Publicado en Artifex nº 4.
Que asco de noche.
La lluvia cae con crueldad sobre el asfalto arrastrando la suciedad, amontonándola junto a los bordillos de las aceras. Bajo la vista y veo una procesión de colillas que se desliza en el interior de una alcantarilla una tras otra, como repugnantes barquitos que navegan hasta el fin del mundo siguiendo un riachuelo de aguas negras como la pez. Estoy terriblemente aburrida. El frío se me está metiendo en las entrañas.
Me abro el chaquetón intentando que mi escote llame la atención de un individuo que cruza la calle apresuradamente, tratando de guarecerse de la lluvia bajo las delgadas cornisas. Es un gusano medio calvo, con cabellos grises y un repugnante jersey color verde botella. Un paleto, no hay mas que verlo. Me da un asco tremendo tenerlos de clientes, pero esta noche de mierda aceptaría cualquier cosa con tal de poder irme a casa pronto.
-¿Estás solo, encanto?-le dijo cuando se detiene frente a mí, justo en la acera de enfrente, bajo el toldo medio plegado de un estanco.
El gusano tan solo me dirige una rápida mirada antes de proseguir su camino. Nada, ni con ese maldito paleto puedo contar. ¿Que mierda me pasa últimamente? Nunca me ha gustado esa vida, es verdad, pero últimamente las cosas parecen estar yendo de mal el peor. Ya ni siquiera soy capaz de llamar la atención de un paleto rechoncho que no seduciría a una mujer si aunque la drogase. La clase de tipos que me dan más pena y al mismo tiempo más asco. Al menos suelen conformarse con un servicio rápido.
Bajo la vista para examinar mi escote. Maldita sea. No puedo resistir el impulso de cerrar mi viejo chubasquero negro cuando una gruesa gota se desliza justo entre mis delgados pechos. Un escalofrío recorre mi piel. Comienzo a sentir el frío llegando hasta mis huesos. Si sigo aquí voy a acabar cogiendo una pulmonía de narices como poco. Lo que me faltaba ya, ponerme enferma. Como si no estuviese ya bastante echa polvo.
Odio admitirlo, pero es cierto. No es de extrañar que nadie quiera mis servicios. Estoy delgadísima. Me estoy quedando en los huesos. Mis costillas comienzan a asomar bajo mi piel, sobre unos pechos que han tenido días mucho mejores. Recuerdo cuando comencé a hacer la calle, como mis pechos atraían la atención del más casto de los gusanos que pasaban cerca de mí. ¿Cuánto hace de aquello? Cielos, solo dos años. Si no me metiese tanta mierda en las venas.
Si no me metiese mierda en las venas no habría tenido que ponerme a hacer la calle. No sé por qué puñetas tengo que ponerme a pensar en esto justo ahora. Como si la puñetera lluvia y el frío que hace no bastasen para conseguir que me sienta como una basura.
Me pego un poco mas a la pared, con tan mala fortuna que mis baratos zapatos de tacón se meten en un maloliente charco lleno de algo mas que agua de lluvia. El aceitoso líquido se pega a la piel sintética y comienza al instante a comerse su chillón color rojo. No me importa. Poco me importa esta noche. Saco un espejito de mi bolso para retocarme el maquillaje. Cuando veo mi rostro en el pequeño cuadradito de cristal me sorprendo de lo que veo. Estoy que doy pena. Mis ojos están hundidos en el rostro, rodeados por unas ojeras que mi habilidad maquillándome no pueden ocultar. Los pómulos se me marcan en las mejillas haciendo que mi cara se parezca un poco a una calavera. Incluso mis labios están demasiado delgados, apenas cubriendo mis dientes amarillentos. ¿Cómo va a querer alguien que le haga un servicio con esta boca? Me quito el carmín de los labios con el dorso de la mano, haciéndome daño a propósito. Me lo merezco. Con lo bonita que yo era. Era preciosa. Ahora solo doy asco.
Mierda. Es este tiempo, el maldito frío que se te mete en los huesos. La lluvia resbala del cuello de mi chubasquero y se desliza por mi espalda provocándome escalofríos. No, no es solo por la lluvia por lo que tiemblo. Si voy a ser sincera conmigo misma voy a serlo del todo. Es porque mis venas me están pidiendo a gritos más mierda blanca. Si, es eso, eso explica porqué me siento tan mal, porqué siento que todo se está yendo al infierno a pasos agigantados. Entrelazo los dedos con fuerza, intentando parar los temblores. Necesito una dosis. Si, la necesito de veras. No me había dado cuenta de lo mucho que la necesitaba hasta que he pensado en ella.
No tardaré mucho. Iré a casa y me picaré. Después estaré mucho mejor, con fuerzas como para tirarme a un regimiento. Espera, no tengo mucho que picarme en casa. Solo esa dosis que guardo para emergencias. Siempre previsora, como mi madre me enseñó. Pero esto es una emergencia. Si, si que lo es. El pensar en el alivio que esa dosis me provocaría me hace desearla mas aún. Me cierro el chubasquero y me alejo de aquel sucio rincón, rumbo a ese agujero desordenado donde vivo.
La lluvia no es tan fuerte como para acallar el ruido de mis tacones contra el asfalto. No me gusta llevar tacones, pero a los clientes suele encantarles verme con ellos. Es una lata llevarlos sobre todo en esta maldita ciudad que siempre parece estar en obras. Tengo que bajarme y subirme de la acera una y otra vez esquivando andamios y vallas pintadas de amarillo, espacios cercados por cintas de plástico e incluso socavones abiertos en el suelo, que comienzan a llenarse de una mezcla de lluvia y barro muy parecida a las arenas movedizas de las películas.
Un tipo me asusta surgiendo tras un murete de metal que cubre un andamio. En el primer momento no veo más que una inmensa masa negra frente a mí. Retrocedo por puro instinto, agarrando mi bolso con ambas manos. Después descubro que es una tipo excepcionalmente alto, con un largo chubasquero gris con capucha que le da aspecto de monje. Su rostro permanece en las sombras de su capucha.
-Vaya susto me has dado, guapo.-le digo, mintiendo como la zorra desesperada que soy. En lo de guapo, por supuesto. No en lo del susto.
Me dispongo a seguir mi camino cuando el tipo extiende una mano para detenerme. Hay algo raro en esa mano, algo en sus uñas que me da mala espina. Pero la retira demasiado deprisa como para que me dé cuenta de lo que es.
-¿Cuanto?-me pregunta, con una voz ronca y rasposa, en tipo de voz mas adecuado para surgir del interior de una capucha oscura.
-Eso depende de lo que quieras, cielo.-le digo, tratando de ignorar a mis tripas, que se encogen de aprensión.
-Que vengas conmigo.-dice el tipo.-A un hotel. Que pases la noche conmigo.
-No hago servicios de toda la noche.-le digo, ensayando una sonrisa que intento que sea seductora.-Pero podemos pasar un buen rato si te apetece.
-¿Cuanto por eso?-le dice él, llevando una de sus manos al interior de su gabardina.
Me pongo a la defensiva hasta que veo salir de nuevo a la mano cargada de un rollo de billetes. Hay mucho bastardo suelto por ahí, y nunca se sabe.
-Cien.-le digo. Mi tarifa máxima.
-Hecho.-dice él, contando billetes hasta completar la cantidad.
Me acerco a él para coger el dinero que me ofrece y entonces noto su olor. El tipo huele a frutas podridas. Me cuesta no torcer el rostro en un gesto de asco. Este tipo es un maldito vagabundo. No me gusta nada. A saber de donde ha sacado el dinero. Alzo la vista y entreveo la forma de unas gafas oscuras que cubren sus ojos. ¿Que clase de chalado lleva gafas de sol durante la noche? No, voy a pasar de él. Voy a ir a casa a darme el pico y después a buscar a un paleto al que divertir por cinco minutos. No merece la pena.
Entonces el tipo se baja ligeramente las gafas, y algo brilla en el lugar donde deberían estar sus ojos. No, no es tan mala idea. Son cien contantes y sonantes. Me vendrán de perlas. Es un tipo con dinero, no creo que vaya a hacerme nada. Vamos, no será el primer cerdo que se disfraza para irse con una furcia, para que no le reconozcan. No ocurre nada. Ignoro la tortura que me están infringiendo mis hambrientas venas y cojo los crujientes billetes de su blanquecina mano de largos dedos.
-Conozco un buen hotel por aquí.-le digo.
-No.-dice él, cortante.-Yo conozco uno mejor. Ven conmigo.
Se da la vuelta y comienza a caminar, sin girarse para ver si le estoy siguiendo. No es muy amable, pero lo prefiero a los típicos tipos que te cogen del brazo como si fueses su novia. Me envuelvo lo más que puedo en mi chubasquero y comienzo a seguirle.
Un chirrido a mi espalda me hace detenerme. No, eso no lo han hecho mis tacones al rozar la acera. Giro la cabeza y por un instante creo ver cientos de parejas de pequeños puntitos brillantes de color rojo, como diminutos pares de ojos que me mirasen desde las sombras. Parpadeo y ya no están. No es la primera vez que veo lucecitas donde no hay nada. Será cosa de la retina, o que sé yo.
Lo que me faltaba, encima quedándome ciega.
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Pues no, no conozco este maldito hotel. Aunque no sé que tiene de diferente con el resto de los hoteles baratos que suelo frecuentar cuento ofrezco mis servicios. Un recibidor más oscuro de lo normal, quizá. O tal vez sea el silencio. Se diría que somos los únicos huéspedes de este agujero. Y no me extraña, la verdad. Este sitio da asco. La lluvia se está colando por canales abiertos en la barata imitación de mármol de recibidor y esta empapando la infecta moqueta color vómito que cubre toda la planta baja. Las luces están atenuadas con pantallas rojas. Luces rojas, el símbolo universal de la prostitución. Al menos son lo suficientemente honestos como para admitir que clase de agujero es este.
El recepcionista es uno de esos tipos que no se resignan al hecho de estar quedándose calvos y se dejan el poco pelo que les queda lo mas largo que pueden, como si quisieran compensar. En este caso, como suele ocurrir, el resultado es desastroso. Sus cabellos grisáceos forman una especie de aureola alrededor de su cabeza en forma de huevo. Ya es bastante feo de por sí, con una cara arrugada como una pasa que le hace parecerse a un mono. Con esa pelambrera resulta patético. Por un instante sus ojos me miran, pero no tarda en desviar la vista. No soy yo quien le interesa, sino quien tiene el dinero. Y ese es el tipo misterioso que me acompaña. El recepcionista se limpia los dedos en la camisa, que ya luce una notable colección de lamparones, y acepta el montón de billetes que le ofrece mi cliente. Vaya, no sabía que pretendía quedarse tanto tiempo. Lo que es por mí, en cuanto termine con este tipo me largo a casa.
Aprieto los puños y me alejo del gastado mostrador. Estoy volviendo a temblar, maldita sea. Mis tacones se están clavando más de la cuenta en la moqueta, y casi me caigo redonda al suelo al dar un mal paso. Mierda de sitio y mierda de vida esta. Porqué no se me ocurriría otra forma de ganarme la vida.
Porque nadie contrataría a una inútil drogadicta como tu, pedazo de idiota, me dice con la mirada la zorra famélica que está al otro lado del espejo del fondo de la sala. Una mujer de edad indefinida, con solo el recuerdo de la belleza que un día tuvo, que está temblando de frío y del mono al mismo tiempo, con sus mojados cabellos perdiendo su tinto rojo furioso en las raíces, que comienzan a revelar su auténtico color oscuro. Tengo que teñirme de nuevo. Y tengo que comenzar a cuidarme un poco. Si no solo tendré como clientes a pervertidos como este tipo. Miro su alta espalda, como la lluvia sigue resbalando por la tela de su gabán, formando un charco a sus pies, entre sus recias botas de motorista. Quizá sea eso, un motero de paso por la ciudad que quiere divertirse sin tener que preocuparse antes de conquistar a una mujer. Eso explicaría su mal olor, pero no que siga encapuchado y con las gafas de sol puestas. Finalmente termina de hacer lo que fuera que estaba haciendo con el conserje y este le da una llave que cuelga de un llavero de madera lleno de muescas. Sin dirigirme ni tan siquiera un gesto, mi cliente se dirige hacia las escaleras. No me queda más remedio que seguirle.
No hay ascensor. Por supuesto, estos sitios nunca tienen ascensor. Me pregunto si estas malditas casas antiguas que parece que van a desmoronarse en cualquier momento fueron bonitas alguna vez, cuando las construyeron, o si el lumbrera que las construyó lo hizo pensando en lo fácil que iba a ser que el polvo se acumulara en las esquinas, en lo bien que la humedad iba a extenderse por dentro de las paredes. Por suerte solo vamos al primer piso.
Mi cliente abre la puerta de nuestra habitación, la 101. Seguimos rodeados por el silencio. Ni siquiera la moqueta, que también cubre este piso, puede amortiguar mis pasos. Cuando llego a la puerta mi cliente ya ha entrado.
