletos turísticos ni tu amigo, ese que te animó a venir, el que dijo conocerse la ciudad como la palma de su mano. Un hippie, eso es lo que era tu amigo. No del tipo de los 60, de esos ya no quedan. Este no es mas que un niño de papá que viste como un vagabundo y está todo el tiempo hablando del comercio justo y la injusticia de la globalización mientras estudia derecho en la facultad, para un día no muy lejano afeitarse las barbas y las melenas y cambiarlas por un corte caro que vaya bien con un traje de chaqueta de tres piezas. Pero tu no juzgas a la gente, claro. Es una de tus normas. Si juzgases a los demás, no tardarías en comenzar a juzgarte a ti mismo. Y te asusta la posibilidad de que el veredicto no fuese muy halagüeño, incluso proviniendo del jurado más benévolo posible.
Además, sería hipócrita juzgar, cuando aquel pijo vestido de hippie te estaba invitando a un viaje que se presentaba como la aventura de tu vida, una existencia todavía corta pero que empezaba a dar preocupantes síntomas de hastío. El no hacia mas que hablar de conocer otras culturas, de mezclarse con gentes que vivían otro tipo de existencia menos materialista. Como si tu no supieses bien a que venían aquellos viajes, cual era el auténtico motivo: Disfrutar del vacío legal creado por la corrupción de los países del tercer mundo, visitar un lugar en el que todos los placeres y todos los vicios eran posibles. Para tu amigo eran las drogas, no había mas que ver el brillo extraño que tenían sus ojos algunas noches, en las que parecía haberse convertido en una especie de místico de pacotilla. Para ti, todavía era una incertidumbre. Ciertamente te atraía la belleza de las mujeres asiáticas, pero el fantasma del SIDA te atemorizaba. Las drogas no han sido nunca algo que te haya atraído, con el tabaco y el alcohol siempre te ha bastado.
Vamos, a mi no me engañas. En el fondo sabes muy bien porqué fuiste allí.
Hemos hablado de cosas malas. La primera salió a recibirte nada mas dejar el avión, tras un vuelo insufriblemente largo que te había dejado las piernas insensibles. El calor, el maldito calor. Y se suponía que tu venías de un país cálido. Pero nada te podría haber preparado para esto, para un aire tan caliente que costaba respirarlo, para la eterna capa de sudor que cubrió por completo tu piel desde el primer momento, empapando unas ropas que no tardaron en dejar de ser elegantes para convertirse en un guiñapo sucio y maloliente. Un calor tan sofocante que consiguió que prescindieses del tabaco tras la torturante experiencia que fue fumar el primer cigarrillo tras salir del aeropuerto, a bordo de un taxi destartalado que parecía estar propulsado por la pura fuerza de voluntad de su lacónico conductor, con sus bamboleantes piezas sujetas por algún compuesto orgánico que comenzaba a corromperse bajo el implacable sol y que llenaba el diminuto habitáculo con su hedor.
En el rostro de aquel conductor tuviste tu primer contacto con la inescrutable mirada de los orientales. Si, tu que te dabas de tolerante, que te ofendías si alguien sugería que eras racista, comenzaste a sentir desconfianza de un rostro extranjero. No podías leer emociones en aquel rostro moreno de ojos rasgados, arrugado por el sol y la edad, que te dirigía miradas inexpresivas a través del retrovisor en vez de vigilar el caótico tráfico de la ciudad. No tardarías en acostumbrarte a esas miradas. ¿Era desconfianza lo que veías en ellas, un reflejo de la que tú sentías hacia ellos? ¿O quizá había algo más, algo que tú no podías comprender? Desde ese primer momento te sentirse un poco como un visitante en otro planeta, temiendo que cualquier gesto inconsciente provocase las iras de aquellos alienígenas pequeños, morenos y nervudos, para los que tu vida no significada mucho. Tu amigo ya te había advertido que muchos de aquellos tipos te matarían sin pensarlo si les tocabas la cabeza. Quizá por eso te movías casi siempre con las manos en los bolsillos de tus pantalones vaqueros, empapados de sudor.
Tu amigo, si, ese que no había ido a recogerte al aeropuerto, el que te dejó solo para que tuvieses que entenderte con los nativos mediante un pedazo de papel con caracteres exóticos escritos en rotulador con pulso nervioso. Por fortuna llegaste a donde él estaba, una especie de pensión ubicada en pleno centro de la ciudad. El ya llevaba allí dos semanas, porque el no tener un empleo le permitía tener mucho mas tiempo libre que tú, que habías tenido que sudar sangre para que tus jefes te autorizasen unos pocos días de vacaciones que en realidad te debían por ley. Admítelo, no fuiste muy amable cuando os encontrasteis al fin, y eso que él tuvo la deferencia de pagar el taxi. Te limitaste a estrecharle la mano, y el roce de manos sudorosas casi te dio una arcada. Entraste casi corriendo en el portal del viejo edificio de hormigón, en busca de una sombra que solo daba un ligero alivio. Pero cualquier cosa se agradecía cuando sentías como la repugnante comida del avión se estaba cociendo de nuevo dentro de tu estómago.
Tres pasos y volviste a Europa. En cuanto cruzaste sobre la sucia y gastada alfombrilla del suelo, con la palabra welcome apenas visible entre sus pocas hebras, una decena de conversaciones en idiomas del viejo continente te asaltaron. Y jóvenes con aspecto de vagabundos, pieles rosadas por el sol y cabellos rubios se cruzaron contigo, apenas dirigiéndote una mirada. Un refugio de hippies. Tu amigo te había llevado con los suyos.
Una ducha fría, un cambio de ropa y varios litros de agua fría mezclada con whisky de mala calidad mejoraron un poco tu estado y tu ánimo. Incluso te animó a dejar que el pesado de tu amigo te presentara a sus amistades, todas residentes en la misma pensión. De repente todos los asiáticos se habían esfumado de tu alrededor, salvo aquella anciana bajita que siempre caminaba de un lado a otro por los grises pasillos mirando con sus pequeños ojitos a su alrededor como un ratoncillo asustado. Estrechaste la mano de una sucesión interminable de chicos de pelo largo y barba descuidada, incluso besaste a algunas chicas de buen aspecto pero poco cuidadosas con su apariencia. Incluso te parecieron simpáticos, aunque sospechabas incluso entonces que se debía mas al alcohol que corría por tus venas que a sus atractivos naturales.
La idea de diversión de tu amigo era no hacer nada. Cuando llegó la noche, pillándote de sorpresa, salisteis acompañados por un grupo que hablaba algún idioma que tu desconocías por completo. Desorientado por su conversación y por el ruido que atestaba las estrechas calles, les seguiste hasta llegar a la playa. Aquel lugar era de una belleza tal que consiguió sobrecogerte incluso a ti. Por un instante, estabais solos, en medio del silencio. Incluso el calor parecía haberse apaciguado ahora que no había sol. Os sentasteis en la arena y, como te ibas temiendo desde hacia ya un buen rato, tu amigo y sus acompañantes comenzaron a liar porros con contenidos diversos. Te ofrecieron, como no, con ese empeño de los aficionados a las drogas por hacer que todos compartan su desgracia. Y tu como siempre te negaste. Aquel no era tu juego, no era para eso para lo que habías venido. Te excusaste diciendo que el viaje te había dejado demasiado cansado y te marchaste. Tu amigo se preocupó, se ofreció a acompañarte de vuelta. Pero tu querías estar solo, alejarte de ellos, meditar acerca de un viaje que estaba comenzando a revelarse como una pésima idea. Lo tranquilizaste y conseguiste que se quedara con los suyos y sus drogas recreativas. Te apetecía pasear solo por aquellas calles que solo habías podido entrever, ahora que el aire era al fin algo respirable.
Te habías puesto lo poco que habías encontrado elegante en el guardarropa de tu amigo, unos pantalones claros de un tejido fino, unas sandalias de piel y una camisa china negra. Sabias que ofrecías un aspecto extraño, excéntrico, pero no te importaba. Te sacudiste la blanca arena de la playa de las sandalias nada mas volver a pisar el asfalto, y sin preocuparte en que dirección lo hacías te pusiste a caminar. Todavía llevabas encima el arrugado papel con la dirección de la pensión, que te permitiría volver en taxi. Además, al cambiar tu dinero en moneda local habías descubierto que aquí eras, mas o menos, un hombre rico. No estaría mal disfrutar de ello por unos días, pensaste. Incluso te permitiste el lujo de encender un cigarrillo y fumarlo lentamente, sintiéndote como el protagonista de alguna vieja película de aventuras coloquiales.
