Voltaire escucha sin oír todo lo que sucede a su alrededor. Está ajena, sumida en unos pensamientos demasiado profundos, demasiado perturbadores. No todos los días sientes como la estructura de la realidad con la que cuentas se resquebraja y cae y es sustituida por las neblinas de lo desconocido, por la amenazadora presencia de lo imposible. Apenas presta atención a la música que le llega de la pequeña e improvisada pista de baile, a sus espaldas. Incluso la cerveza que bebe en cortos sorbos parece tener menos sabor esta noche.
Tiene que volver. Voltaire sabe que tiene que volver, que averiguar si es cierto que hay una vampira en el cementerio.
Dos golpes en el hombro sacan a Voltaire de su ensoñación. Es Zona, que la mira con una expresión de preocupación en su curioso rostro de gatita, maquillado de blanco y con sus labios negros. El pequeño cuerpo de adolescente de Zona está cubierto por un precioso vestido de encaje negro, como el de casi todas las chicas del local. Voltaire ni siquiera se ha cambiado de ropa desde esta tarde.
-¿Que te ocurre esta noche?-le pregunta Zona, forzando la voz para que se escuche sobre la música.
Voltaire mira por un momento a Zona. Sus ojos azules se fijan por un momento en los iris marrones de Zona, unos ojos que brillan a la luz de las velas que hay sobre la barra, demostrando la vida que los anima. No como los tenebrosos ojos de aquella cosa del cementerio.
-Lo siento-dice Voltaire-. Me ha ocurrido algo. No estoy de humor.
-¿Quieres hablar?-le pregunta Zona, agarrando su hombro, acercándose a ella más aún.
La pequeña Zona es una de esas personas cuya principal virtud es la de preocuparse realmente por las demás. Se sabe el centro de las vidas de mucho, el paño donde muchos secan sus lágrimas, la confidente de sus secretos más íntimos. Voltaire ha necesitado su presencia más de una vez.
-Hoy no, de verdad-le dice esta noche-. Gracias, cielo.
-Me tienes preocupada, ¿sabes?-insiste Zona.
-Has esperado para esta fiesta durante meses, no dejes que te la estropee-dice Voltaire.
-Tú también la has esperado-dice Zona.
-Diviértete, por favor-dice Voltaire, acariciando por un momento la carita de gatita de Zona.
Un precioso mohín de preocupación se dibuja sobre el rostro de Zona. Después se da la vuelta y vuelve al interior de la pista de baile.
¿Y si todo fue un sueño?, se pregunta Voltaire, aunque sabe que lo que le ocurrió fue totalmente real. Quizá es el deseo de que todo hubiese sido un sueño lo que le hace formular ese pensamiento. Lo más sencillo seria suponer que todo tiene una explicación. Voltaire sabe de gente que se creen vampiros, que viven como tales, que llegan incluso a beber sangre. Pero también sabe que esa gente se mueve en círculos cerrados, y que un ataque como el que ha sufrido esta tarde está en contra de todas sus convicciones. Quizá fuese una demente, o alguien con un sentido del humor especialmente morboso, gastando una broma. Pero Voltaire no puede sacar de su mente esos ojos sin vida, contemplándola. Ha tenido la desgracia de ver ojos vidriosos por el efecto de la adicción de las drogas, en una ocasión incluso en el rostro de alguien a quien amaba, y no lo olvidará nunca. Y los ojos de la vampira no se parecían nada a eso.
-¿Quieres algo más?-pregunta la camarera, una chica delgada con el pelo pintado de rosa.
-No, gracias-dice Voltaire, mirando por un momento la vacía botella de cerveza mejicana que sostiene entre sus manos.
No se había dado cuenta de que se había terminado la cerveza. Y cae en la cuenta de que no recuerda cuantas ha bebido esta noche. Recuerda el clásico chiste del vampiro que muerde a un borracho y se emborracha con la sangre saturada de alcohol, y pasa por su cabeza que seria divertido volver ahora al cementerio y dejarse atrapar por la vampira. Hay algo profundamente tétrico en la sonrisa que se dibuja en su rostro, algo que inquieta a la camarera.
-He bebido ya demasiado esta noche-insiste Voltaire.
Voltaire se levanta de la banqueta que ha estado ocupando toda la noche y cruza el pequeño arco que la lleva a la pista de baile. Todo el local ha sido precariamente transformado para esta noche, de una cafetería de lo más normal a un local siniestro. Hay posters de películas de terror y de grupos de los años 80 cubriendo las normalmente anodinas paredes y, en una esquina, un equipo de sonido portátil llena de música el ambiente bajo el control de un orondo discjockey. Zona y las demás están formando un corrillo cerca del centro, bailando lentamente una oscura balada romántica y deleitándose de la malignidad del aspecto de las otras, viendo cada una su propia belleza reflejada en la expresión de sus amigas. Voltaire bromea a veces con que este círculo de amistades es como los Clubs de Fuego Infernal de hace doscientos años, una sociedad de adoración mutua para cretinos decadentes. En cuanto Zona la ve, una sonrisa dubitativa aparece en su carita. Se separa del corro y Voltaire se acerca a su encuentro y la agarra del talle nada más llegar a su lado. Con una mano enguantada en cuero agarra la mano cubierta de encaje de Zona y comienza a bailar con ella con improvisados pasos de vals. La risa de Zona consigue hacerla reír. Las tinieblas se alejan de su mente por un momento.
El discjockey decide cambiar totalmente el ambiente y casi sin transición convierte la balada en el último éxito del grupo de moda de rock satánico. Zona y Voltaire se separan, saltando al ritmo de la enloquecida canción mientras alzan al aire las manos izquierdas con los dedos extendidos como si fuesen los cuernos de Satán. Voltaire baila y baila hasta que el alcohol comienza a rezumar por sus poros en forma de sudor. Entonces se aleja de aquello y se refugia en un pequeño y sucio cuarto de baño. Contempla su mirada reflejada mientras se arregla el maquillaje negro de sus labios. No puede creer lo que está pensando, las ideas oscuras y perversas que su mente está originando. Se guarda el lápiz de labios de nuevo en el bolsillo y sonríe a su reflejo, una sonrisa malvada, una sonrisa demoníaca.
Haz lo que quieras, piensa. Que esa sea la ley.
*****
El improvisado club gótico está situado en una decadente y oscura galería comercial. Tan solo la luz del interior del local la ilumina, pero eso no parece importar a los pequeños grupos de siniestros que se reúnen en pequeños corrillos cerca de la puerta, charlando en voz baja, fumando y descansando un poco del cargado ambiente del interior. Voltaire está sentada frente a un abandonado local, cerrado por una verja oxidada y casi completamente cubierta de graffitis, casi un patético monumento a las perdidas esperanzas de lucro que llevaron a construir esta galería pese a que es una zona sin tránsito, alejada del centro. La música del interior llega levemente a los oídos de Voltaire, uno de los primeros éxitos de un grupo italiano de rock sinfónico. Da un nuevo sorbo a su cerveza con tequila y mira hacia el fondo de la galería, donde está la verja que la separa del resto de la ciudad. Hay poco más que oscuridad apenas rota por el brillo amarillento de las farolas tras esa verja. Ese es su mundo, el mundo de la vampira. Aquí dentro se siente segura. Aunque se siente como una cobarde, esperará a sus amigas para ir con ellas a casa. Esta noche está demasiado alterada como para caminar sola por la calle. Sabe lo que su imaginación convocará en cada ruido, en cada eco, en cada sombra misteriosa, en cada figura furtiva que parezca acechar entre las sombras. Pero pronto, muy pronto, se hará de día y las tornas cambiarán.
-Hey, preciosa-dice una voz desagradablemente familiar cerca de ella.
Voltaire alza la vista y no hace nada para impedir que el fastidio se refleje en su rostro al ver que es quien temía que era. Dani, el maldito Dani, el tipo que lleva encaprichado de ella desde que la vio por primera vez, ese cretino que no se da cuenta de que sencillamente no le soporta.
-¿Que haces aquí solita?-dice con su voz exageradamente artificial.
Voltaire se pregunta si ensaya esa voz en casa antes de salir. Pretende ser una profunda e interesante voz de seductor, pero suena como la de un envejecido galán de opereta.
-Nada que te importe, Dani-le dice sin contemplaciones.
Normalmente, Voltaire intenta tener un mínimo de tacto al rechazar a alguien, pero Dani ha sobrepasado más de una vez la línea.