-No enciendas la luz.-me dice en cuanto cruzo el umbral, con un tono lo suficientemente firme como para que entienda que es importante.
De acuerdo. Lo haremos a oscuras. Así solo tendré que olerle. Pero hay algo de luz aquí, un tenue destello morado e intermitente que entra a través de las livianas cortinas de una de las ventanas. Es el luminoso con el nombre del hotel. Cierro la puerta a mis espaldas. Antes de que mis ojos se acostumbren a la penumbra, nos quedamos en la más completa oscuridad. Mi cliente ha cerrado las persianas.
-No te asustes.-me dice.
Lo cierto es que no puedo evitar apretujarme contra la puerta, mientras miro a mi alrededor sin ver nada mas que la negrura más absoluta. Que idiota soy. No tendría que haber venido con este chalado. Sabía que esto iba a acabar mal.
El destello de la llama de una cerilla brilla de repente ante mí. Es mi cliente, sosteniéndola con cuidado con dos de sus extraños dedos. Mientras prende una vela que no sé de donde demonios ha sacado puedo ver al fin sus uñas con claridad. Soy muy largas, amarillentas, con los bordes destrozados. Más que uñas parecen astillas de madera vieja clavadas en sus dedos. Casi me entra una arcada pensando que esas uñas van a rozarse con mi piel.
La luz de la vela ilumina tenuemente la habitación. Miro a mi alrededor y no veo nada que llame mi atención. Una cama cubierta por una colcha color vino, decorada con manchas ocres y quemaduras de cigarrillos, ocupa casi todo el espacio. Dos pequeñas mesitas de noche la escoltan. Todos estos sitios son iguales. No intentan asemejarse a un hogar, porque la gente no viene aquí a encontrar un hogar provisional. La gente viene a pecar, a satisfacer sus instintos de forma rápida y sucia y salir huyendo antes de que su conciencia les encuentre. Me acerco a mi cliente, que ha puesto la vela sobre un charco de su propia cera derretida, en una de las mesillas. Le echo una buena mirada mientras me siento en la cama. Todavía lleva las gafas puestas, y la llama de la vela se refleja en sus cristales oscuros. Es increíblemente pálido, como si estuviese pintado de blanco. Incluso me parece ver algunas venas destacándose oscuras bajo su piel. Mierda, este tipo está enfermo. Tiene que tener la lepra o alguna de esas enfermedades que te dejan hecho una basura humana. O eso es un drogadicto que lleva en el hábito demasiado tiempo. No voy a acostarme con este tipo, no voy a dejar que me pegue lo que sea que le ha dejado con esa pinta.
Mi cliente se baja de nuevo las gafas, y por un instante veo sus ojos, brillando con una suave luz rojiza.
-¿Que quieres que hagamos, encanto?-le pregunto, tratando de sonar melosa.
Estoy tan mordida por el maldito mono que hasta me tiembla la voz. Por un instante se me pasa por la cabeza preguntarle si tiene algo de heroína encima. Cada día soy más idiota. Mejor terminar con esto lo antes posible y salir de aquí corriendo.
Mi cliente se aleja de la luz de la vela y se sienta lentamente en un pequeño sillón, en la esquina mas alejada de la cama. Se baja la capucha del gabán, y entonces descubro que no tiene ni un solo pelo en la cabeza. Demonios, ni siquiera tiene cejas. Con el mismo cuidado se quita al fin las gafas. Desde aquí no veo sus ojos con claridad, pero juraría que son rojos. Un albino. Si, un maldito albino, doblemente avergonzado, por su rareza y por tener que pagar a una zorra para disfrutar del calor de una mujer.
-Desnúdate.-me dice.-Quiero ver como lo haces.
Rebusco en mi bolso. Lo primero es lo primero.
-Sin esto no lo hago.-le digo, enseñándole el preservativo que he sacado de su interior.
-Por supuesto.-dice él.-Pero antes quiero verte.
Trato de que no se me note el fastidio mientras dejo el bolso y el condón sobre la mesilla. Encima tiene gustos raros el muy cerdo. Aunque quizá haya suerte y se limite a masturbarse mientras me mira. No sería la primera vez que me ocurre.
Me quito los zapatos de tacón y los dejo junto a la cama. El chubasquero está empapado, y el agua resbala sobre la colcha mientras me lo quito, intentando que mis movimientos sean lo más sensuales posibles. Que idiota soy, tendría que habérmelo quitado antes de tumbarme en la cama. Lo dejo a un lado y deshago el nudo que mantiene cerrado mi corpiño.
Mi cliente no parece muy excitado. Casi diría que no me está mirando. Me da igual, que haga lo que quiera. Yo también prefiero no mirarme a él mientras me desnudo. Cuando al fin me quito el corpiño y dejo al descubierto mis pechos, el muy cerdo ni se inmuta. Que demonios, todavía me queda algo de orgullo. La minúscula falda y el tanga acaban en sobre la moqueta, junto a mis mojados zapatos.
-Túmbate.-me dice mi cliente, con un susurro que me pone los pelos de punta.
Me tiendo sobre la colcha. Puedo sentir las quemaduras de tabaco raspándome la espalda. Con una mano, la agarro con todas mis fuerzas, intentando contener mis temblores. No queda mucho. No, solo lo que este cerdo tarde en quedarse satisfecho. Se ha levantado del sillón y se está acercando con pasos lentos, como si quisiera continuar el burdo ritual de sensualidad fingida que yo he iniciado desnudándome. Sigo sin mirarle, mis ojos perdidos en las manchas de humedad que la luz de la vela me dejan ver en el techo.
Está junto a la cama, inclinándose lentamente sobre mí. Su olor a frutas podridas se hace de repente tan fuerte que no puedo evitar gemir de puro asco mientras las tripas se me revuelven. Es su aliento, su maldita boca. Giro la cabeza para mirarle y lo que veo me hiela la sangre.
Es mucho más pálido que lo que creía. No, no es pálido, es algo más. Su piel parece translúcida, y a través de ella puedo ver las venas que recorren su rostro, cargadas de una sangre demasiado oscura. Sus ojos son completamente rojos, pupilas rojo oscuro sobre un fondo algo mas claro. Es horrible, asqueroso, repugnante. Pero lo pero es cuando abre la boca y veo su saliva, un líquido aceitoso de color verde azulado que hiede a putrefacción tanto que me corta el aliento. Tengo que irme de aquí, no puedo dejar que esta monstruosidad me toque. Pero no me muevo, no hago nada por alejarme de él. La mirada de sus ojos sangrientos me tiene completamente dominada.
Siento sus dedos fríos como un pescado muerto agarrando mi brazo. Se inclina sobre mi muñeca, su aliento helado provocándome un escalofrío al rozar mi piel. ¿Que demonios le pasa a este cerdo? ¿Y que me pasa a mí? ¿Por qué no hago nada? Demonios, casi deseo que haga de una vez lo que sea que quiere hacer.
Cuando cierra su boca alrededor de mi muñeca siento frío, pero cuando sus dientes se clavan en mi piel algo entra a través de la herida recién abierta que me abrasa. Siento el calor antes incluso de comenzar a sentir el dolor de mi carne desgarrada. Es como una quemadura química extendiéndose rápidamente por debajo de mi piel, provocándome un cosquilleo al su paso. Intento gritar de dolor, pero mis pulmones no son capaces de reunir bastante aire. Solo puedo gemir mientras mi sangre fluye en su boca mezclándose con esa asquerosidad que tiene por saliva.
No es tan malo. No, no es para nada malo. ¿Que es eso que siento? ¿Son caricias? Pero vienen de dentro de mí, del interior de mi carne. Oh, cielos, es mi sangre, que acaricia el interior de mis venas. Si, es eso. Me siento ligera, como si la cama se estuviese elevando del suelo llevándonos con ella y empezase a girar lentamente alrededor de la habitación. Me doy cuenta de que tengo los ojos cerrados cuando los abro y descubro que no nos estamos moviendo. Los cierro de nuevo y me dejo llevar. Es como un orgasmo, pero mucho mejor. Es como si el mejor amante me estuviese haciendo el trabajo de su vida después de haberme dado un pico celestial. Mis manos ya no tiemblan de abstinencia, tiemblan de placer. Me llevo la mano libre entre las piernas y no me sorprende encontrarme húmeda. El contacto de mis dedos sobre mi sexo provoca una reacción que parece eléctrica, una descarga de placer tan fuerte que la confundo con dolor. Con mas cuidado, me masturbo suavemente, mientras mi cliente sigue chupándome la sangre, sin dejar de mirarme en ningún momento con esos ojos que me tienen completamente embelesada. Me estoy quedando dormida. Si, va a ser un sueño dulce, muy dulce.
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Mierda.
El sabor que siento en mi boca es tan repugnante que las tripas se me rebelan. Abro los ojos y aunque estoy en penumbras los ojos me duele como si me hubiesen clavado dos agujas ardiendo justo en las pupilas. Las cierro de nuevo, mientras me agarro la cabeza intentando como una idiota calmar el mareo que siento. Cielos, creo que voy a vomitar. ¿Donde demonios estoy?. Abro los ojos lentamente, cubriéndome la cara con una mano, mirando a través de mis dedos. Esto no es mi casa. Solo hay una luz tenue y grisácea que viene de algún sitio, pero no me cuesta reconocer el sitio. Sigo en la habitación del hotel donde vine con aquel cerdo tan raro.
¿Por qué sigo aquí? ¿Qué es lo que me ha hecho?
Me intento incorporar, pero todo da un vuelco a mi alrededor y caigo de nuevo sobre la repugnante colcha. Algo asciende desde mi estómago hasta llenar mi boca, un líquido amargo y pastoso. Ese cerdo me ha dejado hecha una mierda. ¿Qué me hizo en el brazo? Me miro la muñeca y descubro una fea herida negruzca abierta sobre mi piel. Maldita sea, esto tiene mala pinta, muy mala pinta.
Miro a mi alrededor, pero no veo a ese cerdo por ninguna parte. Se largaría en cuanto se cansó de mí. Espero que no se largara con mi dinero, el muy capullo. Al menos mi bolso sigue aquí, y mi ropa, echa un montón sobre la moqueta.
Me cuesta tres intentos el incorporarme. Cuando muevo la cabeza siento como si me la estuviesen machacando con un martillo. No he estado tan mal ni tras la peor de las resacas. Tardo un buen rato en convencer a mis pies de que me sostengan. ¿Dónde está el cuarto de baño? Si, debe estar allí, detrás de esa puerta entreabierta, de donde viene la luz. Camino hacia allí con pasos lentos y torpes, sosteniéndome en la cama y en las paredes para no caer. En un rectángulo de plástico amarillento están los interruptores de la luz. Los pulso uno a uno, pero no ocurre nada. La habrán cortado, o se habrán fundido todas las bombillas, yo que sé. A estas alturas soy capaz de creerme cualquier cosa.
El servicio es un poco más grande que una cabina de teléfonos. Hay una ducha con una cortina tomada por el moho, un inodoro medio cascado y una lavabo con un espejo. La luz viene de la calle, a través de una ventanita cubierta por un cristal translúcido. Debe de ser ya de día. A saber el tiempo que habré perdido aquí atontada. Espero que ese cabrón haya pagado lo bastante al conserje. No gustaría tener que escabullirme sin pagar, ni creo que sea capaz de hacerlo estando como estoy.
Cuando me veo en el espejo me asustó del aspecto que tengo. Cielos, ayer parecía una basura, pero lo de hoy es sencillamente horrible. Estoy blanca como el papel, y las ojeras se destacan mas en mi cara, como dos pozos negros. Mierda, casi parezco una muerta. Incluso mis pezones han perdido algo de color. Mucho me temo que ese cabrón me ha pegado alguna enfermedad. Lo que faltaba. No, lo que me merezco por no haber salido huyendo en cuanto lo vi. Hay una lámpara metálica sobre el espejo, con un interruptor gris en la pared. Lo pulso, pero la luz no se enciende. No me sorprende. A la luz que viene del exterior me miro la herida de mi muñeca. Tiene peor pinta de lo que me había parecido, si era posible. El muy cabrón me mordió justo en la parte que se rajan los suicidas. Menos mal que no me he ido al otro barrio por su culpa. Está cubierta de una costra negra y dura, y manchada de un líquido aceitoso.
La saliva de ese cerdo deforme.
Abro el grifo haciendo que las tuberías giman antes de soltar un chorro de agua helada sobre el lavabo. Pongo la mano sobre el grifo para lavar la herida, pero algo me muerde los nudillos y la quitó de golpe. Cristales, el lavabo está lleno de cristales, trozos finos y pequeños. Estoy tan atontada que ni los había visto. Con cuidado, toco el interior de la lámpara. Si, son trozos de la bombilla. Ese cabrón se entretuvo rompiendo todas las bombillas de la habitación mientras yo dormía. ¿Con qué clase de chalado vine anoche? ¿Que se me pasó por la cabeza? Debo estar volviéndome loca. Demasiada mierda blanca.
