El Señor Lars se sabe incongruente haciendo cola junto a chicos que tienen la edad suficiente como para ser hijos suyos, incluso alguno para ser su nieto. Como casi siempre siente las miradas de desconfianza clavadas en él, puede escuchar retazos de conversaciones susurradas que se refieren a él, a su extraña y atemorizadora presencia, a conjeturas sobre su identidad, sobre sus intenciones. Ha escuchado a un chico que pensaba que era una especie de pervertido, a otros que creían que era un periodista de esos que se dicen conocedores de la escena nocturna, de los que se limitan a visitar un par de locales y después escriben un artículo lleno de estereotipos y falsedades en algún periódico de gran tirada.
La cola avanza lentamente. El Señor Lars ha pensado a veces en saltarse estas colas, en preguntar directamente al vigilante de la puerta por quien esté al cargo de contratar las actuaciones. Pero ha notado que su aspecto y su edad crean sospechas en los vigilantes, le hacen aparentar ser un policía o algo peor, alguien que puede traer problemas. Mejor seguir la disciplina de la entrada para no levantar más resquemores. Ya ha visitado cuatro locales, y en ninguno de ellos ha encontrado nada.
El Señor Lars es un hombre disciplinado, pero la cola lleva ya totalmente detenida un buen rato. El aforo del local debe estar completo, y los vigilantes no dejarán entrar a nadie a menos que alguien salga. No entiende por qué estos chicos no se marchan sencillamente en busca de otro local. Esa predilección de un lugar por otro es algo que escapa a su comprensión, como muchas otras cosas de este mundo nocturno en cuyos límites se ve obligado a moverse. Decidido a no perder más tiempo, saca de su bolsillo el folio pulcramente doblado con el símbolo, lentamente dibujado con un bolígrafo sobre la mesa de la cocina. Hay dos chicas frente a él en la cola, charlando de temas demasiado esotéricos para la comprensión del Señor Lars y dirigiéndole cada cierto tiempo miradas de extrañeza. El Señor Lars se aclara la garganta y las mira directamente, consiguiendo captar su atención.
-Disculpad-les dice-. ¿Habéis visto esto antes?
Las chicas le miran sorprendidas por un momento antes de bajar la vista y descubrir el dibujo de temblorosos trazos negros. Una de ellas toma el papel de sus manos demasiado rápido para que el Señor Lars pueda evitarlo y se lo acerca a los ojos, tanto que el Señor Lars se pregunta si acaso no necesitará gafas pero se abstiene de llevarlas por una absurda coquetería. La chica es un poco gruesa, y su rostro vulgar está completamente cubierto de maquillaje blanco, con los ojos remarcados en negro y los labios en rojo. Su cabello rubio ceniza cae sobre su frente en un largo flequillo.
-¿Que se supone que es esto?-le pregunta al fin.
La otra chica es más delgada, de largos cabellos negros, demasiado extraña para ser hermosa, al menos para el criterio clásico del Señor Lars. Se limita a mirar alternativamente al símbolo y al Señor Lars.
-Es el símbolo de un grupo-dice al fin el Señor Lars-. Se llaman Fata Morgana. Me preguntaba si lo conocíais, si sabéis donde tocan.
-¿Que clase de música hacen?-pregunta la chica rolliza.
El Señor Lars no sabe que contestar. La terminología de la música moderna es un misterioso mar de conocimientos arcanos para él. Desesperadamente trata de recordar retazos de conversaciones telefónicas de su hija con sus amigos, haciendo planes para conciertos o fiestas.
-Siniestra-dice al fin-. Muy siniestra-añade, pensando nada más decirlo que está cometiendo un error.
-¿Y te gusta este tipo de música?-le dice la chica rubia, sin disimular un ápice su sorpresa, su perplejidad ante el hecho de poder compartir sus gustos con alguien tan mayor.
-No lo creo-dice de repente la otra chica, con voz sorprendentemente grave-. Creo que aquí el señor es de alguna discográfica.
Si, piensa el Señor Lars. Es una excusa excelente. No se le había ocurrido.
-Eres muy lista-dice el Señor Lars, permitiéndose una sonrisa.
-He oído hablar de ellos-dice la chica-. No he visto este símbolo, pero he oído su nombre. Creo que me lo ha dicho algún amigo. Pero no puedo ayudarle, no sé dónde tocan, ni nada de ellos. Pero me han comentado que son muy buenos.
-Eso me han dicho-dice Lars-. Gracias de todas formas.
Un grupo algo ruidoso de jóvenes surge del interior, presagiando la nueva ola de entradas controladas. Poco a poco la cola se va acortando, hasta que el Señor Lars se encuentra ante los ojos duros y sorprendidos de uno de los vigilantes de la entrada. En vez de repetir mecánicamente el precio de la entrada, el vigilante le contempla un momento, como si no supiera como reaccionar.
-¿Que desea?-dice al fin, con tono que intenta ser neutro pero que no puede ocultar su hostilidad.
-Deseo hablar con el encargado de las contrataciones de actuaciones.
-Hay un horario para eso-dice el vigilante.
-Me lo imagino-dice el Señor Lars-. No deseo ofrecer los servicios de ningún artista. Digamos que necesito su ayuda para localizar a uno.
-Ya le he dicho que hay un horario para eso-insiste el vigilante.
-Vamos-insiste el Señor Lars-. Mire, esto será lo que haremos. Yo le pago la entrada y espero en el interior hasta que el encargado esté libre.
El vigilante le vuelve a mirar, esta vez de arriba a abajo, como si estuviese evaluando sus posibilidades de reducirle sin problemas. Pero afortunadamente parece pensar que es mejor ceder un poco para no montar una escena desagradable frente al resto del público. Toma el walkie-talkie que cuelga de la parte trasera de su cinturón y se lo lleva a los labios, mientras aprieta con dedos de obrero especializado el botón rojo de la transmisión.
-Will-dice a través del walkie-, aquí a un tipo que quiere hablar contigo. Algo de localizar una banda.
El vigilante suelta el botón de la transmisión provocando un fuerte estallido de estática. Al poco tiempo suena en el receptor una voz tan distorsionada que apenas tiene rastro de humanidad.
-Que pase-dice la voz, antes de desvanecerse en un nuevo estallido de estática.
*****
Poco después el Señor Lars sale del local por una disimulada puerta de servicio que da a un callejón. El tal Will ha resultado ser un tipo bastante amable, incluso agradecido de que alguien le sacara de la monotonía de sus noches, ocupadas la mayor parte del tiempo únicamente en estar presente por si algo sale mal. Sí, conocía al grupo, pero no sabia como contactar con ellos. Normalmente eran ellos los que se ponían en contacto con él, al menos las dos veces que habían actuado en el local. Y sí, aquellos tipos eran raros, le habían dado malas vibraciones, había dicho Will. Parecía que estaban demasiado metidos dentro de ese rollo siniestro, que se lo creían demasiado. Eran tan serios que le habían dado escalofríos la primera vez que había tratado con ellos. Pero después habían actuado, y habían resultado ser la mejor banda de la temporada. Sí, sabia que había jóvenes que los idolatraban, incluso se decía que había un pequeño culto de groupies que les seguían.
El Señor Lars sabe que esta al fin sobre la pista que le llevaría a su objetivo. Desgraciadamente el tal Will no le había podido dar ninguna información sobre sus próximas actuaciones.
-Se rumorea que han tenido problemas internos-había dicho Will, que se había tragado totalmente el cuento de que el Señor Lars era un cazatalentos de una discográfica-. Creo que uno de los cantantes lo ha dejado o algo así. Ya sabe, la cantinela de siempre. El éxito llega pero no tan rápido como muchos quieren, y se terminan cansando de tocar en locales de mala muerte. Habrá conocido muchos grandes grupos cuya historia ha terminado antes que empezar, ¿no amigo?
Un escalofrío recorrió la espalda del Señor Lars al escuchar estas palabras. Si no había más actuaciones, no sabía de qué forma podría encontrarles. Tendría que limitarse a patear las calles cada noche, como ahora, esperando encontrarse con alguna de esas bestias cara a cara, estudiando su ambiente, sus costumbres, leyendo entre líneas tras las noticias. No tenía nada sólido a lo que aferrarse, como esa insistente vocecita interior llamada duda le susurraba en las noches más oscuras y solitarias. Ahora al menos sabia que estaba en buen camino, sabia que había acertado al venir a esta ciudad, había sabido leer la información oculta entre las noticias de sucesos. El Señor Lars camina rápidamente para salir del callejón, y se detiene bajo el haz de luz de la primera farola que encuentra. Saca el plano que guarda en el bolsillo de su gabardina y lo despliega con cuidado, apoyándolo en una pared gris. Sin dejar de sostenerlo busca dentro del mismo bolsillo la lista que Will le ha ayudado a confeccionar, la de los locales donde suelen actuar los Fata Morgana. Apoya la lista escrita en una servilleta de papel con su frenética escritura apretada junto al mapa y uno a uno comienza a buscar los lugares de esa lista. Invariablemente los encuentra, siempre rodeados de una nube de puntos rojos, de notas de desapariciones y de muertes. Sí, esas bestias pueden pasar desapercibidas para los demás, pero no para él. Dejan su rastro, y él sabe leerlo. Le llevará hasta ellos y entonces les destruirá. O morirá intentándolo.
