A Voltaire le gusta actuar como una criatura de la noche.
Por eso las persianas de su habitación están completamente bajadas, sin dejar entrar apenas la luz del sol que comienza a surgir tras la silueta de los edificios de la gran ciudad, hasta que las farolas siguen la orden automática que las conmina a apagarse al unísono. Es entonces cuando suena su despertador, y a regañadientes sale del caótico mundo de los sueños donde muchos días le gustaría haber permanecido y detiene de un manotazo la chillona y penetrante alarma. Voltaire ha probado a usar despertadores de sonidos más agradables, incluso con melodías, pero no servían para nada. Sentía las melodías sonando dentro del mundo de sus sueños, las cambiaba y alteraba haciendo arreglos oníricos que las mejoraban de una forma distinta cada día, y hacían que su ensoñación fuese más placentera. Así que allí permanecía, hasta que la misma fatiga de soñar la despertaba para que su mente pudiese descansar. En el arte de soñar, Voltaire podría darle lecciones al mismísimo Morfeo.
Voltaire se incorpora y se despereza lentamente, en la suave penumbra de su habitación. Tan solo leves hilos de luz consiguen iluminar la pequeña y desordenada estancia, colándose entre los leves defectos de los bordes de las persianas. Las suaves sábanas de Voltaire son negras, lo que aumenta más aún la oscuridad. Siempre duerme desnuda, y cuando la sábana resbala sobre su pecho y deja su piel al descubierto, esta parece brillar con un tono lechoso a causa de su palidez.
La pequeña lámpara que enciende Voltaire hace brillar sus bonitos ojos azules. De un salto se incorpora y sale de su habitación, sin molestarse en cubrirse. Voltaire no vive sola, pero su compañera de piso, Anais, casi siempre está en algún otro lugar, con el grupo del que es vocalista. Además, ella también tiene las mismas costumbres nudistas de Voltaire, así que no le habría importado cruzarsela desnuda por los pasillos del oscuro apartamento.
El cuerpo de Voltaire es pequeño y delgado, como el de una hadita, como suele decir Anais. Como todas las mañanas, lo contempla un momento en el espejo del cuarto de baño antes de saltar al interior de la ducha y dejar que un chorro de agua helada recorra su piel y la despierte. Sus largos cabellos están recogidos en decenas de pequeñas trenzas, teñidas de rubio y con las puntas pintadas de morado. Voltaire cierra los ojos mientras el agua helada golpea su rostro, pega sus trenzas a su larga y tatuada espalda y la sensación de frío eriza los pezones de sus pequeños pechos. Abre los labios de una boca quizá demasiado grande para su rostro para beber un poco de agua helada, y luego baja la cabeza y comienza a cantar, apenas oyéndose a si misma, ensordecida por el agua que golpea su cabeza. Tras un momento cierra el grifo y sale de la ducha, secándose rápidamente con una vieja y deshilachada toalla antes de que el agua fría le haga tiritar.
Es difícil precisar la edad de Voltaire por su aspecto. Podría tener quince años, podría tener veinticinco. Es bonita, pero de una forma extraña, un rostro como de hada malvada que no todos encontrarían atractivo. Pero eso a ella poco le importa. Una serpiente azul, verde y roja recorre su espalda. A Voltaire le gusta decir que es una imagen de la Serpiente en el Jardín del Edén, antes de ofrecerle la manzana a Eva y darle a la humanidad el Satánico Don de la Inteligencia.
Sin preocuparse siquiera de ponerse unas zapatillas, Voltaire recorre un corto pasillo y llega hasta la cocina de su apartamento. Aquí las persianas están un poco abiertas, dejando entrar suficiente luz para iluminar la blanca y sucia estancia. De un armario desordenado saca una caja de cereales para niños, y de un frigorífico que parece salido de una película en blanco y negro saca una botella de leche ya abierta. Llena un tazón hasta el borde del contenido de la caja y después lo inunda del blanco líquido, contemplando ensimismada como los copos de cereal se hunden poco a poco, cambiando de textura en el proceso. Bebe un trago de leche directamente de la botella antes de coger una cuchara de un cajón y comenzar a comer lentamente los cereales.