De repente me doy cuenta de que no tiemblo. El mono parece haberse desvanecido, al menos de momento. Mejor así, ya estoy lo bastante destrozada como para encima tener que aguantar la abstinencia y el sudor frío. No puedo evitar mirar mi brazo. El maquillaje con el que cubro las marcas de los pinchazos para no asustar a los clientes ha desaparecido, y mi piel está tan blanca que cada una destaca como una pequeña boca negra rodeada de una aureola morada. Siempre he sido igual de loca, igual de idiota. Trato de recordar que fue lo que me hizo picarme la primera vez. Una estupidez, como siempre. Hace tanto que no pienso en aquello que casi lo había olvidado.
Voy a darme una ducha y a largarme de aquí.
Me meto en el pequeño hueco debajo de la ducha, sosteniéndome con fuerza a las paredes para no caerme y desnucarme. Esa si que sería una muerte patética y ridícula, romperme el cráneo contra el borde de una ducha mohosa en un hotel barato. Cuando giro la llave despierto a las tuberías que gimen como si traerme el agua les fuese algo terriblemente doloroso. La oxidada alcachofa tose dos veces, escupiendo sobre mi rostro agua mezclada con trocitos marrones de a saber que clase de porquería. Finalmente un chorro de agua helada cae sobre mí. Está casi congelada, tan fría que me hace temblar, pero me esfuerzo por no apartarme del chorro. Me está despertando poco a poco. Sostengo mi peso contra las baldosas de la pared mientras mi dolor de cabeza y mi mareo se van deslizando por el desagüe junto con el gélido líquido marrón que hace las veces por agua en este hotelucho del demonio.
Con los ojos cerrados y el chorro dando directamente contra mi cabeza, estoy totalmente aislada de todo. Aquí solo estoy yo, con mis propios pensamientos. Siempre me ha gustado hacer esto, desde que era pequeña. El frío me está atontando la piel poco a poco, como si me estuviese congelando. No hay nada aquí que pueda hacerme daño. Nada.
Algo se clava contra uno de mis pies. Sin dolor, siento como algo pequeño y afilado atraviesa mi carne hasta llegar al hueso y comienza a roer. Abro los ojos y veo como mi sangre se está mezclando con el agua. Me giro y la enorme rata que está devorando mi carne me devuelve la mirada con sus crueles ojos rojos.
Creo que estoy gritando, pero no puedo escuchar nada, ni siquiera a mi misma. Solo sé que me duele la garganta, así que debo de estar desgañitándome de puro terror. Es la rata más grande que he visto jamás, una bola de pelo negro mojado con una expresión de maldad petrificada en su boca de pequeños dientes, que ahora están teñidos de rojo con mi sangre. Mierda, tiene un pedacito de mi piel colgando de su mandíbula. Un pedazo de mi carne. Me apartado de ella nada mas verla, pero ahora el bicho asqueroso está avanzando hacia mi sobre sus diminutas patitas. ¿De donde mierda ha salido este bicho? Cuando se pone debajo del chorro de la ducha, se asusta tanto que retrocede, siseando enfadada.
Y el siseo es contestado desde el otro lado de la cortina.
La abro de un manotazo y lo que veo que me deja petrificada. Ratas. Ratas por todas partes, cubriendo totalmente el suelo, escalando por las paredes embaldosadas, trepando por los bordes de la cortina. Todas emitiendo esos escalofriantes chirridos que me sacan de quicio, todas mirándome con sus ojitos rojizos.
Esto no es normal, esto no es normal. Tiene que ser el mono, o algo así. Tengo que está alucinando. Me tengo que haber caído dentro de la ducha y estoy en una pesadilla o algo así. Pero la herida que los dientes de la maldita rata de mierda me ha hecho en el pié me está doliendo demasiado como para ser solo un sueño. Me acurruco debajo del chorro de la ducha, cubriendo mi piel desnuda como puedo con mis brazos, y sigo gritando. Alguien tiene que escucharme, alguien tiene que sacarme de aquí. Intento gritar alguna palabra, pero no puedo. Estoy demasiado asustada para eso. Solo puedo dejarme la poca fuerza que me queda en esta basura de cuerpo en reventarme la garganta soltando alaridos. Pero nadie me responde.
Las ratas cubren la ventana y se hace la oscuridad. Solo puedo escuchar ahora sus chirridos y el castañeteo de mis propios dientes. Las escucho cada vez mas cerca, como si llenasen toda la negrura a mi alrededor con sus pequeños cuerpos llenos de enfermedad y miseria. Sus chirridos se están metiendo dentro de mi cabeza, me están volviendo loca. Ni siquiera el sonido del agua contra mi cráneo puede acallarlas. Casi puedo sentir sus dientes amarillentos e infectos horadando mi carne desde dentro de mi cabeza, terminando el trabajo que yo empecé el primer día que me chuté heroína.
De repente se hace la luz. Una luz tenue y tilitante que viene de la habitación. Las ratas se han alejado de mí, y está frente al umbral, mirando al origen de esa luz. Sin que sus pasos hagan ningún ruido, ese maldito cabrón deforme entra en el cuarto de baño, sosteniendo la vela encendida con sus manos frías y blancas. Apenas si me dirige una mirada con esos ojos rojizos que me hielan la sangre. Pone la vela sobre el borde del lavabo, con tanto cuidado que sus movimientos resultan casi obscenos en medio de tanta porquería. Por un instante, se detiene en contemplar su horrenda cara en el espejo. Abre la boca y veo de nuevo esos dientes que ayer atravesaron mi piel, teñidos de la misma saliva verde azulada que mancha sus labios.
Cuando descubro que echo de menos la sensación de esa boca chupando mi sangre, siento asco de mi misma. Un chorro de bilis pastosa llena de mi boca y lo escupo entre mis piernas, donde se mezcla con el agua y con mi sangre.
El cabrón está rodeado por las ratas, que le miran como si él fuese un dios, formando un corro a su alrededor. Todas menos las que están todavía cubriendo la ventana con sus cuerpos, manteniéndonos en la penumbra dorada de luz de la vela. Con una de sus astilladas uñas, el cabrón se abre las venas de la muñeca derecha, y un líquido demasiado oscuro para ser sangre comienza a manar de la herida. Se agacha en el centro del corro de ratas, dejando que su sangre caiga al suelo goteando, y todas las repugnantes criaturas saltan sobre el charco de sangre negra, lamiéndola con sus sucias lenguas. Una de ellas se atreve a pegar la boca a la herida de su muñeca, a agrandarla con sus dientes, y después la sigue otra, y otra más. Las menos osadas se contentan con beber las migajas que caen sobre las frías baldosas del suelo.
Este cabrón no es un simple chalado, es mucho más que eso.
Cuando se incorpora y vuelve a mirarme, yo soy incapaz de moverme. Se acerca a mí y cierra la llave del agua. Supongo que no debe gustarle mucho, igual que a esas ratas a las que tiene tanto cariño. Sus dedos acarician mi cuello, mas fríos que agua que hace un momento caía desde la ducha. No puedo dejar de mirar sus ojos. Lentamente, se inclina sobre mí y deposita un húmedo beso sobre la piel de mi cuello. Puedo sentir esa saliva repugnante corriendo por mi piel. Debería sentir asco, pero me muerdo un labio anticipando lo que va a ocurrir. Deseando que ocurra. Cuando sus dientes se clavan en mi carne y la rasgan, suelto un gemido de placer al notar como su saliva ponzoñosa penetra en mi interior. La quemazón se extiende por debajo de mi piel hasta llegar a mi rostro. La vista se me nubla, pero yo me limito a cerrar los ojos. Cielos, si, ya siento esas caricias sublimes, ya siento como me derramo dentro de su boca. No me importa sentirme sucia, no me importa que su olor a podrido llene mis pulmones. Temblores de placer agitan mi cuerpo.
Su lengua se desliza sobre mi nueva herida, como si apurase hasta la última gota. Me estoy desvaneciendo dulcemente. Lo último que siento son sus manos agarrando mi cabeza.
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Dolor.
Me duelen los ojos cuando los abro, el mismo roce de los párpados me es insoportable. Y ayer creía que estaba hecha una mierda. Siempre puedes estar peor.
Una arcada me hace doblarme sobre mi misma. Mi cuerpo quiere vomitar, pero mi estómago está vacío. Sobre mi lengua pastosa hay pegada alguna porquería amarga que no soy capaz de escupir. Por lo que huelo adivino que he vomitado mientras estaba inconsciente. Como si esta habitación no estuviese ya lo bastante asquerosa sin mis vómitos sobre su repugnante moqueta. Me palpo la cara y la noto manchada. Estoy muerta de frío. ¿Estoy en la cama?. Si, esto es la colcha. De un tirón saco uno de los bordes de debajo del colchón y me envuelvo con ella. Me limpio la cara del vómito grumoso que tengo pegado con uno de los almohadones y después lo tiro lejos de mí. Acabo de despertar pero me siento terriblemente cansada. Me gustaría poder cerrar los ojos y dormir. Si, simplemente dormir.
No, no vas a dormir. Vas a salir de aquí, porque si no lo haces ese cabrón va a volver y a saber lo que te va a hacer esta vez. Y ya sabes que no eres capaz de rechazarle.
Con dedos temblorosos busco la herida de mi cuello, y encuentro los bordes ásperos de la costra aceitosa que la cubre. No necesito verla para saber que aspecto tiene. Mis dedos se manchan del resto de saliva que todavía mancha mi piel, y me los limpio nerviosamente en la colcha. No creo que una mancha mas importe. Rápidamente, abro los ojos. Es como si me arrancasen dos pedazos de cera pegados a mis párpados. Ni me atrevo a parpadear. La habitación está en penumbras de nuevo. No veo a ese cabrón. Quizá se haya marchado, tal vez se haya aburrido de mí. No, no cuentes con eso, zorra estúpida.
Me pongo en pié, arrastrando conmigo la colcha, envolviéndome en ella para protegerme del frío que se ha adueñado de la habitación mientras dormía. No es lógico que un sitio tan cerrado se vuelva mas frío. Pero nada de lo que me está ocurriendo tiene la más mínima lógica. Solo consigo dar dos pasos, al tercero mis rodillas me fallan y caigo de frente contra la dura y sucia muñeca. Mierda. Creo que me he roto un labio. Siento el escozor, y el sabor de la sangre cuando me paso la lengua sobre el corte. Mis piernas se han quedado trabadas en la colcha, que de repente pesa tanto que parece estar hecha de plomo. Me arrastro fuera de ella lentamente, como una polilla escapando del interior de su capullo. Pero yo no voy a extender unas bonitas alas y a volar hacia la luz. Solo soy un fantasma, una zorra cadavérica de edad indefinida y de una piel tan pálida que casi reluce. Al fin llego al marco de la puerta que lleva al servicio, y me apoyo en él para ponerme en pié. Si, parece que puedo sostenerme sobre mis rodillas.
Evito ver mi propia imagen en el espejo. Lo poco que he visto me ha helado la sangre. Mis ojeras parecen pintadas con carboncillo sobre el papel de mi piel. Cuando lleno el hueco de mis manos de agua helada del lavabo, me asusta ver las venas de mis palmas, dibujadas en negro bajo el papel cebolla que cubre mi carne. ¿Que mierda de enfermedad me está pegando ese cabrón?. Solo me atrevo a devolverle la vista a la zorra del otro lado del espejo cuando me echo el agua al rostro, aliviando un poco el escozor de mis ojos. Nunca he tenido los ojos tan irritados. Mis pupilas son dos manchas marrón claro sobre un fondo rojo. Vuelvo a echarme agua a la cara, con tanta fuerza que chorrea por mi espalda, como dedos helados que despertasen mi adormecido cuerpo a su paso. Cuando me paso las manos mojadas por el pelo cientos de cabellos se quedan prendidos entre mis dedos. Lo que me faltaba.
Voy a salir de aquí ahora mismo.
Vuelvo a la habitación y me dirijo a la puerta con pasos temblorosos, sin dejar de apoyarme en la pared. Cuando intento girar el pomo de la puerta, mi mano se cierra sobre el vacío.
No hay pomo. Ese bastardo lo ha quitado. Estoy encerrada aquí dentro.
Estoy demasiado débil para gritar, pero no puedo evitar gemir. Casi vuelvo a caer sobre la alfombra. Apenas si puedo agarrarme a la pared con mis uñas, que trazan ocho surcos sobre el feísimo papel pintado. Tiene que haber una salida. Tiene que haber alguna salida.
Las ventanas están soldadas, no están hechas para ser abiertas. Y las cuerdas que levantan las persianas han desaparecido, igual que el pomo. Seguramente se haya largado, dejándome aquí encerrada, a su disposición para cuando le venga en gana.
No, sigue aquí. Está aquí dentro, conmigo. Todavía puedo olerle. Puedo sentir su olor a podrido incluso por debajo del de mis vómitos.