*****
A Voltaire le ponen nerviosa las manos de Alex. Unas manos de largos dedos que no paran de moverse, que no hacen más que entrelazarse y separarse en un contenido histerismo que atrapa su atención casi obsesivamente.
-No ocurre nada-le ha dicho Alex cuando se ha dado cuenta-. Es solo que no ha sido suficiente con ese tipo que me has traído.
Ahora suben las dos juntas las escaleras que conducen al piso de Voltaire. Alex le ha dicho que la lleve con ella, porque no puede quedarse allí. No, Alex no vivía en el cementerio, ni acostumbra a dormir en un ataúd.
-Pronto te contaré que estaba haciendo allí, cuando me encontraste-Le había prometido en un susurro antes de mordisquearle juguetonamente el lóbulo de la oreja. A Voltaire le aterrorizó lo mucho que le gustaba sentir los fríos dientes apretando cruelmente su carne por un instante.
Han conseguido llegar a casa antes de que salga el sol, y no han llamado mucho la atención de aquellos con los que se han cruzado. Alex le ha dicho que no hay nada de lo que preocuparse, pero Voltaire sabe un buen motivo por el que hacerlo. Espera que nadie la haya visto ir al cementerio con Dani, que nadie la haya visto salir de allí después, que nadie pueda relacionarla con él si algún día encuentran el cadáver donde lo han dejado, metido en el ataúd que había ocupado Alex, que han tenido que alzar entre las dos para volver a ponerlo en su nicho. No, al parecer los vampiros no tienen la fuerza de veinte hombres.
Voltaire está tan nerviosa que no consigue introducir la llave en la cerradura hasta el duodécimo intento. Al fin abre la puerta y entra en su hogar.
Da tres pasos hasta darse cuenta de que no escucha el sonido de los pies descalzos de Alex contra el suelo, siguiéndola. Se da la vuelta y se la encuentra en el umbral, mirándola con una sonrisa enigmática en los labios.
-¿No tienes que hacer algo?-le dice con un tono burlón en su grave y cautivadora voz.
Voltaire duda por un momento, hasta que recuerda a que se refiere Alex. La mira extrañada, confundida de que en medio de tanta desmitificación aparezca algo que incluso aquellos que aman las leyendas han descartado hace mucho.
-Te invito a entrar-dice al fin.
Alex da un paso lentamente, atravesando el umbral como si pudiera sentir una barrera invisible que se hace ligeramente intangible para permitirle la entrada. Cuando ha posado sus dos pies dentro de la vivienda, estalla en una risa.
-Eso es solo una leyenda, pequeña-dice al fin.
Voltaire no sabe que pensar de su cruel y fascinante nueva ama. Siente por ella una repulsión que solo se ve superada por la fascinación que también le provoca. Decididamente no es lo que había imaginado, no es ese ser con el que siempre ha soñado encontrarse, pero Alex tiene una facultad de desconcertarla y de horrorizarla que la tiene atrapada.
Alex se pasea por el piso mirando curiosa a su alrededor. Todas las pequeñas muestras de artesanía compradas en mercadillos de segunda mano que decoran los pasillos y el pequeño salón capturan su atención por algún instante.
-Así que vives aquí con una amiga, ¿no?-dice al fin, al llegar a la entrada del dormitorio de Voltaire.
-Si-contesta Voltaire-. Ella no está.
-¿Dónde está?-pregunta Alex.
Hay algo implícito en su pregunta, en la forma en que los labios de Alex han sonreído justo el instante antes de pronunciarla, en como sus ojos han brillado de forma febril por un instante pese a su cadavérica opacidad, que le provoca un profundo y gélido temor a Voltaire.
-Está de gira con su grupo-dice al fin.
-¿Es cantante?-pregunta Alex.
-Si-dice Voltaire.
Alex mira al infinito sobre ella por un momento. Una sonrisa con un ápice de amargura se dibuja en sus sensuales labios.
-Yo también era cantante, ¿sabes?-dice al fin, volviendo a clavar en los ojos de Voltaire su inquietante mirada de cadáver.
-Tienes una voz muy bonita-dice Voltaire, de una forma tan tímida que casi suena ridícula.
-Gracias-contesta Alex, apoyándose en el marco de la puerta-. Y pensar que hubo una época en la que odiaba mi voz. Me parecía demasiado grave como para ser de una chica.
Voltaire sonríe pese a su temor. Alex mira inquieta el interior de la habitación de Voltaire, y descubre algo que llama su atención. Entra rápidamente y se acerca a un grupo de fotografías clavadas con chinchetas en una de las paredes.
-¿Es esta tu amiga?-le pregunta, señalando la chica que aparece abrazada a Voltaire en una de las fotografías.
-Si, es esa-responde Voltaire, preguntándose si no estará cometiendo un error-. Se llama Anais.
Alex mira la fotografía por un momento, con una mirada que Voltaire no puede descifrar. Después se gira de nuevo para mirar a Voltaire.
-¿Estáis liadas?-pregunta.
Voltaire necesita un momento para comprender la pregunta.
-¿Anais y yo?-pregunta a su vez.
Alex responde con la cabeza.
-No-responde Voltaire-. Ella sale con el guitarrista de su grupo. O al menos eso creo.
Alex sonríe con expresión traviesa.
-Me alegra escuchar eso-dice.
-Alex-dice Voltaire, intentando que su voz suene firme-, Anais es mi amiga. No le hagas daño.
El rostro de Alex se vuelve serio en un instante. Mira a Voltaire con perplejidad.
-Claro que no-dice al fin-. ¿Me crees capaz de hacerte eso? Me has sacado de ese agujero, al menos te debo eso.
Voltaire se tranquiliza un poco.
-Lo siento-dice.
-No pasa nada-dice Alex sonriendo de nuevo-. Me hago una idea de lo raro que debe ser todo esto para ti.
-Me cuesta creer que esté ocurriendo-confiesa Voltaire-. Me cuesta creer que no estoy soñando, que esto no es una fantasía. Creo que si fuese realmente consciente de todo esto como real no hubiera hecho lo que he hecho.
-Te entiendo-dice Alex-. Hubo un día en el que también me ocurrió a mí, como te habrás imaginado.
Voltaire se sienta en su cama. Alex la mira un momento en silencio y se sienta a su lado.
-¿Me lo contaras?-pregunta Voltaire-. Quiero saber tu historia.
-Habrá tiempo para eso-dice Alex.
*****
El timbre del teléfono despierta a Voltaire. Los rayos de luz del sol hieren sus ojos cuando los abre esperando la habitual oscuridad. Ve como la luz se derrama sobre ella atravesando las tenues cortinas y recuerda entonces que no ha dormido en su habitación. El sofá se queja chirriante bajo ella cuando se mueve para acercarse a la mesita del teléfono. La tenue sábana que cubre su cuerpo resbala revelando a la luz solar su pálida piel desnuda. Agarra el auricular y tira de él casi al máximo de la extensión del cable al volver a la posición inicial.
-Aquí Voltaire-dice con voz ronca.
-¿Estas bien?-pregunta la voz de Anton desde el otro lado-. ¿Te ha ocurrido algo?
Es curioso como las cosas mundanas como los empleos y la necesidad de tener un sueldo se desvanecen de la mente cuando entra en tu vida algún elemento sobrenatural.
-Sí, no ocurre nada-dice Voltaire.
De repente es consciente de la incongruencia de lo que acaba de decir con su comportamiento. A regañadientes se da cuenta de que debe volver a mentir.
-Ayer me encontré algo enferma, y no he pasado muy buena noche-dice tras pensar un momento una buena excusa-. Creo que esta mañana he apagado el despertador y he vuelto a caer dormida.
-No trates de engañarme-le dice Anton, provocando que la piel de su frente se perle levemente de sudor frío-. No tienes voz de sentirte muy bien.
Voltaire nunca le da mucha importancia a sus enfermedades, las pocas que ha tenido. Sabe que no seria muy convincente si empezara a quejarse de lo mal que está.
-No pasa nada, Anton. Estoy un poco mal últimamente, pero creo que se me pasará.
-¿Quieres que vaya alguien a verte?-le pregunta Anton.
Seguro que tras esto amenazaba con enviarle a su mujer, para la que Voltaire es una suerte de hija adoptiva.
-No, no pasa nada-le dice-. No te preocupes, no estoy sola.
-¿Ha vuelto Anais?-pregunta Anton, la extrañeza asomando en su voz.
-No-contesta escuetamente Voltaire.
Casi puede ver la sonrisa lobuna de Anton al otro lado de la línea.
-Creo que ya sé porque no has dormido esta noche-le dice al fin, con tono juguetón.
-No es eso, tonto-contesta Voltaire-. Es cierto que he estado mal.
-Mira, haremos una cosa-le dice Anton-. Cogete unos días libres. Los que quieras, pero no te pases. Vuelve cuando te encuentres bien y tengas tiempo.
Es mejor de lo que Voltaire se hubiese atrevido a pedir.
-Gracias-dice.