Voltaire tiene una sensación extraña. Tal vez sea un residuo dejado en su mente por sus sueños, unos sueños que ha olvidado en el preciso momento de despertar pero que ahora se afana inútilmente en recordar. Sabe que ha soñado con algo importante, uno de esos sueños en los que todos sus sentidos están agitados, en que todo, cada sonido, cada imagen, cada sensación, parece golpearla más que alcanzarla. Voltaire no conoce a nadie que tenga esos sueños, al menos nadie que no haya abusado de ciertas drogas de las que dejan secuelas graves. A veces, como hoy, piensa que sus sueños pueden ser premoniciones, mensajes enviados por ella misma desde el futuro, empleando alguna extraña propiedad del espacio-tiempo relativista, esas cosas de las que le gusta discutir con Anais hasta que su compañera, más pragmática y menos dada al pensamiento abstracto, siente un dolor surgiendo en el centro mismo de su cabeza.
Voltaire tiene una idea que arquea sus finas cejas. Salta de la pequeña banqueta roja en al que ha estado sentada y vuelve corriendo a su habitación. Enciende de nuevo la lamparita y busca afanosamente en el primer cajón de la cómoda que le hace las veces de mesa de noche. Al fin encuentra la pequeña caja de madera decorada con bajorrelieves celtas esmaltados en azul. Con ella vuelve a la cocina. Se sienta de nuevo en la banqueta, pone su tazón a un lado y limpia con las manos la gastada superficie de madera. Después se limpia las manos en un trapo deshilachado. Voltaire se dispone a hacer una de las pocas cosas que considera realmente sagradas, un pequeño resto de religión en alguien que no cree en Dios, pero que de creer se alinearía sin pensárselo con Satán.
Abre la caja y saca la cuidada baraja de Tarot del interior. Es una baraja especial, ilustrada por un artista especialmente talentoso en reflejar la oscuridad y la sensualidad de los motivos. Voltaire se enamoró de ella nada más verla, y no le importó pagar un alto precio por ella. Separa los arcanos mayores de los menores, que nunca emplea, y los baraja lenta y cuidadosamente, para evitar que los bordes de las cartas se doblen. Voltaire mataría a quien rompiera estas cartas.
La forma de hacer lecturas de Tarot de Voltaire es sencilla e intuitiva. No le gustan elaborados y teatrales rituales, ni encender velas, ni mirar a espejos, ni pronunciar preguntas en voz alta. Sabe que el Tarot no le ofrecerá ninguna respuesta concreta, tan solo una guía, un indicio surgido de algún lugar del interior de su mente, donde habita una inteligencia adormecida que es capaz de leer en el presente atisbos de un futuro que ya se está comenzando a construir. Y el Tarot para Voltaire es poco más que una hermosa forma de hablar con ese otro yo sobrenatural que todos los seres humanos tienen, pero algunos de forma más desarrollada que otros.
Lentamente, sabiendo de una forma inconsciente la importancia de la revelación que va a recibir, Voltaire va girando una a una las cartas de la cima de la baraja y depositándolas ante ella.
La Emperatriz.
La Luna.
Los Enamorados.
El Loco.
La Rueda de la Fortuna.
Voltaire deja el resto de la baraja y contempla las cartas en silencio, esperando que sus símbolos y sus nombres inspiren su imaginación, creando un significado oculto allí donde no hay nada. Es una tirada ambigua. La Emperatriz representa una influencia, una figura femenina de poder. ¿Ella misma? No, no cree que sea ese el caso. Ella suele identificarse más con la Suma Sacerdotisa, la mujer que conoce secretos y que usa su poder con sutileza. Y la Emperatriz representa a otro tipo de mujer, una cuyo poder puede vislumbrarse en su mirada, en sus gestos, en su voz. Una mujer temible. Voltaire sonrió. Le gustaría conocer a una mujer así. La segunda carta es la favorita de Voltaire. La Luna. Representa la noche, y todas las emociones asociadas a ella. La poesía, la pasión, la melancolía. La Luna era la diosa de los antiguos, o al menos eso había leído Voltaire hacia ya mucho en un oscuro tratado de un extraño académico inglés. La tercera carta también le hizo sonreír. No tenia que representar forzosamente una relación sentimental, pero sí algún tipo de vínculo con alguna persona. Hace mucho que Voltaire no se encuentra en una situación parecida, y piensa que ya le va apeteciendo. Pero la siguiente carta le desconcierta. El Loco. Representa la entrada del caos y la demencia en su existencia, tal vez una amenaza externa, o quizá interna. ¿Significa que va a perder la razón? No, su intuición le dice que no es ese su significado. ¿Entonces? Quizá sea otra influencia externa, misteriosa e imprevisible, de la que debe cuidarse.