Solo una completa idiota como yo podría haberlo pasado por alto. Hay un solo lugar en el que podría estar escondido. Me odio a mi misma y odio mas aún al cabrón que me está haciendo esto. De ese odio saco las fuerzas para acercarme a la cama y empujar el colchón hasta tirarlo al suelo.
Está allí, bajo la reja del somier, acurrucado sobre sí mismo, medio cubierto por sus repugnantes ratas. Sus ojos rojizos se abren y su rostro se convierte en una máscara de ira. Su saliva emponzoñada salpica mi cara cuando grita, no sé si de dolor o de furia. Apenas si veo como el somier se alza del suelo y golpea violentamente mi barbilla. Mi cabeza golpea el suelo antes de que comience a sentir dolor. Por suerte he caído inconsciente de nuevo.
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Mi rostro está hinchado. Lo siento distinto, más pesado. Casi no puedo abrir mi ojo izquierdo. Intento tocarme la parte hinchada, pero el mero roce de mis dedos duele tanto que casi me desmayo otra vez.
Sigo en el suelo, en la misma posición en la que caí. Intento levantarme, pero mi cabeza cae de nuevo sobre la moqueta en cuanto me incorporo un poco.
Me estoy muriendo. Ya no tiene sentido negarlo. Siento como mi cuerpo muere poco a poco. Palpo mis brazos y no soy capaz de encontrar mis huesos. Tan solo hay algo que me recuerda a las espinas de los pescados. Un espasmo tan doloroso como la más cruel tortura me hace doblarme sobre mi misma y toser con violencia. Por costumbre me cubre la boca con las manos, que se manchan de un líquido aceitoso que huele a frutas podridas.
No, no voy a llorar. Vamos, no es momento para eso ahora. Al menos voy a intentar llevarme a ese cabrón por delante. Y si no lo consigo al menos voy a hacer que se acuerde de mí el resto de su vida.
La penumbra se ha hecho tan tenue que le falta poco para convertirse en la oscuridad mas completa. Creo que el colchón ha vuelto a su sitio junto con la colcha. Ese cerdo ha vuelto a rehacerse su refugio.
Me cuesta una eternidad ponerme de rodillas. El tocar de nuevo la colcha me da escalofríos. Puedo sentirse allí debajo, rodeado de sus repugnantes criaturas, esperando el momento en el que volverá a chuparme la sangre. Casi puedo oír los chirridos de las ratas, ansiosas por devorar mi carne otra vez con sus pequeños y afilados dientes. No, no lo estoy oyendo. Sencillamente me estoy volviendo loca.
Tiene que haber algo por aquí, algo que clavarle a ese cabrón en un ojo, algo con lo que marcarle la cara para siempre. Me arrastro sobre la cama, sintiendo como las quemaduras de cigarrillos de la colcha me arañan los pechos y el vientre. ¿Es su respiración eso que siento agitando el colchón?. No, es la mía. Me parece que ese cabrón ni siquiera respira. Los cajones de las mesitas de noche. Quizá haya algo en uno de ellos. Un bolígrafo que clavarle en el oído. O un abrecartas con el que arrancarle el corazón. Al fin llego junto a una de las mesitas y abro el cajón. Palpo el oscuro interior y mis dedos encuentran un pequeño libro forrado en piel falsa. Cuando lo saco descubro que es una de esas biblias que una panda de hipócritas deja en los hoteles. No sabía que también venían a esta clase de sitios. Dejo que esa basura de libro se escurra entre mis dedos y caiga al suelo. Nunca me ha servido de nada y no creo que vaya a empezar a servirme ahora.
Me agarro a la colcha para arrastrar mi cuerpo hacia el otro lado de la cama, hacia la otra mesita. Cuando abro el cajón casi me dejo las uñas en el pequeño pomo de madera. Meto los dedos dentro y encuentro algo frió y liso. Al sacarlo veo que es una pequeña y alargada bombilla.
Luz. Ese cabrón le tiene miedo a la luz.
Hay dos lamparitas en la pared, sobre la cabecera de la cama. Palpo la bombilla de la más cercana y siento como los pedazos de cristal roto muerden las yemas de mis dedos. Agarro como puedo el casquillo de la bombilla y comienzo a girarlo. Cristales rotos atraviesan mi carne y llegan a eso en lo que se están convirtiendo mis huesos, pero yo ignoro el dolor y sigo girando el pedazo de metal hasta sacarlo de la lamparita. Me pongo tan nerviosa al meter la nueva bombilla que casi la dejo caer. La encajo hasta el fondo y solo entonces me atrevo a pulsar el botón que la enciende. Apenas un segundo, en el que una luz tan brillante que me ciega llena la estancia. La apago de inmediato. No quiero que ese cabrón se dé cuenta.
Ahora solo me queda esperar a que salga de debajo de la cama.
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No me he quedado dormida. Mi trabajo me ha costado. Por suerte he contado con la ayuda del casquillo de la bombilla rota. Lo he ido deslizando por mi piel poco a poco, abriendo pequeños surcos, sin que el dolor fuese nunca tan constante como para que me acostumbrase a él. Que demonios, incluso he llegado a cogerle el gusto. Si, es curioso lo que puede llegar a suponer el dolor cuando eres tú quién lo controla. Para mí ha sido una forma de demostrarme a mi misma que sigo viva, y que quiero seguir estándolo haga lo que haga ese cabrón que duerme bajo la cama.
Mis cabellos están desperdigados por la colcha, alrededor de mi cabeza. Han ido cayendo poco a poco, acariciando mis hombros al deslizarse silenciosamente sobre ellos. Como si fuesen pétalos de una flor que se marchita. Me horroriza pensar que aspecto debo tener ahora. Creo que todavía queda algo de pelo pegado a mi cráneo, en medio de un mar de calvas. El olor de mi propio aliento da nauseas. Es como si algo se estuviese pudriendo dentro de mí. Un hilo de saliva aceitosa resbala por el borde de mis labios. Lentamente, cierro y vuelvo a abrir los dedos de la mano derecha, la que mantengo cerca del interruptor de la luz. No quiero que me falle cuando la necesite. La siento como algo lejano, algo ajeno a mi cuerpo, igual que mis piernas de las rodillas para abajo.
Lo estoy sintiendo moverse. Las ratas chillan inquietas. El cabrón casi no hace ningún ruido, solo un levísimo roce. Estoy en la más absoluta oscuridad, pero aún así me parece ver brillar los ojitos crueles de las ratas que surgen de debajo de la cama y se reparten por toda la estancia, como si fuesen las repugnantes estrellas de un universo diminuto y degenerado. Escucho los pequeños pies moviéndose sobre la moqueta, sus sucias garras rasgando el papel de las paredes al trepar por ellas. Están por todas partes, incluso dentro de mi cabeza.
Si, allí está ese cabrón, una mancha oscura de forma humana en medio de las miradas de las ratas, sus ojos encendidos de rojo como una versión gigantesca de los de sus fieles y asquerosos animales. Se me acerca lentamente, se diría que disfrutando del momento. No sé si puede verme entre las sombras.
Muevo el dedo y el interruptor suelta un chasquido. La bombilla manchada de sangre se enciende y la luz golpea al cabrón como si fuese una locomotora. Deslumbrada por el repentino brillo, apenas si le veo cubrir su rostro con los brazos y caer hacia atrás. Moviéndose con nerviosismo se acurruca junto al pequeño sillón desde el que me vio desnudarme para él. Maldito gusano pervertido. Las ratas también han huido ante la luz, asustadas ante un brillo que no pertenece a su mundo de inmundicia y cloacas. Se han vuelto a refugiar bajo la cama, a salvo. Pero su amo y señor no puedo sino escudarse patéticamente tras el sillón, mientras su piel comienza a cambiar de color. No me había equivocado.
Intento gritar, insultarle, soltar todo lo que llevo dentro, pero ninguna palabra sale de mi garganta.
La piel de cabrón se está volviendo gris. En sus manos, que sostienen el sillón frente a él como si fuese un escudo, veo aparecer quemaduras negras, como las del papel. El cabrón sisea de dolor, golpeando histéricamente la cabeza contra la pared. Yo estoy sonriendo, sintiéndome completamente feliz, disfrutando de su dolor.
Finalmente, el cerdo deja de dar cabezazos y se encoge tras su ridículo refugio. Creo que puedo oír su piel chamuscándose, como carne sobre una parrilla.
Entonces todas las ratas comienzan a chillar a la vez, un chirrido insoportable que se mete dentro de mi cabeza. Es como si esos dientecitos que ahora rozan los unos con los otros se clavaran en mis sesos y los despedazasen lentamente. Cierro los ojos me sujeto la cabeza con las manos. No, cabrón, no vas a conseguir que apague la luz. Envíame si quieres a tus bichos que los mataré uno a uno. No sabes con que clase de zorra te has metido, maldito cerdo bastardo.
Cuando me doy cuenta, una rata ya me ha arrancado un pedazo del muslo con sus dientes. Intento apartarla de un manotazo, pero solo consigo distraerla. Los dientes de otra rata se me han clavado en un dedo atravesando la uña. Cuando lo retiro asustada mi sangre salpica sobre la colcha. Se me están acercando, cada vez son más. Ellas no temen a la luz como su amo. Veo como comienzan a abrir heridas en mis pies con sus diminutas fauces, pero no puedo sentirlas.
No es esto lo que quiero. No quiero acabar así. Quiero un poco de paz.
Casi siento alivio cuando apago la luz. Cientos de pequeñas heridas palpitan de dolor en mi piel. Pero todas desaparecen cuando veo su mirada frente a la mía, brillando en la oscuridad como si estuviese hecha de fuego. Su aliento fétido y frío como el hielo acaricia la piel de mi rostro y desciende lentamente por mi pecho y vientre hasta llegar a mi pubis. El cabrón es un pervertido hasta el final. Cuando muerde la cara interna de mi muslo, gimo de placer. Siento como mi sexo arde al recibir la saliva del maldito cerdo, como la quemazón se extiende por su interior, dejándolo en carne viva, haciendo que la oleada de placer que viene a continuación sea devastadora.
Entonces ya nada importa, ya nada existe. Mi carne palpitando de placer y mi sangre deslizándose en la boca del Señor de las Ratas.
Cuando llega el orgasmo, me siento morir.
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No siento dolor.
¿Es esto la muerte? No, no lo creo. Pero me siento flotar. Es como si me hubiesen vaciado por dentro. Abro los ojos y descubro que toda la habitación está iluminada por una intensa luz roja que no viene de ninguna parte. Sigo aquí, en esta repugnante habitación de hotel. Inspiro lentamente y el aroma de mis propios vómitos, que siguen pudriéndose sobre la moqueta, entra en mis pulmones y se queda pegado dentro. No siento ni la más mínima repugnancia. Una sensación cosquilleante debajo de la piel de mi nuca me dice que estoy mas allá de la putrefacción, mas allá de la enfermedad. No tengo nada que temer en la inmundicia, así que no tengo porqué tenerle asco.
Mi cuerpo reluce bajo la cálida luz rojiza. Lo acaricio con cuidado, disfrutando del tacto de mis propias manos sobre mis senos, y al recorrer los surcos de mis costillas bajo la piel. Mis huesos se han vuelto todavía más flexibles. Me aprieto las costillas con fuerza y ceden, dejando que mis dedos penetren en mi pecho mucho más de lo que nunca lo habían hecho antes. Siento mi corazón, agitado por la presión, latiendo frenético dentro de mi pecho, cada latido transmitido por mi carne hasta llegar a las yemas de mis dedos.
Mis heridas. Busco las marcas que los dientes del Señor de las Ratas y sus servidoras hicieron en mi piel, pero no encuentro ninguna. ¿Cuánto tiempo llevo inconsciente? Quizá hayan sido varios días.
Me pongo en pié tan rápidamente que me asusto a mi misma. Hay mucha fuerza dentro de mi delgado cuerpo. Y me gusta sentirla. Me paso las manos por la cabeza y no encuentro ni un solo cabello. Mis cejas también han desaparecido. Debo tener un aspecto rarísimo. Sonriendo como una niña traviesa, correteo descalza hasta llegar al cuarto de baño.
Cuando estoy al fin frente al espejo, sonrió ante la hermosa criatura que me contempla con sus ojos rojizos desde el otro lado. Si, soy hermosa, increíblemente hermosa. Me toco el rostro, el cuello, los pechos. Me pellizco los pezones rosados que destacan con fuerza sobre la piel, mortalmente pálida y translúcida. Si presto atención, puedo ver como cada latido de mi corazón impulsa mi negra sangre a través de las venas de debajo de la piel. Es maravilloso.
Abro mi boca en una sonrisa perversa, y no me sorprende descubrir que mis labios y mis dientes están teñidos de un verde azulado. El color de mi espesa y aceitosa saliva.
Estoy más allá de la carne. Estoy más allá de la enfermedad.
Ahora yo soy la enfermedad. Y me encanta.