-Quizá quieras algo de compañía-dice Dani, sentándose a su lado en el estrecho bordillo, demasiado cerca para el gusto de Voltaire. El imbécil intenta pasar su brazo sobre los hombros de Voltaire, pero ella se levanta a tiempo.
-Te lo he dicho más de una vez, idiota-le grita a la cara, mientras esgrime su cerveza con tequila contra el rostro del patético intento de seductor-. Déjame tranquila. No me gustas, no me gustan los cretinos que se creen que las mujeres son de su propiedad.
-Vamos, gatita-dice Dani poniéndose en pié, con una sonrisa socarrona en su anguloso rostro.
Dani es el típico tipo que parece pasar bastante tiempo frente al espejo antes de salir a la calle, estudiando su indumentaria, ensayando poses, muecas y sonrisas. Viste de negro, con prendas que parecen sacadas del vestuario de una estrella del Death Metal. Su largo pelo negro está recogido en una coleta con un aro plateado, al igual que el del cantante de su grupo favorito. Y su rostro lobuno y no carente de atractivo está maquillado exactamente de la misma forma que el de su ídolo. Todo en él proclama a gritos su falta de personalidad propia. A Voltaire le haría reír si no fuese por sus modales de proxeneta.
-Sé que te mueres por mi cuerpo, gatita-dice señalando con prepotencia su poco agraciada fisonomía-. ¿Cuando vas a darte una oportunidad para disfrutarme?
Voltaire se limita a mostrarle el dedo medio de su mano izquierda y a darse la vuelta. Se queda helada cuando siente como Dani le palmea desvergonzadamente el trasero.
Dejando salir toda la ira y la repugnancia que Dani le ha originado en la boca del estómago, Voltaire se gira y estampa un bofetón en el rostro del cretino, arrojándolo violentamente contra la verja del arruinado local. El estrépito de la verja detiene todas las conversaciones de la galería.
-¿Ocurre algo aquí?-pregunta el portero del local gótico, un tipo gigantesco con la cabeza rapada y las cejas pintadas a lápiz.
-Nada que no pueda manejar-dice Voltaire, sin dejar de mirar a Dani fijamente con una mirada que podría detener el corazón de cualquiera.
-¿Te está molestando este tipo?-insiste el portero. Conoce bien a Voltaire y sabe que ella nunca comenzaría una pelea.
Voltaire se lo piensa un momento.
-No-dice finalmente.
Zona y las demás la miran desde la entrada del local, un poco asustadas. Voltaire se acerca a ellas, sin mirar atrás para ver como Dani se incorpora tocándose con cuidado su dolorido rostro.
-Vamonos, por favor-le susurra a Zona al llegar a su lado.
-Vamos a salir-le grita Zona al portero, mientras acaricia por un momento el rostro de Voltaire.
El portero las acompaña el corto tramo hacia la verja y la abre para que puedan salir. Una vez en el exterior, Voltaire siente un escalofrío al darse cuenta de que ya no está segura. No sabría decir si es un estremecimiento de miedo lo que ha recorrido su espalda, o de un oscuro y maligno placer.
*****
Voltaire ha llamado esta mañana a Anton, para avisarle de que no puede ir a trabajar. Le ha dicho que se encontraba mal, que no podía salir de casa. No le ha gustado tener que mentirle, pero no cree que Anton hubiera atendido a razones si le hubiese contado la verdad.
Nada más cruzar la antigua verja que rodea el cementerio, Voltaire saca la navaja del bolsillo de sus pantalones y la oculta como puede dentro de su mano. Se siente incómoda llevándola, pero necesita tener algo para protegerse, aunque no sepa si servirá de algo, o si sencillamente se atreverá a emplearla cuando se vea en la situación de tener que hacerlo. La navaja es un antiguo regalo de Anais, a la que le preocupaba la afición de Voltaire de recorrer durante la noche las calles de la ciudad. Voltaire la había aceptado y la había guardado en un cajón de su cómoda, hasta esta mañana.
Voltaire cae en la cuenta de que nunca ha estado en el cementerio a esta hora de la mañana. El sol hace mucho que surgió por el horizonte, pero no lo suficiente como para calentar la gravilla que pisan sus botas, o las hojas doradas que cuelgan precariamente de las ramas de los árboles sobre su cabeza, tenuemente acariciadas por el viento, listas para caer a la primera llamada del otoño para cubrirlo todo de una crujiente alfombra dorada. Voltaire no se cruza con nadie en su camino, tal y como esperaba. A estas horas, la mayoría de las personas comienzan sus tareas diarias, imbuidas en el ritmo de sus vidas, sin tiempo ni ánimos para recordar a los muertos.
Llega al centro del cementerio antes de lo que se esperaba. Hoy no ha tenido ánimos para pasear, para contemplar las tumbas, para saludar silenciosamente a sus habitantes. Voltaire espera no haberlos ofendido, que entiendan lo que siente en estos momentos, que comprendan porqué quiere hacer lo que se dispone a hacer. Y les suplica en silencio, al ver al fin la puerta entreabierta del panteón, que le ayuden si es que pueden hacerlo, aunque sea inspirándola para no vacilar en el momento clave. No en vano la vampira es una intrusa en su mundo, como lo es en el de Voltaire. Quizá los muertos estén dentro de sus tumbas tan asustados y fascinados como Voltaire sobre ellas.
Voltaire agarra con fuerza la navaja, como si deseara de forma inconsciente asegurarse de que está ahí, de que no es ninguna ilusión, de que le brindará la letal ayuda de su afilada hoja cuando la requiera. Avanza lentamente, el interior del panteón demasiado oscuro como para poder vislumbrar lo que en él acecha. Se detiene en el umbral, todavía deslumbrada por la luz del sol, y lentamente se desliza en su interior.
La vampira está dentro de la pequeña estancia, frente a ella, con la espalda apoyada en la pared, los brazos rodeando sus piernas, los largos dedos entrelazados. Voltaire retrocede sin pensarlo, intimidada por la mirada muerta de la criatura, y una de sus botas golpea ruidosamente la puerta de metal.
El corazón de Voltaire se ha saltado un latido, pero la vampira no se ha inmutado. Continúa mirándola, en silencio. Hay muy poca luz aquí, apenas una suave penumbra, pero Voltaire puede distinguirla con claridad. Es ahora cuando se da cuenta de lo gastadas y sucias que están sus ropas, unos pantalones vaqueros negros y una camiseta ajustada a su delgado torso. Sus pies están descalzos, con las plantas ennegrecidas por el polvo que llena el suelo del panteón. Y su rostro es duro y hermoso, un rostro de malvada, pero que ahora no refleja ninguna expresión. Tan solo mira a Voltaire con ojos sin brillo.
Al fin, Voltaire se atreve a desviar su vista por un instante de la vampira para contemplar lo que le rodea. Hay cuatro nichos transversales en las paredes, dos en cada lado del panteón. Tres de ellos contienen viejos y polvorientos féretros, el cuarto está vacío. El ataúd que contenía está en el suelo, bajo él, caído en una postura extraña y con la tapa abierta. A Voltaire no le costaría imaginarse a la vampira surgiendo del oscuro interior de ese ataúd.
Comienza a acercarse a la vampira lentamente, atenta a cualquier leve movimiento de su cuerpo, cualquier ligero cambio en su expresión. Pero la vampira se limita a seguirla con la mirada, con esos ojos que Voltaire ha descubierto que tienen la capacidad de obsesionarla, de capturar completa y despiadadamente su atención hasta el punto de que es un desafío para su voluntad separar la vista de ellos. Se pregunta si es el legendario poder hipnótico que describen las novelas o es sencillamente el miedo, ese mismo miedo que ha desbocado los latidos de su corazón y agitado su aliento.
Está muy cerca de la vampira. Ya puede casi olerla, un olor a polvo y a podredumbre que no le resulta del todo desagradable. Se agacha junto a ella, sin dejar de mirar a sus ojos en ningún momento, y acciona el resorte de la navaja para liberar su hoja, que brilla tenuemente en la penumbra. Desliza la hoja sobre la palma de su mano izquierda y siente como el filo penetra suave e implacable dentro de su carne, lo siente abrir sus venas con un dolor agudo que no tarda en crispar sus dedos y rozar levemente sus huesos, provocándole un escalofrío. El calor de la sangre llena la palma de su mano.
