A William Burroughs
Me despierta el cántico frenético e incansable de un grillo de alas verdeazuladas que pasas volando sobre mi cabeza trazando una grácil espiral de elegancia tan rotunda que el mismo tejido de mi cínica y sórdida realidad se desmorona un segundo para volver a recomponerse después, súbitamente transformado por esa salvaje coreografía animal en una cosa ligeramente distinta a la que era cuando fue concebida. En la lejanía escucho el llamado sordo de un muecín que ordena a los fieles que le presenten al creador una de las fracciones de adoración incondicional que le deben para el día de hoy. Finalmente es el despertador el que termina de sacarme de mi letargo, como si hubiera recordado de repente cual es su función y hubiera empezado a gritar de repente, con ritmos de marchas militares prusianas, indignado ante los elementos que han osado usurpar su labor y su puesto como iniciador de mis tristes días. Me resisto a levantarme pero finalmente lo hago atraído por un rumor que siento proveniente de la cocina. Me acerco al fregadero y bajo el, alimentándose con los restos de la exquisita bestia cocinada con las más finas hierbas de oriente y groseramente macerada por escarabajos cocineros franceses que constituyó mi cena de anoche descubro una enorme cucaracha de alas rojizas. Sus ojos vagamente facetados me miran un instante mientras devora lo que parece una pata compuesta de segmentos que no recuerdo haber masticado ni deglutido y macerado ayer por la noche. La envoltura coriácea de sus alas se levanta para dejar a la vista sus delicadas alas transparentes surcadas por venas azuladas. Frota las alas y mi sucia y estrecha cocina se llena con el rumor de su voz.
-Me alegra mucho encontrarle al fin.-me dice la cucaracha.-Por favor, ahórrese eso de llamarme Gregorio Samsa, que lo tengo muy visto. Parece que ha manifestado usted últimamente serios problemas de disciplina, y ni siquiera se ha dignado a presentar las típicas excusas de hastío existencial o duda metafísica que normalmente se exigen por triplicado para estar exentos de las misiones encomendadas a nuestro servicio de inteligencia. ¿Se puede saber que demonios le ha ocurrido?
Un maldito controlador. Recuerdo vagamente haber hablado, reido, bebido, discutido y gritado con ellos hace tiempo, antes de que la maravillosa y completamente bastarda Carne Negra se convirtiera en la dueña y señora de mis días.
-No recuerdo de que servicio de inteligencia soy agente.-le confieso, mientras me pongo en pie y trato de dar algo de dignidad a mi arrugado pijama de artista gay arruinado alisándolo con las manos.
-Cuente algo que no sepa.-me dice la voz de la cucaracha, tan rasgante como las notas sacadas a duras penas de un violín desafinado por una preciosa niña tailandesa ciega.-Ningún agente sabe realmente a que servicio pertenece, de que país es, cual es su pasado. Nosotros podemos cambiarlo todo en beneficio de la misión. ¿No recuerda nada de esos pequeños insectos albinos de diez patas que insertamos en su oído y que inmediatamente se encargaron de que usted olvidara su propia existencia? Vamos, no he nacido ayer. Dígame por qué ha estado incomunicado durante tanto tiempo, navegando con Carne Negra saturando sus venas y volviendo más densa su sangre. ¿Es que no ha echado de menos la emocionante vida de un agente de inteligencia? Le aseguro que nosotros en la central hemos echado de menos sus informes.
-Le tengo que repetir que no recuerdo nada.-insisto.-No sé ni siquiera cual era mi nombre en la organización, o cual es mi misión en la Interzona.
-Claro que no la sabe.-me dice la maldita cucaracha poniéndome de los nervios al frotar sus alas con acento alemán.-Nos hemos asegurado de que no la sepa. Ni siquiera la ha olvidado, lo cierto es que no la ha sabido nunca. Por eso estoy yo aquí. Y ya puestos, le informo que es usted el agente 777. ¿Dónde está su moleskine?