La última carta es sin embargo la que más preocupa a Voltaire. Debería representar la conclusión, el objetivo del drama que van a representar los personajes presentados en las otras cartas. Pero es la Rueda de la Fortuna. No hay nada decidido, el destino todavía no ha sido trazado. Cualquier cosa es posible. Es una situación inquietante, porque lo desconocido siempre causa miedo.
Finalmente Voltaire se encoge de hombros y recoge cuidadosamente sus cartas. Sea lo que sea lo que el destino tiene reservado para ella, al menos sabe que tiene la posibilidad de influir en ello, de evitar la desgracia y buscar el beneficio. Voltaire es joven, pero sabe bien que el beneficio propio es lo único que mueve a los seres humanos, y no se siente culpable por buscar el suyo propio, dentro de unas normas.
***
Poco después las calles comienzan a llenarse de gente, seres que a regañadientes comienzan sus jornadas, partiendo de sus hogares hacia lugares poco hospitalarios en los que ejecutarán tareas repetitivas para conseguir su sustento. Voltaire se siente ajena a todo eso, distinta al resto de los mortales que la rodean por atreverse a llevar otro tipo de existencia, esa que los mortales temerosos llaman bohemia y que ella gusta de llamar libre.
Las pesadas botas negras de Voltaire suenan de forma metálica al golpear los adoquines de la calle en cada paso. Todo en ella es negro y metal, salvo la nota de color en sus cabellos. Lleva sus trenzas recogidas en dos coletas con lazos negros, como casi siempre, y un sombrero de vaquero negro protege su rostro de la nefasta influencia bronceadora del sol. Sus ojos van ocultos tras unas gafas oscuras de cristales octagonales. Sus piernas están enfundadas en unos ajustados tejanos negros, y un top negro cubre su torso, con una leyenda escrita en caracteres góticos blancos.
"Do what thou wilt". Haz lo que quieras. La única norma que Voltaire sigue y respeta, formulada hace más de un siglo por un loco ocultista inglés.
Una tendera barre la acera frente a su tienda y levanta por un momento la vista, intrigada por el golpeteo metálico de las botas de Voltaire sobre los adoquines. Cuando ve la siniestra aparición, su rostro arrugado se deforma expresando su censura, condenando sin conocer algo que se sale de su concepción del mundo. Voltaire está acostumbrada a esas miradas. La saluda con una mano enfundada en un guante negro sin dedos y sigue su camino. A Voltaire le encanta ser educada y tener modales refinados, principalmente porque hace las cosas más sencillas, pero sobre todo porque a muchos les desconcierta que una chica tatuada y con aspecto de cantante de rock tenga mejores modales que ellos. Y Voltaire sabe desde hace mucho que hay un gran poder en la capacidad de provocar el desconcierto. Por ese mismo motivo se tatuó el esqueleto de un dragón chino en el índice de la mano derecha.
Tres sonajeros anuncian la entrada de Voltaire en la Mazmorra, la tienda en la que trabaja como dependienta.
-Vaya, pero si es la pequeña Voltaire, que al fin asoma la cabeza-dice Anton, el propietario de la tienda.
Anton es un viejo rockero que hace mucho dejó la música para montar el pequeño negocio de una tienda para rockeros, góticos y siniestros. Su larga y descuidada melena negra está salpicada de gris, y hay profundas arrugas alrededor de sus ojos. Para Voltaire, y para todos los clientes, él es alguien extraño, una persona de más de cuarenta años que habla su mismo lenguaje, que comprende sus problemas y sus aspiraciones. Por eso muchos acuden a su tienda, para charlar un momento con alguien sabio pero que no les culpa por ser jóvenes. Alguien que les admira precisamente por eso.
En ese momento Anton estaba hablando con un chico de larga y espesa melena, vestido con una vieja camiseta de un grupo heavy y unos pantalones tejanos raidos. Parece que el chico ha elegido comprar una gargantilla de cuero negro y tachuelas. Se la pone y Anton hace un gesto de aprobación.
-Te queda de maravilla-le dice, guiñándole un ojo-Ya sabes, tiene garantía. Si no ligas con eso, puedes venir y te devuelvo el dinero.
El chico no sabe si sonreír o dar las gracias, como si le costara identificar lo que Anton ha dicho como una broma. Siempre hay alguien sorprendentemente lento entre estos chicos. Voltaire sospecha que se debe a las drogas que algunos fuman. El chico descubre a Voltaire a su lado, sus nerviosos ojos marrones se cruzan con la mirada de hielo de la joven.
-. ¿Te lo llevas?-le pregunta Voltaire con una sonrisa y su suave y susurrante voz de soprano de Doom Metal.