La ciudad parecía estar casi vacía por los alrededores de la playa. Calles sucias y estrechas, con la basura amontonándose en las esquinas, con algunos viandantes de aspecto furtivo que salían y entraban de las puertas de los bajos edificios como si el permanecer en la calle les fuese doloroso. Un sudoroso y orondo occidental pasó a tu lado soltando algo que parecían vulgaridades en algún idioma extranjero, llevando debajo de cada brazo a una chica de aspecto delicado exageradamente delicada. Incluso en la oscuridad pudiste notar el suave bulto en las gargantas de aquellas supuestas chicas. Sonreíste y seguiste con tu camino. Ya te habían advertido de que aquel era uno de los diversos peligros de recurrir a la prostitución local.
Aunque ibas sobre aviso, pronto te asaltaron las tentadoras prostitutas, llamándote desde portales iluminados en rojo con voces sensuales, pronunciando palabras extrañas con unos labios que llamaban a los tuyos con su brillo y su delicadeza. Las había muy hermosas, casi surgidas de un ensueño. Pero siempre podías ver al otro tipo cerca de ellas, individuos delgados de aspecto peligroso, los proxenetas que las explotaban. Y aquello superaba el límite de tu decencia. No te disgustaba el pasar la noche con alguna de aquellas chicas, pero al menos que fuese ella quién se quedase con el dinero.
Las calles se iluminaban mientras te ibas acercando al centro. Allí había otras tentaciones, menos peligrosas quizá, mas de tu estilo. Si, seguro que no recuerdas ya como acabaste acodado en la barra de aquel bar lleno de humo, pidiendo a señas al camarero un trago de una de las coloridas botellas que había tres él. Te sirvió dos dedos de un liquido rojizo, muy parecido a la sangre, en un pequeño vaso. No pudiste entender la inscripción de la botella, en alargados caracteres asiáticos. Podría ser incluso la famosa sangre de serpiente que muchos beben aquí para aumentar su hombría. Te la tomaste de un trago, y lo cierto es que casi no gemiste de dolor mientras aquel brebaje ardiente achicharraba tu lengua y tu garganta. Sentiste su calor adentrándose en tu estómago y poco después estabas pidiendo otro. Si, creo que llevabas ya tres tragos y tu vista estaba empezando a verse afectada cuando aquel tipo comenzó a hablar contigo.
Si, ahora me dirás que nunca le olvidarás, por mucho que vivas, pero lo cierto es que en aquel momento no le prestaste mucha atención. La clientela del bar era lo bastante variopinta como para tenerte distraído por un largo rato. Pero aquel tipo pidió lo mismo que tú y se ventiló un trago sin inmutarse antes de dirigirte una sonrisa parecida a la de un tiburón y guiñarte un ojo. Pensaste que era un gay que intentaba intimar con un extranjero, quizá un prostituto de mala muerte, demasiado feo como para travestirse. Miraste para otro lado, como si no le hubieses visto, y pediste otro trago. Entonces aquel tipo tocó tu hombro y comenzó a hablarte con un inglés chapurreante que entendiste a duras penas.
Era muy delgado, tanto que la piel de su rostro parecía cuero curtido extendido sobre su cráneo. El sudor surgía en grandes goterones por debajo de sus cortos y grasientos cabellos. No podrías haber dicho su edad, lo mismo podría haber tenido veinte años que cuarenta. Lo cierto es que comenzó a hablarte del local, diciéndote que no era muy común ver a turistas por allí. No lo dijo con acritud, sino casi como un cumplido hacia ti. No te sorprendió descubrir que te habías metido en un garito de la mafia local, y llevabas el suficiente alcohol metido en el estómago como para sentirte osado y que aquello no te importase. Aquel tipo de dijo el nombre de lo que habías estado bebiendo, totalmente impronunciable y que olvidaste en menos de tres segundos. Dejaste que te aconsejara, y pronto una hilera de pequeños vasos de cristal gastado formaban una fila frente a ti, sobre la barra, testimonio de todos los licores de distintos colores y sabores que te habías metido entre pecho y espalda. Lo cierto es que no te sentías borracho, no recordabas haber pasado ese punto en el que eras consciente del efecto que el alcohol te está produciendo, justo antes de que no te importe una mierda. Te sentías bien, y el alcohol había insuflado valor a tus venas. En un país extranjero, codeándote con la mafia, haciéndote amigo de un hampón local. Eso cuadraba bastante bien con tu fantasía de aventurero de película antigua. Acodado en la barra encendiste un cigarrillo, y le ofreciste uno a tu nuevo amigo. Le ofreciste tu mano diciéndole tu nombre, y el te la estrechó divertido mientras pronunciaba el suyo, una ristra de sílabas de tres letras o más que te dejó perplejo. El se rió, mostrando con mas claridad sus amarillentos y puntiagudos dientes bajo la luz de neón. Te dijo que podías llamarle Liang, era la forma en la que le llamaban todos por allí.
Cuando te habló de guiarte a través de las diversiones locales, te pareció muy buena idea. Ya te estabas aburriendo de aquel bar de mala muerte, y por las miradas que te estaban echando imaginabas que al resto de los parroquianos tu presencia no les era tan grata como a Liang. Salisteis de allí codo con codo, ambos dialogando en ingles con acentos tan marcados que habrían provocado el infarto de un profesor británico. El local que ibas a visitar no estaba muy lejos de allí. Te preguntó si conocías la variedad local del boxeo, y tu le contestaste que habías visto algo en las películas, pero que no te apetecía mucho el presenciar una de aquellas sangrientas veladas. Él sonrió, y te dijo el combate que ibais a presenciar tenia un aliciente que sin duda encontrarías atractivo.
Aquel sitio era un subterráneo, con la entrada marcada con la luz roja que señala a los prostíbulos en cualquier parte del globo. Una sonrisa pícara iluminó tus labios ante la idea de pasar el resto de la noche disfrutando de los placeres de un lupanar asiático. Pero de allí dentro salía demasiado ruido.
La puerta estaba custodiada por los dos asiáticos más altos que habías visto en tu vida, dos mulos humanos de cabeza rapada y cara de pocos amigos que le estaban negando la entrada a un individuo bajito y medio calvo, que les ofrecía varios arrugados billetes en un intento inútil de comprar su entrada. En cuanto vieron a tu amigo, los dos inclinaron la cabeza y se hicieron a un lado, dejándoos pasar. Fue entonces cuando empezaste a sospechar la importancia dentro de la mafia local que tenía tu amigo. Quizás había sido su compañía la que te había salvado de acabar mal en aquel bar del que veníais. Si, aquello comenzaba a encajar, un hampón que intervenía echándole una mano a un turista ingenuo para evitar que haya incidentes desagradables en uno de sus locales.
El sótano era un lugar de paredes ocres lleno de humo y del olor a sudor. Cientos de hombres estaban allí hacinados, gritando y alzando los brazos alrededor de un pequeño cuadrilátero, ligeramente elevado del polvoriento suelo. Desde la entrada viste una silueta saltar y patear a otra en la cabeza, apenas un destello. La luz provenía de sucias bombillas que colgaban del techo. Seguiste a tu amigo, dándote cuenta de como los parroquianos se iban apartado a su paso, dejándoos camino libre hasta el pie del ring. Entonces descubriste cuales eran esos alicientes de los que Liang te había hablado.
Lo primero que llamó tu atención fue el sudor que cubría sus cuerpos, como relucía bajo la grosera luz de las bombillas. Parecían estar cubiertas de aceite. Dos chicas, completamente desnudas salvo por las sogas enrolladas que cubrían sus manos y sus pies, se enfrentaban en un cruel combate de boxeo sobre el cuadrilátero. Una de ellas te enamoró al instante. Su cuerpo pequeño y bronceado tenía los músculos deliciosamente marcados, y te encantaba como su larga trenza bailoteaba tras ella siguiendo sus rápidos movimientos. Tus ojos se perdieron en su delicado rostro de muñeca, los oscuros pezones de sus pequeños y bonitos pechos, sus fuertes piernas y su firme trasero. Mientras la mirabas, esquivó una brutal patada de su adversaria, mucho más alta, y salto para propinarle un rodillazo en el rostro. La otra chica también era una belleza, aunque su rostro mostraba algunos moratones. Le dirigiste a Liang una sonrisa, y el te respondió con un guiño de sus pequeños y relucientes ojos. Aquello te gustaba.