Recuerdo algo vagamente. Levanto la vista y la descubro allí, junto a las cortinas de la ventana del desordenado dormitorio. Una enorme polilla con alas tan grandes como mis manos, con el dibujo de una historiada calavera trazada sobre pergamino por la mano temblorosa de un genio del mal sifilítico y aquejado de parkinson. Hago un gesto hacia ella y vuela hacia mí, acaricia mis dedos con la punta de sus antenas segmentadas y luego se posa sobre mi mesilla de noche derribando con un golpe de su ala mi frenético despertador, que no ha dejado de desgranar cantos de guerra prusianos desde que fracasó en su intento de despertarme. Sus alas se doblan y pliegan sobre ellas mismas revelando la delicada encuadernación de cuero negro, y en un acto malabarístico que me fascina la consigue cerrarse a si misma con la gruesa goma negra. La tenía en mi habitación pero la había olvidado. Una moleskine. El arma más despiadada y efectiva que el mundo haya conocido. ¿La he usado antes? Si, ahora creo recordar, quizás estimulado por el arrullo de las alas de esta maldita cucaracha. Recuerdo las violentas pústulas que describí detalladamente en sus páginas surgiendo de la espalda de un cónsul francés, llevándole a la desesperación y a la muerte por ahogamiento en una bañera de leche de cabras vírgenes.
-Respecto a su misión, debe usted recordarla aunque sea solo por un breve periodo.-me dice la cucaracha.-Debe encontrar el principal proveedor de yagé de la Interzona. Le aclaro que el principal proveedor es el único proveedor. No solo de la Interzona, sino del mundo conocido y también de las colonias secretas ubicadas en otros planetas.
-Pero no me interesa el yagé.-le digo a la cucaracha, ignorando de la forma mas altiva que pude sus avances descaradamente homoeróticos.-Solo me interesa la Carne Negra. La bendita Carne Negra.
Me precipito a la mesa de noche y mi cuerpo recuerda de repente su necesidad de una nueva dosis de polvo negro. Abro el cajón y saco un frasco casi vació. Tengo que salir de aquí tanto si me gusta como si no. Tengo que salir e inspirarme para poder escribir un nuevo cuento pornográfico que vender a ese editor pervertido holandés para que me pague en francos franceses que cambiaré por rublos rusos y que luego cambiaré en la oficina de un cambista jorobado por la innominada moneda de la Interzona. Y luego buscaré a algún efebo que me venda un frasco lleno a cambio de algunos favores. Me quito rápidamente el pijama y lo arrojo a mi cama, donde de inmediato cae presa de parásitos cutáneos alimentados con una generosidad excesiva por la esencia de ciempiés marino gigante que me surge de los poros durante los sueños febriles. Me cubro con unos pantalones de pinzas, una camisa que quizás algún día fuera blanca, unos tirantes a punto de reventar y una chaqueta negra. Me peino mis largos cabellos en un estilo estudiadamente agresivo de inspiración alemana y luego los cubro por un elegante fedora que algún pichón viudo con ínfulas de poeta maldito dejó antes de ayer en el alféizar de mi ventana.
-Ya sabe, su informe debe aclararnos cual es el principal proveedor de esa nueva droga.-continúa diciéndome la puñetera cucaracha.-No podemos permitirnos una competencia de esa categoría. El comercio internacional de Carne Negra se vería seriamente amenazado si el yagé se hiciera popular entre bohemios y ocultistas. ¿No ha oído hablar antes de esa prodigiosa droga?
-Me temo que no.-le contesto a la cucaracha, que a cada momento se parece más a un escarabajo pelotero que estuviera recogiendo los huesos espongiformes de la bestia que devoré anoche y formando con ellos una esfera cuya arquitectura caótica reflejara los misterios mas profundos de la estructura del cosmos.
-Su principio activo tiene un nombre poco discreto.-me dice la cucaracha.-Se llama telepatina, ¿puede creerlo? Una droga que no solo estimula la creatividad y eclipsa lo absurdo de la existencia sino que además le permite convertirse en un mirón de los pensamientos de los demás. Creo que se trata sin duda de la perversión suprema. ¿Qué opina usted, 777? ¿Le gustaría saber que tengo dentro de la cabeza en estos momentos?
-Me gustaría que dijera la frase final.-le digo a la cucaracha, mientras meto mis pies envueltos en calcetines deshilachados dentro de dos pesadas botas de piel de elefante de la Selva Negra.
-Oh, por favor.-me dice la cucaracha con tono zalamero.-Se bien como mira a los efebos de la Interzona cuando tiene tratos con ellos. ¿Es que quiere hacerme creer que con esos contactos esporádicos con ciempiés cubiertos por burdas imitaciones de piel de mujer tiene usted bastante?