El chico sonríe a su vez, nervioso e intimidado por la belleza de Voltaire. Asiente lentamente y saca una gastada cartera con una calavera bordada del bolsillo trasero de sus tejanos. Tras pagar abandona la angosta tienda, sin dejar de mirar hacia atrás.
-Por eso te tengo aquí, pequeña-le dice Anton, revolviendo cariñosamente las coletas de Voltaire cuando esta se quita su sombrero y lo deja en el perchero-Todos los chicos acaban enamorados de ti y vuelven una y otra vez. Y claro está siempre compran algo para quedar bien.
-¿Y que hay de las chicas?-dice Voltaire cuando termina de reír.
-A la mitad de esas también les rompes el corazón-replica Anton-. ¿O crees que no me doy cuenta? El resto vienen por mis seductores labios.
Anton adopta por un momento su mejor pose de rockero de los años setenta, marcando lo más posible los labios como si fuese un imitador de Jagger y tratando de contener a duras penas una sonrisa. Voltaire sabe que Anton debía tener a las chicas enamoradas hacia tiempo, cuando era joven. Ha visto fotos de aquellos tiempos, ha visto a Anton empapado en sudor, arrancando sonidos de su guitarra, con su rostro medio cubierto por sus revueltos cabellos y amuletos esotéricos colgando de su cuello. Todo un Dios del Rock. Pero aquellos tiempos se fueron hacia mucho, y ahora Antón es un hombre casado, y con un hijo que no le comprende. Pero, pese a las canas, las arrugas y a la barriga cervecera que apenas consigue disimular su camisa negra, conserva algo de su atractivo. Voltaire le sonríe y le guiña un ojo. Entonces el tintinear de los cascabeles de la puerta les avisa de la llegada de nuevos clientes.
La Mazmorra es un lugar extraño y ecléctico, el típico en el que muchos sueñan con quedarse encerrados. En la pequeña tienda se vende música, ropa, bisutería, libros de poesía, estatuillas de dioses orientales... Más de una vez Voltaire se ha visto en la desagradable obligación de vender algo que no sabia que era. Todo el lugar está lleno de espejos, para dar la sensación de que es más grande, y decorado con carteles de grupos de rock y de conciertos históricos. Voltaire sabe que algunos de aquellos carteles podrían valer una fortuna, y también sabe que Anton moriría antes de deshacerse de ellos.
Entre cliente y cliente, Voltaire abre una pequeña libreta sobre el mostrador de cristal y dibuja con una pluma negra. Dibuja lo primero que se le pasa por la cabeza, desde extrañas criaturas a motivos geométricos. Lo hace siempre de un solo trazo, con un estilo inquietante parecido a los dibujos de un niño irreversiblemente traumatizado. Muchos de aquellos motivos acaban en el expositor de una tienda de tatuajes cercana. Ese es el segundo empleo de Voltaire. Fue Anton quien se lo consiguió, cuando le llevó, sin ella saberlo, algunos de sus dibujos al dueño de la tienda de tatuajes.
Anton la deja a media mañana, y en ese momento ella aprovecha para cambiar los CDs del equipo de música. Quita todo el rock de los 70 que tanto ama Anton y pone música gótica y siniestra. Sabe que hay clientes que vienen precisamente en ese momento, cuando ella se queda sola y cambia como puede el ambiente del local. No le gusta ser una simple dependiente. Sabe que eso le sería algo insufrible. Le gusta ser una especie de anfitriona. Por eso la música, y por eso las varillas de incienso que quema sobre el mostrador.
Poco a poco van entrando chicos silenciosos, vestidos siempre de negro, algunos con los ojos pintados, labios rojos, negros o morados. Chicas con bisutería plateada y sombreros de hace cien años, que se mueven como malvadas de opereta y transforman sus rostros en hermosas mascaras de porcelana. Le hacen preguntas a veces directas, a veces vagas. Hay quien pide directamente el ultimo disco del grupo de moda de Death Metal, pero también hay quien le pide consejo, quien le cuenta como se siente y necesita saber que música escuchar, que ropa llevar, que joyas lucir. Y a Voltaire le encanta atenderles. Este es su mundo, estos son sus habitantes. El resto de la existencia solo es una distracción para lo que realmente importa, para sentir y para soñar, para el dolor, la muerte y el amor. Una sabiduría sencilla pero demasiado oscura como para que todos la acepten de buen grado, incluso en los demás.
