-Estás extraña hoy-dice Anton-. ¿De verdad te encuentras bien?
Voltaire tarda un momento en darse cuenta de que Anton le está hablando. Todavía lleva puestas las gafas de sol, y solo se da cuenta cuando intenta enfocar a Anton, que la mira desde el rincón más oscuro de la tienda. Se las quita torpemente con dedos que no hacen más que temblar.
-No lo sé, Anton-dice al fin, hablando casi en un susurro-. Creía que estaba mejor, pero no estoy bien del todo.
-Pequeña, ¿me lo estas contando todo?-insiste Anton, acercándose a ella, tratando de mirar dentro de sus ojos.
Pero ella rehuye su mirada como nunca lo ha hecho. Se siente fatal por haberle mentido, por tener que seguir mintiendo para poder mantener la primera mentira. También se siente extraña por sus deseos, por sus pensamientos, por unos ojos ambarinos y ansiosos que no puede sacar de su cabeza, por el temblor que domina sus manos y su cabeza desde que despertó esta mañana, que apenas se ha mitigado un poco a lo largo del día. Ha vomitado los pocos cereales que ha conseguido comer, su estómago se ha concentrado en una bola de nervios tirantes como cables de acero y se ha negado a digerirlos.
-¿Cómo te has hecho eso?-le pregunta Anton, tomando su mano, cubierta por un improvisado vendaje de telas blancas.
Voltaire mira su propia mano y siente un escalofrío recorrer su espalda al recordar la lengua de la vampira acariciando su herida, el sonido de la succión de su sangre dentro de aquella boca cruel y hermosa.
-Me corté haciendo la cena-miente de nuevo-. Estaba débil y torpe.
-Pudiste haberte cortado un dedo-dice Anton-. ¿No estaba Anais para ayudarte?
-No-dice Voltaire, contenta de tener que dejar de mentir-. Sigue de gira.
-¿Cuándo volverá?-pregunta Anton.
-No lo sé-le dice Voltaire-. Ya sabes como es, ni ella misma sabe cuando van a terminar su gira. No creo que sepan cada día donde van a tocar la siguiente vez.
Anton se permite una sonrisa. Los Sonámbulos eran el grupo de Anais, una pequeña panda de bohemios enamorados del rock que se plantaban en locales a lo largo de todo el país pidiendo hablar con el encargado para actuar allí esa misma noche. Muchas veces actuaban como teloneros improvisados de la auténtica actuación programada, otras eran el sorprendente número principal de la noche. Aquella forma de comportarse era su marca de fábrica, como les gustaba llamarla, y habían conseguido convocar a un pequeño grupo de seguidores que siempre hacían conjeturas y averiguaciones para poder adelantarse a ellos y escuchar su próximo concierto.
-Estamos hablando de ti, pequeña-dice Anton-. Te conozco desde hace lo suficiente como para darme cuenta que hay algo que te tiene intranquila. No has dibujado nada en todo el día, y eso es algo que nunca había visto.
Voltaire mira al cuaderno abierto sobre el mostrador, frente a ella. La misma página en blanco que esta mañana, cuando entró. Antón tiene razón. Hoy no es ella misma, y el no ha sido el único en darse cuenta. Los clientes la han notado distante, sorprendentemente fría. Ha visto miradas de extrañeza, también de tristeza, pero por suerte ha sentido comprensión tras esas miradas.
-¿Quieres hablar de algo?-dice Anton.
-No lo sé-dice Voltaire, sin mentir.
Rehuye de nuevo la mirada de Anton, temiendo que el viejo rockero pueda leer en sus ojos las perversiones que atormentan su alma.
-Siempre ayuda-dice Anton con voz suave.
Voltaire se limita a asentir. Antón gira el cartel que indica que el local esta abierto para que nadie les moleste por un momento. Tras eso se inclina sobre el mostrador, frente a ella.
-Anton-dice Voltaire atreviéndose de nuevo a mirarle a los ojos-, ¿qué harías por conseguir aquello con lo que siempre has soñado?
Anton sonríe, como casi siempre que su mente le trae un recuerdo de la persona que fue hace mucho tiempo.