© 2008, Juan Díaz Olmedo
Que asco de noche.
La lluvia cae con crueldad sobre el asfalto arrastrando la suciedad, amontonándola junto a los bordillos de las aceras. Bajo la vista y veo una procesión de colillas que se desliza en el interior de una alcantarilla una tras otra, como repugnantes barquitos que navegan hasta el fin del mundo siguiendo un riachuelo de aguas negras como la pez. Estoy terriblemente aburrida. El frío se me está metiendo en las entrañas.
Me abro el chaquetón intentando que mi escote llame la atención de un individuo que cruza la calle apresuradamente, tratando de guarecerse de la lluvia bajo las delgadas cornisas. Es un gusano medio calvo, con cabellos grises y un repugnante jersey color verde botella. Un paleto, no hay mas que verlo. Me da un asco tremendo tenerlos de clientes, pero esta noche de mierda aceptaría cualquier cosa con tal de poder irme a casa pronto.
-¿Estás solo, encanto?-le dijo cuando se detiene frente a mí, justo en la acera de enfrente, bajo el toldo medio plegado de un estanco.
El gusano tan solo me dirige una rápida mirada antes de proseguir su camino. Nada, ni con ese maldito paleto puedo contar. ¿Que mierda me pasa últimamente? Nunca me ha gustado esa vida, es verdad, pero últimamente las cosas parecen estar yendo de mal el peor. Ya ni siquiera soy capaz de llamar la atención de un paleto rechoncho que no seduciría a una mujer si aunque la drogase. La clase de tipos que me dan más pena y al mismo tiempo más asco. Al menos suelen conformarse con un servicio rápido.
Bajo la vista para examinar mi escote. Maldita sea. No puedo resistir el impulso de cerrar mi viejo chubasquero negro cuando una gruesa gota se desliza justo entre mis delgados pechos. Un escalofrío recorre mi piel. Comienzo a sentir el frío llegando hasta mis huesos. Si sigo aquí voy a acabar cogiendo una pulmonía de narices como poco. Lo que me faltaba ya, ponerme enferma. Como si no estuviese ya bastante echa polvo.
Odio admitirlo, pero es cierto. No es de extrañar que nadie quiera mis servicios. Estoy delgadísima. Me estoy quedando en los huesos. Mis costillas comienzan a asomar bajo mi piel, sobre unos pechos que han tenido días mucho mejores. Recuerdo cuando comencé a hacer la calle, como mis pechos atraían la atención del más casto de los gusanos que pasaban cerca de mí. ¿Cuánto hace de aquello? Cielos, solo dos años. Si no me metiese tanta mierda en las venas.
Si no me metiese mierda en las venas no habría tenido que ponerme a hacer la calle. No sé por qué puñetas tengo que ponerme a pensar en esto justo ahora. Como si la puñetera lluvia y el frío que hace no bastasen para conseguir que me sienta como una basura.
Me pego un poco mas a la pared, con tan mala fortuna que mis baratos zapatos de tacón se meten en un maloliente charco lleno de algo mas que agua de lluvia. El aceitoso líquido se pega a la piel sintética y comienza al instante a comerse su chillón color rojo. No me importa. Poco me importa esta noche. Saco un espejito de mi bolso para retocarme el maquillaje. Cuando veo mi rostro en el pequeño cuadradito de cristal me sorprendo de lo que veo. Estoy que doy pena. Mis ojos están hundidos en el rostro, rodeados por unas ojeras que mi habilidad maquillándome no pueden ocultar. Los pómulos se me marcan en las mejillas haciendo que mi cara se parezca un poco a una calavera. Incluso mis labios están demasiado delgados, apenas cubriendo mis dientes amarillentos. ¿Cómo va a querer alguien que le haga un servicio con esta boca? Me quito el carmín de los labios con el dorso de la mano, haciéndome daño a propósito. Me lo merezco. Con lo bonita que yo era. Era preciosa. Ahora solo doy asco.
Mierda. Es este tiempo, el maldito frío que se te mete en los huesos. La lluvia resbala del cuello de mi chubasquero y se desliza por mi espalda provocándome escalofríos. No, no es solo por la lluvia por lo que tiemblo. Si voy a ser sincera conmigo misma voy a serlo del todo. Es porque mis venas me están pidiendo a gritos más mierda blanca. Si, es eso, eso explica porqué me siento tan mal, porqué siento que todo se está yendo al infierno a pasos agigantados. Entrelazo los dedos con fuerza, intentando parar los temblores. Necesito una dosis. Si, la necesito de veras. No me había dado cuenta de lo mucho que la necesitaba hasta que he pensado en ella.
No tardaré mucho. Iré a casa y me picaré. Después estaré mucho mejor, con fuerzas como para tirarme a un regimiento. Espera, no tengo mucho que picarme en casa. Solo esa dosis que guardo para emergencias. Siempre previsora, como mi madre me enseñó. Pero esto es una emergencia. Si, si que lo es. El pensar en el alivio que esa dosis me provocaría me hace desearla mas aún. Me cierro el chubasquero y me alejo de aquel sucio rincón, rumbo a ese agujero desordenado donde vivo.
La lluvia no es tan fuerte como para acallar el ruido de mis tacones contra el asfalto. No me gusta llevar tacones, pero a los clientes suele encantarles verme con ellos. Es una lata llevarlos sobre todo en esta maldita ciudad que siempre parece estar en obras. Tengo que bajarme y subirme de la acera una y otra vez esquivando andamios y vallas pintadas de amarillo, espacios cercados por cintas de plástico e incluso socavones abiertos en el suelo, que comienzan a llenarse de una mezcla de lluvia y barro muy parecida a las arenas movedizas de las películas.
Un tipo me asusta surgiendo tras un murete de metal que cubre un andamio. En el primer momento no veo más que una inmensa masa negra frente a mí. Retrocedo por puro instinto, agarrando mi bolso con ambas manos. Después descubro que es una tipo excepcionalmente alto, con un largo chubasquero gris con capucha que le da aspecto de monje. Su rostro permanece en las sombras de su capucha.
-Vaya susto me has dado, guapo.-le digo, mintiendo como la zorra desesperada que soy. En lo de guapo, por supuesto. No en lo del susto.
Me dispongo a seguir mi camino cuando el tipo extiende una mano para detenerme. Hay algo raro en esa mano, algo en sus uñas que me da mala espina. Pero la retira demasiado deprisa como para que me dé cuenta de lo que es.
-¿Cuanto?-me pregunta, con una voz ronca y rasposa, en tipo de voz mas adecuado para surgir del interior de una capucha oscura.
-Eso depende de lo que quieras, cielo.-le digo, tratando de ignorar a mis tripas, que se encogen de aprensión.
-Que vengas conmigo.-dice el tipo.-A un hotel. Que pases la noche conmigo.
-No hago servicios de toda la noche.-le digo, ensayando una sonrisa que intento que sea seductora.-Pero podemos pasar un buen rato si te apetece.
-¿Cuanto por eso?-le dice él, llevando una de sus manos al interior de su gabardina.
Me pongo a la defensiva hasta que veo salir de nuevo a la mano cargada de un rollo de billetes. Hay mucho bastardo suelto por ahí, y nunca se sabe.
-Cien.-le digo. Mi tarifa máxima.
-Hecho.-dice él, contando billetes hasta completar la cantidad.
Me acerco a él para coger el dinero que me ofrece y entonces noto su olor. El tipo huele a frutas podridas. Me cuesta no torcer el rostro en un gesto de asco. Este tipo es un maldito vagabundo. No me gusta nada. A saber de donde ha sacado el dinero. Alzo la vista y entreveo la forma de unas gafas oscuras que cubren sus ojos. ¿Que clase de chalado lleva gafas de sol durante la noche? No, voy a pasar de él. Voy a ir a casa a darme el pico y después a buscar a un paleto al que divertir por cinco minutos. No merece la pena.
Entonces el tipo se baja ligeramente las gafas, y algo brilla en el lugar donde deberían estar sus ojos. No, no es tan mala idea. Son cien contantes y sonantes. Me vendrán de perlas. Es un tipo con dinero, no creo que vaya a hacerme nada. Vamos, no será el primer cerdo que se disfraza para irse con una furcia, para que no le reconozcan. No ocurre nada. Ignoro la tortura que me están infringiendo mis hambrientas venas y cojo los crujientes billetes de su blanquecina mano de largos dedos.
-Conozco un buen hotel por aquí.-le digo.
-No.-dice él, cortante.-Yo conozco uno mejor. Ven conmigo.
Se da la vuelta y comienza a caminar, sin girarse para ver si le estoy siguiendo. No es muy amable, pero lo prefiero a los típicos tipos que te cogen del brazo como si fueses su novia. Me envuelvo lo más que puedo en mi chubasquero y comienzo a seguirle.
Un chirrido a mi espalda me hace detenerme. No, eso no lo han hecho mis tacones al rozar la acera. Giro la cabeza y por un instante creo ver cientos de parejas de pequeños puntitos brillantes de color rojo, como diminutos pares de ojos que me mirasen desde las sombras. Parpadeo y ya no están. No es la primera vez que veo lucecitas donde no hay nada. Será cosa de la retina, o que sé yo.
Lo que me faltaba, encima quedándome ciega.
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Pues no, no conozco este maldito hotel. Aunque no sé que tiene de diferente con el resto de los hoteles baratos que suelo frecuentar cuento ofrezco mis servicios. Un recibidor más oscuro de lo normal, quizá. O tal vez sea el silencio. Se diría que somos los únicos huéspedes de este agujero. Y no me extraña, la verdad. Este sitio da asco. La lluvia se está colando por canales abiertos en la barata imitación de mármol de recibidor y esta empapando la infecta moqueta color vómito que cubre toda la planta baja. Las luces están atenuadas con pantallas rojas. Luces rojas, el símbolo universal de la prostitución. Al menos son lo suficientemente honestos como para admitir que clase de agujero es este.
El recepcionista es uno de esos tipos que no se resignan al hecho de estar quedándose calvos y se dejan el poco pelo que les queda lo mas largo que pueden, como si quisieran compensar. En este caso, como suele ocurrir, el resultado es desastroso. Sus cabellos grisáceos forman una especie de aureola alrededor de su cabeza en forma de huevo. Ya es bastante feo de por sí, con una cara arrugada como una pasa que le hace parecerse a un mono. Con esa pelambrera resulta patético. Por un instante sus ojos me miran, pero no tarda en desviar la vista. No soy yo quien le interesa, sino quien tiene el dinero. Y ese es el tipo misterioso que me acompaña. El recepcionista se limpia los dedos en la camisa, que ya luce una notable colección de lamparones, y acepta el montón de billetes que le ofrece mi cliente. Vaya, no sabía que pretendía quedarse tanto tiempo. Lo que es por mí, en cuanto termine con este tipo me largo a casa.
Aprieto los puños y me alejo del gastado mostrador. Estoy volviendo a temblar, maldita sea. Mis tacones se están clavando más de la cuenta en la moqueta, y casi me caigo redonda al suelo al dar un mal paso. Mierda de sitio y mierda de vida esta. Porqué no se me ocurriría otra forma de ganarme la vida.
Porque nadie contrataría a una inútil drogadicta como tu, pedazo de idiota, me dice con la mirada la zorra famélica que está al otro lado del espejo del fondo de la sala. Una mujer de edad indefinida, con solo el recuerdo de la belleza que un día tuvo, que está temblando de frío y del mono al mismo tiempo, con sus mojados cabellos perdiendo su tinto rojo furioso en las raíces, que comienzan a revelar su auténtico color oscuro. Tengo que teñirme de nuevo. Y tengo que comenzar a cuidarme un poco. Si no solo tendré como clientes a pervertidos como este tipo. Miro su alta espalda, como la lluvia sigue resbalando por la tela de su gabán, formando un charco a sus pies, entre sus recias botas de motorista. Quizá sea eso, un motero de paso por la ciudad que quiere divertirse sin tener que preocuparse antes de conquistar a una mujer. Eso explicaría su mal olor, pero no que siga encapuchado y con las gafas de sol puestas. Finalmente termina de hacer lo que fuera que estaba haciendo con el conserje y este le da una llave que cuelga de un llavero de madera lleno de muescas. Sin dirigirme ni tan siquiera un gesto, mi cliente se dirige hacia las escaleras. No me queda más remedio que seguirle.
No hay ascensor. Por supuesto, estos sitios nunca tienen ascensor. Me pregunto si estas malditas casas antiguas que parece que van a desmoronarse en cualquier momento fueron bonitas alguna vez, cuando las construyeron, o si el lumbrera que las construyó lo hizo pensando en lo fácil que iba a ser que el polvo se acumulara en las esquinas, en lo bien que la humedad iba a extenderse por dentro de las paredes. Por suerte solo vamos al primer piso.
Mi cliente abre la puerta de nuestra habitación, la 101. Seguimos rodeados por el silencio. Ni siquiera la moqueta, que también cubre este piso, puede amortiguar mis pasos. Cuando llego a la puerta mi cliente ya ha entrado.