-No hay porque darlas-le dice Anton-. Disfruta de la vida, pequeña, que todavía eres joven. Ya te llamaré.
-Adiós, Anton-susurra Voltaire antes de colgar.
La sabana ha resbalado totalmente y ahora yace en un confuso montón a los pies del sofá. Voltaire se alegra de que al menos el salón tenga cortinas, para que los vecinos de mentes estrechas no se sientan escandalizados ante su impúdica exhibición. Se levanta y camina lentamente fuera del salón, hacia el pasillo que la llevará al cuarto de baño. Se da cuenta de que no tiene ni idea de que hora es. No hay muchos relojes en esta vivienda de bohemios.
La puerta de su habitación está cerrada. Es ella quién duerme sobre la cama de Voltaire, si es que es capaz de dormir. Al menos es capaz de respirar, como bien comprobó ayer Voltaire. Tiene su lógica, piensa, el respirar es un reflejo tan profundamente grabado en nosotros que ni la muerte puede destruirlo. Además, sin respirar es imposible hablar. Voltaire se detiene un momento frente a la puerta, dudando si abrirla un momento para atisbar al interior. Teme encontrarla vacía, que Alex se haya marchado en medio de la noche, de las pocas horas de noche que ha pasado dormida. O peor aún, que no haya ningún rastro de su presencia, ningún indicio, ninguna huella, porque nunca haya existido. Que todo haya sido el producto de un sueño que el duermevela del despertar todavía hace ver como real. Voltaire se apoya levemente en la delgada plancha de cartón y madera que hace de puerta de su dormitorio y deja de respirar por un momento, esforzándose en no producir ningún sonido para poder oír claramente cualquier cosa que venga del interior. Pero nada le llega, solo un silencio frío. Espera a alejarse unos pasos de la puerta antes de volver a respirar, y se mete dentro del cuarto de baño.
Tiene ojeras. Es lo primero que salta a la vista cuando se mira al espejo. Pero se encuentra mejor, mejor que ayer, al menos. Alex tiene razón, no está infectada. No sabe si alegrarse o entristecerse. Todavía tiene mucho que aprender, quiere mantener a la duda alejada de su pensamiento hasta que termine de aprenderlo todo. Sin dudas, sin remordimientos, sin vacilación, se dice a sí misma en silencio mientras mira sus propios ojos levemente inyectados en sangre. Baja la vista al lavabo, a sus manos apoyadas sobre su borde, y descubre las pequeñas líneas rojas bajo sus uñas.
Abre rápidamente los grifos y pone el tapón del lavabo. Sangre, la sangre de Dani, aferrándose a ella como una memoria culpable, un pedazo de él que todavía puede ejecutar una suerte de venganza relacionándola con su muerte a los ojos de los demás. Lanza la gastada pastilla de jabón dentro del lavabo y mete los dedos. Deja que la sangre se ablande un momento por el agua y después intenta frotársela como puede, sin escatimar el jabón. No se detiene hasta que las manchas han desaparecido, y después se lo piensa mejor y sigue un poco más. Sabe que ahora pueden encontrar pistas en cualquier sitio, por cualquier cosa. Abre el grifo de la ducha y se mete dentro, dejando que el agua fría se deslice por su piel por un largo rato, la cabeza introducida en la campana de silencio provocada por el cono de agua. Por eso no la escucha llegar.
Voltaire tiene los ojos cerrados, por eso no ve como se descorre la cortina de la ducha y un pálido cuerpo desnudo entra tras ella. Lo primero que siente es el tacto de unos dedos fríos sobre la piel de su vientre. Abre los ojos asustada, y entonces son unos labios, fríos y húmedos como un témpano de hielo los que se depositan sobre su cuello.
-Buenos días, mi sierva-susurra la grave y terriblemente hermosa voz de Alex junto a su oído.
Voltaire se sorprende a sí misma sonriendo, estremeciéndose de placer bajo el tacto de su piel muerta. Se gira y lo primero que ve son los ojos sin brillo de Alex frente a los suyos, su cabello negro mojado y pegado a su cabeza. Con un movimiento encantadoramente furtivo deposita un beso en la mejilla de la vampira, y después besa levemente sus carnosos labios.
Alex solo sonríe.
-Estoy sucia-dice al fin-. Frótame.
Alex se gira y le muestra a Voltaire el lienzo de palidez casi blanca de su espalda, decorado por un inmenso tatuaje, una especie de silueta alada que cubre desde su nuca hasta sus hombros y que parece estar formado por pétalos de rosas negras y rojas. Voltaire deja caer un chorro de verdoso gel de baño sobre el hueco de sus manos y después comienza a frotar con ellas la fría espalda de Alex. Una fina película de polvo gris parece desprenderse de la piel de Alex, mezclándose con el agua y tiñendo de oscuro el riachuelo que se desliza entre sus pies y muere en el desagüe. Cuando termina con su espalda, Voltaire mueve tímidamente las manos hacia abajo, pero Alex las coge por las muñecas y las deposita directamente sobre su trasero.
-No temas tocarme-le dice.
Voltaire se siente repentinamente excitada, y la excitación da alas a su atrevimiento. Frota sensualmente el redondeado trasero de Alex y después rodea su cintura con las manos, para subirla hacia los duros y fríos pechos de la vampira. Alex gira la cabeza un momento y su sonrisa de malvada le demuestra a Voltaire su aprobación. Los dedos de Voltaire rozan juguetones los pezones de Alex, consiguiendo provocarle un escalofrío.
-Eres una buena sierva-susurra la vampira.
Alex se gira y abraza a Voltaire, entrando junto a ella bajo el cono de agua de la ducha, besando apasionadamente a su asustada sierva mientras el agua termina de arrancar la mugre que cubre su piel, quizá cenizas y podredumbre de la tumba, quizá restos de su propia y antinatural putrefacción. Una lengua fría se desliza entre los dedos de Voltaire, palpitando con una fuerza inquietante, el latido de un corazón no muerto. Voltaire agarra esa lengua con sus dientes, lo justo para causar un leve dolor, y después la acaricia con la suya, mientras siente el cuerpo de Alex palpitando contra su piel, robándole su calor para hacerlo suyo.
Entonces el beso termina, y Alex se separa de ella y sale de la ducha. Voltaire descubre entonces que está temblando. Sus rodillas fallan por un instante y se acurruca en el suelo de la ducha para no caer.
*****
Las horas se han deslizado rápidamente frente a Voltaire, que ha asistido a todo sin poder librarse del vértigo de sentirse en un sueño, de que su sentido de la realidad ha quedado anulado de alguna forma.
Había encontrado su habitación vacía, y se había vestido con las mismas ropas que la noche anterior. Entonces Alex se había presentado en el umbral, aún totalmente desnuda, el color oscuro de sus pezones y su vello púbico haciendo resaltar más aún la palidez de su piel.
-Necesito ropa-le había dicho-. La mía esta para tirarla.
Nada de lo que Voltaire tenia en su armario le valía a Alex, así que habían tenido que entrar en la desordenada habitación de Anais para saquear furtivamente su mejor surtido armario. Voltaire había sacado prendas del armario y las había depositado sobre la desecha cama de Anais mientras Alex contemplaba curiosa los carteles de Los Sonámbulos que decoraban las paredes, todos dibujados por un desquiciado miembro del grupo, asemejando los dibujos de un enfermo mental o de un niño especialmente perturbado.
-Si ella llega y nosotras seguimos aquí-había dicho Alex de repente-, no debe saber que soy lo que tú sabes que soy.
Voltaire se limitó a asentir.
Finalmente Alex había elegido una camisa gris oscuro y unos ajustados pantalones de falso cuero. Unas viejas y ya descartadas botas de Anais que guardaba por algún motivo se ajustaron a sus pies.
Ahora recorrían las dos juntas las calles, manteniéndose de momento en las zonas más oscuras, huyendo de las luces de los rótulos de los locales y del mortecino brillo de las farolas. Alex parece estar nerviosa, mirando a su alrededor con una inquietud que atemoriza a Voltaire.
-¿Que te ocurre?-susurra Voltaire.
-Necesito más-dice ella, sin necesidad de aclarar a que se refiere-. Para eso estamos aquí.
Caminan en silencio durante un momento, moviéndose en el borde la zona de la movida nocturna, siguiendo una pauta de depredación que Voltaire todavía no comprende.
-Así es todo esto-le dice Alex de repente, en un grave susurro-. Esto es mi vida, el buscar más sangre, el buscar otra maldita dosis de sangre caliente para que no tiemblen mis manos, para que el frío no me consuma, para no quedarme más rígida que un cadáver.
Alex se detiene de repente, poniendo una mano de largos dedos sobre el pecho de Voltaire para forzarla a detenerse. Un joven de largos cabellos y cazadora de cuero fuma con expresión aburrida unos metros frente a ellas, sentado en los escalones que llevan a un portal.
-Ese-dice Alex, una sonrisa traviesa aparece de repente en su rostro-. Sígueme, me servirás de ayuda.
La vampira comienza a acercarse a su víctima. El joven levanta la vista cuando escucha los pasos de Alex, su rostro muestra su sorpresa cuando descubre la siniestra belleza que se le acerca con pasos contoneantes, mirándole con una expresión que solo se había atrevido a imaginar en sus sueños más perversos. Tras ella va otra chica, también hermosa, pero al parecer algo más tímida.