-Si me lo hubieses preguntado hace veinte años, te diría que cualquier cosa-dice-. Ahora ya no estoy seguro. Tengo a mi esposa, a mi hijo, esta tienda, te tengo a ti. Mucho depende de mí. La libertad de la juventud hace tiempo que desapareció de mi vida.
-¿Y si estuvieses en mi caso?-le pregunta Voltaire.
-Si tuviese tu edad, y tu ausencia de ataduras, me lanzaría a cualquier cosa por conseguir lo que siempre he querido. ¿Quieres saber un secreto?
Voltaire atesora los pequeños secretos de Anton, pequeñas perlas de sabiduría adquiridas a lo largo de su vida.
-Es algo que un amigo medio borracho me susurró una noche-dice Anton, su mirada perdida por un momento en algún lugar del infinito-. Que los sueños los fabricamos con pedazos de nuestra alma. Son como apuestas que hacemos contra el destino. Si ganamos, si nuestro sueño se cumple, nuestra alma se hace más fuerte y poderosa. Pero si perdemos, nos quedamos sin un pedazo de nuestra alma, de lo que somos. ¿Has oído hablar del mito de Fausto?
-Claro-contesta Voltaire.
-Es una mierda-dice Anton-. Es una de esas historias que los poderosos inventaron para que la gente se conformase con sus vidas. ¿Sabes lo que haría yo? Si el diablo se me apareciese y me ofreciera mis sueños a cambio de mi alma, se la daría envuelta en un lazo rojo.
Una tímida sonrisa aparece en los labios de Voltaire.
-¿Porque estamos hablando de esto?-pregunta Anton, contento ante la aparición de esa sonrisa.
-Por nada-dice Voltaire, apartando la vista como una niña traviesa.
-¿No estarás enamorada o algo así, no?-le pregunta.
-Tal vez-dice Voltaire.
Anton se siente un poco más tranquilo, incluso se permite sonreír. Pero algo en la mirada de Voltaire le dice que no queda mucho tiempo antes de que abandone su lado para vivir su propia vida. Y no puede evitar entristecerse por ello.
*****
A Voltaire no le cuesta mucho encontrarle. Lo que más le cuesta es no pensar en lo que va a hacer.
Se repite a sí misma que el imbecil se lo tiene merecido, que es algo que ocurriría de una forma u otra aunque ella no hiciese nada. También se esfuerza en recordar todas las cosas que sabe que ese bastardo le ha hecho a otras chicas, la forma en las que las ha tratado, las infidelidades que ha cometido, las palizas que ha dado a sus novias.
Voltaire teme que no sea suficiente como para no vacilar en el último momento.
El Refugio es un lugar extraño, un enorme pub construido en el interior de una vieja casa, una laberíntica sucesión de oscuras habitaciones, cada una con su ambiente, cada una con una música distinta, creando una cacofonía de sonidos discordantes en los mal insonorizados pasillos, que permanecen siempre a oscuras, iluminados apenas por la tenue luz que proviene de las estancias. Es en estos rincones donde parejas, y ocasionalmente tríos se refugian para deleitarse con el tacto de sus cuerpos, con el sabor de su piel y de su sudor. Voltaire suele acudir mucho a este lugar los fines de semana, en los que toda la casa se llena del ajetreo de decenas de personas de aspecto estrafalario que se mueven de un ambiente a otro según su estado de ánimo o siguiendo rituales privados. Nunca había estado en los días del medio de la semana, cuando apenas pequeños grupos deambulan por sus salas o vegetan en los muchos sofás viejos que decoran las habitaciones y los pasillos.
Una chica corpulenta le pone la mano en el hombro con una violencia que Voltaire no se esperaba. Apenas ve su rostro en la oscuridad, pero nota que la mira con expresión hosca.
-¿Tienes un cigarrillo?-le pregunta con la misma brusquedad que su forma de abordarla.
-No-responde Voltaire lacónicamente, manteniendo la mirada desafiante de sus ojos verdes.
Aunque lo hubiera tenido, no se lo habría dado. Hay gente que sencillamente no sabe comportarse, sin importar el ambiente en el que te muevas.
Finalmente la chica maleducada suelta su hombro y continua su camino. Voltaire sigue avanzando, buscando por las estancias del Refugio, examinando las formas que se esconden en las tinieblas, deseando encontrarle y temiendo el momento en el que tenga que mirarle a los ojos.