Al principio pensaste que era un combate amañado, un mero espectáculo erótico para la satisfacción de los presentes, pero pronto la contundencia de los golpes te convenció de lo contrario. Aquel era un combate real, y la prueba eran las apuestas que registraba un individuo sentado al pie del cuadrilátero, frente a una mesa con una caja de caudales. Por los vítores del publico adivinaste el nombre de tu favorita. Gupu, la llamaban, un nombre que a ti te recodaba mas a un osito de peluche que a una aguerrida luchadora. Una campana marcó el fin del asalto y las luchadoras volvieron a sus esquinas. Te encantó que la de Gupu fuese la más cercana a donde estabais. La joven sonrió y lanzó un beso al público antes de sentarse en el taburete a escuchar las indicaciones de su entrenador.
Le preguntaste a Liang como apostar por ella, y el hampón te acompañó hasta la mesa. Estabas medio borracho, por eso apostante tanto, tu que te vanaglorias de ser inmune a los encantos de los juegos de azar. Pero aquella chica tenía algo que hacia que perdieses el sentido. Nunca habías creído en el amor a primera vista, pero aquella chica te estaba empezando a hacer creer. No solo querías que ganase. Querías conocerla. Querías que fuese tuya.
-La deseas, ¿no, amigo?-te dijo Liang al oído, con una intimidad que no habrías permitido estando sobrio.
Asentiste, sin dejar de mirar su sudorosa espalda, sobre la que otra chica derramaba agua helada. Había algo tatuado en aquella espalda, dos largas hileras rojizas, casi invisibles en medio de la bronceada piel, en caracteres que no se correspondían a los usados en este país. No eras un experto en la materia, pero podrías haber jurado que aquello era escritura china. Quizá la chica fuese una mestiza, lo que explicaría su menor estatura y su belleza inusual.
-Quiero que sea mía.-dijiste, sin dirigirte a nadie en concreto.
Con el rabillo del ojo viste la sonrisa de Liang. Quizá de haber estado sobrio te hubiese puesto nervioso.
El nuevo asalto comenzó de la forma más brutal. La oponente de Gupu salto proyectando su pierna hacia adelante, haciendo que su pie envuelto en sogas se estrellase contra el vientre de tu favorita. Gupu bajó la guardia, y su oponente se aprovechó, dirigiéndole una lluvia de golpes de puño desde todos los ángulos posibles. Pero tu campeona encajó un imposible gancho descendente en la frente para poder agarrar el cuello de su adversaria, y entonces atacó alternativamente con sus codos al rostro de la otra chica, mientras gritaba con una fiereza insólita en una oriental. Sus pies golpearon con saña las rodillas de su oponente haciéndola flaquear, y finalmente Gupu dio un brinco para golpearla con su rodilla en el rostro. La chica se tambaleó hacia atrás, libre al fin del agarre de Gupu, y cayó inconsciente al suelo tras dar un par de pasos. Nadie escuchó el golpe de su cabeza contra la lona, todos estaban ya gritando el nombre de Gupu, que se alzó en su rincón mostrando su hermosísimo cuerpo desnudo al público, sonriendo pese a la sangre que manaba de los orificios de su nariz.
Era una criatura brutal y sensual, una autentica diosa.
-¿Que harías por tenerla?-te susurró Liang, su repugnante aliento casi provocándote una arcada.
-Cualquier cosa.-le dijiste.
-Puedo conseguírtela esta misma noche.-te susurró él.-Pero te costará.
-No me importa el precio.-le dijiste, todavía embelesado por la belleza de su rostro, por la sensualidad de su cuerpo, por la promesa de su delicado pubis rasurado.
Te dejaste llevar por la marea humana que se precipitó sobre la mesa de apuestas. El encargado casi no te dirigió la vista mientras contaba tus ganancias sobre la palma de tu mano, pero podrías haber jurado que lo que mascullaba eran maldiciones que se extendían ampliamente por todo tu árbol genealógico. No te importaba, en aquel momento no te importaba nada. Fue la delgada y huesuda mano de Liang la que te sacó de aquel lugar y te llevó a una esquina apartada. Tu amigo discutió allí con dos individuos altos, de cabezas rapadas, con coletas trenzadas cayendo desde la parte de atrás de sus cráneos hasta el final de sus espaldas. Eran dos auténticos atletas, pero no te hizo falta entender sus palabras para notar el temor que sentían ante la presencia de Liang. Tu amigo me estrechó la mano de nuevo, mientras te guiñaba un ojo.
-Ellos te guiarán.-te dijo.-Nos veremos muy pronto.
Como en un sueño, seguiste a los dos gigantes trenzados por un oscuro corredor. Una tosca puerta de madera, en medio del pasillo, se abrió para dejar salir a la oponente de Gupu. Seguía totalmente desnuda, y las sogas de sus manos y pies habían desaparecido. Sostenía una bolsa de hielo contra su cabeza mientras caminaba hacia ti, apoyada en la pared como si le costase mantener el equilibrio. Cuando te cruzaste con ella, te dirigió una mirada cargada de algo que podría ser desprecio. Uno de sus ojos estaba casi cerrado por la contusión, deformando su bonito rostro. En ese momento comprendiste que ella sabía que habías apostado por Gupu. Te sorprendió lo rápido que se extendían las noticias entre aquellos individuos de rostro indescifrable.
Uno de tus escoltas abrió la puerta del fondo del pasillo, y los dos se quedaron custodiándola, uno a cada lado. Cuando entraste, la cerraron a tus espaldas.
El sonido de decenas de goteras asaltó tus oídos en cuanto penetraste en aquella estancia de suelos mojados y paredes cubiertas de losas blancas. Te habían llevado al vestuario de Gupu. Pudiste ver sus sogas, todavía manchadas de sangre pero meticulosamente enrolladas formando cuatro ovillos, descansando sobre un largo banco de metal, junto a la pared. La luz procedía de una fila de velas situada junto a la bañera, una especie de pequeña piscina excavada en el suelo. Sumergida en aquel agua cristalina, mirándote con una suave sonrisa, estaba Gupu. Su rostro había sobrevivido al combate prácticamente intacto. Te miró con ojos melosos, mientras se acercaba al borde de la bañera más cercano a ti. Se apoyó en el borde para sacar su magnífico torso del agua, y con una de sus delicadas y letales manos te hizo un gesto. No necesitabas nada más. Sin dejar de mirarla te desnudaste y sin pensártelo te sumergiste con ella en las cálidas aguas de la bañera. Allí había sitio de sobra para los dos. El contacto de su piel contra la tuya fue electrizante, un impacto que erizó tus nervios y te envaró. Pero tus nervios no tardaron en calmarse bajo las suaves caricias que sus pequeñas manos y sus exquisitos pies te suministraron. Sin dejar de sonreír, acercó su boca a la tuya para darte el beso más exquisito y meticuloso que te hubiesen dado nunca. Aquello te hizo ascender a los cielos al instante. Querías rodearla con tus brazos, poseerla en aquel mismo momento, pero sabias que era mejor dejarla hacer. Así que te dejaste caer contra la pared de la bañera, mientras ella te suministraba los más exquisitos placeres en formas que nunca te hubieses atrevido a imaginar.
Ni por un instante pasó por tu cabeza que finalmente habías cruzado aquella barrera que te habías prometido respetar. No caíste en la cuenta de que habías dejado de un astuto proxeneta te llevase a los brazos de una prostituta de lujo. En aquel momento no existía para ti mas que Gupu, creando un paraíso para ti en el hueco de sus manos. Cuando al fin eyaculaste, en el orgasmo las largo y placentero que jamás habías vivido, ella cubrió tu boca con la suya para masajear tu lengua con sus dientes. No te había permitido penetrarla en ningún momento, pero eso no te importaba. En aquel instante, rodeando su cuerpo con tus manos, sintiendo su aroma animal entrando en tus pulmones, sentiste por ella un amor tan fuerte que era casi una adicción.
No notaste la primera aguja, la que se clavó tras tu oreja. Fue la siguiente la que te expulsó de tu lujurioso paraíso. Debajo en la anterior, en tu cuello, clavándose lentamente mientras Gupu la hacia girar con sus pequeños dedos. Quisiste llevar tu mano a aquella engorrosa fuente de dolor, pero tu brazo se negó a obedecerte. Una tras otra, Gupu fue clavando las agujas en tu cuello y tu cabeza, cortando el flujo de comunicación de tu sistema nervioso con una precisión escalofriante. Antes de que pudieses comprender que te ocurría, estabas totalmente inmóvil, tu cabeza como separada del cuerpo por la acción prodigiosa de unas finas agujas. Abriste la boca para preguntarle a Gupu que ocurría, pero tu lengua se había quedado pegada al paladar. La sonrisa había desaparecido del rostro de tu amada, que ahora te contemplaba sin la más mínima emoción.