-No enciendas la luz.-me dice en cuanto cruzo el umbral, con un tono lo suficientemente firme como para que entienda que es importante.
De acuerdo. Lo haremos a oscuras. Así solo tendré que olerle. Pero hay algo de luz aquí, un tenue destello morado e intermitente que entra a través de las livianas cortinas de una de las ventanas. Es el luminoso con el nombre del hotel. Cierro la puerta a mis espaldas. Antes de que mis ojos se acostumbren a la penumbra, nos quedamos en la más completa oscuridad. Mi cliente ha cerrado las persianas.
-No te asustes.-me dice.
Lo cierto es que no puedo evitar apretujarme contra la puerta, mientras miro a mi alrededor sin ver nada mas que la negrura más absoluta. Que idiota soy. No tendría que haber venido con este chalado. Sabía que esto iba a acabar mal.
El destello de la llama de una cerilla brilla de repente ante mí. Es mi cliente, sosteniéndola con cuidado con dos de sus extraños dedos. Mientras prende una vela que no sé de donde demonios ha sacado puedo ver al fin sus uñas con claridad. Soy muy largas, amarillentas, con los bordes destrozados. Más que uñas parecen astillas de madera vieja clavadas en sus dedos. Casi me entra una arcada pensando que esas uñas van a rozarse con mi piel.
La luz de la vela ilumina tenuemente la habitación. Miro a mi alrededor y no veo nada que llame mi atención. Una cama cubierta por una colcha color vino, decorada con manchas ocres y quemaduras de cigarrillos, ocupa casi todo el espacio. Dos pequeñas mesitas de noche la escoltan. Todos estos sitios son iguales. No intentan asemejarse a un hogar, porque la gente no viene aquí a encontrar un hogar provisional. La gente viene a pecar, a satisfacer sus instintos de forma rápida y sucia y salir huyendo antes de que su conciencia les encuentre. Me acerco a mi cliente, que ha puesto la vela sobre un charco de su propia cera derretida, en una de las mesillas. Le echo una buena mirada mientras me siento en la cama. Todavía lleva las gafas puestas, y la llama de la vela se refleja en sus cristales oscuros. Es increíblemente pálido, como si estuviese pintado de blanco. Incluso me parece ver algunas venas destacándose oscuras bajo su piel. Mierda, este tipo está enfermo. Tiene que tener la lepra o alguna de esas enfermedades que te dejan hecho una basura humana. O eso es un drogadicto que lleva en el hábito demasiado tiempo. No voy a acostarme con este tipo, no voy a dejar que me pegue lo que sea que le ha dejado con esa pinta.
Mi cliente se baja de nuevo las gafas, y por un instante veo sus ojos, brillando con una suave luz rojiza.
-¿Que quieres que hagamos, encanto?-le pregunto, tratando de sonar melosa.
Estoy tan mordida por el maldito mono que hasta me tiembla la voz. Por un instante se me pasa por la cabeza preguntarle si tiene algo de heroína encima. Cada día soy más idiota. Mejor terminar con esto lo antes posible y salir de aquí corriendo.
Mi cliente se aleja de la luz de la vela y se sienta lentamente en un pequeño sillón, en la esquina mas alejada de la cama. Se baja la capucha del gabán, y entonces descubro que no tiene ni un solo pelo en la cabeza. Demonios, ni siquiera tiene cejas. Con el mismo cuidado se quita al fin las gafas. Desde aquí no veo sus ojos con claridad, pero juraría que son rojos. Un albino. Si, un maldito albino, doblemente avergonzado, por su rareza y por tener que pagar a una zorra para disfrutar del calor de una mujer.
-Desnúdate.-me dice.-Quiero ver como lo haces.
Rebusco en mi bolso. Lo primero es lo primero.
-Sin esto no lo hago.-le digo, enseñándole el preservativo que he sacado de su interior.
-Por supuesto.-dice él.-Pero antes quiero verte.
Trato de que no se me note el fastidio mientras dejo el bolso y el condón sobre la mesilla. Encima tiene gustos raros el muy cerdo. Aunque quizá haya suerte y se limite a masturbarse mientras me mira. No sería la primera vez que me ocurre.
Me quito los zapatos de tacón y los dejo junto a la cama. El chubasquero está empapado, y el agua resbala sobre la colcha mientras me lo quito, intentando que mis movimientos sean lo más sensuales posibles. Que idiota soy, tendría que habérmelo quitado antes de tumbarme en la cama. Lo dejo a un lado y deshago el nudo que mantiene cerrado mi corpiño.
Mi cliente no parece muy excitado. Casi diría que no me está mirando. Me da igual, que haga lo que quiera. Yo también prefiero no mirarme a él mientras me desnudo. Cuando al fin me quito el corpiño y dejo al descubierto mis pechos, el muy cerdo ni se inmuta. Que demonios, todavía me queda algo de orgullo. La minúscula falda y el tanga acaban en sobre la moqueta, junto a mis mojados zapatos.
-Túmbate.-me dice mi cliente, con un susurro que me pone los pelos de punta.
Me tiendo sobre la colcha. Puedo sentir las quemaduras de tabaco raspándome la espalda. Con una mano, la agarro con todas mis fuerzas, intentando contener mis temblores. No queda mucho. No, solo lo que este cerdo tarde en quedarse satisfecho. Se ha levantado del sillón y se está acercando con pasos lentos, como si quisiera continuar el burdo ritual de sensualidad fingida que yo he iniciado desnudándome. Sigo sin mirarle, mis ojos perdidos en las manchas de humedad que la luz de la vela me dejan ver en el techo.
Está junto a la cama, inclinándose lentamente sobre mí. Su olor a frutas podridas se hace de repente tan fuerte que no puedo evitar gemir de puro asco mientras las tripas se me revuelven. Es su aliento, su maldita boca. Giro la cabeza para mirarle y lo que veo me hiela la sangre.
Es mucho más pálido que lo que creía. No, no es pálido, es algo más. Su piel parece translúcida, y a través de ella puedo ver las venas que recorren su rostro, cargadas de una sangre demasiado oscura. Sus ojos son completamente rojos, pupilas rojo oscuro sobre un fondo algo mas claro. Es horrible, asqueroso, repugnante. Pero lo pero es cuando abre la boca y veo su saliva, un líquido aceitoso de color verde azulado que hiede a putrefacción tanto que me corta el aliento. Tengo que irme de aquí, no puedo dejar que esta monstruosidad me toque. Pero no me muevo, no hago nada por alejarme de él. La mirada de sus ojos sangrientos me tiene completamente dominada.
Siento sus dedos fríos como un pescado muerto agarrando mi brazo. Se inclina sobre mi muñeca, su aliento helado provocándome un escalofrío al rozar mi piel. ¿Que demonios le pasa a este cerdo? ¿Y que me pasa a mí? ¿Por qué no hago nada? Demonios, casi deseo que haga de una vez lo que sea que quiere hacer.
Cuando cierra su boca alrededor de mi muñeca siento frío, pero cuando sus dientes se clavan en mi piel algo entra a través de la herida recién abierta que me abrasa. Siento el calor antes incluso de comenzar a sentir el dolor de mi carne desgarrada. Es como una quemadura química extendiéndose rápidamente por debajo de mi piel, provocándome un cosquilleo al su paso. Intento gritar de dolor, pero mis pulmones no son capaces de reunir bastante aire. Solo puedo gemir mientras mi sangre fluye en su boca mezclándose con esa asquerosidad que tiene por saliva.
No es tan malo. No, no es para nada malo. ¿Que es eso que siento? ¿Son caricias? Pero vienen de dentro de mí, del interior de mi carne. Oh, cielos, es mi sangre, que acaricia el interior de mis venas. Si, es eso. Me siento ligera, como si la cama se estuviese elevando del suelo llevándonos con ella y empezase a girar lentamente alrededor de la habitación. Me doy cuenta de que tengo los ojos cerrados cuando los abro y descubro que no nos estamos moviendo. Los cierro de nuevo y me dejo llevar. Es como un orgasmo, pero mucho mejor. Es como si el mejor amante me estuviese haciendo el trabajo de su vida después de haberme dado un pico celestial. Mis manos ya no tiemblan de abstinencia, tiemblan de placer. Me llevo la mano libre entre las piernas y no me sorprende encontrarme húmeda. El contacto de mis dedos sobre mi sexo provoca una reacción que parece eléctrica, una descarga de placer tan fuerte que la confundo con dolor. Con mas cuidado, me masturbo suavemente, mientras mi cliente sigue chupándome la sangre, sin dejar de mirarme en ningún momento con esos ojos que me tienen completamente embelesada. Me estoy quedando dormida. Si, va a ser un sueño dulce, muy dulce.
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Mierda.
El sabor que siento en mi boca es tan repugnante que las tripas se me rebelan. Abro los ojos y aunque estoy en penumbras los ojos me duele como si me hubiesen clavado dos agujas ardiendo justo en las pupilas. Las cierro de nuevo, mientras me agarro la cabeza intentando como una idiota calmar el mareo que siento. Cielos, creo que voy a vomitar. ¿Donde demonios estoy?. Abro los ojos lentamente, cubriéndome la cara con una mano, mirando a través de mis dedos. Esto no es mi casa. Solo hay una luz tenue y grisácea que viene de algún sitio, pero no me cuesta reconocer el sitio. Sigo en la habitación del hotel donde vine con aquel cerdo tan raro.
¿Por qué sigo aquí? ¿Qué es lo que me ha hecho?
Me intento incorporar, pero todo da un vuelco a mi alrededor y caigo de nuevo sobre la repugnante colcha. Algo asciende desde mi estómago hasta llenar mi boca, un líquido amargo y pastoso. Ese cerdo me ha dejado hecha una mierda. ¿Qué me hizo en el brazo? Me miro la muñeca y descubro una fea herida negruzca abierta sobre mi piel. Maldita sea, esto tiene mala pinta, muy mala pinta.
Miro a mi alrededor, pero no veo a ese cerdo por ninguna parte. Se largaría en cuanto se cansó de mí. Espero que no se largara con mi dinero, el muy capullo. Al menos mi bolso sigue aquí, y mi ropa, echa un montón sobre la moqueta.
Me cuesta tres intentos el incorporarme. Cuando muevo la cabeza siento como si me la estuviesen machacando con un martillo. No he estado tan mal ni tras la peor de las resacas. Tardo un buen rato en convencer a mis pies de que me sostengan. ¿Dónde está el cuarto de baño? Si, debe estar allí, detrás de esa puerta entreabierta, de donde viene la luz. Camino hacia allí con pasos lentos y torpes, sosteniéndome en la cama y en las paredes para no caer. En un rectángulo de plástico amarillento están los interruptores de la luz. Los pulso uno a uno, pero no ocurre nada. La habrán cortado, o se habrán fundido todas las bombillas, yo que sé. A estas alturas soy capaz de creerme cualquier cosa.
El servicio es un poco más grande que una cabina de teléfonos. Hay una ducha con una cortina tomada por el moho, un inodoro medio cascado y una lavabo con un espejo. La luz viene de la calle, a través de una ventanita cubierta por un cristal translúcido. Debe de ser ya de día. A saber el tiempo que habré perdido aquí atontada. Espero que ese cabrón haya pagado lo bastante al conserje. No gustaría tener que escabullirme sin pagar, ni creo que sea capaz de hacerlo estando como estoy.
Cuando me veo en el espejo me asustó del aspecto que tengo. Cielos, ayer parecía una basura, pero lo de hoy es sencillamente horrible. Estoy blanca como el papel, y las ojeras se destacan mas en mi cara, como dos pozos negros. Mierda, casi parezco una muerta. Incluso mis pezones han perdido algo de color. Mucho me temo que ese cabrón me ha pegado alguna enfermedad. Lo que faltaba. No, lo que me merezco por no haber salido huyendo en cuanto lo vi. Hay una lámpara metálica sobre el espejo, con un interruptor gris en la pared. Lo pulso, pero la luz no se enciende. No me sorprende. A la luz que viene del exterior me miro la herida de mi muñeca. Tiene peor pinta de lo que me había parecido, si era posible. El muy cabrón me mordió justo en la parte que se rajan los suicidas. Menos mal que no me he ido al otro barrio por su culpa. Está cubierta de una costra negra y dura, y manchada de un líquido aceitoso.
La saliva de ese cerdo deforme.
Abro el grifo haciendo que las tuberías giman antes de soltar un chorro de agua helada sobre el lavabo. Pongo la mano sobre el grifo para lavar la herida, pero algo me muerde los nudillos y la quitó de golpe. Cristales, el lavabo está lleno de cristales, trozos finos y pequeños. Estoy tan atontada que ni los había visto. Con cuidado, toco el interior de la lámpara. Si, son trozos de la bombilla. Ese cabrón se entretuvo rompiendo todas las bombillas de la habitación mientras yo dormía. ¿Con qué clase de chalado vine anoche? ¿Que se me pasó por la cabeza? Debo estar volviéndome loca. Demasiada mierda blanca.