Pero aunque es ella quien busca, es él quien la encuentra.
-¡Eh!-grita la inconfundible voz de Dani, para hacerse oír por encima de la música-. ¿Qué haces aquí sola?
Dani la mira desde uno de los sofás, con expresión sinceramente sorprendida. Nunca le guarda rencor por haberle rechazado, es demasiado patético como para tener un poco de dignidad y saber donde no es bienvenido. Por suerte esta noche eso le da ventaja a Voltaire en el delicado y artístico juego del embaucamiento.
Voltaire piensa en Satán, imagina lo que le gustaría que la Gran Serpiente existiese realmente, que fuese algo más que un concepto de rebelión. Y se dice a ella misma que va a hacer que el Señor de las Tinieblas esté orgullosa de ella. Va a usar todo lo que ha aprendido de él, de los escritos de sus discípulos a lo largo de la historia. El arte del engaño, de la ilusión, lo que llaman magia menor.
Lentamente, toma asiento en el sofá, junto a Dani, no demasiado cerca. Sabe que Dani es idiota, pero no quiere subestimarlo. Podría sospechar.
-Esto es lo que me faltaba-dice, como para ella misma pero lo suficientemente alto como para que Dani lo escuche.
Dani parece ir vestido con las mismas ropas de la otra noche. A veces Voltaire ha pensado que Dani tiene la misma costumbre que Einstein, que se ha comprado un montón de camisas, pantalones y chaquetas iguales para no tener que preocuparse de que ponerse cada día. Seria irónico que un idiota y un genio tuviesen algo en común. El patético Casanova se inclina para acercarse a ella. Voltaire toma su cabeza entre sus manos, como si se sintiese abatida. Le cuesta horrores no levantar la vista furtivamente para mirar la reacción en el rostro de Dani.
-¿Que es lo que te ocurre?-le pregunta, el presunto tono comprensivo arruinado por la necesidad de gritar.
Al fin se permite alzar la vista. Dani ha intentado poner cara de preocupado mediante una capacidad actoral digna de un actor porno. Le importa una mierda lo que le pase con tal de poder llevársela a la cama, y ahora va a intentar aprovecharse de su aparente vulnerabilidad.
-Nada, solo quería estar sola, perderme un rato-dice al fin-Eras el último que quería encontrarme.
Dani piensa en sus palabras por un instante, sin duda tratando de encontrar una forma de llevar la conversación a su terreno.
-Quizá sea el destino-dice al fin-. Quizá necesitabas encontrarme.
-Tonterías-responde ella, haciendo un gesto de desprecio.
Le rechaza pero todavía no se ha alejado de él. Sabe que eso está desconcertando a Dani, y que ahí está la brecha en la que debe ahondar.
-Oye-dice Dani-, si te sientes mal tal vez te haga bien un poco de compañía, algo de conversación.
-Quien sabe-le concede Voltaire por primera vez en su vida.
-¿Que es lo que te ha pasado?
Voltaire permanece en silencio un momento. Después alza de nuevo la vista y mira a Dani con expresión seria.
-¿Que harías por mí, Dani?-le pregunta.
Las palabras de Voltaire desconciertan a Dani. Por un instante reflexiona rápidamente en qué decir, como dar la respuesta perfecta.
-Ya sabes que lo que fuera-le dice Dani.
Voltaire nunca ha escuchado de Dani nada que le haga suponer eso, pero no le extraña su respuesta. Va a intentar mantener una ilusión, de embaucarla sin saber que es él el embaucado. Va a ser mucho más sencillo de lo que imagina.
-Hay un lugar, no muy lejos, al que me encanta ir-dice Voltaire-. ¿Me acompañarías?
-Por supuesto-dice Dani, visiblemente aliviado de que sea esa la proposición.
-Necesito algo de intimidad-dice Voltaire, sus palabras escogidas cuidadosamente para que Dani imagine dobles sentidos.
-¿A donde vamos?-pregunta Dani.
-Espero que no te dé miedo-dice Voltaire, permitiendo que una sonrisa asome a sus labios-. Vamos al cementerio.
-¿Porque iba a tener miedo?-dice Dani, con voz vacilante.