De un salto, la boxeadora salió de la bañera y agarró tu cuerpo por las axilas. Era muchísimo mas fuerte de lo que parecía, y no le costó mucho sacarte de la bañera y arrastrarte por el húmedo y rugoso suelo del vestuario. Una vez te tuvo en el centro exacto, pegó cuidadosamente los brazos a tu cuerpo y unió tus piernas. Parecía la empleada de una funeraria, preparando ceremoniosamente un cadáver. Tú todavía estabas demasiado perplejo como para sentir temor.
No te sorprendió cuando viste a Liang sobre ti, mirándote con una sonrisa casi beatífica en curtido rostro. Se arrodilló a tu lado, examinando tu cuerpo con detenimiento, palpándolo con la punta de sus dedos. No podías sentir el tacto de su piel contra la tuya, pero podías imaginarlo. Cientos de leyendas sobre tráfico de órganos habían llenado para aquel entonces tu pensamiento, así que cuando Liang sacó un afilado instrumento parecido a un bisturí de sus ropas, tu ya casi te lo esperabas. Cuando lo posó en el centro de tu pecho y lo clavó de un solo golpe, tu solo escuchaste el sonido de tu piel al rasgarte y el borboteo de tu sangre al manar. De un solo gesto, con la precisión de un calígrafo fino, la hoja atravesó tu vientre y se detuvo justo en tu ingle. En aquel momento tú estabas demasiado ocupado intentando gritar, tratando de forzar a unos pulmones que ya no eran tuyos y que actuaban solo por reflejo.
-Te advertí que te costaría un precio disfrutar de las atenciones de mi pequeña Gupu.-te dijo Liang, con tono divertido, mientras rebuscaba entre tus vísceras con la punta de su cuchilla.-Pero apostaría cualquier cosa a que nunca pensaste que sería algo como esto.
Quizá porqué tu mente estaba demasiado horrorizada, pero en aquel momento no te diste cuenta de que Liang te había hablado en tu propio idioma, sin el menor rastro de acento. Gupu había tomado asiento frente a él, al otro lado de tu cuerpo. Parecían japoneses sentados alrededor de una mesa de palpitante carne humana.
-Gupu, hija mía.-le dijo Liang a la boxeadora.- ¿Quieres explicarle a este caballero que vamos a hacerle? Es lo menos que podemos hacer teniendo en cuenta el servicio que va a proporcionarnos.
Gupu te miró a los ojos, la frialdad de su rostro haciendo que su belleza te pareciese de repente insoportablemente repulsiva.
-Hace mucho tiempo,-dijo ella, también en tu idioma, también sin acento, con una voz tan dulce como al miel.-los blancos llegaron a estas tierras. Aprovecharon la decadencia de nuestros imperios y los sojuzgaron para convertirlos en colonias. Y robaron la esencia de la tierra, su riqueza, y se la llevaron con ellos. Los espíritus de las plantas, de los árboles, de los ríos, todos padecieron ante las máquinas del hombre blanco, mientras los usurpadores devoraban su fuerza. Claro, no podíais verlos, ni podíais sentirlos. Y los habitantes de estas tierras ya habían dejado de creer en ellos. Pero había algunos que si los sentían, que los necesitaban para subsistir.
-Como yo.-dijo Liang.-Llevaba diez mil años en esta tierra cuando los occidentales llegaron. En menos de una generación ensuciaron los ríos, talaron los bosques, profanaron los santuarios de las montañas. Robaron la fuerza de los espíritus de la naturaleza y se la llevaron con ellos. La llevaron en el aire que habían respirado, en la carne que habían devorado, en el agua que habían bebido. Durante milenios los habitantes de esta tierra se habían alimentado de ella y la habían respetado, le habían permitido regenerarse con el ciclo natural de las estaciones. Pero hay algo degenerado en los hombres blancos, en la forma en la que toman posesión de la tierra.
-Mi padre no es una criatura mortal.-dijo Gupu, mientras sus dedos se internaban en tu vientre.-Es un dragón, uno de los últimos que quedan en este mundo. Su linaje desciende de los grandes reptiles que reinaron antaño, no como el tuyo, que proviene de repugnantes monos que trepaban a los árboles. Está destinado a prevalecer hasta diez mil años después de que el último humano haya desaparecido de la faz de la tierra.
Liang dio un rápido giro a su cuchilla, y Gupu sacó de tu vientre un pedazo todavía palpitante de carne que metió en la boca de aquel al que había llamado padre. Ese que habías tomado por tu amigo masticó un pedazo de tu cuerpo casi con lujuria, mientras tu sangre chorreaba por sus labios.
-Delicioso.-dijo Liang.-Un ejemplar muy bien alimentado. Yo fui una vez así, amigo mío, pero cuando los tuyos se llevaron a los espíritus de la tierra, yo enfermé. Creí que los espíritus volverían, puesto que vosotros ni os habías dado cuenta de que los habíais raptado, así que no les costaría liberarse de vuestro poder. Pero no sobrevivieron al contacto con vuestra tierra envenenada por la codicia humana. Y cuando os marchasteis, dejasteis aquí vuestras máquinas y vuestro veneno, y los que antaño habían vivido en armonía con la tierra aprendieron vuestras maneras degeneradas, asesinándola un poco más cada día. Todavía estoy enfermo. Muy enfermo, como la tierra que me dio la vida en el pasado.
Como un artista que cede su pincel, Liang le pasó la cuchilla a Gupu. Con dedos ensangrentados abrió su camisa, y después tomó tu cabeza con esos mismos dedos para hacerte ladearla y que pudieses ver su torso, las úlceras supurantes que lo cubrían casi por completo, de un gris enfermizo y sucio.
-Esto es lo que me habéis hecho.-te dijo, obligándote a seguir mirando, mientras una de aquellas úlceras estallaba salpicándote la cara con un líquido frío y repugnante.-Esto es lo que tus antepasados le hicisteis a mi tierra. Otros muchos como yo enfermaron también, y muchos murieron. Pero yo he sobrevivido porque descubrí vuestro secreto. Tenéis la fuerza de los antiguos espíritus en vuestra sangre, la habéis recibido de vuestros antepasados. Es débil, pero sigue en vosotros, en vuestra carne. Yo solo contribuyo a devolverla a la tierra.
Nada mas soltar tu rostro, volvió a tomar la cuchilla de las manos de Gupu. Con un gesto hermoso en su sencillez cortó un pedazo de tu hígado, que introdujo con cuidado en la boca de Gupu. Su hija se lo tragó de golpe, inclinando hacia atrás la cabeza.
-Tenias razón, padre.-le dijo.-Es delicioso.
Observaste como devoraban tu hígado. Después cortaron con delicadeza uno de tus riñones. El repugnante olor de tu sangre y tus vísceras abiertas te estaba volviendo loco. Siguieron cortándote y devorándote, pero tu cerraste los ojos. No sabes si fue tu voluntad o sencillamente que tu mente sucumbió al terror, pero finalmente perdiste el conocimiento.
Así fue como llegaste aquí, a esta cama en este mísero hospital. Los médicos que te atienden no comprenden que te ocurrió, y tu no les has dicho nada para aclarárselo. No tienes porqué hacerlo, no le ves ningún sentido. No saben quien eres, ni de donde vienes. Pero eso no te importa ahora. La única duda que corroe tu mente es si sobrevivirás sin la mitad de tus vísceras. Lo siento, amigo, pero ahora eres menos aún que medio hombre, así que lo que sobreviva no se parecerá mucho a lo que llegó a este país. Por fortuna te mantienen sedado la mayor parte del tiempo. Creo que tu cuerpo se está comenzando a acostumbrar a la morfina, y que a tu mente le está empezando a gustar demasiado. Además, mantiene alejadas a las pesadillas.
Hace unos días que comenzaste a escucharme, retumbando dentro de tu cabeza. Y hasta ahora, no te has dado cuenta de quien soy. Si, tienes razón. Soy el último pedazo de cordura que queda dentro de tu cráneo. Pero no sé si seguiré por aquí mucho tiempo.
© 2008, Juan Díaz Olmedo
Si, fue aquel maldito viaje. Una buena idea en principio. Abandonar por unos días tu aburrida y monótona existencia, marcharte al otro lado del mundo, a la exótica Asia, a uno de esos lugares que solo conocías a través de las películas y de esos documentales que siempre veías a medias en televisión. Un lugar de placeres secretos y costumbres extrañas en el que escapar de ti mismo y de tus miserias.