De repente me doy cuenta de que no tiemblo. El mono parece haberse desvanecido, al menos de momento. Mejor así, ya estoy lo bastante destrozada como para encima tener que aguantar la abstinencia y el sudor frío. No puedo evitar mirar mi brazo. El maquillaje con el que cubro las marcas de los pinchazos para no asustar a los clientes ha desaparecido, y mi piel está tan blanca que cada una destaca como una pequeña boca negra rodeada de una aureola morada. Siempre he sido igual de loca, igual de idiota. Trato de recordar que fue lo que me hizo picarme la primera vez. Una estupidez, como siempre. Hace tanto que no pienso en aquello que casi lo había olvidado.
Voy a darme una ducha y a largarme de aquí.
Me meto en el pequeño hueco debajo de la ducha, sosteniéndome con fuerza a las paredes para no caerme y desnucarme. Esa si que sería una muerte patética y ridícula, romperme el cráneo contra el borde de una ducha mohosa en un hotel barato. Cuando giro la llave despierto a las tuberías que gimen como si traerme el agua les fuese algo terriblemente doloroso. La oxidada alcachofa tose dos veces, escupiendo sobre mi rostro agua mezclada con trocitos marrones de a saber que clase de porquería. Finalmente un chorro de agua helada cae sobre mí. Está casi congelada, tan fría que me hace temblar, pero me esfuerzo por no apartarme del chorro. Me está despertando poco a poco. Sostengo mi peso contra las baldosas de la pared mientras mi dolor de cabeza y mi mareo se van deslizando por el desagüe junto con el gélido líquido marrón que hace las veces por agua en este hotelucho del demonio.
Con los ojos cerrados y el chorro dando directamente contra mi cabeza, estoy totalmente aislada de todo. Aquí solo estoy yo, con mis propios pensamientos. Siempre me ha gustado hacer esto, desde que era pequeña. El frío me está atontando la piel poco a poco, como si me estuviese congelando. No hay nada aquí que pueda hacerme daño. Nada.
Algo se clava contra uno de mis pies. Sin dolor, siento como algo pequeño y afilado atraviesa mi carne hasta llegar al hueso y comienza a roer. Abro los ojos y veo como mi sangre se está mezclando con el agua. Me giro y la enorme rata que está devorando mi carne me devuelve la mirada con sus crueles ojos rojos.
Creo que estoy gritando, pero no puedo escuchar nada, ni siquiera a mi misma. Solo sé que me duele la garganta, así que debo de estar desgañitándome de puro terror. Es la rata más grande que he visto jamás, una bola de pelo negro mojado con una expresión de maldad petrificada en su boca de pequeños dientes, que ahora están teñidos de rojo con mi sangre. Mierda, tiene un pedacito de mi piel colgando de su mandíbula. Un pedazo de mi carne. Me apartado de ella nada mas verla, pero ahora el bicho asqueroso está avanzando hacia mi sobre sus diminutas patitas. ¿De donde mierda ha salido este bicho? Cuando se pone debajo del chorro de la ducha, se asusta tanto que retrocede, siseando enfadada.
Y el siseo es contestado desde el otro lado de la cortina.
La abro de un manotazo y lo que veo que me deja petrificada. Ratas. Ratas por todas partes, cubriendo totalmente el suelo, escalando por las paredes embaldosadas, trepando por los bordes de la cortina. Todas emitiendo esos escalofriantes chirridos que me sacan de quicio, todas mirándome con sus ojitos rojizos.
Esto no es normal, esto no es normal. Tiene que ser el mono, o algo así. Tengo que está alucinando. Me tengo que haber caído dentro de la ducha y estoy en una pesadilla o algo así. Pero la herida que los dientes de la maldita rata de mierda me ha hecho en el pié me está doliendo demasiado como para ser solo un sueño. Me acurruco debajo del chorro de la ducha, cubriendo mi piel desnuda como puedo con mis brazos, y sigo gritando. Alguien tiene que escucharme, alguien tiene que sacarme de aquí. Intento gritar alguna palabra, pero no puedo. Estoy demasiado asustada para eso. Solo puedo dejarme la poca fuerza que me queda en esta basura de cuerpo en reventarme la garganta soltando alaridos. Pero nadie me responde.
Las ratas cubren la ventana y se hace la oscuridad. Solo puedo escuchar ahora sus chirridos y el castañeteo de mis propios dientes. Las escucho cada vez mas cerca, como si llenasen toda la negrura a mi alrededor con sus pequeños cuerpos llenos de enfermedad y miseria. Sus chirridos se están metiendo dentro de mi cabeza, me están volviendo loca. Ni siquiera el sonido del agua contra mi cráneo puede acallarlas. Casi puedo sentir sus dientes amarillentos e infectos horadando mi carne desde dentro de mi cabeza, terminando el trabajo que yo empecé el primer día que me chuté heroína.
De repente se hace la luz. Una luz tenue y tilitante que viene de la habitación. Las ratas se han alejado de mí, y está frente al umbral, mirando al origen de esa luz. Sin que sus pasos hagan ningún ruido, ese maldito cabrón deforme entra en el cuarto de baño, sosteniendo la vela encendida con sus manos frías y blancas. Apenas si me dirige una mirada con esos ojos rojizos que me hielan la sangre. Pone la vela sobre el borde del lavabo, con tanto cuidado que sus movimientos resultan casi obscenos en medio de tanta porquería. Por un instante, se detiene en contemplar su horrenda cara en el espejo. Abre la boca y veo de nuevo esos dientes que ayer atravesaron mi piel, teñidos de la misma saliva verde azulada que mancha sus labios.
Cuando descubro que echo de menos la sensación de esa boca chupando mi sangre, siento asco de mi misma. Un chorro de bilis pastosa llena de mi boca y lo escupo entre mis piernas, donde se mezcla con el agua y con mi sangre.
El cabrón está rodeado por las ratas, que le miran como si él fuese un dios, formando un corro a su alrededor. Todas menos las que están todavía cubriendo la ventana con sus cuerpos, manteniéndonos en la penumbra dorada de luz de la vela. Con una de sus astilladas uñas, el cabrón se abre las venas de la muñeca derecha, y un líquido demasiado oscuro para ser sangre comienza a manar de la herida. Se agacha en el centro del corro de ratas, dejando que su sangre caiga al suelo goteando, y todas las repugnantes criaturas saltan sobre el charco de sangre negra, lamiéndola con sus sucias lenguas. Una de ellas se atreve a pegar la boca a la herida de su muñeca, a agrandarla con sus dientes, y después la sigue otra, y otra más. Las menos osadas se contentan con beber las migajas que caen sobre las frías baldosas del suelo.
Este cabrón no es un simple chalado, es mucho más que eso.
Cuando se incorpora y vuelve a mirarme, yo soy incapaz de moverme. Se acerca a mí y cierra la llave del agua. Supongo que no debe gustarle mucho, igual que a esas ratas a las que tiene tanto cariño. Sus dedos acarician mi cuello, mas fríos que agua que hace un momento caía desde la ducha. No puedo dejar de mirar sus ojos. Lentamente, se inclina sobre mí y deposita un húmedo beso sobre la piel de mi cuello. Puedo sentir esa saliva repugnante corriendo por mi piel. Debería sentir asco, pero me muerdo un labio anticipando lo que va a ocurrir. Deseando que ocurra. Cuando sus dientes se clavan en mi carne y la rasgan, suelto un gemido de placer al notar como su saliva ponzoñosa penetra en mi interior. La quemazón se extiende por debajo de mi piel hasta llegar a mi rostro. La vista se me nubla, pero yo me limito a cerrar los ojos. Cielos, si, ya siento esas caricias sublimes, ya siento como me derramo dentro de su boca. No me importa sentirme sucia, no me importa que su olor a podrido llene mis pulmones. Temblores de placer agitan mi cuerpo.
Su lengua se desliza sobre mi nueva herida, como si apurase hasta la última gota. Me estoy desvaneciendo dulcemente. Lo último que siento son sus manos agarrando mi cabeza.
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Dolor.
Me duelen los ojos cuando los abro, el mismo roce de los párpados me es insoportable. Y ayer creía que estaba hecha una mierda. Siempre puedes estar peor.
Una arcada me hace doblarme sobre mi misma. Mi cuerpo quiere vomitar, pero mi estómago está vacío. Sobre mi lengua pastosa hay pegada alguna porquería amarga que no soy capaz de escupir. Por lo que huelo adivino que he vomitado mientras estaba inconsciente. Como si esta habitación no estuviese ya lo bastante asquerosa sin mis vómitos sobre su repugnante moqueta. Me palpo la cara y la noto manchada. Estoy muerta de frío. ¿Estoy en la cama?. Si, esto es la colcha. De un tirón saco uno de los bordes de debajo del colchón y me envuelvo con ella. Me limpio la cara del vómito grumoso que tengo pegado con uno de los almohadones y después lo tiro lejos de mí. Acabo de despertar pero me siento terriblemente cansada. Me gustaría poder cerrar los ojos y dormir. Si, simplemente dormir.
No, no vas a dormir. Vas a salir de aquí, porque si no lo haces ese cabrón va a volver y a saber lo que te va a hacer esta vez. Y ya sabes que no eres capaz de rechazarle.
Con dedos temblorosos busco la herida de mi cuello, y encuentro los bordes ásperos de la costra aceitosa que la cubre. No necesito verla para saber que aspecto tiene. Mis dedos se manchan del resto de saliva que todavía mancha mi piel, y me los limpio nerviosamente en la colcha. No creo que una mancha mas importe. Rápidamente, abro los ojos. Es como si me arrancasen dos pedazos de cera pegados a mis párpados. Ni me atrevo a parpadear. La habitación está en penumbras de nuevo. No veo a ese cabrón. Quizá se haya marchado, tal vez se haya aburrido de mí. No, no cuentes con eso, zorra estúpida.
Me pongo en pié, arrastrando conmigo la colcha, envolviéndome en ella para protegerme del frío que se ha adueñado de la habitación mientras dormía. No es lógico que un sitio tan cerrado se vuelva mas frío. Pero nada de lo que me está ocurriendo tiene la más mínima lógica. Solo consigo dar dos pasos, al tercero mis rodillas me fallan y caigo de frente contra la dura y sucia muñeca. Mierda. Creo que me he roto un labio. Siento el escozor, y el sabor de la sangre cuando me paso la lengua sobre el corte. Mis piernas se han quedado trabadas en la colcha, que de repente pesa tanto que parece estar hecha de plomo. Me arrastro fuera de ella lentamente, como una polilla escapando del interior de su capullo. Pero yo no voy a extender unas bonitas alas y a volar hacia la luz. Solo soy un fantasma, una zorra cadavérica de edad indefinida y de una piel tan pálida que casi reluce. Al fin llego al marco de la puerta que lleva al servicio, y me apoyo en él para ponerme en pié. Si, parece que puedo sostenerme sobre mis rodillas.
Evito ver mi propia imagen en el espejo. Lo poco que he visto me ha helado la sangre. Mis ojeras parecen pintadas con carboncillo sobre el papel de mi piel. Cuando lleno el hueco de mis manos de agua helada del lavabo, me asusta ver las venas de mis palmas, dibujadas en negro bajo el papel cebolla que cubre mi carne. ¿Que mierda de enfermedad me está pegando ese cabrón?. Solo me atrevo a devolverle la vista a la zorra del otro lado del espejo cuando me echo el agua al rostro, aliviando un poco el escozor de mis ojos. Nunca he tenido los ojos tan irritados. Mis pupilas son dos manchas marrón claro sobre un fondo rojo. Vuelvo a echarme agua a la cara, con tanta fuerza que chorrea por mi espalda, como dedos helados que despertasen mi adormecido cuerpo a su paso. Cuando me paso las manos mojadas por el pelo cientos de cabellos se quedan prendidos entre mis dedos. Lo que me faltaba.
Voy a salir de aquí ahora mismo.
Vuelvo a la habitación y me dirijo a la puerta con pasos temblorosos, sin dejar de apoyarme en la pared. Cuando intento girar el pomo de la puerta, mi mano se cierra sobre el vacío.
No hay pomo. Ese bastardo lo ha quitado. Estoy encerrada aquí dentro.
Estoy demasiado débil para gritar, pero no puedo evitar gemir. Casi vuelvo a caer sobre la alfombra. Apenas si puedo agarrarme a la pared con mis uñas, que trazan ocho surcos sobre el feísimo papel pintado. Tiene que haber una salida. Tiene que haber alguna salida.
Las ventanas están soldadas, no están hechas para ser abiertas. Y las cuerdas que levantan las persianas han desaparecido, igual que el pomo. Seguramente se haya largado, dejándome aquí encerrada, a su disposición para cuando le venga en gana.
No, sigue aquí. Está aquí dentro, conmigo. Todavía puedo olerle. Puedo sentir su olor a podrido incluso por debajo del de mis vómitos.