-Buenas noches, guapo-le dice Alex con voz de terciopelo al llegar a su lado.
-¿Puedo ofrecerte algo?-dice el joven-. Tengo de todo.
-Quizá si haya algo que puedas ofrecerme, guapo-dice Alex, sentándose a su lado, comenzando a juguetear con los largos cabellos de su víctima.
El joven rebusca en sus bolsillos y extrae una pequeña pastilla de color marrón.
-Esto es hachis de la mejor calidad-dice, sin poder apartar la vista de la mirada ambarina de Alex.
-No es eso lo que busco, encanto-le dice Alex, atreviéndose a deslizar un dedo por la mal afeitada barbilla del joven-. Digamos que mi amiga y yo estábamos un tanto aburridas y al ver al un tipo tan guapo como tú pensamos que quizá podríamos divertirnos juntos un rato.
El joven consigue desviar su mirada de los cautivadores ojos de Alex para mirar furtivamente a Voltaire, que les contempla apoyada en la pared junto a ellos, intentando, sin mucho éxito, que el miedo y la excitación que la dominan no se reflejen en su rostro, traicionándose a si misma al permitir que sus uñas arañen nerviosamente los ladrillos sobre los que se apoya.
-¿Queréis ir a algún sitio?-dice el joven balbuceante, volviendo a someterse voluntariamente al hechizo de la mirada de ámbar de Alex.
-A algún rincón más apartado-dice Alex-. Aquí cualquiera podría vernos.
Alex toma el brazo del joven y le hace levantarse con ella. Apoya la cabeza en su hombro y comienza a guiarle hacia un oscuro callejón cercano. Voltaire les sigue a pocos pasos, sin saber que hacer para ayudar a la maligna seducción de Alex, decidiendo al fin no hacer nada, limitarse a mirar.
Al llegar al callejón Alex empuja con fuerza al joven contra la pared. La victima sonríe ante lo que cree que es un simple juego y no opone resistencia cuando Alex se abalanza sobre él y pega su boca a su cuello. Una mano de Alex cubre de repente con fuerza la boca del joven y los labios de la vampira se separan, revelando unos dientes ávidos de sangre, con la fuerza que da él más puro ansia de supervivencia.
Por algún motivo Voltaire recuerda haber leído en algún lugar que los músculos de la mandíbula son los más fuertes del cuerpo humano mientras ve como los dientes de Alex desgarran la piel de su víctima y un chorro de sangre comienza a manar de su cuello. El joven intenta liberarse, intenta gritar pero la fuerte mano de Alex se lo impide, y tan solo un gemido ahogado escapa de sus labios. Trata de empujar a Alex pero la vampira reacciona brutalmente y golpea su cabeza contra la pared. Tras esto su resistencia parece volverse más manejable para Alex, que no deja de beber del manantial de cálida sangre que sus dientes han abierto, que ahora se desliza sobre sus labios y mancha la sucia camiseta negra que viste el joven.
De repente Alex se dobla por el dolor. La víctima ha vuelto a rebelarse y la ha golpeado en el estómago con su rodilla. Voltaire contempla horrorizada como la victima se libera de Alex, que escupe un chorro de preciada sangre antes de gritar.
-¡No le dejes marchar!-le ordena la vampira.
Voltaire ve el rostro horrorizado del joven al encontrarla en la entrada del callejón, en el umbral de su proverbial huida hacia la luz. Se lanza contra él y rodea su cintura con sus brazos, haciéndole caer al suelo y cayendo ella misma sobre él. Está débil, pero se debate con la fuerza que da la desesperación. Al instante Alex está sobre ellos dos, agarrando cruelmente los cabellos del joven y ahogando su grito de dolor y terror al clavarle la navaja de Voltaire en la garganta. Voltaire se separa de ellos, mientras Alex comienza a beber de la nueva herida con un ansia animal, hasta que no queda vida en el cuerpo de la víctima, y la sangre deja de manar.
Alex gruñe eufórica cuando se incorpora sobre el cadáver, mirando a Voltaire con ojos de brillan por un instante como si pertenecieran a un ser vivo. Es la vida que ha robado, el calor que ha arrebatado de su presa.
Voltaire se siente insensibilizada, incapaz de sentir horror ante lo que acaba de presenciar, ante el acto que acaba de ayudar a realizar. Es ya la segunda vez que ayuda a matar a alguien, pero ahora no lo siente con la misma fuerza que la primera vez. Quizá sea este el aprendizaje al que se refiere Alex, el aprender a matar sin remordimientos.
Alex termina de ponerse en pié y se acerca a ella.
-Límpiame la sangre-le dice.
Voltaire levanta una mano para limpiar la sangre que mancha los labios de Alex, pero la vampira la atrapa a medio camino.
-Con la lengua-ordena.
Obediente, sintiéndose infinitamente perversa, Voltaire comienza a lamer la sangre que mancha los labios de su señora.
*****
Poco después vuelven a estar en el apartamento de Voltaire, en el desordenado salón, Alex sentada en el sofá que ha servido de cama a Voltaire, y ella sentada en el suelo, a sus pies. Se pasan una botella de cerveza mejicana mezclada con tequila, no lo suficiente como para embriagarlas pero si para aligerar sus mentes y sus corazones. Voltaire se abraza a la torneada pierna de su señora y se pregunta si alguna vez llegó a imaginar que era tan desesperadamente retorcida.
-No hay secreto, ni magia, ni poder en nada de esto-dice Alex tras dar un profundo trago a la botella, ya medio vacía.
Un antiguo disco de algún grupo gótico medio olvidado de los años 80 suena de fondo, desde el dormitorio de Voltaire, en su pequeño equipo estereo. Desde aquí, la música parece surgir tenuemente de las paredes. La tristeza de las letras y la oscuridad de la música le suenan extrañamente adecuadas a Voltaire. Son lo único que se siente capaz de escuchar en este momento.
Hace una semana no se habría pensado capaz de matar. Y ya lo ha hecho, aunque sea indirectamente, dos veces. No hay ningún hechizo al que culpar, ninguna seducción mágica en la que descargar sus responsabilidades. Ha matado, y no le gusta, pero no se siente mal por ello. Ha leído lo suficiente como para saber que pronto dejará de importarle, que la parte de su mente que se preocupa por la subsistencia del resto de su especie se irá marchitando lentamente con cada nuevo chorro de sangre que manche sus manos y sus labios, hasta terminar por apagarse. Y que nunca podrá recuperar esa parte de si misma después.
No le importa si a cambio consigue ser como ella.
-Ahora debo tener cuidado-dice Alex, pasando la botella a Voltaire-. Dos muertes en poco tiempo. Puedo llamar la atención. Porque cada vez quieres más, ¿sabes? Es como la maldita heroína, eso me han dicho. Quieres más y coges más, y al hacerlo lo único que consigues es querer más aún. Hasta que llegas a convertirte en una bestia, en algo que solo piensa, vive y siente para la sangre, para matar y beber, matar y beber. Y entonces es cuando te encuentran y te destrozan, y te dejan por muerta.
-¿Es eso lo que te pasó a ti?-pregunta Voltaire, antes de derramar el dorado líquido por su garganta.
-No seas tonta-dice Alex-. Si me hubiese ocurrido estarías muerta. El secreto es el mismo que el de los heroinómanos intelectuales de antaño, o el de los adictos al opio del diecinueve. Tomar solo lo justo, solo lo necesario para seguir subsistiendo, nada más, no dejar que esta maldita adicción, esta necesidad te domine, que no suplante tu mente y tu voluntad. Es difícil moverse en el filo entre el control y el vicio, pero puede conseguirse. Si lo haces, subsistes para siempre.
-¿Subsistes?-pregunta Voltaire, desconcertada por el uso de esa palabra.
-Soy una maldita enferma, pequeña-dice Alex-. Desengáñate, no soy una criatura de las tinieblas, solo una maldita enferma terminal cuya enfermedad le impide morir, y cuyos síntomas se alivian al beber sangre humana. No soy otra maldita cosa que eso, una criatura patética que siempre se arrastrará entre las sombras.
Hay tristeza en el rostro de Alex, sus bonitas y malignas facciones deformadas por un dolor que ha asomado repentinamente a sus ojos. Voltaire la contempla entristecida, sin saber que pensar.
-Hubo un tiempo en que yo era como tú-dice Alex, de repente-. Ingenua y malvada al mismo tiempo, deseosa de conocer los secretos de las tinieblas, de dominar el misterio que me permitiera ser siempre joven y poderosa. Lo busqué por años, y al final encontré esto, esta maldita maldición que arrastro.
-¿Hace mucho de eso?-pregunta Voltaire, deseosa de desvelar los misterios de su señora.
-No mucho, relativamente-dice Alex-. Pero supongo que tú no habías nacido entonces. Era otro mundo, más joven y menos cínico, en el que incluso el mal tenia un aura de inocencia que lo hacia muy distinto de todo hoy en día, en el que la oscuridad parece haberlo manchado todo con su toque degenerado. ¿Quieres dormir?