Claro que nadie te habló de la parte mala, por supuesto. Ni los folletos turísticos ni tu amigo, ese que te animó a venir, el que dijo conocerse la ciudad como la palma de su mano. Un hippie, eso es lo que era tu amigo. No del tipo de los 60, de esos ya no quedan. Este no es mas que un niño de papá que viste como un vagabundo y está todo el tiempo hablando del comercio justo y la injusticia de la globalización mientras estudia derecho en la facultad, para un día no muy lejano afeitarse las barbas y las melenas y cambiarlas por un corte caro que vaya bien con un traje de chaqueta de tres piezas. Pero tu no juzgas a la gente, claro. Es una de tus normas. Si juzgases a los demás, no tardarías en comenzar a juzgarte a ti mismo. Y te asusta la posibilidad de que el veredicto no fuese muy halagüeño, incluso proviniendo del jurado más benévolo posible.
Además, sería hipócrita juzgar, cuando aquel pijo vestido de hippie te estaba invitando a un viaje que se presentaba como la aventura de tu vida, una existencia todavía corta pero que empezaba a dar preocupantes síntomas de hastío. El no hacia mas que hablar de conocer otras culturas, de mezclarse con gentes que vivían otro tipo de existencia menos materialista. Como si tu no supieses bien a que venían aquellos viajes, cual era el auténtico motivo: Disfrutar del vacío legal creado por la corrupción de los países del tercer mundo, visitar un lugar en el que todos los placeres y todos los vicios eran posibles. Para tu amigo eran las drogas, no había mas que ver el brillo extraño que tenían sus ojos algunas noches, en las que parecía haberse convertido en una especie de místico de pacotilla. Para ti, todavía era una incertidumbre. Ciertamente te atraía la belleza de las mujeres asiáticas, pero el fantasma del SIDA te atemorizaba. Las drogas no han sido nunca algo que te haya atraído, con el tabaco y el alcohol siempre te ha bastado.
Vamos, a mi no me engañas. En el fondo sabes muy bien porqué fuiste allí.
Hemos hablado de cosas malas. La primera salió a recibirte nada mas dejar el avión, tras un vuelo insufriblemente largo que te había dejado las piernas insensibles. El calor, el maldito calor. Y se suponía que tu venías de un país cálido. Pero nada te podría haber preparado para esto, para un aire tan caliente que costaba respirarlo, para la eterna capa de sudor que cubrió por completo tu piel desde el primer momento, empapando unas ropas que no tardaron en dejar de ser elegantes para convertirse en un guiñapo sucio y maloliente. Un calor tan sofocante que consiguió que prescindieses del tabaco tras la torturante experiencia que fue fumar el primer cigarrillo tras salir del aeropuerto, a bordo de un taxi destartalado que parecía estar propulsado por la pura fuerza de voluntad de su lacónico conductor, con sus bamboleantes piezas sujetas por algún compuesto orgánico que comenzaba a corromperse bajo el implacable sol y que llenaba el diminuto habitáculo con su hedor.
En el rostro de aquel conductor tuviste tu primer contacto con la inescrutable mirada de los orientales. Si, tu que te dabas de tolerante, que te ofendías si alguien sugería que eras racista, comenzaste a sentir desconfianza de un rostro extranjero. No podías leer emociones en aquel rostro moreno de ojos rasgados, arrugado por el sol y la edad, que te dirigía miradas inexpresivas a través del retrovisor en vez de vigilar el caótico tráfico de la ciudad. No tardarías en acostumbrarte a esas miradas. ¿Era desconfianza lo que veías en ellas, un reflejo de la que tú sentías hacia ellos? ¿O quizá había algo más, algo que tú no podías comprender? Desde ese primer momento te sentirse un poco como un visitante en otro planeta, temiendo que cualquier gesto inconsciente provocase las iras de aquellos alienígenas pequeños, morenos y nervudos, para los que tu vida no significada mucho. Tu amigo ya te había advertido que muchos de aquellos tipos te matarían sin pensarlo si les tocabas la cabeza. Quizá por eso te movías casi siempre con las manos en los bolsillos de tus pantalones vaqueros, empapados de sudor.
Tu amigo, si, ese que no había ido a recogerte al aeropuerto, el que te dejó solo para que tuvieses que entenderte con los nativos mediante un pedazo de papel con caracteres exóticos escritos en rotulador con pulso nervioso. Por fortuna llegaste a donde él estaba, una especie de pensión ubicada en pleno centro de la ciudad. El ya llevaba allí dos semanas, porque el no tener un empleo le permitía tener mucho mas tiempo libre que tú, que habías tenido que sudar sangre para que tus jefes te autorizasen unos pocos días de vacaciones que en realidad te debían por ley. Admítelo, no fuiste muy amable cuando os encontrasteis al fin, y eso que él tuvo la deferencia de pagar el taxi. Te limitaste a estrecharle la mano, y el roce de manos sudorosas casi te dio una arcada. Entraste casi corriendo en el portal del viejo edificio de hormigón, en busca de una sombra que solo daba un ligero alivio. Pero cualquier cosa se agradecía cuando sentías como la repugnante comida del avión se estaba cociendo de nuevo dentro de tu estómago.
Tres pasos y volviste a Europa. En cuanto cruzaste sobre la sucia y gastada alfombrilla del suelo, con la palabra welcome apenas visible entre sus pocas hebras, una decena de conversaciones en idiomas del viejo continente te asaltaron. Y jóvenes con aspecto de vagabundos, pieles rosadas por el sol y cabellos rubios se cruzaron contigo, apenas dirigiéndote una mirada. Un refugio de hippies. Tu amigo te había llevado con los suyos.
Una ducha fría, un cambio de ropa y varios litros de agua fría mezclada con whisky de mala calidad mejoraron un poco tu estado y tu ánimo. Incluso te animó a dejar que el pesado de tu amigo te presentara a sus amistades, todas residentes en la misma pensión. De repente todos los asiáticos se habían esfumado de tu alrededor, salvo aquella anciana bajita que siempre caminaba de un lado a otro por los grises pasillos mirando con sus pequeños ojitos a su alrededor como un ratoncillo asustado. Estrechaste la mano de una sucesión interminable de chicos de pelo largo y barba descuidada, incluso besaste a algunas chicas de buen aspecto pero poco cuidadosas con su apariencia. Incluso te parecieron simpáticos, aunque sospechabas incluso entonces que se debía mas al alcohol que corría por tus venas que a sus atractivos naturales.
La idea de diversión de tu amigo era no hacer nada. Cuando llegó la noche, pillándote de sorpresa, salisteis acompañados por un grupo que hablaba algún idioma que tu desconocías por completo. Desorientado por su conversación y por el ruido que atestaba las estrechas calles, les seguiste hasta llegar a la playa. Aquel lugar era de una belleza tal que consiguió sobrecogerte incluso a ti. Por un instante, estabais solos, en medio del silencio. Incluso el calor parecía haberse apaciguado ahora que no había sol. Os sentasteis en la arena y, como te ibas temiendo desde hacia ya un buen rato, tu amigo y sus acompañantes comenzaron a liar porros con contenidos diversos. Te ofrecieron, como no, con ese empeño de los aficionados a las drogas por hacer que todos compartan su desgracia. Y tu como siempre te negaste. Aquel no era tu juego, no era para eso para lo que habías venido. Te excusaste diciendo que el viaje te había dejado demasiado cansado y te marchaste. Tu amigo se preocupó, se ofreció a acompañarte de vuelta. Pero tu querías estar solo, alejarte de ellos, meditar acerca de un viaje que estaba comenzando a revelarse como una pésima idea. Lo tranquilizaste y conseguiste que se quedara con los suyos y sus drogas recreativas. Te apetecía pasear solo por aquellas calles que solo habías podido entrever, ahora que el aire era al fin algo respirable.
Te habías puesto lo poco que habías encontrado elegante en el guardarropa de tu amigo, unos pantalones claros de un tejido fino, unas sandalias de piel y una camisa china negra. Sabias que ofrecías un aspecto extraño, excéntrico, pero no te importaba. Te sacudiste la blanca arena de la playa de las sandalias nada mas volver a pisar el asfalto, y sin preocuparte en que dirección lo hacías te pusiste a caminar. Todavía llevabas encima el arrugado papel con la dirección de la pensión, que te permitiría volver en taxi. Además, al cambiar tu dinero en moneda local habías descubierto que aquí eras, mas o menos, un hombre rico. No estaría mal disfrutar de ello por unos días, pensaste. Incluso te permitiste el lujo de encender un cigarrillo y fumarlo lentamente, sintiéndote como el protagonista de alguna vieja película de aventuras coloquiales.