Solo una completa idiota como yo podría haberlo pasado por alto. Hay un solo lugar en el que podría estar escondido. Me odio a mi misma y odio mas aún al cabrón que me está haciendo esto. De ese odio saco las fuerzas para acercarme a la cama y empujar el colchón hasta tirarlo al suelo.
Está allí, bajo la reja del somier, acurrucado sobre sí mismo, medio cubierto por sus repugnantes ratas. Sus ojos rojizos se abren y su rostro se convierte en una máscara de ira. Su saliva emponzoñada salpica mi cara cuando grita, no sé si de dolor o de furia. Apenas si veo como el somier se alza del suelo y golpea violentamente mi barbilla. Mi cabeza golpea el suelo antes de que comience a sentir dolor. Por suerte he caído inconsciente de nuevo.
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Mi rostro está hinchado. Lo siento distinto, más pesado. Casi no puedo abrir mi ojo izquierdo. Intento tocarme la parte hinchada, pero el mero roce de mis dedos duele tanto que casi me desmayo otra vez.
Sigo en el suelo, en la misma posición en la que caí. Intento levantarme, pero mi cabeza cae de nuevo sobre la moqueta en cuanto me incorporo un poco.
Me estoy muriendo. Ya no tiene sentido negarlo. Siento como mi cuerpo muere poco a poco. Palpo mis brazos y no soy capaz de encontrar mis huesos. Tan solo hay algo que me recuerda a las espinas de los pescados. Un espasmo tan doloroso como la más cruel tortura me hace doblarme sobre mi misma y toser con violencia. Por costumbre me cubre la boca con las manos, que se manchan de un líquido aceitoso que huele a frutas podridas.
No, no voy a llorar. Vamos, no es momento para eso ahora. Al menos voy a intentar llevarme a ese cabrón por delante. Y si no lo consigo al menos voy a hacer que se acuerde de mí el resto de su vida.
La penumbra se ha hecho tan tenue que le falta poco para convertirse en la oscuridad mas completa. Creo que el colchón ha vuelto a su sitio junto con la colcha. Ese cerdo ha vuelto a rehacerse su refugio.
Me cuesta una eternidad ponerme de rodillas. El tocar de nuevo la colcha me da escalofríos. Puedo sentirse allí debajo, rodeado de sus repugnantes criaturas, esperando el momento en el que volverá a chuparme la sangre. Casi puedo oír los chirridos de las ratas, ansiosas por devorar mi carne otra vez con sus pequeños y afilados dientes. No, no lo estoy oyendo. Sencillamente me estoy volviendo loca.
Tiene que haber algo por aquí, algo que clavarle a ese cabrón en un ojo, algo con lo que marcarle la cara para siempre. Me arrastro sobre la cama, sintiendo como las quemaduras de cigarrillos de la colcha me arañan los pechos y el vientre. ¿Es su respiración eso que siento agitando el colchón?. No, es la mía. Me parece que ese cabrón ni siquiera respira. Los cajones de las mesitas de noche. Quizá haya algo en uno de ellos. Un bolígrafo que clavarle en el oído. O un abrecartas con el que arrancarle el corazón. Al fin llego junto a una de las mesitas y abro el cajón. Palpo el oscuro interior y mis dedos encuentran un pequeño libro forrado en piel falsa. Cuando lo saco descubro que es una de esas biblias que una panda de hipócritas deja en los hoteles. No sabía que también venían a esta clase de sitios. Dejo que esa basura de libro se escurra entre mis dedos y caiga al suelo. Nunca me ha servido de nada y no creo que vaya a empezar a servirme ahora.
Me agarro a la colcha para arrastrar mi cuerpo hacia el otro lado de la cama, hacia la otra mesita. Cuando abro el cajón casi me dejo las uñas en el pequeño pomo de madera. Meto los dedos dentro y encuentro algo frió y liso. Al sacarlo veo que es una pequeña y alargada bombilla.
Luz. Ese cabrón le tiene miedo a la luz.
Hay dos lamparitas en la pared, sobre la cabecera de la cama. Palpo la bombilla de la más cercana y siento como los pedazos de cristal roto muerden las yemas de mis dedos. Agarro como puedo el casquillo de la bombilla y comienzo a girarlo. Cristales rotos atraviesan mi carne y llegan a eso en lo que se están convirtiendo mis huesos, pero yo ignoro el dolor y sigo girando el pedazo de metal hasta sacarlo de la lamparita. Me pongo tan nerviosa al meter la nueva bombilla que casi la dejo caer. La encajo hasta el fondo y solo entonces me atrevo a pulsar el botón que la enciende. Apenas un segundo, en el que una luz tan brillante que me ciega llena la estancia. La apago de inmediato. No quiero que ese cabrón se dé cuenta.
Ahora solo me queda esperar a que salga de debajo de la cama.
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No me he quedado dormida. Mi trabajo me ha costado. Por suerte he contado con la ayuda del casquillo de la bombilla rota. Lo he ido deslizando por mi piel poco a poco, abriendo pequeños surcos, sin que el dolor fuese nunca tan constante como para que me acostumbrase a él. Que demonios, incluso he llegado a cogerle el gusto. Si, es curioso lo que puede llegar a suponer el dolor cuando eres tú quién lo controla. Para mí ha sido una forma de demostrarme a mi misma que sigo viva, y que quiero seguir estándolo haga lo que haga ese cabrón que duerme bajo la cama.
Mis cabellos están desperdigados por la colcha, alrededor de mi cabeza. Han ido cayendo poco a poco, acariciando mis hombros al deslizarse silenciosamente sobre ellos. Como si fuesen pétalos de una flor que se marchita. Me horroriza pensar que aspecto debo tener ahora. Creo que todavía queda algo de pelo pegado a mi cráneo, en medio de un mar de calvas. El olor de mi propio aliento da nauseas. Es como si algo se estuviese pudriendo dentro de mí. Un hilo de saliva aceitosa resbala por el borde de mis labios. Lentamente, cierro y vuelvo a abrir los dedos de la mano derecha, la que mantengo cerca del interruptor de la luz. No quiero que me falle cuando la necesite. La siento como algo lejano, algo ajeno a mi cuerpo, igual que mis piernas de las rodillas para abajo.
Lo estoy sintiendo moverse. Las ratas chillan inquietas. El cabrón casi no hace ningún ruido, solo un levísimo roce. Estoy en la más absoluta oscuridad, pero aún así me parece ver brillar los ojitos crueles de las ratas que surgen de debajo de la cama y se reparten por toda la estancia, como si fuesen las repugnantes estrellas de un universo diminuto y degenerado. Escucho los pequeños pies moviéndose sobre la moqueta, sus sucias garras rasgando el papel de las paredes al trepar por ellas. Están por todas partes, incluso dentro de mi cabeza.
Si, allí está ese cabrón, una mancha oscura de forma humana en medio de las miradas de las ratas, sus ojos encendidos de rojo como una versión gigantesca de los de sus fieles y asquerosos animales. Se me acerca lentamente, se diría que disfrutando del momento. No sé si puede verme entre las sombras.
Muevo el dedo y el interruptor suelta un chasquido. La bombilla manchada de sangre se enciende y la luz golpea al cabrón como si fuese una locomotora. Deslumbrada por el repentino brillo, apenas si le veo cubrir su rostro con los brazos y caer hacia atrás. Moviéndose con nerviosismo se acurruca junto al pequeño sillón desde el que me vio desnudarme para él. Maldito gusano pervertido. Las ratas también han huido ante la luz, asustadas ante un brillo que no pertenece a su mundo de inmundicia y cloacas. Se han vuelto a refugiar bajo la cama, a salvo. Pero su amo y señor no puedo sino escudarse patéticamente tras el sillón, mientras su piel comienza a cambiar de color. No me había equivocado.
Intento gritar, insultarle, soltar todo lo que llevo dentro, pero ninguna palabra sale de mi garganta.
La piel de cabrón se está volviendo gris. En sus manos, que sostienen el sillón frente a él como si fuese un escudo, veo aparecer quemaduras negras, como las del papel. El cabrón sisea de dolor, golpeando histéricamente la cabeza contra la pared. Yo estoy sonriendo, sintiéndome completamente feliz, disfrutando de su dolor.
Finalmente, el cerdo deja de dar cabezazos y se encoge tras su ridículo refugio. Creo que puedo oír su piel chamuscándose, como carne sobre una parrilla.
Entonces todas las ratas comienzan a chillar a la vez, un chirrido insoportable que se mete dentro de mi cabeza. Es como si esos dientecitos que ahora rozan los unos con los otros se clavaran en mis sesos y los despedazasen lentamente. Cierro los ojos me sujeto la cabeza con las manos. No, cabrón, no vas a conseguir que apague la luz. Envíame si quieres a tus bichos que los mataré uno a uno. No sabes con que clase de zorra te has metido, maldito cerdo bastardo.
Cuando me doy cuenta, una rata ya me ha arrancado un pedazo del muslo con sus dientes. Intento apartarla de un manotazo, pero solo consigo distraerla. Los dientes de otra rata se me han clavado en un dedo atravesando la uña. Cuando lo retiro asustada mi sangre salpica sobre la colcha. Se me están acercando, cada vez son más. Ellas no temen a la luz como su amo. Veo como comienzan a abrir heridas en mis pies con sus diminutas fauces, pero no puedo sentirlas.
No es esto lo que quiero. No quiero acabar así. Quiero un poco de paz.
Casi siento alivio cuando apago la luz. Cientos de pequeñas heridas palpitan de dolor en mi piel. Pero todas desaparecen cuando veo su mirada frente a la mía, brillando en la oscuridad como si estuviese hecha de fuego. Su aliento fétido y frío como el hielo acaricia la piel de mi rostro y desciende lentamente por mi pecho y vientre hasta llegar a mi pubis. El cabrón es un pervertido hasta el final. Cuando muerde la cara interna de mi muslo, gimo de placer. Siento como mi sexo arde al recibir la saliva del maldito cerdo, como la quemazón se extiende por su interior, dejándolo en carne viva, haciendo que la oleada de placer que viene a continuación sea devastadora.
Entonces ya nada importa, ya nada existe. Mi carne palpitando de placer y mi sangre deslizándose en la boca del Señor de las Ratas.
Cuando llega el orgasmo, me siento morir.
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No siento dolor.
¿Es esto la muerte? No, no lo creo. Pero me siento flotar. Es como si me hubiesen vaciado por dentro. Abro los ojos y descubro que toda la habitación está iluminada por una intensa luz roja que no viene de ninguna parte. Sigo aquí, en esta repugnante habitación de hotel. Inspiro lentamente y el aroma de mis propios vómitos, que siguen pudriéndose sobre la moqueta, entra en mis pulmones y se queda pegado dentro. No siento ni la más mínima repugnancia. Una sensación cosquilleante debajo de la piel de mi nuca me dice que estoy mas allá de la putrefacción, mas allá de la enfermedad. No tengo nada que temer en la inmundicia, así que no tengo porqué tenerle asco.
Mi cuerpo reluce bajo la cálida luz rojiza. Lo acaricio con cuidado, disfrutando del tacto de mis propias manos sobre mis senos, y al recorrer los surcos de mis costillas bajo la piel. Mis huesos se han vuelto todavía más flexibles. Me aprieto las costillas con fuerza y ceden, dejando que mis dedos penetren en mi pecho mucho más de lo que nunca lo habían hecho antes. Siento mi corazón, agitado por la presión, latiendo frenético dentro de mi pecho, cada latido transmitido por mi carne hasta llegar a las yemas de mis dedos.
Mis heridas. Busco las marcas que los dientes del Señor de las Ratas y sus servidoras hicieron en mi piel, pero no encuentro ninguna. ¿Cuánto tiempo llevo inconsciente? Quizá hayan sido varios días.
Me pongo en pié tan rápidamente que me asusto a mi misma. Hay mucha fuerza dentro de mi delgado cuerpo. Y me gusta sentirla. Me paso las manos por la cabeza y no encuentro ni un solo cabello. Mis cejas también han desaparecido. Debo tener un aspecto rarísimo. Sonriendo como una niña traviesa, correteo descalza hasta llegar al cuarto de baño.
Cuando estoy al fin frente al espejo, sonrió ante la hermosa criatura que me contempla con sus ojos rojizos desde el otro lado. Si, soy hermosa, increíblemente hermosa. Me toco el rostro, el cuello, los pechos. Me pellizco los pezones rosados que destacan con fuerza sobre la piel, mortalmente pálida y translúcida. Si presto atención, puedo ver como cada latido de mi corazón impulsa mi negra sangre a través de las venas de debajo de la piel. Es maravilloso.
Abro mi boca en una sonrisa perversa, y no me sorprende descubrir que mis labios y mis dientes están teñidos de un verde azulado. El color de mi espesa y aceitosa saliva.
Estoy más allá de la carne. Estoy más allá de la enfermedad.
Ahora yo soy la enfermedad. Y me encanta.
© 2008, Juan Díaz Olmedo
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