Las manos de la vampira se han separado nada más ver la sangre surgir de la carne de Voltaire, y ahora se acercan temblorosas a su mano, agarrándola como si tomase un cuenco, acercándola a sus pálidos y generosos labios. Voltaire deja que beba la sangre, que lama la herida, siente como la lengua seca de la vampira lacera levemente el corte, provocándole un placentero cosquilleo en medio del dolor, siente como los fríos dedos la agarran con fuerza. La sangre se derrama en dos hileras por las comisuras de los labios de la vampira, que continua bebiendo ansiosamente, succionando la herida para que no se cierre, para que siga surgiendo la sangre. Voltaire siente miedo, siente dolor, pero todo eso lo siente de una forma lejana, como si se hallara sumergida en un sueño. Es todo tan irreal, tan perversamente absurdo, que hay partes de su ser que rechazan aceptarlo.
No sabe si ha pasado una hora o solo unos minutos. La vampira separa su ensangrentada boca de la herida de Voltaire y vuelve a contemplarla con sus inquietantes ojos ambarinos. La sangre ya casi no mana de la herida. La vampira apoya delicadamente su cabeza contra la pared de piedra y la mira, una súplica silenciosa en su expresión, en su mirada.
Quiere más, necesita más.
Voltaire acaricia por un momento el frío rostro de la vampira, y la criatura entrecierra los ojos, como si la dominara el placer de la caricia. Después se pone en pié y abandona el panteón, sin atreverse a mirar atrás.
*****
El Señor Lars camina apresudaramente por la atestada calle, envuelto en su gabardina, su rostro medio oculto por sus solapas levantadas. Mira a su alrededor con expresión furtiva, examinando rápidamente los rostros de todos los que pasan a su lado, buscando gestos, signos, pistas que le ayuden en su búsqueda. Todavía no ha perfeccionado un método de identificación de sus presas, pero piensa que se encuentra en buen camino. Hay veces que se culpa a si mismo por no haber inspeccionado con detenimiento el único ejemplar de esas criaturas que estuvo en su poder el tiempo necesario para ello, pero se recuerda las circunstancias y piensa que fueron lo suficientemente terribles como para disculpar aquella imprudencia.
Calles estrechas abarrotadas de jóvenes, todos vestidos de negro, blanco, rojo y morado, de forma decadente y sensual. Ojos perfilados en negro le contemplan al pasar, labios pintados de negro susurran sobre su presencia. Es un intruso en este mundo, en estas calles que durante las horas de la noche son su reino, el reino de los góticos, de los siniestros, de esos insensatos que idolatran a las malditas criaturas que el Señor Lars persigue, que se comportan y se maquillan como patéticas imitaciones de ellas. El Señor Lars les despreciaría de no ser porque le recuerdan a alguien, a alguien a quien amaba y que fue el motivo de que comenzara su lucha contra esas criaturas.
Pronto será la hora en la que abran los clubs, en la que estos jóvenes entraran en locales oscuros para escuchar música que el resto del mundo considera pasada de moda, para beber y bailar hasta caer en un sensual y placentero trance que el Señor Lars no puede comprender. Hubo alguien que intentó explicárselo, hace mucho, pero no quiso escucharle.
Los recuerdos están atormentando al Señor Lars esta noche con especial violencia. Le gustaría pensar que se trata de un signo, de una señal de que se haya cerca de su presa, de la bestia entre las bestias que le arrebató lo único que le importaba. Pero esos recuerdos no hacen más que distraerle, hacen que no preste atención a aquellos con los que se cruza, a las siluetas apenas dibujadas que ve en los callejones oscuros, a las bellezas malignas que se apoyan en los oscuros umbrales de los locales. El Señor Lars toma una de esas oscuras bocacalles, totalmente vacía, y sigue adelante, mirando solo las punteras de sus botas.
De repente se da cuenta de que ha llegado a un lugar más iluminado. Levanta la vista para descubrir que está en una pequeña plaza, completamente desierta. El Señor Lars inspira con fuerza, después deja que el aire salga de sus pulmones lentamente, no sintiendo ningún alivio en la opresión de la boca de su estómago. Los malditos sentimientos se están adueñando otra vez de él, le están torturando implacablemente, impidiéndole cumplir su cometido. Se sienta en un frío banco de metal y mira al oscuro firmamento sobre su cabeza, mientras busca en el bolsillo de su gabardina su estropeada cartera.
El Señor Lars siente el rugoso tacto del cuero ajado contra sus dedos, busca con ellos el pequeño cierre metálico y lo abre, sin bajar la vista del cielo. Debe hacerlo, debe honrar su recuerdo para aplacar su destrozada alma por un instante, para poder continuar, para seguir buscando su venganza.
Finalmente baja la vista y la fija en los ojos que la contemplan desde la descolorida fotografía que decora su cartera. Cielos, era tan hermosa, tan parecida a su madre. No, Serlina era aún más hermosa, mucho más. Fue su orgullo durante mucho tiempo, una niña pequeña e inteligente en cuya sonrisa refugiarse tras un día interminable de trabajo sin sentido. Cuando el Señor Lars pensaba que no había nada que mereciese la pena en su vida, pensaba en Serlina, y cambiaba de idea.
Pero el tiempo fue pasando poco a poco, aunque mucho más deprisa de lo que el Señor Lars podría haberse imaginado. Y una sombra apareció en aquellos hermosos ojos, y sus risas mutaron en un misterioso silencio. Al principio no dio importancia a aquellos pequeños síntomas de que algo estaba cambiando en su hija, de que la pequeña y alegra jovencita se estaba alejando rápidamente de su lado. Vio sus labios pintados de negro, las calaveras de escayola con las que decoraba su cuarto, la maldita música que escuchaba a cada hora del día, y no le dio importancia. Es la edad, pensó, es una fase. Le tocaba ser rebelde, odiar al mundo. El Señor Lars también había sido joven y rebelde una vez, lo recordaba todavía, y recordaba haberse hecho prometer a si mismo que seria comprensivo con su hija tras una de las duras discusiones que había tenido con su propio padre. Si no toleraba a su hija, había pensado, solo conseguiré que se vuelva más rebelde, como le había ocurrido a él mismo años antes. Por eso trató de calmar a su esposa cuando Serlina comenzó a llegar cada vez más tarde cada noche, cuando encontraron botellas de cerveza vacías bajo su cama, cuando empezó a ser vista en compañía de chicos de aspecto sospechoso.
Hasta que, una noche, su hija no volvió a casa.
El Señor Lars cierra su cartera y entierra su rostro entre sus manos, sintiendo que las malditas lágrimas se agolpan en sus ojos. Necesita llorar, desahogar su dolor, su rabia. Al menos por un momento.
Un grito le sobresalta, le hace alzar la cabeza y escrutar la oscuridad frente a él con ojos borrosos por las lágrimas. Ha venido de un callejón frente a él, donde dos tenues siluetas parecen enzarzadas en una violenta danza. El Señor Lars se pone en pié y corre hacia ellas, implorando en silencio que sus peores temores se hagan realidad mientras abre su gabardina y busca la culata de su revolver.
Cuando está lo suficientemente cerca como para ver claramente lo que ocurre, lo que ve no le sorprende, pero inflama la sangre que recorre sus venas. Una chica está contra la sucia pared del callejón, forcejeando contra un tipo vestido de negro que entierra su rostro en su cuello. Sin detenerse, el Señor Lars saca el revolver de su funda y golpea con la culata el cráneo del agresor, de la maldita bestia que ha jurado exterminar. Su largo cabello negro cubre su rostro cuando cae al suelo frente a él, sobre un pequeño montón de basuras entre dos malolientes bidones de plástico. La chica grita con toda la fuerza de la que son capaces sus jóvenes pulmones, pero el Señor Lars la ignora. Apunta el cañón de su revolver contra la cabeza de la bestia, luchando contra el impulso de disparar.
Una mirada perdida contempla la nada tras una espesa cortina de cabellos negros, hasta que consigue enfocarse para distinguir el amenazador vacío del cañón del arma que le apunta. La criatura suelta un patético y desafinado grito de terror mientras retrocede espasmódicamente, golpeando uno de los bidones con su cabeza y derribándolo, derramando una cascada de malolientes desechos sobre el sucio asfalto del callejón.
Entonces es cuando el Señor Lars se da cuenta de que ha cometido un error.
-Por favor, señor, no le mate, por favor-susurra la chica entre sollozos-No le mate, por favor. No me estaba haciendo daño, por favor.
El rostro del joven es una auténtica mascara de puro horror. Sus labios tiemblan y sus ojos se llenan de lágrimas ante la visión del arma.
Esas criaturas no temen a las armas.