La ciudad parecía estar casi vacía por los alrededores de la playa. Calles sucias y estrechas, con la basura amontonándose en las esquinas, con algunos viandantes de aspecto furtivo que salían y entraban de las puertas de los bajos edificios como si el permanecer en la calle les fuese doloroso. Un sudoroso y orondo occidental pasó a tu lado soltando algo que parecían vulgaridades en algún idioma extranjero, llevando debajo de cada brazo a una chica de aspecto delicado exageradamente delicada. Incluso en la oscuridad pudiste notar el suave bulto en las gargantas de aquellas supuestas chicas. Sonreíste y seguiste con tu camino. Ya te habían advertido de que aquel era uno de los diversos peligros de recurrir a la prostitución local.
Aunque ibas sobre aviso, pronto te asaltaron las tentadoras prostitutas, llamándote desde portales iluminados en rojo con voces sensuales, pronunciando palabras extrañas con unos labios que llamaban a los tuyos con su brillo y su delicadeza. Las había muy hermosas, casi surgidas de un ensueño. Pero siempre podías ver al otro tipo cerca de ellas, individuos delgados de aspecto peligroso, los proxenetas que las explotaban. Y aquello superaba el límite de tu decencia. No te disgustaba el pasar la noche con alguna de aquellas chicas, pero al menos que fuese ella quién se quedase con el dinero.
Las calles se iluminaban mientras te ibas acercando al centro. Allí había otras tentaciones, menos peligrosas quizá, mas de tu estilo. Si, seguro que no recuerdas ya como acabaste acodado en la barra de aquel bar lleno de humo, pidiendo a señas al camarero un trago de una de las coloridas botellas que había tres él. Te sirvió dos dedos de un liquido rojizo, muy parecido a la sangre, en un pequeño vaso. No pudiste entender la inscripción de la botella, en alargados caracteres asiáticos. Podría ser incluso la famosa sangre de serpiente que muchos beben aquí para aumentar su hombría. Te la tomaste de un trago, y lo cierto es que casi no gemiste de dolor mientras aquel brebaje ardiente achicharraba tu lengua y tu garganta. Sentiste su calor adentrándose en tu estómago y poco después estabas pidiendo otro. Si, creo que llevabas ya tres tragos y tu vista estaba empezando a verse afectada cuando aquel tipo comenzó a hablar contigo.
Si, ahora me dirás que nunca le olvidarás, por mucho que vivas, pero lo cierto es que en aquel momento no le prestaste mucha atención. La clientela del bar era lo bastante variopinta como para tenerte distraído por un largo rato. Pero aquel tipo pidió lo mismo que tú y se ventiló un trago sin inmutarse antes de dirigirte una sonrisa parecida a la de un tiburón y guiñarte un ojo. Pensaste que era un gay que intentaba intimar con un extranjero, quizá un prostituto de mala muerte, demasiado feo como para travestirse. Miraste para otro lado, como si no le hubieses visto, y pediste otro trago. Entonces aquel tipo tocó tu hombro y comenzó a hablarte con un inglés chapurreante que entendiste a duras penas.
Era muy delgado, tanto que la piel de su rostro parecía cuero curtido extendido sobre su cráneo. El sudor surgía en grandes goterones por debajo de sus cortos y grasientos cabellos. No podrías haber dicho su edad, lo mismo podría haber tenido veinte años que cuarenta. Lo cierto es que comenzó a hablarte del local, diciéndote que no era muy común ver a turistas por allí. No lo dijo con acritud, sino casi como un cumplido hacia ti. No te sorprendió descubrir que te habías metido en un garito de la mafia local, y llevabas el suficiente alcohol metido en el estómago como para sentirte osado y que aquello no te importase. Aquel tipo de dijo el nombre de lo que habías estado bebiendo, totalmente impronunciable y que olvidaste en menos de tres segundos. Dejaste que te aconsejara, y pronto una hilera de pequeños vasos de cristal gastado formaban una fila frente a ti, sobre la barra, testimonio de todos los licores de distintos colores y sabores que te habías metido entre pecho y espalda. Lo cierto es que no te sentías borracho, no recordabas haber pasado ese punto en el que eras consciente del efecto que el alcohol te está produciendo, justo antes de que no te importe una mierda. Te sentías bien, y el alcohol había insuflado valor a tus venas. En un país extranjero, codeándote con la mafia, haciéndote amigo de un hampón local. Eso cuadraba bastante bien con tu fantasía de aventurero de película antigua. Acodado en la barra encendiste un cigarrillo, y le ofreciste uno a tu nuevo amigo. Le ofreciste tu mano diciéndole tu nombre, y el te la estrechó divertido mientras pronunciaba el suyo, una ristra de sílabas de tres letras o más que te dejó perplejo. El se rió, mostrando con mas claridad sus amarillentos y puntiagudos dientes bajo la luz de neón. Te dijo que podías llamarle Liang, era la forma en la que le llamaban todos por allí.
Cuando te habló de guiarte a través de las diversiones locales, te pareció muy buena idea. Ya te estabas aburriendo de aquel bar de mala muerte, y por las miradas que te estaban echando imaginabas que al resto de los parroquianos tu presencia no les era tan grata como a Liang. Salisteis de allí codo con codo, ambos dialogando en ingles con acentos tan marcados que habrían provocado el infarto de un profesor británico. El local que ibas a visitar no estaba muy lejos de allí. Te preguntó si conocías la variedad local del boxeo, y tu le contestaste que habías visto algo en las películas, pero que no te apetecía mucho el presenciar una de aquellas sangrientas veladas. Él sonrió, y te dijo el combate que ibais a presenciar tenia un aliciente que sin duda encontrarías atractivo.
Aquel sitio era un subterráneo, con la entrada marcada con la luz roja que señala a los prostíbulos en cualquier parte del globo. Una sonrisa pícara iluminó tus labios ante la idea de pasar el resto de la noche disfrutando de los placeres de un lupanar asiático. Pero de allí dentro salía demasiado ruido.
La puerta estaba custodiada por los dos asiáticos más altos que habías visto en tu vida, dos mulos humanos de cabeza rapada y cara de pocos amigos que le estaban negando la entrada a un individuo bajito y medio calvo, que les ofrecía varios arrugados billetes en un intento inútil de comprar su entrada. En cuanto vieron a tu amigo, los dos inclinaron la cabeza y se hicieron a un lado, dejándoos pasar. Fue entonces cuando empezaste a sospechar la importancia dentro de la mafia local que tenía tu amigo. Quizás había sido su compañía la que te había salvado de acabar mal en aquel bar del que veníais. Si, aquello comenzaba a encajar, un hampón que intervenía echándole una mano a un turista ingenuo para evitar que haya incidentes desagradables en uno de sus locales.
El sótano era un lugar de paredes ocres lleno de humo y del olor a sudor. Cientos de hombres estaban allí hacinados, gritando y alzando los brazos alrededor de un pequeño cuadrilátero, ligeramente elevado del polvoriento suelo. Desde la entrada viste una silueta saltar y patear a otra en la cabeza, apenas un destello. La luz provenía de sucias bombillas que colgaban del techo. Seguiste a tu amigo, dándote cuenta de como los parroquianos se iban apartado a su paso, dejándoos camino libre hasta el pie del ring. Entonces descubriste cuales eran esos alicientes de los que Liang te había hablado.
Lo primero que llamó tu atención fue el sudor que cubría sus cuerpos, como relucía bajo la grosera luz de las bombillas. Parecían estar cubiertas de aceite. Dos chicas, completamente desnudas salvo por las sogas enrolladas que cubrían sus manos y sus pies, se enfrentaban en un cruel combate de boxeo sobre el cuadrilátero. Una de ellas te enamoró al instante. Su cuerpo pequeño y bronceado tenía los músculos deliciosamente marcados, y te encantaba como su larga trenza bailoteaba tras ella siguiendo sus rápidos movimientos. Tus ojos se perdieron en su delicado rostro de muñeca, los oscuros pezones de sus pequeños y bonitos pechos, sus fuertes piernas y su firme trasero. Mientras la mirabas, esquivó una brutal patada de su adversaria, mucho más alta, y salto para propinarle un rodillazo en el rostro. La otra chica también era una belleza, aunque su rostro mostraba algunos moratones. Le dirigiste a Liang una sonrisa, y el te respondió con un guiño de sus pequeños y relucientes ojos. Aquello te gustaba.