***
El Señor Lars siempre deja que su despertador suene tres veces antes de apagarlo. Esos tres fuertes y penetrantes pitidos electrónicos lo arrancan a golpes de la nada en la que se encuentra sumido mientras duerme. Hace mucho tiempo que el Señor Lars no sueña, o al menos no recuerda lo que ha soñado. Teniendo en cuenta el tipo de sueños que la mente del Señor Lars podría producir, está bastante agradecido a este hecho.
El dormitorio del Señor Lars es espartano hasta el extremo de resultar monástico. Solo una pequeña mesa de noche con el viejo despertador gris, un catre que hace las veces de cama, un armario angosto donde guarda sus pocas ropas. El Señor Lars no quiere recordar cuando su dormitorio era muy distinto, en otro edificio, en otra ciudad, casi en otra vida. Los recuerdos de aquella época le duelen más que reconfortarle. Le distraen de su misión, de su cruzada, de su motivo para vivir. Del único que le queda, el único en el que puede pensar.
El Señor Lars dejó atrás hace mucho sus cuarenta años, y hay quien diría que también los cincuenta. Su cabello es gris oscuro, como su barba descuidadamente recortada, como el abundante pelo de su pecho, como los fríos ojos. Tan solo lleva unos pantalones cortos para dormir. Nada más levantarse, se inclina junto a la cama y comienza a hacer flexiones, sin apresurarse pero a buen ritmo. No es musculatura lo que busca el Señor Lars en sus ejercicios matinales, aunque está bastante en forma para un hombre de su edad. Es la seguridad de que su cuerpo no fallará cuando lo necesite. Cuando tenga que cumplir su misión en esta vida.
Por un largo rato tan solo la modulada aunque exhausta respiración del Señor Lars se escucha en la habitación, mientras ejecuta una especialmente severa tabla de gimnasia sueca, una que ha copiado de un viejo manual del ejército. El Señor Lars nunca ha sido militar, ni tenia especiales simpatías por el mundo castrense hasta que las circunstancias le obligaron a convertirse en un guerrero. Su filosofía es que, puestos a aprender, es siempre mejor aprender de profesionales que de teóricos. Prefiere seguir el consejo de personas devotas al antiguo y refinado arte de matar que leer cientos de tratados sobre métodos de combate y asesinato. No en vano, el Señor Lars estudió ingeniería, y al comenzar su vida profesional descubrió que apenas le servia aquello aprendido en los libros y las clases de la facultad.
Tras el ejercicio, una ducha en un cuarto de baño igualmente espartano, tan solo un lavabo, un retrete y una placa en el suelo para recoger el agua de la ducha. El Señor Lars no se molesta en calentar el agua. Prefiere que esté fría, lo más fría posible, para curtir su piel y hacerla más resistente. Es tan solo una pequeña protección, pero el más mínimo factor puede salvar su vida cuando le sea necesario. Después, en una amplia y casi vacía cocina, el Señor Lars pone dos huevos y dos salchichas en una sartén sobre el fogón encendido, y abre un momento la puerta de su apartamento para recoger el periódico que hace horas dejó el repartidor. El Señor Lars nunca se levanta temprano. Es, por obligación, un noctámbulo. Vuelve a la cocina con el arrugado periódico y pone los huevos y las salchichas en un plato de cristal. Pone algo de leche en un vaso y armado con un tenedor se dispone a tomar el desayuno sobre una mesa gris, mientras hojea el periódico, buscando directamente la sección de sucesos, pasando desdeñosamente el resto de las páginas, preguntándose si el resto de los semejantes seguirían preocupándose de esas estupideces si supieran la mitad de las cosas que ocurren a su alrededor, frente a sus propias narices, sin que se den cuenta. El Señor Lars conoce esa verdad, pero ha pagado un precio demasiado alto por conocerla.
Cuando llega a la sección de sucesos, el Señor Lars deja por un momento su desayuno y comienza a leer con detenimiento. Con un rotulador rojo, marca determinados titulares, determinadas líneas en los artículos. Sabe bien que esa es información sesgada, pero también sabe que está solo en su lucha, y que toda la información de la que pueda disponer, aunque sea parcial, es vital. Se toma una pequeña pausa para terminar las salchichas y después continua examinando detenidamente la inquietantemente larga sección del periódico. Lo único que se escucha en su cocina, durante un largo tiempo, es el roce del rotulador sobre el rugoso papel impreso.