-Diga la frase final.-insisto.
-Queda mucho por hacer.-me dice la cucaracha.-Mucho por experimentar. Incluso con un cuerpo tan delgado y consumido como el suyo….
-Diga la frase final.-vuelvo a decir, poniéndome en pie y avanzando hacia ella, levantando una de las botas y amenazando con dejarla caer sobre su diminuta cabeza de insecto.
La cucaracha retrocede y suspira profundamente.
-Este mensaje se autodestruirá.-dice, justo antes de reventar.
Mi cocina se llena de sangre ambarina de cucaracha gigante y fragmentos de su quitinoso exoesqueleto. Voy a tener que contratar a alguna criada filipina manca para que la limpie. Pero antes de eso tengo muchas cosas que hacer.
Uno de los oscuros vampiros de la Interzona está en el hueco de la escalera reduciendo a piel y huesos a un desdichado efebo que cometió el error de caer en sus garras. Paso junto a ellos y saludo al vampiro levantando levemente el sombrero. El me contesta educadamente con un siseo, salpicado mi ya de por si sucia camisa con una fina lluvia de gotas de sangre. Cuando salgo a la calle un ricsaw tirado por un senegalés jorobado por medios artificiales y cargando a una dama de piel transparente que fuma un cigarrillo turco está a punto de atropellarme. Le dirijo un insulto en mandarín al senegalés y una invitación algo procaz en serbio a su pasajera. Estoy recuperando el nervio a una velocidad sorprendente, y siento que lleno más mis ropas a cada instante que pasa. Me detengo de repente, comprendiendo la verdad de lo que está ocurriendo. Dedos convertidos en tentáculos con ventosas anaranjadas se cuelan debajo de mi chaqueta en busca de la moleskine, que descansa en el interior de su funda de cuero. Mis dos piernas se están empezando a unir por la pelvis en una parodia del mecanismo de locomoción de uno de los caracoles del orfebre ruso Fabergé cuando mi lengua bifurcada por tres veces consigue abrir la libreta y encontrar una de sus hojas en blanco.
-¿Quién mierda eres?-digo con la voz de un eunuco finamente educado al que le estuviera extrayendo los intestinos por la nariz.-Sal si te atreves.
Es un cobarde, pero puedo verle. Su error fue imaginar mis ojos como apéndices oculares de un cangrejo de las profundidades abisales, capaces de visualizar todo su entorno e incluso girar una esquina. Le descubro escondido tras una farola completamente empapelada con anuncios groseros de recitales de poesía para pervertidos y amas de casa de mediana edad. Garrapatea nerviosamente en su propia libreta, deteniéndose solo para humedecer su punta metálica con su lengua. Una mano que se está convirtiendo rápidamente en un ala de murciélago consigue encontrar un bolígrafo americano en las profundidades insondables de uno de mis bolsillos. Me olvido del cuerpo del agente enemigo, cubierto por una gabardina que sin duda ha debido robarle algún tuareg gigante del Atlas Sur-Oriental, y me concentro en su pluma. La describo rápidamente como una lanza dispuesta a travesar a los traidores hasta acabar con la raíz misma de su comportamiento ruin. Nada mas trazar las tristes palabras en replica sin talento de un poema medieval sobre las alas de la polilla que amenaza con salir volando de entre mis tentáculos, la pluma de mi antagonista adquiere voluntad propia y recuerda de golpe todas las afrentas sufridas a manos de su propietario. Atraviesa su paladar rauda como una flecha y penetra en su cráneo hasta el centro mismo del nódulo neurológico donde se originaba su comportamiento criminal. Horrorizado ante el hecho atroz de haber sido convertido a la fuerza en un hombre honrado, el agente enemigo se lleva su arma reglamentaria a la sien y se vuela la tapa de los sesos de una forma profesionalmente aséptica.