El Señor Lars aparta su arma del rostro del joven, que se pone en pié sin dejar de mirarle horrorizado. Contempla a la chica con ojos aterrados y de nuevo al Señor Lars, y solo entonces se da la vuelta para echar a correr.
Ha dejado a esta chica sola junto a un maniaco, piensa el Señor Lars.
Con cuidado, libera el percutor que había amartillado por instinto nada más desenfundar su arma, y la devuelve a su funda, bajo la gabardina. Después apoya la espalda en la pared del callejón, sintiendo como las fuerzas le abandonan.
Tarda un momento en darse cuenta de que la chica está todavía a su lado, sollozando. Levanta la vista de la lata vacía que ha descubierto entre sus botas y la mira, encuentra su mirada color turquesa que brilla con lágrimas de terror. Es muy joven, y muy bonita. Como ella, como Serlina.
-No tengas miedo-le dice.
Su voz suena ronca y torpe, la voz de alguien que ha perdido la costumbre de hablar.
-Lo siento-se esfuerza en decir-. Creía que ese tipo te estaba haciendo daño.
La chica se está secando las lágrimas con un pañuelo de encaje. Poco a poco, parece estar recuperando la calma.
-Es mi novio-susurra-. Es un poco bestia, solo eso.
El maquillaje de los ojos de la chica está arruinado por las lágrimas, cae dibujando surcos grises por su pálido rostro. Lentamente se incorpora, se separa de la pared y mira a la oscuridad hacia la que ha huido su aterrorizado novio.
-Y un maldito cobarde-añade.
La opresión en la boca del estómago del Señor Lars se ha hecho mucho más fuerte, tanto que casi no le deja respirar. Se lleva las manos instintivamente a la fuente de su dolor y se esfuerza en calmarse, en respirar con más calma, para que los latidos de su maltrecho corazón se calmen en consonancia.
-¿Se encuentra usted bien?-le pregunta la chica, acercándosele tímidamente.
El Señor Lars no entiende como estos jóvenes pueden ser tan amables, tan confiados, tan ignorantes de los peligros que acechan en cada rincón de este condenado mundo.
-He estado a punto de matar a tu novio-le dice, cuando consigue calmarse lo bastante como para ser capaz de hablar-. ¿No deberías tenerme miedo y huir?
-Lo ha hecho porque creía que estaba en peligro-dice la chica, sonriendo levemente-. Para salvarme.
La ingenua lógica de la chica está a punto de provocar una sonrisa en el Señor Lars. Entonces ve el símbolo rojo que decora la camiseta de la chica, medio oculto bajo su chaqueta. Su expresión cambia tanto que la chica vuelve a sentir miedo.
-¿Que es eso?-pregunta el Señor Lars, señalando al símbolo con un dedo tembloroso, como profeta iracundo.
La chica se abre la chaqueta y contempla el símbolo como si lo estuviese viendo por primera vez.
-Es el símbolo de un grupo al que vi tocar una vez-susurra temerosa.
-¿Cómo se llama ese grupo?-pregunta el Señor Lars.
-Fata Morgana-dice ella, sorprendida de su interés-. Son un grupo local.
El Señor Lars contempla de nuevo el símbolo, para asegurarse de que no está equivocado. Sí, es el mismo símbolo, la misma combinación de cruces malditas que vio colgando del cuello de Serlina poco antes de verla desaparecer.
-¿Dónde tocan?-pregunta, sin dejar de mirar el símbolo.
-No lo sé-dice la chica, que se está poniendo nerviosa-. Aquí y allá. No tocan mucho.
El Señor Lars aparta a fin la vista del símbolo rojo, y fija una mirada grave en los claros ojos de la chica.
-Apártate de ellos-le dice-. No te mezcles con ellos, no te fíes de ellos. Hazme caso.
La chica está desconcertada. Parece que sus peores temores sobre este tipo se han hecho realidad. Es un demente, le falta un tornillo. Y tiene un arma.
-Tengo que marcharme-musita-. Buenas noches.
Sin esperar respuesta, se da la vuelta y se marcha con pasos apresurados, mirando hacia atrás para comprobar que el Señor Lars no le sigue.
El Señor Lars está demasiado ocupado rebuscando entre sus recuerdos como para prestarle atención. Todavía recuerda aquel día, cuando se cruzó con Serlina en el pasillo de su antigua casa, de aquel lugar de paz que ahora solo existe en un pasado doloroso.
*****
Serlina acababa de llegar de la calle, vestida de negro como una criatura de la noche, los ojos sumergidos en pozos de negritud por obra y gracia de su exagerado maquillaje, el pelo revuelto y pintado de un rojo chillón. El Señor Lars saludó en silencio a su hija, y entonces vio el símbolo que colgaba de la cadena plateada que rodeaba su cuello.
-. ¿Que es eso?-le pregunta, señalando el amenazador símbolo.
Serlina pareció sorprenderse de que le dirigiese la palabra. En aquellos tiempos casi nunca hablaban, nada más allá de lo necesario.
-Nada-dijo ella, tomándolo con sus dedos de largas uñas y contemplándolo por un momento-. Solo un colgante que me han regalado.
Sin decir nada más, entró en su cuarto. El Señor Lars pensó en dejarlo correr, en dejarla seguir con su vida, que tomara sus propias decisiones. Pero aquel símbolo podría implicar cosas que no iba a tolerar en su casa. Entró en el cuarto de su hija antes de que ella hubiese cerrado la puerta. La mirada de Serlina se le clavó por un instante, formulando un duro y silencioso reproche por no respetar su intimidad, una intimidad que parecía haberse vuelto lo más importante para Serlina cuando estaba en casa. Después desvió la vista y se quitó la chaqueta, comportándose como si estuviese sola, ignorándole completamente.
El Señor Lars terminó de cerrar la puerta. Serlina había puesto en marcha su pequeño equipo de música nada más entrar, aunque aquel día la música era sorprendentemente tranquila, incluso con una cierta belleza.
-Quiero hablar contigo-dijo al fin.
Serlina le miró con una expresión que no supo descifrar. Después se sentó en su cama, y palmeó el espacio a su lado, invitándole a sentarse junto a ella. Y el Señor Lars se sorprendió descubriendo en aquella jovencita siniestra y rebelde la misma jovencita dulce y educada que había sido siempre, mirándole con expectación. Algo confundido, se sentó a su lado, mirándola tímidamente mientras intentaba no ser excesivamente sincero, no sonar como un histérico.
-¿No te estarás metiendo en cosas peligrosas, no?-le dijo al fin.
Serlina sonrió, una sonrisa franca pero con una cierta carga de cinismo.
-Es por la maldita televisión-dijo al fin, en medio de la risa-. Sí, debe ser por eso. En cuanto un joven se comporta de forma un poco rara, ya pensáis que es porque toma drogas.
-No, no es eso-dijo el Señor Lars-. Sé que no eres tan idiota como para eso.
-Gracias-dijo Serlina.
-No sé si sabes que ese símbolo se parece mucho a los que llevan los neo-nazis-dijo el Señor Lars, señalando al plateado colgante que colgaba del cuello de su hija.
Serlina lo miró como si lo viese por primera vez. Era tan evidente que no entendía como alguien no podía darse cuenta. Una cruz celta, negra con borde blanco, inscrita dentro de una cruz de hierro, la antigua condecoración de guerra.
-Lo sé-dijo ella-. Lo diseñó un amigo mío, el mismo que me lo regaló. Son dos símbolos de odio unidos para crear algo nuevo.
-No entiendo eso-confesó el Señor Lars.
-Es sencillo-dijo Serlina, con una voz suave y modulada que el Señor Lars nunca le había oído-. Son solo símbolos, pero están asociados con sentimientos, con ideas. Aquí están unidos, odio más odio, neutralizándose el uno al otro, creando algo nuevo, algo bello pero que conserva el poder de los símbolos anteriores.
-¿Poder?-preguntó extrañado el Señor Lars.
-El poder del miedo-dijo Serlina-. Este símbolo no representa nada, pero provoca miedo, una repulsión y al mismo tiempo una fascinación de la que nadie puede escapar. Y el poder de provocar miedo puede ser muy útil.
-¿Para qué puede servir?-preguntó el Señor Lars.
-Para que te fijes en mí lo suficiente como para preocuparte-dijo Serlina-. Para que estés aquí, hablando conmigo ahora.
En aquel momento el Señor Lars se sintió terriblemente vacío. Miró la sonrisa de su hija, pero solo pudo ver su propia culpabilidad. La abrazó levemente y la dejó sola en su cuarto, como siempre.