Al principio pensaste que era un combate amañado, un mero espectáculo erótico para la satisfacción de los presentes, pero pronto la contundencia de los golpes te convenció de lo contrario. Aquel era un combate real, y la prueba eran las apuestas que registraba un individuo sentado al pie del cuadrilátero, frente a una mesa con una caja de caudales. Por los vítores del publico adivinaste el nombre de tu favorita. Gupu, la llamaban, un nombre que a ti te recodaba mas a un osito de peluche que a una aguerrida luchadora. Una campana marcó el fin del asalto y las luchadoras volvieron a sus esquinas. Te encantó que la de Gupu fuese la más cercana a donde estabais. La joven sonrió y lanzó un beso al público antes de sentarse en el taburete a escuchar las indicaciones de su entrenador.
Le preguntaste a Liang como apostar por ella, y el hampón te acompañó hasta la mesa. Estabas medio borracho, por eso apostante tanto, tu que te vanaglorias de ser inmune a los encantos de los juegos de azar. Pero aquella chica tenía algo que hacia que perdieses el sentido. Nunca habías creído en el amor a primera vista, pero aquella chica te estaba empezando a hacer creer. No solo querías que ganase. Querías conocerla. Querías que fuese tuya.
-La deseas, ¿no, amigo?-te dijo Liang al oído, con una intimidad que no habrías permitido estando sobrio.
Asentiste, sin dejar de mirar su sudorosa espalda, sobre la que otra chica derramaba agua helada. Había algo tatuado en aquella espalda, dos largas hileras rojizas, casi invisibles en medio de la bronceada piel, en caracteres que no se correspondían a los usados en este país. No eras un experto en la materia, pero podrías haber jurado que aquello era escritura china. Quizá la chica fuese una mestiza, lo que explicaría su menor estatura y su belleza inusual.
-Quiero que sea mía.-dijiste, sin dirigirte a nadie en concreto.
Con el rabillo del ojo viste la sonrisa de Liang. Quizá de haber estado sobrio te hubiese puesto nervioso.
El nuevo asalto comenzó de la forma más brutal. La oponente de Gupu salto proyectando su pierna hacia adelante, haciendo que su pie envuelto en sogas se estrellase contra el vientre de tu favorita. Gupu bajó la guardia, y su oponente se aprovechó, dirigiéndole una lluvia de golpes de puño desde todos los ángulos posibles. Pero tu campeona encajó un imposible gancho descendente en la frente para poder agarrar el cuello de su adversaria, y entonces atacó alternativamente con sus codos al rostro de la otra chica, mientras gritaba con una fiereza insólita en una oriental. Sus pies golpearon con saña las rodillas de su oponente haciéndola flaquear, y finalmente Gupu dio un brinco para golpearla con su rodilla en el rostro. La chica se tambaleó hacia atrás, libre al fin del agarre de Gupu, y cayó inconsciente al suelo tras dar un par de pasos. Nadie escuchó el golpe de su cabeza contra la lona, todos estaban ya gritando el nombre de Gupu, que se alzó en su rincón mostrando su hermosísimo cuerpo desnudo al público, sonriendo pese a la sangre que manaba de los orificios de su nariz.
Era una criatura brutal y sensual, una autentica diosa.
-¿Que harías por tenerla?-te susurró Liang, su repugnante aliento casi provocándote una arcada.
-Cualquier cosa.-le dijiste.
-Puedo conseguírtela esta misma noche.-te susurró él.-Pero te costará.
-No me importa el precio.-le dijiste, todavía embelesado por la belleza de su rostro, por la sensualidad de su cuerpo, por la promesa de su delicado pubis rasurado.
Te dejaste llevar por la marea humana que se precipitó sobre la mesa de apuestas. El encargado casi no te dirigió la vista mientras contaba tus ganancias sobre la palma de tu mano, pero podrías haber jurado que lo que mascullaba eran maldiciones que se extendían ampliamente por todo tu árbol genealógico. No te importaba, en aquel momento no te importaba nada. Fue la delgada y huesuda mano de Liang la que te sacó de aquel lugar y te llevó a una esquina apartada. Tu amigo discutió allí con dos individuos altos, de cabezas rapadas, con coletas trenzadas cayendo desde la parte de atrás de sus cráneos hasta el final de sus espaldas. Eran dos auténticos atletas, pero no te hizo falta entender sus palabras para notar el temor que sentían ante la presencia de Liang. Tu amigo me estrechó la mano de nuevo, mientras te guiñaba un ojo.
-Ellos te guiarán.-te dijo.-Nos veremos muy pronto.
Como en un sueño, seguiste a los dos gigantes trenzados por un oscuro corredor. Una tosca puerta de madera, en medio del pasillo, se abrió para dejar salir a la oponente de Gupu. Seguía totalmente desnuda, y las sogas de sus manos y pies habían desaparecido. Sostenía una bolsa de hielo contra su cabeza mientras caminaba hacia ti, apoyada en la pared como si le costase mantener el equilibrio. Cuando te cruzaste con ella, te dirigió una mirada cargada de algo que podría ser desprecio. Uno de sus ojos estaba casi cerrado por la contusión, deformando su bonito rostro. En ese momento comprendiste que ella sabía que habías apostado por Gupu. Te sorprendió lo rápido que se extendían las noticias entre aquellos individuos de rostro indescifrable.
Uno de tus escoltas abrió la puerta del fondo del pasillo, y los dos se quedaron custodiándola, uno a cada lado. Cuando entraste, la cerraron a tus espaldas.
El sonido de decenas de goteras asaltó tus oídos en cuanto penetraste en aquella estancia de suelos mojados y paredes cubiertas de losas blancas. Te habían llevado al vestuario de Gupu. Pudiste ver sus sogas, todavía manchadas de sangre pero meticulosamente enrolladas formando cuatro ovillos, descansando sobre un largo banco de metal, junto a la pared. La luz procedía de una fila de velas situada junto a la bañera, una especie de pequeña piscina excavada en el suelo. Sumergida en aquel agua cristalina, mirándote con una suave sonrisa, estaba Gupu. Su rostro había sobrevivido al combate prácticamente intacto. Te miró con ojos melosos, mientras se acercaba al borde de la bañera más cercano a ti. Se apoyó en el borde para sacar su magnífico torso del agua, y con una de sus delicadas y letales manos te hizo un gesto. No necesitabas nada más. Sin dejar de mirarla te desnudaste y sin pensártelo te sumergiste con ella en las cálidas aguas de la bañera. Allí había sitio de sobra para los dos. El contacto de su piel contra la tuya fue electrizante, un impacto que erizó tus nervios y te envaró. Pero tus nervios no tardaron en calmarse bajo las suaves caricias que sus pequeñas manos y sus exquisitos pies te suministraron. Sin dejar de sonreír, acercó su boca a la tuya para darte el beso más exquisito y meticuloso que te hubiesen dado nunca. Aquello te hizo ascender a los cielos al instante. Querías rodearla con tus brazos, poseerla en aquel mismo momento, pero sabias que era mejor dejarla hacer. Así que te dejaste caer contra la pared de la bañera, mientras ella te suministraba los más exquisitos placeres en formas que nunca te hubieses atrevido a imaginar.
Ni por un instante pasó por tu cabeza que finalmente habías cruzado aquella barrera que te habías prometido respetar. No caíste en la cuenta de que habías dejado de un astuto proxeneta te llevase a los brazos de una prostituta de lujo. En aquel momento no existía para ti mas que Gupu, creando un paraíso para ti en el hueco de sus manos. Cuando al fin eyaculaste, en el orgasmo las largo y placentero que jamás habías vivido, ella cubrió tu boca con la suya para masajear tu lengua con sus dientes. No te había permitido penetrarla en ningún momento, pero eso no te importaba. En aquel instante, rodeando su cuerpo con tus manos, sintiendo su aroma animal entrando en tus pulmones, sentiste por ella un amor tan fuerte que era casi una adicción.
No notaste la primera aguja, la que se clavó tras tu oreja. Fue la siguiente la que te expulsó de tu lujurioso paraíso. Debajo en la anterior, en tu cuello, clavándose lentamente mientras Gupu la hacia girar con sus pequeños dedos. Quisiste llevar tu mano a aquella engorrosa fuente de dolor, pero tu brazo se negó a obedecerte. Una tras otra, Gupu fue clavando las agujas en tu cuello y tu cabeza, cortando el flujo de comunicación de tu sistema nervioso con una precisión escalofriante. Antes de que pudieses comprender que te ocurría, estabas totalmente inmóvil, tu cabeza como separada del cuerpo por la acción prodigiosa de unas finas agujas. Abriste la boca para preguntarle a Gupu que ocurría, pero tu lengua se había quedado pegada al paladar. La sonrisa había desaparecido del rostro de tu amada, que ahora te contemplaba sin la más mínima emoción.