Le atemoriza la idea de visitar el cementerio, pero nunca lo confesará ante ella. Hará la proeza de acompañarla, ignorando sus temores. Todo por conseguirla.
Voltaire ya le tiene en su poder.
*****
Antes de abandonar el refugio Voltaire ha tenido que visitar el baño para vomitar de nuevo sobre una sucia taza. Se sigue sintiendo mareada, débil, pero también algo mejor que esta mañana. Sea lo que sea lo que le está pasando, esta suavizándose. Se está curando, aunque no sabe de que enfermedad. O quizá solo sea su mente, su nerviosismo, su miedo, que al fin está consiguiendo domar.
El cementerio está rodeado de una alta verja cuyas puertas antaño se cerraban durante la noche. Pero ahora, afortunadamente, nadie se encarga de cerrarlas. Chirrían sobre sus goznes cuando Voltaire las empuja, y el ruido sobresalta a Dani. El patético conquistador permanece desde hace tiempo unos pasos detrás de Voltaire, preguntándole insistentemente si de verdad necesita ir a este lugar, si no estarían mejor en otro de los muchos sitios que Dani conoce. Voltaire teme que se acobarde en el último momento, pero algo le dice que no será así.
Esta noche el aire roza las ramas de los árboles provocando gemidos helados que son un desgarrado presagio de muerte. La luna les contempla desde la bóveda de la noche, iluminándolos con su resplandor plateado, dando aspecto cadavérico a sus semblantes. Todo en la noche conspira para que Voltaire consiga sus fines.
-Vamos-susurra, haciendo un gesto a Dani.
Se adentra sin pensarlo en el cementerio, la vista fija en su destino, aunque aún no lo puede ver. Escucha los pasos vacilantes de Dani sobre la gravilla, tras ella, sin verlo sabe que está mirando nerviosamente a su alrededor, temeroso de cada lápida, de cada estatua suntuaria, de cada sombra, de cada gemido del viento entre las ramas. Hace frío, pero no el suficiente como para temblar. Sin embargo los dos tiemblan, los dos de miedo, cada uno por distinto motivo.
Demasiado pronto, casi asustando a Voltaire, llegan al círculo de panteones.
-Es aquí-le dice a Dani.
El patético rockero mira a su alrededor, los brazos cruzados sobre el pecho para reprimir sus temblores.
-Te van cosas muy raras-susurra.
-No tendrás miedo, ¿no?-dice Voltaire, sonriéndole con crueldad.
-No digas tonterías-dice Dani con voz temblorosa-. Solo tengo frío.
-Vamos ven-dice Voltaire-. Estas cosas me ponen a cien.
Voltaire entra sin pensárselo en el panteón. La vampira sigue allí, acurrucada en una de las esquinas. Alza la vista cuando ella entra, y sus miradas se cruzan. Voltaire siente la comprensión de esa mirada como si le estuviese golpeando el pecho. Ella sabe lo que Voltaire se dispone a hacer. Lo ha estado esperando. Sin dejar de mirar aquellos ojos ambarinos, Voltaire se oculta tras la puerta entreabierta del panteón.
-¿Que hay aquí dentro?-dice Dani al entrar lentamente en el edificio mortuorio. Se sorprende al ver a la vampira, que deja de mirar a Voltaire por un momento, para evitar que su mirada traicione su escondite.
Voltaire siente algo deslizándose sobre sus botas. Baja la vista y en la oscuridad vislumbra la blanquecina figura de una serpiente deslizándose entre ellas. Dani no escucha el chasquido de la navaja de Voltaire al abrirse, ensordecido por el sonido de sus propios pasos.
-¿Quién eres tú?-pregunta Dani, acercándose a la vampira, demasiado mundano como para darse cuenta de que no es a un ser vivo a lo que se está dirigiendo.
Sin atreverse a pensar, Voltaire sale de su escondite y agarra el pelo de Dani violentamente. De un solo gesto desliza el filo de su navaja sobre la garganta del rockero, sintiendo como la piel y la carne ceden bajo el frío metal. Después empuja a Dani contra la vampira, que agarra su cabeza y pega sus labios a la enorme herida de la que mana a borbotones la sangre. La lengua de la vampira se desliza serpenteante de un extremo al otro del corte, mientras la sangre rebosa sus labios y se desliza por su barbilla y su cuello. Dani tan solo acierta a temblar, atenazado por los helados dedos de la vampira, mientras su vida es lentamente consumida.