No sabía que era una de las últimas veces que vería a su hija con vida.
*****
El Señor Lars nunca podría haber imaginado que aquel maldito símbolo iba a ser la señal que estaba esperando, la pista que lo conduciría a su objetivo, a su venganza.
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© 2008, Juan Díaz Olmedo
Tiene que volver. Voltaire sabe que tiene que volver, que averiguar si es cierto que hay una vampira en el cementerio.
Dos golpes en el hombro sacan a Voltaire de su ensoñación. Es Zona, que la mira con una expresión de preocupación en su curioso rostro de gatita, maquillado de blanco y con sus labios negros. El pequeño cuerpo de adolescente de Zona está cubierto por un precioso vestido de encaje negro, como el de casi todas las chicas del local. Voltaire ni siquiera se ha cambiado de ropa desde esta tarde.
-¿Que te ocurre esta noche?-le pregunta Zona, forzando la voz para que se escuche sobre la música.
Voltaire mira por un momento a Zona. Sus ojos azules se fijan por un momento en los iris marrones de Zona, unos ojos que brillan a la luz de las velas que hay sobre la barra, demostrando la vida que los anima. No como los tenebrosos ojos de aquella cosa del cementerio.
-Lo siento-dice Voltaire-. Me ha ocurrido algo. No estoy de humor.
-¿Quieres hablar?-le pregunta Zona, agarrando su hombro, acercándose a ella más aún.
La pequeña Zona es una de esas personas cuya principal virtud es la de preocuparse realmente por las demás. Se sabe el centro de las vidas de mucho, el paño donde muchos secan sus lágrimas, la confidente de sus secretos más íntimos. Voltaire ha necesitado su presencia más de una vez.
-Hoy no, de verdad-le dice esta noche-. Gracias, cielo.
-Me tienes preocupada, ¿sabes?-insiste Zona.
-Has esperado para esta fiesta durante meses, no dejes que te la estropee-dice Voltaire.
-Tú también la has esperado-dice Zona.
-Diviértete, por favor-dice Voltaire, acariciando por un momento la carita de gatita de Zona.
Un precioso mohín de preocupación se dibuja sobre el rostro de Zona. Después se da la vuelta y vuelve al interior de la pista de baile.
¿Y si todo fue un sueño?, se pregunta Voltaire, aunque sabe que lo que le ocurrió fue totalmente real. Quizá es el deseo de que todo hubiese sido un sueño lo que le hace formular ese pensamiento. Lo más sencillo seria suponer que todo tiene una explicación. Voltaire sabe de gente que se creen vampiros, que viven como tales, que llegan incluso a beber sangre. Pero también sabe que esa gente se mueve en círculos cerrados, y que un ataque como el que ha sufrido esta tarde está en contra de todas sus convicciones. Quizá fuese una demente, o alguien con un sentido del humor especialmente morboso, gastando una broma. Pero Voltaire no puede sacar de su mente esos ojos sin vida, contemplándola. Ha tenido la desgracia de ver ojos vidriosos por el efecto de la adicción de las drogas, en una ocasión incluso en el rostro de alguien a quien amaba, y no lo olvidará nunca. Y los ojos de la vampira no se parecían nada a eso.
-¿Quieres algo más?-pregunta la camarera, una chica delgada con el pelo pintado de rosa.
-No, gracias-dice Voltaire, mirando por un momento la vacía botella de cerveza mejicana que sostiene entre sus manos.
No se había dado cuenta de que se había terminado la cerveza. Y cae en la cuenta de que no recuerda cuantas ha bebido esta noche. Recuerda el clásico chiste del vampiro que muerde a un borracho y se emborracha con la sangre saturada de alcohol, y pasa por su cabeza que seria divertido volver ahora al cementerio y dejarse atrapar por la vampira. Hay algo profundamente tétrico en la sonrisa que se dibuja en su rostro, algo que inquieta a la camarera.
-He bebido ya demasiado esta noche-insiste Voltaire.
Voltaire se levanta de la banqueta que ha estado ocupando toda la noche y cruza el pequeño arco que la lleva a la pista de baile. Todo el local ha sido precariamente transformado para esta noche, de una cafetería de lo más normal a un local siniestro. Hay posters de películas de terror y de grupos de los años 80 cubriendo las normalmente anodinas paredes y, en una esquina, un equipo de sonido portátil llena de música el ambiente bajo el control de un orondo discjockey. Zona y las demás están formando un corrillo cerca del centro, bailando lentamente una oscura balada romántica y deleitándose de la malignidad del aspecto de las otras, viendo cada una su propia belleza reflejada en la expresión de sus amigas. Voltaire bromea a veces con que este círculo de amistades es como los Clubs de Fuego Infernal de hace doscientos años, una sociedad de adoración mutua para cretinos decadentes. En cuanto Zona la ve, una sonrisa dubitativa aparece en su carita. Se separa del corro y Voltaire se acerca a su encuentro y la agarra del talle nada más llegar a su lado. Con una mano enguantada en cuero agarra la mano cubierta de encaje de Zona y comienza a bailar con ella con improvisados pasos de vals. La risa de Zona consigue hacerla reír. Las tinieblas se alejan de su mente por un momento.
El discjockey decide cambiar totalmente el ambiente y casi sin transición convierte la balada en el último éxito del grupo de moda de rock satánico. Zona y Voltaire se separan, saltando al ritmo de la enloquecida canción mientras alzan al aire las manos izquierdas con los dedos extendidos como si fuesen los cuernos de Satán. Voltaire baila y baila hasta que el alcohol comienza a rezumar por sus poros en forma de sudor. Entonces se aleja de aquello y se refugia en un pequeño y sucio cuarto de baño. Contempla su mirada reflejada mientras se arregla el maquillaje negro de sus labios. No puede creer lo que está pensando, las ideas oscuras y perversas que su mente está originando. Se guarda el lápiz de labios de nuevo en el bolsillo y sonríe a su reflejo, una sonrisa malvada, una sonrisa demoníaca.
Haz lo que quieras, piensa. Que esa sea la ley.
*****
El improvisado club gótico está situado en una decadente y oscura galería comercial. Tan solo la luz del interior del local la ilumina, pero eso no parece importar a los pequeños grupos de siniestros que se reúnen en pequeños corrillos cerca de la puerta, charlando en voz baja, fumando y descansando un poco del cargado ambiente del interior. Voltaire está sentada frente a un abandonado local, cerrado por una verja oxidada y casi completamente cubierta de graffitis, casi un patético monumento a las perdidas esperanzas de lucro que llevaron a construir esta galería pese a que es una zona sin tránsito, alejada del centro. La música del interior llega levemente a los oídos de Voltaire, uno de los primeros éxitos de un grupo italiano de rock sinfónico. Da un nuevo sorbo a su cerveza con tequila y mira hacia el fondo de la galería, donde está la verja que la separa del resto de la ciudad. Hay poco más que oscuridad apenas rota por el brillo amarillento de las farolas tras esa verja. Ese es su mundo, el mundo de la vampira. Aquí dentro se siente segura. Aunque se siente como una cobarde, esperará a sus amigas para ir con ellas a casa. Esta noche está demasiado alterada como para caminar sola por la calle. Sabe lo que su imaginación convocará en cada ruido, en cada eco, en cada sombra misteriosa, en cada figura furtiva que parezca acechar entre las sombras. Pero pronto, muy pronto, se hará de día y las tornas cambiarán.
-Hey, preciosa-dice una voz desagradablemente familiar cerca de ella.
Voltaire alza la vista y no hace nada para impedir que el fastidio se refleje en su rostro al ver que es quien temía que era. Dani, el maldito Dani, el tipo que lleva encaprichado de ella desde que la vio por primera vez, ese cretino que no se da cuenta de que sencillamente no le soporta.
-¿Que haces aquí solita?-dice con su voz exageradamente artificial.
Voltaire se pregunta si ensaya esa voz en casa antes de salir. Pretende ser una profunda e interesante voz de seductor, pero suena como la de un envejecido galán de opereta.
-Nada que te importe, Dani-le dice sin contemplaciones.
Normalmente, Voltaire intenta tener un mínimo de tacto al rechazar a alguien, pero Dani ha sobrepasado más de una vez la línea.
-Quizá quieras algo de compañía-dice Dani, sentándose a su lado en el estrecho bordillo, demasiado cerca para el gusto de Voltaire. El imbécil intenta pasar su brazo sobre los hombros de Voltaire, pero ella se levanta a tiempo.