De un salto, la boxeadora salió de la bañera y agarró tu cuerpo por las axilas. Era muchísimo mas fuerte de lo que parecía, y no le costó mucho sacarte de la bañera y arrastrarte por el húmedo y rugoso suelo del vestuario. Una vez te tuvo en el centro exacto, pegó cuidadosamente los brazos a tu cuerpo y unió tus piernas. Parecía la empleada de una funeraria, preparando ceremoniosamente un cadáver. Tú todavía estabas demasiado perplejo como para sentir temor.
No te sorprendió cuando viste a Liang sobre ti, mirándote con una sonrisa casi beatífica en curtido rostro. Se arrodilló a tu lado, examinando tu cuerpo con detenimiento, palpándolo con la punta de sus dedos. No podías sentir el tacto de su piel contra la tuya, pero podías imaginarlo. Cientos de leyendas sobre tráfico de órganos habían llenado para aquel entonces tu pensamiento, así que cuando Liang sacó un afilado instrumento parecido a un bisturí de sus ropas, tu ya casi te lo esperabas. Cuando lo posó en el centro de tu pecho y lo clavó de un solo golpe, tu solo escuchaste el sonido de tu piel al rasgarte y el borboteo de tu sangre al manar. De un solo gesto, con la precisión de un calígrafo fino, la hoja atravesó tu vientre y se detuvo justo en tu ingle. En aquel momento tú estabas demasiado ocupado intentando gritar, tratando de forzar a unos pulmones que ya no eran tuyos y que actuaban solo por reflejo.
-Te advertí que te costaría un precio disfrutar de las atenciones de mi pequeña Gupu.-te dijo Liang, con tono divertido, mientras rebuscaba entre tus vísceras con la punta de su cuchilla.-Pero apostaría cualquier cosa a que nunca pensaste que sería algo como esto.
Quizá porqué tu mente estaba demasiado horrorizada, pero en aquel momento no te diste cuenta de que Liang te había hablado en tu propio idioma, sin el menor rastro de acento. Gupu había tomado asiento frente a él, al otro lado de tu cuerpo. Parecían japoneses sentados alrededor de una mesa de palpitante carne humana.
-Gupu, hija mía.-le dijo Liang a la boxeadora.- ¿Quieres explicarle a este caballero que vamos a hacerle? Es lo menos que podemos hacer teniendo en cuenta el servicio que va a proporcionarnos.
Gupu te miró a los ojos, la frialdad de su rostro haciendo que su belleza te pareciese de repente insoportablemente repulsiva.
-Hace mucho tiempo,-dijo ella, también en tu idioma, también sin acento, con una voz tan dulce como al miel.-los blancos llegaron a estas tierras. Aprovecharon la decadencia de nuestros imperios y los sojuzgaron para convertirlos en colonias. Y robaron la esencia de la tierra, su riqueza, y se la llevaron con ellos. Los espíritus de las plantas, de los árboles, de los ríos, todos padecieron ante las máquinas del hombre blanco, mientras los usurpadores devoraban su fuerza. Claro, no podíais verlos, ni podíais sentirlos. Y los habitantes de estas tierras ya habían dejado de creer en ellos. Pero había algunos que si los sentían, que los necesitaban para subsistir.
-Como yo.-dijo Liang.-Llevaba diez mil años en esta tierra cuando los occidentales llegaron. En menos de una generación ensuciaron los ríos, talaron los bosques, profanaron los santuarios de las montañas. Robaron la fuerza de los espíritus de la naturaleza y se la llevaron con ellos. La llevaron en el aire que habían respirado, en la carne que habían devorado, en el agua que habían bebido. Durante milenios los habitantes de esta tierra se habían alimentado de ella y la habían respetado, le habían permitido regenerarse con el ciclo natural de las estaciones. Pero hay algo degenerado en los hombres blancos, en la forma en la que toman posesión de la tierra.
-Mi padre no es una criatura mortal.-dijo Gupu, mientras sus dedos se internaban en tu vientre.-Es un dragón, uno de los últimos que quedan en este mundo. Su linaje desciende de los grandes reptiles que reinaron antaño, no como el tuyo, que proviene de repugnantes monos que trepaban a los árboles. Está destinado a prevalecer hasta diez mil años después de que el último humano haya desaparecido de la faz de la tierra.
Liang dio un rápido giro a su cuchilla, y Gupu sacó de tu vientre un pedazo todavía palpitante de carne que metió en la boca de aquel al que había llamado padre. Ese que habías tomado por tu amigo masticó un pedazo de tu cuerpo casi con lujuria, mientras tu sangre chorreaba por sus labios.
-Delicioso.-dijo Liang.-Un ejemplar muy bien alimentado. Yo fui una vez así, amigo mío, pero cuando los tuyos se llevaron a los espíritus de la tierra, yo enfermé. Creí que los espíritus volverían, puesto que vosotros ni os habías dado cuenta de que los habíais raptado, así que no les costaría liberarse de vuestro poder. Pero no sobrevivieron al contacto con vuestra tierra envenenada por la codicia humana. Y cuando os marchasteis, dejasteis aquí vuestras máquinas y vuestro veneno, y los que antaño habían vivido en armonía con la tierra aprendieron vuestras maneras degeneradas, asesinándola un poco más cada día. Todavía estoy enfermo. Muy enfermo, como la tierra que me dio la vida en el pasado.
Como un artista que cede su pincel, Liang le pasó la cuchilla a Gupu. Con dedos ensangrentados abrió su camisa, y después tomó tu cabeza con esos mismos dedos para hacerte ladearla y que pudieses ver su torso, las úlceras supurantes que lo cubrían casi por completo, de un gris enfermizo y sucio.
-Esto es lo que me habéis hecho.-te dijo, obligándote a seguir mirando, mientras una de aquellas úlceras estallaba salpicándote la cara con un líquido frío y repugnante.-Esto es lo que tus antepasados le hicisteis a mi tierra. Otros muchos como yo enfermaron también, y muchos murieron. Pero yo he sobrevivido porque descubrí vuestro secreto. Tenéis la fuerza de los antiguos espíritus en vuestra sangre, la habéis recibido de vuestros antepasados. Es débil, pero sigue en vosotros, en vuestra carne. Yo solo contribuyo a devolverla a la tierra.
Nada mas soltar tu rostro, volvió a tomar la cuchilla de las manos de Gupu. Con un gesto hermoso en su sencillez cortó un pedazo de tu hígado, que introdujo con cuidado en la boca de Gupu. Su hija se lo tragó de golpe, inclinando hacia atrás la cabeza.
-Tenias razón, padre.-le dijo.-Es delicioso.
Observaste como devoraban tu hígado. Después cortaron con delicadeza uno de tus riñones. El repugnante olor de tu sangre y tus vísceras abiertas te estaba volviendo loco. Siguieron cortándote y devorándote, pero tu cerraste los ojos. No sabes si fue tu voluntad o sencillamente que tu mente sucumbió al terror, pero finalmente perdiste el conocimiento.
Así fue como llegaste aquí, a esta cama en este mísero hospital. Los médicos que te atienden no comprenden que te ocurrió, y tu no les has dicho nada para aclarárselo. No tienes porqué hacerlo, no le ves ningún sentido. No saben quien eres, ni de donde vienes. Pero eso no te importa ahora. La única duda que corroe tu mente es si sobrevivirás sin la mitad de tus vísceras. Lo siento, amigo, pero ahora eres menos aún que medio hombre, así que lo que sobreviva no se parecerá mucho a lo que llegó a este país. Por fortuna te mantienen sedado la mayor parte del tiempo. Creo que tu cuerpo se está comenzando a acostumbrar a la morfina, y que a tu mente le está empezando a gustar demasiado. Además, mantiene alejadas a las pesadillas.
Hace unos días que comenzaste a escucharme, retumbando dentro de tu cabeza. Y hasta ahora, no te has dado cuenta de quien soy. Si, tienes razón. Soy el último pedazo de cordura que queda dentro de tu cráneo. Pero no sé si seguiré por aquí mucho tiempo.
© 2008, Juan Díaz Olmedo
Publicado por Juan Díaz Olmedo en 12:50 1 comentarios
Etiquetas: Relatos
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