La polilla revolotea y tengo que capturarla con extremidades que por fortuna han dejado de mutar para volver a doblarla en forma de libreta y describir mi cuerpo como fue desde el principio de este día. Me ajusto la chaqueta y vuelvo a poner el sombrero sobre mi cabeza a tiempo de saludar a un efebo de dulces ojos verdes u torso desnudo que me reconoce y me dirige una seña masónica. Le sigo discretamente, sin querer fijarme en sus largos cabellos rubios ni en la cadencia delicada que marcan sus pies envueltos en sandalias sobre las sucias losas del suelo. A mi lado, sentadas en el suelo, diecisiete mujeres cubiertas por velos y con miradas que serían capaces de derretir el corazón de un cínico vocacional desmenuzan cuidadosamente un esqueleto de madreperla que había pertenecido a la más prestigiosa colección de artefactos de arte médico del país, y se introducen los pedazos triturados delicadamente por los lacrimales con la ayuda de finas varillas ahuecadas del mejor bambú del sur de Filipinas. Levanto la vista y descubro un dirigible de aire caliente alimentado por un motor diesel robado al auto de lujo con el que un noble italiano presumía ostentosamente poco antes del levantamiento de los fascistas. El dirigible es impulsado negligentemente por los aleteos de una pareja de flamencos españoles a los que una sarna virulenta ha dejado ciegos. Una mano delicada de cortos dedos, como los de una niña, se asoma por el borde de la principesca barquilla y deja caer algo que recojo con mi sombrero antes de que toque el suelo. Un pequeño frasco, apenas un tubito en el que hay un líquido amarillento que ni deja de moverse hacia arriba y hacia abajo deformando mis propias facciones en una pesadilla daliniana. El efebo ha entrado en uno de los salones de té más sórdidos y populares de toda la Interzona. Cuando entro descubro que una escala trenzada con cabellos de mujeres japonesas torturadas por amores imposibles a ídolos artificiales de la canción esta atada en una de las terrazas, y una mujer de delicados pies descalzos con uñas pintadas de rojo oscuro desciende por ella moviéndose por una agilidad que haría palidecer de envidia a uno mono modificado genéticamente. El traje que lleva la recién llegada le fue robado a una de las preciosas muñecas gigantes que un noble austríaco bastante desquiciado ordenó fabrica hace ya casi setenta años. Es un traje de viuda lujuriosa, con suficientes recovecos y pliegues de encaje como para ocultar un regimiento de húsares con sobredosis de cafeína. El rostro de la dama es una máscara de sensualidad y de belleza, inspirado en las seductoras más despiadadas de los prostíbulos más peligrosos de Macao o de Saigón. Sus cabellos han sido teñidos de rubio con la respiración de uno de los niños sobrevivientes del escape de agua oxigenada de la factoría bosnia. Nada mas ver sus ojos cubiertos por lentillas con forma de espiral el efebo deja de existir para mí. Ella fue la que dejó caer sobre mí este cilindro del que ha surgido una delicada aguja de metal, tan fina como en cabello de un hada aquejada de consunción.
-Es un ciempiés.-me susurra una cucaracha que se sube a una de mis botas.-No te fíes de ella. Es de la oposición. Solo es una delicada y hermosa piel de mujer lo que estás viendo.
-¿Y que crees que eso me importa?-le contesto a la cucaracha antes de convertirla en pulpa agonizante bajo la suela de dos centímetros de mi bota.
Sin decir palabra una cojeante camarero ha puesto sobre la mesa en la que se ha sentado la dama ciempiés una pipa de agua dentro de la que burbujea el corazón aún vivo de un dragón de las arenas. La dama se lleva la boquilla suavemente hasta tocar con ella sus labios y de sus pequeñas fosas nasales atravesadas por anillas surge un valor morado con olor a grosellas envenenadas con arsénico.
-Encantado de volver a verle, agente 777.-me dice, con una voz que reduce mi presión arterial hasta límites casi inhumanos.-Tome asiento, por favor.
Por ella he olvidado el encuentro con el agente enemigo, por ella he olvidado el síndrome de abstinencia que me está quemando las venas. Por ella incluso he olvidado la moleskine que pretende seguir volando por debajo de mi chaqueta.
-¿Nos conocemos?-le pregunto.
-Oh, claro.-dice ella, dando una nueva calada que provoca un suspiro de dragón que hace temblar los deficientes cimientos del local.-No es la primera vez que trabajamos juntos.