-Te lo he dicho más de una vez, idiota-le grita a la cara, mientras esgrime su cerveza con tequila contra el rostro del patético intento de seductor-. Déjame tranquila. No me gustas, no me gustan los cretinos que se creen que las mujeres son de su propiedad.
-Vamos, gatita-dice Dani poniéndose en pié, con una sonrisa socarrona en su anguloso rostro.
Dani es el típico tipo que parece pasar bastante tiempo frente al espejo antes de salir a la calle, estudiando su indumentaria, ensayando poses, muecas y sonrisas. Viste de negro, con prendas que parecen sacadas del vestuario de una estrella del Death Metal. Su largo pelo negro está recogido en una coleta con un aro plateado, al igual que el del cantante de su grupo favorito. Y su rostro lobuno y no carente de atractivo está maquillado exactamente de la misma forma que el de su ídolo. Todo en él proclama a gritos su falta de personalidad propia. A Voltaire le haría reír si no fuese por sus modales de proxeneta.
-Sé que te mueres por mi cuerpo, gatita-dice señalando con prepotencia su poco agraciada fisonomía-. ¿Cuando vas a darte una oportunidad para disfrutarme?
Voltaire se limita a mostrarle el dedo medio de su mano izquierda y a darse la vuelta. Se queda helada cuando siente como Dani le palmea desvergonzadamente el trasero.
Dejando salir toda la ira y la repugnancia que Dani le ha originado en la boca del estómago, Voltaire se gira y estampa un bofetón en el rostro del cretino, arrojándolo violentamente contra la verja del arruinado local. El estrépito de la verja detiene todas las conversaciones de la galería.
-¿Ocurre algo aquí?-pregunta el portero del local gótico, un tipo gigantesco con la cabeza rapada y las cejas pintadas a lápiz.
-Nada que no pueda manejar-dice Voltaire, sin dejar de mirar a Dani fijamente con una mirada que podría detener el corazón de cualquiera.
-¿Te está molestando este tipo?-insiste el portero. Conoce bien a Voltaire y sabe que ella nunca comenzaría una pelea.
Voltaire se lo piensa un momento.
-No-dice finalmente.
Zona y las demás la miran desde la entrada del local, un poco asustadas. Voltaire se acerca a ellas, sin mirar atrás para ver como Dani se incorpora tocándose con cuidado su dolorido rostro.
-Vamonos, por favor-le susurra a Zona al llegar a su lado.
-Vamos a salir-le grita Zona al portero, mientras acaricia por un momento el rostro de Voltaire.
El portero las acompaña el corto tramo hacia la verja y la abre para que puedan salir. Una vez en el exterior, Voltaire siente un escalofrío al darse cuenta de que ya no está segura. No sabría decir si es un estremecimiento de miedo lo que ha recorrido su espalda, o de un oscuro y maligno placer.
*****
Voltaire ha llamado esta mañana a Anton, para avisarle de que no puede ir a trabajar. Le ha dicho que se encontraba mal, que no podía salir de casa. No le ha gustado tener que mentirle, pero no cree que Anton hubiera atendido a razones si le hubiese contado la verdad.
Nada más cruzar la antigua verja que rodea el cementerio, Voltaire saca la navaja del bolsillo de sus pantalones y la oculta como puede dentro de su mano. Se siente incómoda llevándola, pero necesita tener algo para protegerse, aunque no sepa si servirá de algo, o si sencillamente se atreverá a emplearla cuando se vea en la situación de tener que hacerlo. La navaja es un antiguo regalo de Anais, a la que le preocupaba la afición de Voltaire de recorrer durante la noche las calles de la ciudad. Voltaire la había aceptado y la había guardado en un cajón de su cómoda, hasta esta mañana.
Voltaire cae en la cuenta de que nunca ha estado en el cementerio a esta hora de la mañana. El sol hace mucho que surgió por el horizonte, pero no lo suficiente como para calentar la gravilla que pisan sus botas, o las hojas doradas que cuelgan precariamente de las ramas de los árboles sobre su cabeza, tenuemente acariciadas por el viento, listas para caer a la primera llamada del otoño para cubrirlo todo de una crujiente alfombra dorada. Voltaire no se cruza con nadie en su camino, tal y como esperaba. A estas horas, la mayoría de las personas comienzan sus tareas diarias, imbuidas en el ritmo de sus vidas, sin tiempo ni ánimos para recordar a los muertos.
Llega al centro del cementerio antes de lo que se esperaba. Hoy no ha tenido ánimos para pasear, para contemplar las tumbas, para saludar silenciosamente a sus habitantes. Voltaire espera no haberlos ofendido, que entiendan lo que siente en estos momentos, que comprendan porqué quiere hacer lo que se dispone a hacer. Y les suplica en silencio, al ver al fin la puerta entreabierta del panteón, que le ayuden si es que pueden hacerlo, aunque sea inspirándola para no vacilar en el momento clave. No en vano la vampira es una intrusa en su mundo, como lo es en el de Voltaire. Quizá los muertos estén dentro de sus tumbas tan asustados y fascinados como Voltaire sobre ellas.
Voltaire agarra con fuerza la navaja, como si deseara de forma inconsciente asegurarse de que está ahí, de que no es ninguna ilusión, de que le brindará la letal ayuda de su afilada hoja cuando la requiera. Avanza lentamente, el interior del panteón demasiado oscuro como para poder vislumbrar lo que en él acecha. Se detiene en el umbral, todavía deslumbrada por la luz del sol, y lentamente se desliza en su interior.
La vampira está dentro de la pequeña estancia, frente a ella, con la espalda apoyada en la pared, los brazos rodeando sus piernas, los largos dedos entrelazados. Voltaire retrocede sin pensarlo, intimidada por la mirada muerta de la criatura, y una de sus botas golpea ruidosamente la puerta de metal.
El corazón de Voltaire se ha saltado un latido, pero la vampira no se ha inmutado. Continúa mirándola, en silencio. Hay muy poca luz aquí, apenas una suave penumbra, pero Voltaire puede distinguirla con claridad. Es ahora cuando se da cuenta de lo gastadas y sucias que están sus ropas, unos pantalones vaqueros negros y una camiseta ajustada a su delgado torso. Sus pies están descalzos, con las plantas ennegrecidas por el polvo que llena el suelo del panteón. Y su rostro es duro y hermoso, un rostro de malvada, pero que ahora no refleja ninguna expresión. Tan solo mira a Voltaire con ojos sin brillo.
Al fin, Voltaire se atreve a desviar su vista por un instante de la vampira para contemplar lo que le rodea. Hay cuatro nichos transversales en las paredes, dos en cada lado del panteón. Tres de ellos contienen viejos y polvorientos féretros, el cuarto está vacío. El ataúd que contenía está en el suelo, bajo él, caído en una postura extraña y con la tapa abierta. A Voltaire no le costaría imaginarse a la vampira surgiendo del oscuro interior de ese ataúd.
Comienza a acercarse a la vampira lentamente, atenta a cualquier leve movimiento de su cuerpo, cualquier ligero cambio en su expresión. Pero la vampira se limita a seguirla con la mirada, con esos ojos que Voltaire ha descubierto que tienen la capacidad de obsesionarla, de capturar completa y despiadadamente su atención hasta el punto de que es un desafío para su voluntad separar la vista de ellos. Se pregunta si es el legendario poder hipnótico que describen las novelas o es sencillamente el miedo, ese mismo miedo que ha desbocado los latidos de su corazón y agitado su aliento.
Está muy cerca de la vampira. Ya puede casi olerla, un olor a polvo y a podredumbre que no le resulta del todo desagradable. Se agacha junto a ella, sin dejar de mirar a sus ojos en ningún momento, y acciona el resorte de la navaja para liberar su hoja, que brilla tenuemente en la penumbra. Desliza la hoja sobre la palma de su mano izquierda y siente como el filo penetra suave e implacable dentro de su carne, lo siente abrir sus venas con un dolor agudo que no tarda en crispar sus dedos y rozar levemente sus huesos, provocándole un escalofrío. El calor de la sangre llena la palma de su mano.
Las manos de la vampira se han separado nada más ver la sangre surgir de la carne de Voltaire, y ahora se acercan temblorosas a su mano, agarrándola como si tomase un cuenco, acercándola a sus pálidos y generosos labios. Voltaire deja que beba la sangre, que lama la herida, siente como la lengua seca de la vampira lacera levemente el corte, provocándole un placentero cosquilleo en medio del dolor, siente como los fríos dedos la agarran con fuerza. La sangre se derrama en dos hileras por las comisuras de los labios de la vampira, que continua bebiendo ansiosamente, succionando la herida para que no se cierre, para que siga surgiendo la sangre. Voltaire siente miedo, siente dolor, pero todo eso lo siente de una forma lejana, como si se hallara sumergida en un sueño. Es todo tan irreal, tan perversamente absurdo, que hay partes de su ser que rechazan aceptarlo.