Los dedos de Voltaire pierden fuerza y la ensangrentada navaja cae ruidosamente sobre el polvoriento suelo del panteón. Tras sus dedos van sus rodillas, y tras ellas sus ojos, que dejan libre un torrente de frías lágrimas de puro horror. Voltaire cubre sus ojos con sus manos y se da la vuelta para salir del panteón, sin poder presenciar la consecuencia de sus propias acciones, de sus propios y oscuros deseos. Vuelve a la fría noche y se sienta junto a la entrada del panteón, sin dejar de escuchar los sonidos de succión de la vampira y sus gemidos de ansia, que retumban dentro de la pequeña bóveda. La bilis se agolpa en su garganta y vomita breve y amargamente entre sus piernas.
Sabe que acaba de vender su alma.
*****
Las manos de Voltaire están tan frías que casi le duele mover los dedos. Entra tímidamente en el panteón, rozando con sus dedos helados el aún más frío metal de la oxidada puerta. Tiene miedo de entrar, miedo de lo que pueda encontrarse dentro, de la reacción de su misteriosa habitante. Pero sobre todo teme el volver a ver la prueba de su crimen, el cadáver desangrado a la que ella arrancó la vida.
La vampira esta sentada en el pequeño hueco que deja el ataúd de uno de los nichos. Levanta la vista del suelo y la mira con sus ojos ambarinos, la oscura penumbra ocultando el extraño efecto de sus ojos sin brillo. A sus pies, en un confuso montón, yace lo que queda de Dani. La vampira ha debido de usar alguna de las prendas de Dani para limpiarse la sangre del rostro y de las manos. Con uno de sus pies descalzos, juguetea indolentemente con la cabeza de Dani, que reacciona moviéndose levemente en respuesta a sus suaves golpes, con el inquietante movimiento de un títere con las cuerdas cortadas. El cuello de Dani está doblado en un ángulo extraño. Al parecer la vampira ha forzado el corte de Voltaire para hacerlo más grande, para que manase más sangre de él. Por fortuna Voltaire no puede ver su rostro, ni el corte de su cuello.
Voltaire se queda junto a la puerta, dándose cuenta de que nunca ha pensado en este momento, en lo que podría ocurrir, en lo que podría sentir entre la realización del crimen y la formulación de su deseo. La vampira inclina la cabeza graciosamente, y una tenue sonrisa aparece en sus sensuales labios.
-No me tengas miedo-dice, con una voz grave y suave como la seda, la voz del mal más seductor.
La vampira hace un gesto a Voltaire para que se le acerque. La joven se mueve lentamente, como si se acercase a un animal salvaje que pudiese sobresaltarse al más mínimo movimiento en falso. Se detiene un instante para recoger del suelo su navaja, posada sobre las macabras rosas oscuras que la sangre salpicada ha dibujado sobre el polvoriento suelo. La vampira señala un espacio junto a ella, en el nicho, lo palmea con su mano para indicarle a Voltaire que se siente a su lado. Voltaire lo hace con cuidado, sin atreverse a rozar la fría piel de la vampira, que no deja de mirarla a los ojos en ningún momento.
-¿Cómo te encuentras?-le susurra la vampira.
A Voltaire le desconcierta la pregunta.
-No muy bien-admite al fin, con voz temblorosa-. Nunca había matado.
-No le has matado-dice la vampira-. He sido yo. Tu solo me has ayudado. No me refería a eso. ¿Te has sentido débil desde lo de ayer?
-Un poco-dice Voltaire, intrigada.
-Pero ahora estas mejor, ¿no?-pregunta la vampira.
-Sí-dice Voltaire-. Ya no estoy tan débil.
Pero sin embargo mi sistema nervioso parece haberse rebelado, piensa, horrorizado quizá por los crímenes que el resto del cuerpo ha cometido. Por eso quizá le temblaban las rodillas, y el labio inferior, como si fuese una niña llorona.
-No temas-susurra la vampira, alzando rápidamente una mano para acariciar una de las coletas de Voltaire.