Voltaire niega con la cabeza. No podría aunque lo intentara. Además, teme lo que los sueños pueden traerle, los rostros de Dani y el vendedor de drogas suplicándoles una piedad que ella fue incapaz de darles.
-Tengo mucho que contarte, pequeña-dice Alex.
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© 2008, Juan Díaz Olmedo
La cola avanza lentamente. El Señor Lars ha pensado a veces en saltarse estas colas, en preguntar directamente al vigilante de la puerta por quien esté al cargo de contratar las actuaciones. Pero ha notado que su aspecto y su edad crean sospechas en los vigilantes, le hacen aparentar ser un policía o algo peor, alguien que puede traer problemas. Mejor seguir la disciplina de la entrada para no levantar más resquemores. Ya ha visitado cuatro locales, y en ninguno de ellos ha encontrado nada.
El Señor Lars es un hombre disciplinado, pero la cola lleva ya totalmente detenida un buen rato. El aforo del local debe estar completo, y los vigilantes no dejarán entrar a nadie a menos que alguien salga. No entiende por qué estos chicos no se marchan sencillamente en busca de otro local. Esa predilección de un lugar por otro es algo que escapa a su comprensión, como muchas otras cosas de este mundo nocturno en cuyos límites se ve obligado a moverse. Decidido a no perder más tiempo, saca de su bolsillo el folio pulcramente doblado con el símbolo, lentamente dibujado con un bolígrafo sobre la mesa de la cocina. Hay dos chicas frente a él en la cola, charlando de temas demasiado esotéricos para la comprensión del Señor Lars y dirigiéndole cada cierto tiempo miradas de extrañeza. El Señor Lars se aclara la garganta y las mira directamente, consiguiendo captar su atención.
-Disculpad-les dice-. ¿Habéis visto esto antes?
Las chicas le miran sorprendidas por un momento antes de bajar la vista y descubrir el dibujo de temblorosos trazos negros. Una de ellas toma el papel de sus manos demasiado rápido para que el Señor Lars pueda evitarlo y se lo acerca a los ojos, tanto que el Señor Lars se pregunta si acaso no necesitará gafas pero se abstiene de llevarlas por una absurda coquetería. La chica es un poco gruesa, y su rostro vulgar está completamente cubierto de maquillaje blanco, con los ojos remarcados en negro y los labios en rojo. Su cabello rubio ceniza cae sobre su frente en un largo flequillo.
-¿Que se supone que es esto?-le pregunta al fin.
La otra chica es más delgada, de largos cabellos negros, demasiado extraña para ser hermosa, al menos para el criterio clásico del Señor Lars. Se limita a mirar alternativamente al símbolo y al Señor Lars.
-Es el símbolo de un grupo-dice al fin el Señor Lars-. Se llaman Fata Morgana. Me preguntaba si lo conocíais, si sabéis donde tocan.
-¿Que clase de música hacen?-pregunta la chica rolliza.
El Señor Lars no sabe que contestar. La terminología de la música moderna es un misterioso mar de conocimientos arcanos para él. Desesperadamente trata de recordar retazos de conversaciones telefónicas de su hija con sus amigos, haciendo planes para conciertos o fiestas.
-Siniestra-dice al fin-. Muy siniestra-añade, pensando nada más decirlo que está cometiendo un error.
-¿Y te gusta este tipo de música?-le dice la chica rubia, sin disimular un ápice su sorpresa, su perplejidad ante el hecho de poder compartir sus gustos con alguien tan mayor.
-No lo creo-dice de repente la otra chica, con voz sorprendentemente grave-. Creo que aquí el señor es de alguna discográfica.
Si, piensa el Señor Lars. Es una excusa excelente. No se le había ocurrido.
-Eres muy lista-dice el Señor Lars, permitiéndose una sonrisa.
-He oído hablar de ellos-dice la chica-. No he visto este símbolo, pero he oído su nombre. Creo que me lo ha dicho algún amigo. Pero no puedo ayudarle, no sé dónde tocan, ni nada de ellos. Pero me han comentado que son muy buenos.
-Eso me han dicho-dice Lars-. Gracias de todas formas.
Un grupo algo ruidoso de jóvenes surge del interior, presagiando la nueva ola de entradas controladas. Poco a poco la cola se va acortando, hasta que el Señor Lars se encuentra ante los ojos duros y sorprendidos de uno de los vigilantes de la entrada. En vez de repetir mecánicamente el precio de la entrada, el vigilante le contempla un momento, como si no supiera como reaccionar.
-¿Que desea?-dice al fin, con tono que intenta ser neutro pero que no puede ocultar su hostilidad.
-Deseo hablar con el encargado de las contrataciones de actuaciones.
-Hay un horario para eso-dice el vigilante.
-Me lo imagino-dice el Señor Lars-. No deseo ofrecer los servicios de ningún artista. Digamos que necesito su ayuda para localizar a uno.
-Ya le he dicho que hay un horario para eso-insiste el vigilante.
-Vamos-insiste el Señor Lars-. Mire, esto será lo que haremos. Yo le pago la entrada y espero en el interior hasta que el encargado esté libre.
El vigilante le vuelve a mirar, esta vez de arriba a abajo, como si estuviese evaluando sus posibilidades de reducirle sin problemas. Pero afortunadamente parece pensar que es mejor ceder un poco para no montar una escena desagradable frente al resto del público. Toma el walkie-talkie que cuelga de la parte trasera de su cinturón y se lo lleva a los labios, mientras aprieta con dedos de obrero especializado el botón rojo de la transmisión.
-Will-dice a través del walkie-, aquí a un tipo que quiere hablar contigo. Algo de localizar una banda.
El vigilante suelta el botón de la transmisión provocando un fuerte estallido de estática. Al poco tiempo suena en el receptor una voz tan distorsionada que apenas tiene rastro de humanidad.
-Que pase-dice la voz, antes de desvanecerse en un nuevo estallido de estática.
*****
Poco después el Señor Lars sale del local por una disimulada puerta de servicio que da a un callejón. El tal Will ha resultado ser un tipo bastante amable, incluso agradecido de que alguien le sacara de la monotonía de sus noches, ocupadas la mayor parte del tiempo únicamente en estar presente por si algo sale mal. Sí, conocía al grupo, pero no sabia como contactar con ellos. Normalmente eran ellos los que se ponían en contacto con él, al menos las dos veces que habían actuado en el local. Y sí, aquellos tipos eran raros, le habían dado malas vibraciones, había dicho Will. Parecía que estaban demasiado metidos dentro de ese rollo siniestro, que se lo creían demasiado. Eran tan serios que le habían dado escalofríos la primera vez que había tratado con ellos. Pero después habían actuado, y habían resultado ser la mejor banda de la temporada. Sí, sabia que había jóvenes que los idolatraban, incluso se decía que había un pequeño culto de groupies que les seguían.
El Señor Lars sabe que esta al fin sobre la pista que le llevaría a su objetivo. Desgraciadamente el tal Will no le había podido dar ninguna información sobre sus próximas actuaciones.
-Se rumorea que han tenido problemas internos-había dicho Will, que se había tragado totalmente el cuento de que el Señor Lars era un cazatalentos de una discográfica-. Creo que uno de los cantantes lo ha dejado o algo así. Ya sabe, la cantinela de siempre. El éxito llega pero no tan rápido como muchos quieren, y se terminan cansando de tocar en locales de mala muerte. Habrá conocido muchos grandes grupos cuya historia ha terminado antes que empezar, ¿no amigo?
Un escalofrío recorrió la espalda del Señor Lars al escuchar estas palabras. Si no había más actuaciones, no sabía de qué forma podría encontrarles. Tendría que limitarse a patear las calles cada noche, como ahora, esperando encontrarse con alguna de esas bestias cara a cara, estudiando su ambiente, sus costumbres, leyendo entre líneas tras las noticias. No tenía nada sólido a lo que aferrarse, como esa insistente vocecita interior llamada duda le susurraba en las noches más oscuras y solitarias. Ahora al menos sabia que estaba en buen camino, sabia que había acertado al venir a esta ciudad, había sabido leer la información oculta entre las noticias de sucesos. El Señor Lars camina rápidamente para salir del callejón, y se detiene bajo el haz de luz de la primera farola que encuentra. Saca el plano que guarda en el bolsillo de su gabardina y lo despliega con cuidado, apoyándolo en una pared gris. Sin dejar de sostenerlo busca dentro del mismo bolsillo la lista que Will le ha ayudado a confeccionar, la de los locales donde suelen actuar los Fata Morgana. Apoya la lista escrita en una servilleta de papel con su frenética escritura apretada junto al mapa y uno a uno comienza a buscar los lugares de esa lista. Invariablemente los encuentra, siempre rodeados de una nube de puntos rojos, de notas de desapariciones y de muertes. Sí, esas bestias pueden pasar desapercibidas para los demás, pero no para él. Dejan su rastro, y él sabe leerlo. Le llevará hasta ellos y entonces les destruirá. O morirá intentándolo.
*****
A Voltaire le ponen nerviosa las manos de Alex. Unas manos de largos dedos que no paran de moverse, que no hacen más que entrelazarse y separarse en un contenido histerismo que atrapa su atención casi obsesivamente.