No sabe si ha pasado una hora o solo unos minutos. La vampira separa su ensangrentada boca de la herida de Voltaire y vuelve a contemplarla con sus inquietantes ojos ambarinos. La sangre ya casi no mana de la herida. La vampira apoya delicadamente su cabeza contra la pared de piedra y la mira, una súplica silenciosa en su expresión, en su mirada.
Quiere más, necesita más.
Voltaire acaricia por un momento el frío rostro de la vampira, y la criatura entrecierra los ojos, como si la dominara el placer de la caricia. Después se pone en pié y abandona el panteón, sin atreverse a mirar atrás.
*****
El Señor Lars camina apresudaramente por la atestada calle, envuelto en su gabardina, su rostro medio oculto por sus solapas levantadas. Mira a su alrededor con expresión furtiva, examinando rápidamente los rostros de todos los que pasan a su lado, buscando gestos, signos, pistas que le ayuden en su búsqueda. Todavía no ha perfeccionado un método de identificación de sus presas, pero piensa que se encuentra en buen camino. Hay veces que se culpa a si mismo por no haber inspeccionado con detenimiento el único ejemplar de esas criaturas que estuvo en su poder el tiempo necesario para ello, pero se recuerda las circunstancias y piensa que fueron lo suficientemente terribles como para disculpar aquella imprudencia.
Calles estrechas abarrotadas de jóvenes, todos vestidos de negro, blanco, rojo y morado, de forma decadente y sensual. Ojos perfilados en negro le contemplan al pasar, labios pintados de negro susurran sobre su presencia. Es un intruso en este mundo, en estas calles que durante las horas de la noche son su reino, el reino de los góticos, de los siniestros, de esos insensatos que idolatran a las malditas criaturas que el Señor Lars persigue, que se comportan y se maquillan como patéticas imitaciones de ellas. El Señor Lars les despreciaría de no ser porque le recuerdan a alguien, a alguien a quien amaba y que fue el motivo de que comenzara su lucha contra esas criaturas.
Pronto será la hora en la que abran los clubs, en la que estos jóvenes entraran en locales oscuros para escuchar música que el resto del mundo considera pasada de moda, para beber y bailar hasta caer en un sensual y placentero trance que el Señor Lars no puede comprender. Hubo alguien que intentó explicárselo, hace mucho, pero no quiso escucharle.
Los recuerdos están atormentando al Señor Lars esta noche con especial violencia. Le gustaría pensar que se trata de un signo, de una señal de que se haya cerca de su presa, de la bestia entre las bestias que le arrebató lo único que le importaba. Pero esos recuerdos no hacen más que distraerle, hacen que no preste atención a aquellos con los que se cruza, a las siluetas apenas dibujadas que ve en los callejones oscuros, a las bellezas malignas que se apoyan en los oscuros umbrales de los locales. El Señor Lars toma una de esas oscuras bocacalles, totalmente vacía, y sigue adelante, mirando solo las punteras de sus botas.
De repente se da cuenta de que ha llegado a un lugar más iluminado. Levanta la vista para descubrir que está en una pequeña plaza, completamente desierta. El Señor Lars inspira con fuerza, después deja que el aire salga de sus pulmones lentamente, no sintiendo ningún alivio en la opresión de la boca de su estómago. Los malditos sentimientos se están adueñando otra vez de él, le están torturando implacablemente, impidiéndole cumplir su cometido. Se sienta en un frío banco de metal y mira al oscuro firmamento sobre su cabeza, mientras busca en el bolsillo de su gabardina su estropeada cartera.
El Señor Lars siente el rugoso tacto del cuero ajado contra sus dedos, busca con ellos el pequeño cierre metálico y lo abre, sin bajar la vista del cielo. Debe hacerlo, debe honrar su recuerdo para aplacar su destrozada alma por un instante, para poder continuar, para seguir buscando su venganza.
Finalmente baja la vista y la fija en los ojos que la contemplan desde la descolorida fotografía que decora su cartera. Cielos, era tan hermosa, tan parecida a su madre. No, Serlina era aún más hermosa, mucho más. Fue su orgullo durante mucho tiempo, una niña pequeña e inteligente en cuya sonrisa refugiarse tras un día interminable de trabajo sin sentido. Cuando el Señor Lars pensaba que no había nada que mereciese la pena en su vida, pensaba en Serlina, y cambiaba de idea.
Pero el tiempo fue pasando poco a poco, aunque mucho más deprisa de lo que el Señor Lars podría haberse imaginado. Y una sombra apareció en aquellos hermosos ojos, y sus risas mutaron en un misterioso silencio. Al principio no dio importancia a aquellos pequeños síntomas de que algo estaba cambiando en su hija, de que la pequeña y alegra jovencita se estaba alejando rápidamente de su lado. Vio sus labios pintados de negro, las calaveras de escayola con las que decoraba su cuarto, la maldita música que escuchaba a cada hora del día, y no le dio importancia. Es la edad, pensó, es una fase. Le tocaba ser rebelde, odiar al mundo. El Señor Lars también había sido joven y rebelde una vez, lo recordaba todavía, y recordaba haberse hecho prometer a si mismo que seria comprensivo con su hija tras una de las duras discusiones que había tenido con su propio padre. Si no toleraba a su hija, había pensado, solo conseguiré que se vuelva más rebelde, como le había ocurrido a él mismo años antes. Por eso trató de calmar a su esposa cuando Serlina comenzó a llegar cada vez más tarde cada noche, cuando encontraron botellas de cerveza vacías bajo su cama, cuando empezó a ser vista en compañía de chicos de aspecto sospechoso.
Hasta que, una noche, su hija no volvió a casa.
El Señor Lars cierra su cartera y entierra su rostro entre sus manos, sintiendo que las malditas lágrimas se agolpan en sus ojos. Necesita llorar, desahogar su dolor, su rabia. Al menos por un momento.
Un grito le sobresalta, le hace alzar la cabeza y escrutar la oscuridad frente a él con ojos borrosos por las lágrimas. Ha venido de un callejón frente a él, donde dos tenues siluetas parecen enzarzadas en una violenta danza. El Señor Lars se pone en pié y corre hacia ellas, implorando en silencio que sus peores temores se hagan realidad mientras abre su gabardina y busca la culata de su revolver.
Cuando está lo suficientemente cerca como para ver claramente lo que ocurre, lo que ve no le sorprende, pero inflama la sangre que recorre sus venas. Una chica está contra la sucia pared del callejón, forcejeando contra un tipo vestido de negro que entierra su rostro en su cuello. Sin detenerse, el Señor Lars saca el revolver de su funda y golpea con la culata el cráneo del agresor, de la maldita bestia que ha jurado exterminar. Su largo cabello negro cubre su rostro cuando cae al suelo frente a él, sobre un pequeño montón de basuras entre dos malolientes bidones de plástico. La chica grita con toda la fuerza de la que son capaces sus jóvenes pulmones, pero el Señor Lars la ignora. Apunta el cañón de su revolver contra la cabeza de la bestia, luchando contra el impulso de disparar.
Una mirada perdida contempla la nada tras una espesa cortina de cabellos negros, hasta que consigue enfocarse para distinguir el amenazador vacío del cañón del arma que le apunta. La criatura suelta un patético y desafinado grito de terror mientras retrocede espasmódicamente, golpeando uno de los bidones con su cabeza y derribándolo, derramando una cascada de malolientes desechos sobre el sucio asfalto del callejón.
Entonces es cuando el Señor Lars se da cuenta de que ha cometido un error.
-Por favor, señor, no le mate, por favor-susurra la chica entre sollozos-No le mate, por favor. No me estaba haciendo daño, por favor.
El rostro del joven es una auténtica mascara de puro horror. Sus labios tiemblan y sus ojos se llenan de lágrimas ante la visión del arma.
Esas criaturas no temen a las armas.
El Señor Lars aparta su arma del rostro del joven, que se pone en pié sin dejar de mirarle horrorizado. Contempla a la chica con ojos aterrados y de nuevo al Señor Lars, y solo entonces se da la vuelta para echar a correr.
Ha dejado a esta chica sola junto a un maniaco, piensa el Señor Lars.