El primer impulso de Voltaire es el de evitar el roce, pero consigue sobreponerse y siente como los fríos dedos rozan levemente la piel de su rostro mientras tocan sus trenzados cabellos, produciéndole un escalofrío no del todo desagradable.
-Sé que estoy fría-dice la vampira-. Siempre lo estoy. No importa cuanta sangre beba.
-¿Porqué me has preguntado como me sentía?-se atreve a preguntar Voltaire.
-Ayer fui algo imprudente contigo-dice la vampira-. Temía haberte infectado al lamer tu herida.
-¿Infectado?-pregunta Voltaire, aunque cree saber a que se refiere la vampira.
-Sí-dice ella-. No soy más que una enferma, y temía haberte contagiado mi enfermedad.
-No tienes porque temer eso-dice Voltaire-. ¿Por qué no quieres infectarme?
-No quiero infectar a nadie-dice la vampira.
Voltaire está perpleja. La sorpresa le corta la respiración por un instante. Nunca pensó en que esto pudiese ocurrir.
-No, por favor-dice, a sabiendas de lo patética que resulta su súplica-. Quiero ser como tu. Quiero tener tu poder, tu fuerza.
La vampira suelta de repente una risa tan amarga que casi aterroriza a Voltaire.
-¿Estas loca?-le espeta de repente-. No sabes de lo que estas hablando.
El rostro de la vampira parece haberse transformado en una terrorífica máscara de comedia.
-¿Es por eso por lo que me has traído aquí a este chico?-le pregunta-. ¿Como pago por ser contagiada, por sufrir la misma enfermedad que yo sufro? ¿Tienes idea de lo que soy?
-Eres una vampira-dice Voltaire-. Una criatura de la noche.
-Noche, día, que más da-dice la vampira-. Esto no es una poesía romántica, pequeña. Esto es la realidad. Y no tienes ni idea de lo que me estás pidiendo.
Voltaire no sabe que contestar. Su mente está a punto de saturarse de emociones. Siente lágrimas de nuevo agolpándose en sus ojos, pero no quiere llorar, no ahora, no frente a ella.
-He matado por ti-dice-. He matado por conseguir ser lo que eres.
-No eres más que una niña-dice la vampira, con tono de decepción.
Voltaire aparta la vista de los ojos de la vampira, cruzando su mirada sobre el cadáver de Dani, apartándola también de él para mirar al exterior, al pequeño fragmento del cielo nocturno que puede ver tras la puerta entreabierta.
-Te agradezco lo que has hecho-dice la vampira-. De verdad.
-Demuéstralo-dice Voltaire, asustándose de su propia osadía.
La vampira permanece en silencio por un momento. Después le susurra suavemente al oído.
-No eres la primera persona que me hace esa petición-le dice-. Había prometido no hacerlo más, pero en deferencia a tu gesto te daré una oportunidad.
Voltaire vuelve a mirar a los ojos de la vampira, que la contempla con expresión grave.
-Necesito alguien que me sirva, alguien que cuide de mí-le dice-. Tú serás mi sierva, mi esclava, si quieres llamarlo así. Puedes dejarme cuando quieras, pero mientras permanezcas a mi lado me obedecerás en todo. Y si eres digna, pasado un tiempo, te daré la oscura bendición de la enfermedad que recorre mis venas.
Voltaire asiente con al cabeza.
-Lo haré-le dice.
La vampira se pone en pie, sin dejar de mirar a Voltaire.
-Besa mis pies-le dice, con un extraño tono de crueldad en su voz.
Voltaire se sorprende de su petición, pero piensa que tal vez sea un ritual de sumisión, una forma de simbolizar su vínculo con la que a partir de ahora será su ama. Lentamente se arrodilla en el suelo frente a la vampira. Los pies de la vampira están algo sucios, pero no mucho. Y son hermosos, sensuales, y casi blancos en su palidez. Voltaire se inclina sobre ellos hasta que el olor del viejo polvo que cubre el suelo del panteón inunda su respiración. Agarra suavemente los fríos pies de la vampira con las manos y los besa lentamente, primero uno, después el otro, sintiendo la helada piel contra sus labios, sintiendo como ese frío antinatural despierta un calor abrasador dentro de ella, en su pecho y en su bajo vientre. Furtivamente desliza su lengua entre sus labios para lamer suavemente la fría piel, mientras sus dedos la acarician con cuidado.