-No ocurre nada-le ha dicho Alex cuando se ha dado cuenta-. Es solo que no ha sido suficiente con ese tipo que me has traído.
Ahora suben las dos juntas las escaleras que conducen al piso de Voltaire. Alex le ha dicho que la lleve con ella, porque no puede quedarse allí. No, Alex no vivía en el cementerio, ni acostumbra a dormir en un ataúd.
-Pronto te contaré que estaba haciendo allí, cuando me encontraste-Le había prometido en un susurro antes de mordisquearle juguetonamente el lóbulo de la oreja. A Voltaire le aterrorizó lo mucho que le gustaba sentir los fríos dientes apretando cruelmente su carne por un instante.
Han conseguido llegar a casa antes de que salga el sol, y no han llamado mucho la atención de aquellos con los que se han cruzado. Alex le ha dicho que no hay nada de lo que preocuparse, pero Voltaire sabe un buen motivo por el que hacerlo. Espera que nadie la haya visto ir al cementerio con Dani, que nadie la haya visto salir de allí después, que nadie pueda relacionarla con él si algún día encuentran el cadáver donde lo han dejado, metido en el ataúd que había ocupado Alex, que han tenido que alzar entre las dos para volver a ponerlo en su nicho. No, al parecer los vampiros no tienen la fuerza de veinte hombres.
Voltaire está tan nerviosa que no consigue introducir la llave en la cerradura hasta el duodécimo intento. Al fin abre la puerta y entra en su hogar.
Da tres pasos hasta darse cuenta de que no escucha el sonido de los pies descalzos de Alex contra el suelo, siguiéndola. Se da la vuelta y se la encuentra en el umbral, mirándola con una sonrisa enigmática en los labios.
-¿No tienes que hacer algo?-le dice con un tono burlón en su grave y cautivadora voz.
Voltaire duda por un momento, hasta que recuerda a que se refiere Alex. La mira extrañada, confundida de que en medio de tanta desmitificación aparezca algo que incluso aquellos que aman las leyendas han descartado hace mucho.
-Te invito a entrar-dice al fin.
Alex da un paso lentamente, atravesando el umbral como si pudiera sentir una barrera invisible que se hace ligeramente intangible para permitirle la entrada. Cuando ha posado sus dos pies dentro de la vivienda, estalla en una risa.
-Eso es solo una leyenda, pequeña-dice al fin.
Voltaire no sabe que pensar de su cruel y fascinante nueva ama. Siente por ella una repulsión que solo se ve superada por la fascinación que también le provoca. Decididamente no es lo que había imaginado, no es ese ser con el que siempre ha soñado encontrarse, pero Alex tiene una facultad de desconcertarla y de horrorizarla que la tiene atrapada.
Alex se pasea por el piso mirando curiosa a su alrededor. Todas las pequeñas muestras de artesanía compradas en mercadillos de segunda mano que decoran los pasillos y el pequeño salón capturan su atención por algún instante.
-Así que vives aquí con una amiga, ¿no?-dice al fin, al llegar a la entrada del dormitorio de Voltaire.
-Si-contesta Voltaire-. Ella no está.
-¿Dónde está?-pregunta Alex.
Hay algo implícito en su pregunta, en la forma en que los labios de Alex han sonreído justo el instante antes de pronunciarla, en como sus ojos han brillado de forma febril por un instante pese a su cadavérica opacidad, que le provoca un profundo y gélido temor a Voltaire.
-Está de gira con su grupo-dice al fin.
-¿Es cantante?-pregunta Alex.
-Si-dice Voltaire.
Alex mira al infinito sobre ella por un momento. Una sonrisa con un ápice de amargura se dibuja en sus sensuales labios.
-Yo también era cantante, ¿sabes?-dice al fin, volviendo a clavar en los ojos de Voltaire su inquietante mirada de cadáver.
-Tienes una voz muy bonita-dice Voltaire, de una forma tan tímida que casi suena ridícula.
-Gracias-contesta Alex, apoyándose en el marco de la puerta-. Y pensar que hubo una época en la que odiaba mi voz. Me parecía demasiado grave como para ser de una chica.
Voltaire sonríe pese a su temor. Alex mira inquieta el interior de la habitación de Voltaire, y descubre algo que llama su atención. Entra rápidamente y se acerca a un grupo de fotografías clavadas con chinchetas en una de las paredes.
-¿Es esta tu amiga?-le pregunta, señalando la chica que aparece abrazada a Voltaire en una de las fotografías.
-Si, es esa-responde Voltaire, preguntándose si no estará cometiendo un error-. Se llama Anais.
Alex mira la fotografía por un momento, con una mirada que Voltaire no puede descifrar. Después se gira de nuevo para mirar a Voltaire.
-¿Estáis liadas?-pregunta.
Voltaire necesita un momento para comprender la pregunta.
-¿Anais y yo?-pregunta a su vez.
Alex responde con la cabeza.
-No-responde Voltaire-. Ella sale con el guitarrista de su grupo. O al menos eso creo.
Alex sonríe con expresión traviesa.
-Me alegra escuchar eso-dice.
-Alex-dice Voltaire, intentando que su voz suene firme-, Anais es mi amiga. No le hagas daño.
El rostro de Alex se vuelve serio en un instante. Mira a Voltaire con perplejidad.
-Claro que no-dice al fin-. ¿Me crees capaz de hacerte eso? Me has sacado de ese agujero, al menos te debo eso.
Voltaire se tranquiliza un poco.
-Lo siento-dice.
-No pasa nada-dice Alex sonriendo de nuevo-. Me hago una idea de lo raro que debe ser todo esto para ti.
-Me cuesta creer que esté ocurriendo-confiesa Voltaire-. Me cuesta creer que no estoy soñando, que esto no es una fantasía. Creo que si fuese realmente consciente de todo esto como real no hubiera hecho lo que he hecho.
-Te entiendo-dice Alex-. Hubo un día en el que también me ocurrió a mí, como te habrás imaginado.
Voltaire se sienta en su cama. Alex la mira un momento en silencio y se sienta a su lado.
-¿Me lo contaras?-pregunta Voltaire-. Quiero saber tu historia.
-Habrá tiempo para eso-dice Alex.
*****
El timbre del teléfono despierta a Voltaire. Los rayos de luz del sol hieren sus ojos cuando los abre esperando la habitual oscuridad. Ve como la luz se derrama sobre ella atravesando las tenues cortinas y recuerda entonces que no ha dormido en su habitación. El sofá se queja chirriante bajo ella cuando se mueve para acercarse a la mesita del teléfono. La tenue sábana que cubre su cuerpo resbala revelando a la luz solar su pálida piel desnuda. Agarra el auricular y tira de él casi al máximo de la extensión del cable al volver a la posición inicial.
-Aquí Voltaire-dice con voz ronca.
-¿Estas bien?-pregunta la voz de Anton desde el otro lado-. ¿Te ha ocurrido algo?
Es curioso como las cosas mundanas como los empleos y la necesidad de tener un sueldo se desvanecen de la mente cuando entra en tu vida algún elemento sobrenatural.
-Sí, no ocurre nada-dice Voltaire.
De repente es consciente de la incongruencia de lo que acaba de decir con su comportamiento. A regañadientes se da cuenta de que debe volver a mentir.
-Ayer me encontré algo enferma, y no he pasado muy buena noche-dice tras pensar un momento una buena excusa-. Creo que esta mañana he apagado el despertador y he vuelto a caer dormida.
-No trates de engañarme-le dice Anton, provocando que la piel de su frente se perle levemente de sudor frío-. No tienes voz de sentirte muy bien.
Voltaire nunca le da mucha importancia a sus enfermedades, las pocas que ha tenido. Sabe que no seria muy convincente si empezara a quejarse de lo mal que está.
-No pasa nada, Anton. Estoy un poco mal últimamente, pero creo que se me pasará.
-¿Quieres que vaya alguien a verte?-le pregunta Anton.
Seguro que tras esto amenazaba con enviarle a su mujer, para la que Voltaire es una suerte de hija adoptiva.
-No, no pasa nada-le dice-. No te preocupes, no estoy sola.
-¿Ha vuelto Anais?-pregunta Anton, la extrañeza asomando en su voz.
-No-contesta escuetamente Voltaire.
Casi puede ver la sonrisa lobuna de Anton al otro lado de la línea.
-Creo que ya sé porque no has dormido esta noche-le dice al fin, con tono juguetón.
-No es eso, tonto-contesta Voltaire-. Es cierto que he estado mal.
-Mira, haremos una cosa-le dice Anton-. Cogete unos días libres. Los que quieras, pero no te pases. Vuelve cuando te encuentres bien y tengas tiempo.
Es mejor de lo que Voltaire se hubiese atrevido a pedir.
-Gracias-dice.
-No hay porque darlas-le dice Anton-. Disfruta de la vida, pequeña, que todavía eres joven. Ya te llamaré.
-Adiós, Anton-susurra Voltaire antes de colgar.