El camarero me pregunta en la chapurreante lengua de la Interzona que deseo tomar. Como tengo costumbre, le contestó en portugués y le pido un vaso de moloko. Disfruto por un instante del pequeño campo de distorsión real que provoca mi inusual petición en el aire de la estancia. El camarero gira una esquina a la carrera deseando llegar a otra realidad para poder encontrar lo que le he pedido. Con el tono justo de un cliente indignado le especifico que la quiero sin navajas justo antes de que desaparezca tras una cortina de cuentas talladas como muelas cariadas de santos islámicos.
-¿Ha podido probar la muestra que le he hecho llegar?-me pregunta la dama escorpión.
Estornuda ruidosamente y una avalancha de pequeñas criaturas segmentadas con miles de patas surgen de cada orificio de su cuerpo. De su boca, de su nariz, de sus orejas, de sus lacrimales. Una avalancha de insectos ambarinos escapa de debajo de su falda, moviéndose demasiado rápido para sus pequeñas patas. El cilindro caído del cielo ha terminado su proceso de cambio y se ha transformado en una jeringuilla con asas de tijera.
-Es yagé.-me dice la dama ciempiés, apartando un insecto segmentado de la boquilla de su pipa.-Necesito que lo pruebes.
Me quito la chaqueta e ignoro las protestas de la moleskine mientras me subo una de las mangas de mi policromadamente manchada camisa. Apenas si atraigo alguna mirada aburrida de patrones viciosos deseosos de anécdotas que contar cuando busco una de mis venas a tientas con mis dedos y al encontrarla clavo en ella la fina aguja. Aprieto el embolo de la aguja y es todo el mundo el que retrocede separándose de mi unos centímetros. La claridad que me aporta la droga me golpea con tanta fuerza que estoy a punto de caer del asiento. El susurro que escucho cerca de mi nuca se vuelve inquietante cuando soy capaz de comprender por completo las intenciones de las mandíbulas horizontales de las que surge. Me doy la vuelta rápidamente y descubro la mirada de una cucaracha más alta que yo fija en mis ojos.
-Gregorio Samsa.-le digo, para sacarlo de sus casillas.
Gregorio cubre su cuerpo quitinoso y alargado con una gabardina arrugada que alguna vez fue usada por un detective italiano que carraspeaba al hablar. Sus antenas están mal dobladas bajo un sombrero de ala demasiado ancha como para resultar elegante. Le empujo de una patada y echo mano a mi chaqueta mientras la dama ciempiés suspira asustada. El tiene y su libreta en las manos, y la tortura atrozmente tirando de sus peludas antenas. Antes de que mis vísceras internas cambien más de lo necesario mi bolígrafo americano describe sobre las alas de la polilla la violenta combustión del cuerpo de Gregorio Samsa y su posterior conversión en un queso azul en mal estado.
-No era esto lo que quería.-me dice la cucaracha en un lamento, la voz de sus alas ahogada por su gabardina, sus mandíbulas a punto de derretirse bajo el sol norteafricano que brilla sobre nuestras cabezas.
-¿Cómo podías haberme olvidado?-me pregunta mi amante, la dama ciempiés, haciéndome una de esas preguntas que solo una criatura no humana, como por ejemplo una mujer, es capaz de hacer.
-Yo soy el más destacado traficante de yagé.-le digo al cuerpo cada vez mas consumido y maloliente de Gregorio.-La traigo de América del Sur a través de Asia, y mi amante es mi principal contacto. Este es mi informe final como agente de inteligencia de su organización. Si me disculpa, hay otras trece organizaciones secretas a las que tengo que traicionar hoy con elegancia británica.
El camarero cojo barre los viscosos restos de Gregorio con una mueca de disgusto en su rostro picado por las viruelas. Un instante después le veo probarse el sombrero de la cucaracha, demasiado pequeño para su cabeza.
-Ya te recuerdo.-le digo a la dama escarabajo, que acaricia los cabellos del efebo que me llevó al local, nuestro ocasional amante común en noches de Carne Negra, absenta y canciones en francés.-No dejes de darme tu droga, o acabaré por olvidarte de nuevo.
La beso y una corriente de electricidad surge de sus labios inhumanos y paraliza mi corazón para revivificarlo un instante después. Mi mente vuela por el yagé, pero ya presiento el dolor infinito que me provocará su ausencia.
© 2008, Juan Díaz Olmedo
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