Con cuidado, libera el percutor que había amartillado por instinto nada más desenfundar su arma, y la devuelve a su funda, bajo la gabardina. Después apoya la espalda en la pared del callejón, sintiendo como las fuerzas le abandonan.
Tarda un momento en darse cuenta de que la chica está todavía a su lado, sollozando. Levanta la vista de la lata vacía que ha descubierto entre sus botas y la mira, encuentra su mirada color turquesa que brilla con lágrimas de terror. Es muy joven, y muy bonita. Como ella, como Serlina.
-No tengas miedo-le dice.
Su voz suena ronca y torpe, la voz de alguien que ha perdido la costumbre de hablar.
-Lo siento-se esfuerza en decir-. Creía que ese tipo te estaba haciendo daño.
La chica se está secando las lágrimas con un pañuelo de encaje. Poco a poco, parece estar recuperando la calma.
-Es mi novio-susurra-. Es un poco bestia, solo eso.
El maquillaje de los ojos de la chica está arruinado por las lágrimas, cae dibujando surcos grises por su pálido rostro. Lentamente se incorpora, se separa de la pared y mira a la oscuridad hacia la que ha huido su aterrorizado novio.
-Y un maldito cobarde-añade.
La opresión en la boca del estómago del Señor Lars se ha hecho mucho más fuerte, tanto que casi no le deja respirar. Se lleva las manos instintivamente a la fuente de su dolor y se esfuerza en calmarse, en respirar con más calma, para que los latidos de su maltrecho corazón se calmen en consonancia.
-¿Se encuentra usted bien?-le pregunta la chica, acercándosele tímidamente.
El Señor Lars no entiende como estos jóvenes pueden ser tan amables, tan confiados, tan ignorantes de los peligros que acechan en cada rincón de este condenado mundo.
-He estado a punto de matar a tu novio-le dice, cuando consigue calmarse lo bastante como para ser capaz de hablar-. ¿No deberías tenerme miedo y huir?
-Lo ha hecho porque creía que estaba en peligro-dice la chica, sonriendo levemente-. Para salvarme.
La ingenua lógica de la chica está a punto de provocar una sonrisa en el Señor Lars. Entonces ve el símbolo rojo que decora la camiseta de la chica, medio oculto bajo su chaqueta. Su expresión cambia tanto que la chica vuelve a sentir miedo.
-¿Que es eso?-pregunta el Señor Lars, señalando al símbolo con un dedo tembloroso, como profeta iracundo.
La chica se abre la chaqueta y contempla el símbolo como si lo estuviese viendo por primera vez.
-Es el símbolo de un grupo al que vi tocar una vez-susurra temerosa.
-¿Cómo se llama ese grupo?-pregunta el Señor Lars.
-Fata Morgana-dice ella, sorprendida de su interés-. Son un grupo local.
El Señor Lars contempla de nuevo el símbolo, para asegurarse de que no está equivocado. Sí, es el mismo símbolo, la misma combinación de cruces malditas que vio colgando del cuello de Serlina poco antes de verla desaparecer.
-¿Dónde tocan?-pregunta, sin dejar de mirar el símbolo.
-No lo sé-dice la chica, que se está poniendo nerviosa-. Aquí y allá. No tocan mucho.
El Señor Lars aparta a fin la vista del símbolo rojo, y fija una mirada grave en los claros ojos de la chica.
-Apártate de ellos-le dice-. No te mezcles con ellos, no te fíes de ellos. Hazme caso.
La chica está desconcertada. Parece que sus peores temores sobre este tipo se han hecho realidad. Es un demente, le falta un tornillo. Y tiene un arma.
-Tengo que marcharme-musita-. Buenas noches.
Sin esperar respuesta, se da la vuelta y se marcha con pasos apresurados, mirando hacia atrás para comprobar que el Señor Lars no le sigue.
El Señor Lars está demasiado ocupado rebuscando entre sus recuerdos como para prestarle atención. Todavía recuerda aquel día, cuando se cruzó con Serlina en el pasillo de su antigua casa, de aquel lugar de paz que ahora solo existe en un pasado doloroso.
*****
Serlina acababa de llegar de la calle, vestida de negro como una criatura de la noche, los ojos sumergidos en pozos de negritud por obra y gracia de su exagerado maquillaje, el pelo revuelto y pintado de un rojo chillón. El Señor Lars saludó en silencio a su hija, y entonces vio el símbolo que colgaba de la cadena plateada que rodeaba su cuello.
-. ¿Que es eso?-le pregunta, señalando el amenazador símbolo.
Serlina pareció sorprenderse de que le dirigiese la palabra. En aquellos tiempos casi nunca hablaban, nada más allá de lo necesario.
-Nada-dijo ella, tomándolo con sus dedos de largas uñas y contemplándolo por un momento-. Solo un colgante que me han regalado.
Sin decir nada más, entró en su cuarto. El Señor Lars pensó en dejarlo correr, en dejarla seguir con su vida, que tomara sus propias decisiones. Pero aquel símbolo podría implicar cosas que no iba a tolerar en su casa. Entró en el cuarto de su hija antes de que ella hubiese cerrado la puerta. La mirada de Serlina se le clavó por un instante, formulando un duro y silencioso reproche por no respetar su intimidad, una intimidad que parecía haberse vuelto lo más importante para Serlina cuando estaba en casa. Después desvió la vista y se quitó la chaqueta, comportándose como si estuviese sola, ignorándole completamente.
El Señor Lars terminó de cerrar la puerta. Serlina había puesto en marcha su pequeño equipo de música nada más entrar, aunque aquel día la música era sorprendentemente tranquila, incluso con una cierta belleza.
-Quiero hablar contigo-dijo al fin.
Serlina le miró con una expresión que no supo descifrar. Después se sentó en su cama, y palmeó el espacio a su lado, invitándole a sentarse junto a ella. Y el Señor Lars se sorprendió descubriendo en aquella jovencita siniestra y rebelde la misma jovencita dulce y educada que había sido siempre, mirándole con expectación. Algo confundido, se sentó a su lado, mirándola tímidamente mientras intentaba no ser excesivamente sincero, no sonar como un histérico.
-¿No te estarás metiendo en cosas peligrosas, no?-le dijo al fin.
Serlina sonrió, una sonrisa franca pero con una cierta carga de cinismo.
-Es por la maldita televisión-dijo al fin, en medio de la risa-. Sí, debe ser por eso. En cuanto un joven se comporta de forma un poco rara, ya pensáis que es porque toma drogas.
-No, no es eso-dijo el Señor Lars-. Sé que no eres tan idiota como para eso.
-Gracias-dijo Serlina.
-No sé si sabes que ese símbolo se parece mucho a los que llevan los neo-nazis-dijo el Señor Lars, señalando al plateado colgante que colgaba del cuello de su hija.
Serlina lo miró como si lo viese por primera vez. Era tan evidente que no entendía como alguien no podía darse cuenta. Una cruz celta, negra con borde blanco, inscrita dentro de una cruz de hierro, la antigua condecoración de guerra.
-Lo sé-dijo ella-. Lo diseñó un amigo mío, el mismo que me lo regaló. Son dos símbolos de odio unidos para crear algo nuevo.
-No entiendo eso-confesó el Señor Lars.
-Es sencillo-dijo Serlina, con una voz suave y modulada que el Señor Lars nunca le había oído-. Son solo símbolos, pero están asociados con sentimientos, con ideas. Aquí están unidos, odio más odio, neutralizándose el uno al otro, creando algo nuevo, algo bello pero que conserva el poder de los símbolos anteriores.
-¿Poder?-preguntó extrañado el Señor Lars.
-El poder del miedo-dijo Serlina-. Este símbolo no representa nada, pero provoca miedo, una repulsión y al mismo tiempo una fascinación de la que nadie puede escapar. Y el poder de provocar miedo puede ser muy útil.
-¿Para qué puede servir?-preguntó el Señor Lars.
-Para que te fijes en mí lo suficiente como para preocuparte-dijo Serlina-. Para que estés aquí, hablando conmigo ahora.
En aquel momento el Señor Lars se sintió terriblemente vacío. Miró la sonrisa de su hija, pero solo pudo ver su propia culpabilidad. La abrazó levemente y la dejó sola en su cuarto, como siempre.
No sabía que era una de las últimas veces que vería a su hija con vida.
*****
El Señor Lars nunca podría haber imaginado que aquel maldito símbolo iba a ser la señal que estaba esperando, la pista que lo conduciría a su objetivo, a su venganza.
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© 2008, Juan Díaz Olmedo
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