La sabana ha resbalado totalmente y ahora yace en un confuso montón a los pies del sofá. Voltaire se alegra de que al menos el salón tenga cortinas, para que los vecinos de mentes estrechas no se sientan escandalizados ante su impúdica exhibición. Se levanta y camina lentamente fuera del salón, hacia el pasillo que la llevará al cuarto de baño. Se da cuenta de que no tiene ni idea de que hora es. No hay muchos relojes en esta vivienda de bohemios.
La puerta de su habitación está cerrada. Es ella quién duerme sobre la cama de Voltaire, si es que es capaz de dormir. Al menos es capaz de respirar, como bien comprobó ayer Voltaire. Tiene su lógica, piensa, el respirar es un reflejo tan profundamente grabado en nosotros que ni la muerte puede destruirlo. Además, sin respirar es imposible hablar. Voltaire se detiene un momento frente a la puerta, dudando si abrirla un momento para atisbar al interior. Teme encontrarla vacía, que Alex se haya marchado en medio de la noche, de las pocas horas de noche que ha pasado dormida. O peor aún, que no haya ningún rastro de su presencia, ningún indicio, ninguna huella, porque nunca haya existido. Que todo haya sido el producto de un sueño que el duermevela del despertar todavía hace ver como real. Voltaire se apoya levemente en la delgada plancha de cartón y madera que hace de puerta de su dormitorio y deja de respirar por un momento, esforzándose en no producir ningún sonido para poder oír claramente cualquier cosa que venga del interior. Pero nada le llega, solo un silencio frío. Espera a alejarse unos pasos de la puerta antes de volver a respirar, y se mete dentro del cuarto de baño.
Tiene ojeras. Es lo primero que salta a la vista cuando se mira al espejo. Pero se encuentra mejor, mejor que ayer, al menos. Alex tiene razón, no está infectada. No sabe si alegrarse o entristecerse. Todavía tiene mucho que aprender, quiere mantener a la duda alejada de su pensamiento hasta que termine de aprenderlo todo. Sin dudas, sin remordimientos, sin vacilación, se dice a sí misma en silencio mientras mira sus propios ojos levemente inyectados en sangre. Baja la vista al lavabo, a sus manos apoyadas sobre su borde, y descubre las pequeñas líneas rojas bajo sus uñas.
Abre rápidamente los grifos y pone el tapón del lavabo. Sangre, la sangre de Dani, aferrándose a ella como una memoria culpable, un pedazo de él que todavía puede ejecutar una suerte de venganza relacionándola con su muerte a los ojos de los demás. Lanza la gastada pastilla de jabón dentro del lavabo y mete los dedos. Deja que la sangre se ablande un momento por el agua y después intenta frotársela como puede, sin escatimar el jabón. No se detiene hasta que las manchas han desaparecido, y después se lo piensa mejor y sigue un poco más. Sabe que ahora pueden encontrar pistas en cualquier sitio, por cualquier cosa. Abre el grifo de la ducha y se mete dentro, dejando que el agua fría se deslice por su piel por un largo rato, la cabeza introducida en la campana de silencio provocada por el cono de agua. Por eso no la escucha llegar.
Voltaire tiene los ojos cerrados, por eso no ve como se descorre la cortina de la ducha y un pálido cuerpo desnudo entra tras ella. Lo primero que siente es el tacto de unos dedos fríos sobre la piel de su vientre. Abre los ojos asustada, y entonces son unos labios, fríos y húmedos como un témpano de hielo los que se depositan sobre su cuello.
-Buenos días, mi sierva-susurra la grave y terriblemente hermosa voz de Alex junto a su oído.
Voltaire se sorprende a sí misma sonriendo, estremeciéndose de placer bajo el tacto de su piel muerta. Se gira y lo primero que ve son los ojos sin brillo de Alex frente a los suyos, su cabello negro mojado y pegado a su cabeza. Con un movimiento encantadoramente furtivo deposita un beso en la mejilla de la vampira, y después besa levemente sus carnosos labios.
Alex solo sonríe.
-Estoy sucia-dice al fin-. Frótame.
Alex se gira y le muestra a Voltaire el lienzo de palidez casi blanca de su espalda, decorado por un inmenso tatuaje, una especie de silueta alada que cubre desde su nuca hasta sus hombros y que parece estar formado por pétalos de rosas negras y rojas. Voltaire deja caer un chorro de verdoso gel de baño sobre el hueco de sus manos y después comienza a frotar con ellas la fría espalda de Alex. Una fina película de polvo gris parece desprenderse de la piel de Alex, mezclándose con el agua y tiñendo de oscuro el riachuelo que se desliza entre sus pies y muere en el desagüe. Cuando termina con su espalda, Voltaire mueve tímidamente las manos hacia abajo, pero Alex las coge por las muñecas y las deposita directamente sobre su trasero.
-No temas tocarme-le dice.
Voltaire se siente repentinamente excitada, y la excitación da alas a su atrevimiento. Frota sensualmente el redondeado trasero de Alex y después rodea su cintura con las manos, para subirla hacia los duros y fríos pechos de la vampira. Alex gira la cabeza un momento y su sonrisa de malvada le demuestra a Voltaire su aprobación. Los dedos de Voltaire rozan juguetones los pezones de Alex, consiguiendo provocarle un escalofrío.
-Eres una buena sierva-susurra la vampira.
Alex se gira y abraza a Voltaire, entrando junto a ella bajo el cono de agua de la ducha, besando apasionadamente a su asustada sierva mientras el agua termina de arrancar la mugre que cubre su piel, quizá cenizas y podredumbre de la tumba, quizá restos de su propia y antinatural putrefacción. Una lengua fría se desliza entre los dedos de Voltaire, palpitando con una fuerza inquietante, el latido de un corazón no muerto. Voltaire agarra esa lengua con sus dientes, lo justo para causar un leve dolor, y después la acaricia con la suya, mientras siente el cuerpo de Alex palpitando contra su piel, robándole su calor para hacerlo suyo.
Entonces el beso termina, y Alex se separa de ella y sale de la ducha. Voltaire descubre entonces que está temblando. Sus rodillas fallan por un instante y se acurruca en el suelo de la ducha para no caer.
*****
Las horas se han deslizado rápidamente frente a Voltaire, que ha asistido a todo sin poder librarse del vértigo de sentirse en un sueño, de que su sentido de la realidad ha quedado anulado de alguna forma.
Había encontrado su habitación vacía, y se había vestido con las mismas ropas que la noche anterior. Entonces Alex se había presentado en el umbral, aún totalmente desnuda, el color oscuro de sus pezones y su vello púbico haciendo resaltar más aún la palidez de su piel.
-Necesito ropa-le había dicho-. La mía esta para tirarla.
Nada de lo que Voltaire tenia en su armario le valía a Alex, así que habían tenido que entrar en la desordenada habitación de Anais para saquear furtivamente su mejor surtido armario. Voltaire había sacado prendas del armario y las había depositado sobre la desecha cama de Anais mientras Alex contemplaba curiosa los carteles de Los Sonámbulos que decoraban las paredes, todos dibujados por un desquiciado miembro del grupo, asemejando los dibujos de un enfermo mental o de un niño especialmente perturbado.
-Si ella llega y nosotras seguimos aquí-había dicho Alex de repente-, no debe saber que soy lo que tú sabes que soy.
Voltaire se limitó a asentir.
Finalmente Alex había elegido una camisa gris oscuro y unos ajustados pantalones de falso cuero. Unas viejas y ya descartadas botas de Anais que guardaba por algún motivo se ajustaron a sus pies.
Ahora recorrían las dos juntas las calles, manteniéndose de momento en las zonas más oscuras, huyendo de las luces de los rótulos de los locales y del mortecino brillo de las farolas. Alex parece estar nerviosa, mirando a su alrededor con una inquietud que atemoriza a Voltaire.
-¿Que te ocurre?-susurra Voltaire.
-Necesito más-dice ella, sin necesidad de aclarar a que se refiere-. Para eso estamos aquí.
Caminan en silencio durante un momento, moviéndose en el borde la zona de la movida nocturna, siguiendo una pauta de depredación que Voltaire todavía no comprende.
-Así es todo esto-le dice Alex de repente, en un grave susurro-. Esto es mi vida, el buscar más sangre, el buscar otra maldita dosis de sangre caliente para que no tiemblen mis manos, para que el frío no me consuma, para no quedarme más rígida que un cadáver.
Alex se detiene de repente, poniendo una mano de largos dedos sobre el pecho de Voltaire para forzarla a detenerse. Un joven de largos cabellos y cazadora de cuero fuma con expresión aburrida unos metros frente a ellas, sentado en los escalones que llevan a un portal.
-Ese-dice Alex, una sonrisa traviesa aparece de repente en su rostro-. Sígueme, me servirás de ayuda.
La vampira comienza a acercarse a su víctima. El joven levanta la vista cuando escucha los pasos de Alex, su rostro muestra su sorpresa cuando descubre la siniestra belleza que se le acerca con pasos contoneantes, mirándole con una expresión que solo se había atrevido a imaginar en sus sueños más perversos. Tras ella va otra chica, también hermosa, pero al parecer algo más tímida.
-Buenas noches, guapo-le dice Alex con voz de terciopelo al llegar a su lado.
-¿Puedo ofrecerte algo?-dice el joven-. Tengo de todo.