-Ahora dame tu navaja-le dice la vampira.
Sin atreverse a pensar para qué puede necesitarla, Voltaire saca la navaja de su bolsillo y la deposita sobre las manos extendidas de la vampira.
-Quédate ahí-dice la vampira, mientras se agacha junto al cadáver de Dani-. Y mira, no apartes la vista.
Voltaire permanece arrodillada, apoyada contra el borde del nicho con la punta de sus dedos, contemplando como la vampira empuja sin ningún reparo el cadáver para darle la vuelta. Entonces aparece ante sus ojos el ancho y sanguinolento hueco de la herida, los ojos sin vida de Dani, mirando a la nada por encima de sus cabezas, su boca congelada en una expresión de absurdo temor. Voltaire aparta la vista instintivamente, asqueada.
-No apartes la vista-dice la vampira de nuevo con ese mismo tono cruel-. Esto es algo que debes aprender.
Voltaire vuelve a mirar justo cuando la vampira acciona el resorte de la navaja para liberar la hoja, todavía manchada de sangre. La vampira hace girar el arma en su mano con un movimiento de experto y sin pensárselo un instante la clava en el cadáver, a la altura del corazón. Un borbotón de sangre surge inmediatamente de la herida.
-Todavía está caliente-dice la vampira-. No ha empezado a coagularse la sangre.
-¿Porque haces eso?-se atreve a preguntar Voltaire.
-Quiero asegurarme de que está muerto-dice la vampira-. Si no lo estuviese, podría llegar convertirse en uno como yo.
La vampira saca la navaja de un tirón, provocando la erupción de un nuevo chorro de sangre, de un color hipnóticamente oscuro en la profunda penumbra del panteón. Después vuelve a clavarla una y otra vez en el cuerpo, sin dejar de mirar a Voltaire tras cada puñalada, como si disfrutara del horror que ve reflejado en el rostro de su nueva sierva. Después lame la hoja de la navaja antes de cerrarla, y se chupa la sangre que ha mojado sus dedos.
-Ya comienza a enfriarse-dice-. Se pone aún más asquerosa.
-¿Asquerosa?-pregunta Voltaire sorprendida-. Creía que os gustaba beberla.
-Has leído demasiadas novelas románticas, pequeña-dice la vampira-. Es repugnante llenarse la boca de sangre. No importa si estas vivo o eres un muerto viviente.
La vampira introduce un dedo en la herida de la primera puñalada, la que se clavó directamente en el corazón justo entre dos costillas. Lo saca empapado en sangre que se resbala viscosamente por la mano.
-Acércate-le dice la vampira.
Voltaire se fuerza a sí misma a obedecer. Gatea tres pasos hacia la vampira, inundándose del olor a sangre que mana del cadáver. Se alegra de no haber podido comer nada en todo el día. No querría haber vomitado en su presencia.
-Chupa-le ordena la vampira, acercando su dedo empapado de sangre a su boca.
Voltaire mira los ojos ambarinos de la vampira, que la contemplan con una mezcla de crueldad e interés. Se siente sucia, se desprecia por lo que está haciendo, por los sentimientos que se están despertando en su interior. Y se dice que debe librarse de todos esos absurdos bloqueos morales si quiere lograr su sueño.
Sensual y delicadamente, toma la mano de la vampira y chupa su dedo con toda la intención erótica de la que es capaz, consiguiendo que el rostro de la vampira se dibuje una expresión de placentera sorpresa. La sangre tiene un sabor metálico y repugnante, pero en estos momentos puede ignorarlo. Lo único que le importa es lo que puede leer en esos crueles ojos ambarinos.
-Me gustas-confiesa la vampira cuando Voltaire termina de chuparle el dedo-. ¿Cómo te llamas, pequeña?
-Voltaire.
-¿Que clase de nombre es ese?-pregunta la vampira, sorprendida.
-Es el que uso-responde Voltaire.
-Yo soy Alex-dice la vampira.
Voltaire toma de nuevo la fría mano de la vampira y besa su dorso, sin dejar de mirarla a los ojos.
-Encantada de conocerte, mi ama-le dice.
La vampira vuelve sonreír.
-Igualmente, mi sierva-le contesta.
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© 2008, Juan Díaz Olmedo
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