-Quizá si haya algo que puedas ofrecerme, guapo-dice Alex, sentándose a su lado, comenzando a juguetear con los largos cabellos de su víctima.
El joven rebusca en sus bolsillos y extrae una pequeña pastilla de color marrón.
-Esto es hachis de la mejor calidad-dice, sin poder apartar la vista de la mirada ambarina de Alex.
-No es eso lo que busco, encanto-le dice Alex, atreviéndose a deslizar un dedo por la mal afeitada barbilla del joven-. Digamos que mi amiga y yo estábamos un tanto aburridas y al ver al un tipo tan guapo como tú pensamos que quizá podríamos divertirnos juntos un rato.
El joven consigue desviar su mirada de los cautivadores ojos de Alex para mirar furtivamente a Voltaire, que les contempla apoyada en la pared junto a ellos, intentando, sin mucho éxito, que el miedo y la excitación que la dominan no se reflejen en su rostro, traicionándose a si misma al permitir que sus uñas arañen nerviosamente los ladrillos sobre los que se apoya.
-¿Queréis ir a algún sitio?-dice el joven balbuceante, volviendo a someterse voluntariamente al hechizo de la mirada de ámbar de Alex.
-A algún rincón más apartado-dice Alex-. Aquí cualquiera podría vernos.
Alex toma el brazo del joven y le hace levantarse con ella. Apoya la cabeza en su hombro y comienza a guiarle hacia un oscuro callejón cercano. Voltaire les sigue a pocos pasos, sin saber que hacer para ayudar a la maligna seducción de Alex, decidiendo al fin no hacer nada, limitarse a mirar.
Al llegar al callejón Alex empuja con fuerza al joven contra la pared. La victima sonríe ante lo que cree que es un simple juego y no opone resistencia cuando Alex se abalanza sobre él y pega su boca a su cuello. Una mano de Alex cubre de repente con fuerza la boca del joven y los labios de la vampira se separan, revelando unos dientes ávidos de sangre, con la fuerza que da él más puro ansia de supervivencia.
Por algún motivo Voltaire recuerda haber leído en algún lugar que los músculos de la mandíbula son los más fuertes del cuerpo humano mientras ve como los dientes de Alex desgarran la piel de su víctima y un chorro de sangre comienza a manar de su cuello. El joven intenta liberarse, intenta gritar pero la fuerte mano de Alex se lo impide, y tan solo un gemido ahogado escapa de sus labios. Trata de empujar a Alex pero la vampira reacciona brutalmente y golpea su cabeza contra la pared. Tras esto su resistencia parece volverse más manejable para Alex, que no deja de beber del manantial de cálida sangre que sus dientes han abierto, que ahora se desliza sobre sus labios y mancha la sucia camiseta negra que viste el joven.
De repente Alex se dobla por el dolor. La víctima ha vuelto a rebelarse y la ha golpeado en el estómago con su rodilla. Voltaire contempla horrorizada como la victima se libera de Alex, que escupe un chorro de preciada sangre antes de gritar.
-¡No le dejes marchar!-le ordena la vampira.
Voltaire ve el rostro horrorizado del joven al encontrarla en la entrada del callejón, en el umbral de su proverbial huida hacia la luz. Se lanza contra él y rodea su cintura con sus brazos, haciéndole caer al suelo y cayendo ella misma sobre él. Está débil, pero se debate con la fuerza que da la desesperación. Al instante Alex está sobre ellos dos, agarrando cruelmente los cabellos del joven y ahogando su grito de dolor y terror al clavarle la navaja de Voltaire en la garganta. Voltaire se separa de ellos, mientras Alex comienza a beber de la nueva herida con un ansia animal, hasta que no queda vida en el cuerpo de la víctima, y la sangre deja de manar.
Alex gruñe eufórica cuando se incorpora sobre el cadáver, mirando a Voltaire con ojos de brillan por un instante como si pertenecieran a un ser vivo. Es la vida que ha robado, el calor que ha arrebatado de su presa.
Voltaire se siente insensibilizada, incapaz de sentir horror ante lo que acaba de presenciar, ante el acto que acaba de ayudar a realizar. Es ya la segunda vez que ayuda a matar a alguien, pero ahora no lo siente con la misma fuerza que la primera vez. Quizá sea este el aprendizaje al que se refiere Alex, el aprender a matar sin remordimientos.
Alex termina de ponerse en pié y se acerca a ella.
-Límpiame la sangre-le dice.
Voltaire levanta una mano para limpiar la sangre que mancha los labios de Alex, pero la vampira la atrapa a medio camino.
-Con la lengua-ordena.
Obediente, sintiéndose infinitamente perversa, Voltaire comienza a lamer la sangre que mancha los labios de su señora.
*****
Poco después vuelven a estar en el apartamento de Voltaire, en el desordenado salón, Alex sentada en el sofá que ha servido de cama a Voltaire, y ella sentada en el suelo, a sus pies. Se pasan una botella de cerveza mejicana mezclada con tequila, no lo suficiente como para embriagarlas pero si para aligerar sus mentes y sus corazones. Voltaire se abraza a la torneada pierna de su señora y se pregunta si alguna vez llegó a imaginar que era tan desesperadamente retorcida.
-No hay secreto, ni magia, ni poder en nada de esto-dice Alex tras dar un profundo trago a la botella, ya medio vacía.
Un antiguo disco de algún grupo gótico medio olvidado de los años 80 suena de fondo, desde el dormitorio de Voltaire, en su pequeño equipo estereo. Desde aquí, la música parece surgir tenuemente de las paredes. La tristeza de las letras y la oscuridad de la música le suenan extrañamente adecuadas a Voltaire. Son lo único que se siente capaz de escuchar en este momento.
Hace una semana no se habría pensado capaz de matar. Y ya lo ha hecho, aunque sea indirectamente, dos veces. No hay ningún hechizo al que culpar, ninguna seducción mágica en la que descargar sus responsabilidades. Ha matado, y no le gusta, pero no se siente mal por ello. Ha leído lo suficiente como para saber que pronto dejará de importarle, que la parte de su mente que se preocupa por la subsistencia del resto de su especie se irá marchitando lentamente con cada nuevo chorro de sangre que manche sus manos y sus labios, hasta terminar por apagarse. Y que nunca podrá recuperar esa parte de si misma después.
No le importa si a cambio consigue ser como ella.
-Ahora debo tener cuidado-dice Alex, pasando la botella a Voltaire-. Dos muertes en poco tiempo. Puedo llamar la atención. Porque cada vez quieres más, ¿sabes? Es como la maldita heroína, eso me han dicho. Quieres más y coges más, y al hacerlo lo único que consigues es querer más aún. Hasta que llegas a convertirte en una bestia, en algo que solo piensa, vive y siente para la sangre, para matar y beber, matar y beber. Y entonces es cuando te encuentran y te destrozan, y te dejan por muerta.
-¿Es eso lo que te pasó a ti?-pregunta Voltaire, antes de derramar el dorado líquido por su garganta.
-No seas tonta-dice Alex-. Si me hubiese ocurrido estarías muerta. El secreto es el mismo que el de los heroinómanos intelectuales de antaño, o el de los adictos al opio del diecinueve. Tomar solo lo justo, solo lo necesario para seguir subsistiendo, nada más, no dejar que esta maldita adicción, esta necesidad te domine, que no suplante tu mente y tu voluntad. Es difícil moverse en el filo entre el control y el vicio, pero puede conseguirse. Si lo haces, subsistes para siempre.
-¿Subsistes?-pregunta Voltaire, desconcertada por el uso de esa palabra.
-Soy una maldita enferma, pequeña-dice Alex-. Desengáñate, no soy una criatura de las tinieblas, solo una maldita enferma terminal cuya enfermedad le impide morir, y cuyos síntomas se alivian al beber sangre humana. No soy otra maldita cosa que eso, una criatura patética que siempre se arrastrará entre las sombras.
Hay tristeza en el rostro de Alex, sus bonitas y malignas facciones deformadas por un dolor que ha asomado repentinamente a sus ojos. Voltaire la contempla entristecida, sin saber que pensar.
-Hubo un tiempo en que yo era como tú-dice Alex, de repente-. Ingenua y malvada al mismo tiempo, deseosa de conocer los secretos de las tinieblas, de dominar el misterio que me permitiera ser siempre joven y poderosa. Lo busqué por años, y al final encontré esto, esta maldita maldición que arrastro.
-¿Hace mucho de eso?-pregunta Voltaire, deseosa de desvelar los misterios de su señora.
-No mucho, relativamente-dice Alex-. Pero supongo que tú no habías nacido entonces. Era otro mundo, más joven y menos cínico, en el que incluso el mal tenia un aura de inocencia que lo hacia muy distinto de todo hoy en día, en el que la oscuridad parece haberlo manchado todo con su toque degenerado. ¿Quieres dormir?
Voltaire niega con la cabeza. No podría aunque lo intentara. Además, teme lo que los sueños pueden traerle, los rostros de Dani y el vendedor de drogas suplicándoles una piedad que ella fue incapaz de darles.
-Tengo mucho que contarte, pequeña-dice Alex.
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© 2008, Juan Díaz Olmedo
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