Finalmente, el Señor Lars se pone en pié y vuelve a su dormitorio. Allí busca en el único cajón de su mesa de noche un arrugado y viejo mapa de la ciudad. Con él vuelve a la cocina. Al desplegarlo sobre la mesa el Señor Lars vuelve a ver todas las marcas rojas, todas las anotaciones que ha ido haciendo en el mapa desde que llegó a esta maldita ciudad. Cruces en lugares específicos de la ciudad, junto con anotaciones en una caligrafía pequeña y apretada que tan solo el Señor Lars puede descifrar, y con esfuerzo. Cada vez son más, cada semana crecen los indicios de que es aquí donde se encuentra su objetivo. Vuelve a repasar la sección de sucesos del periódico y comienza a hacer nuevas marcas en el ya abarrotado mapa. Una cruz roja, y junto a ella escribe: "Desaparición, mujer de 19". Otra cruz roja: "Asesinato, hombre de 47, sin robo". Todos crímenes absurdos, sin explicación. Desaparecidos por los que nadie pide rescate, agresiones motivadas solo por el puro deseo de la violencia, asesinatos sin motivo ni provocación. Cada día son más. El Señor Lars recuerda un tiempo en el que aquellos sucesos eran raros y casi nunca ocurrían. Pero cada día ocurren con más frecuencia. El mundo se vuelve poco a poco más violento, menos seguro. Y el Señor Lars sabe porqué, sabe que es por esas malditas bestias, son ellas las que están detrás de todo. Puede ver su patrón de comportamiento, ha aprendido a reconocerlo durante todo el tiempo que lleva siguiéndolos. Quizá alguno de esos crímenes se deba a motivos más humanos, pero el Señor Lars sabe que ellos están detrás de la mayoría. Y acabará con todos los que pueda, aunque busca solo a uno.
Una vez terminadas las anotaciones, el Señor Lars dobla de nuevo el mapa con cuidado, con los movimientos precisos y ensayados con los que un soldado doblaría un paracaídas. Después vuelve a llevárselo al dormitorio, y abre su armario. Saca unos pantalones y una camisa sacada de un saldo de suministros militares, al igual que las recias botas que se pone al terminar de vestirse. Una larga gabardina negra cubre el verde del resto de su indumentaria. Después saca una maleta de aluminio de debajo del catre y se arrodilla junto a ella. El contenido de la maleta también procede del ejército, pero por cauces mucho menos legales. Abre la maleta y saca del acolchado interior un revolver de aspecto amenazador y una caja de municiones, un largo cuchillo de caza en una funda de cuero y un cinturón especial con una pistolera. Lentamente, se pone el cinturón, comprueba que el revolver esté cargado antes de meterlo en la pistolera y después ajusta la funda del puñal al lado opuesto. Cierra la gabardina y se mira por un momento en el espejo de la cara interna de la puerta del armario para comprobar que nada de su arsenal pueda adivinarse bajo la gabardina. No quiere ser detenido por la policía, que obstaculicen su búsqueda. Aunque posiblemente podría alegar eximientes psicológicos por su triste historia, sabe que seria un considerable retraso, que su presa podría escabullírse de nuevo.
Lo último que hace el Señor Lars para completar sus rituales diarios es guardar el mapa en uno de los profundos bolsillos de la gabardina. Aquel mapa es su guía, el rastro de su presa en la traicionera selva que es esta maldita ciudad. Armado con acero, saber y determinación, el Señor Lars abandona su apartamento, como cada atardecer.
***
El atardecer sorprende a Voltaire en el cementerio, sentada sobre una de las tumbas y leyendo un pequeño libro de poesía romántica encuadernado en cuero. A su alrededor, el viento agita las doradas hojas de los árboles, y gime suavemente al pasar por entre las ramas. Este evocador ambiente es para Voltaire lo más parecido a un paraíso. A su alrededor, decenas de tumbas forman filas silenciosas, todas de distintas formas y tamaños, decoradas por las caricias del tiempo que han suavizado sus contornos y sus ángulos y por el verde profundo del musgo que avanza lentamente sobre su fría piedra, cada una el resto que ha dejado una vida acabada hace ya tiempo. Voltaire conoce este lugar tan bien como la casa en la que nació. Es su refugio favorito, un frondoso jardín en medio de la ciudad, casi siempre solitario, salvo por algún ocasional paseante con el que Voltaire no tiene inconveniente en compartirlo. Cada día dedica su atención a una tumba distinta, y en su imaginación ha dado rostro y voz a cada uno de sus habitantes, ha imaginado sus vidas a partir de lo que las inscripciones y las decoraciones de cada tumba le sugieren. Hace ya mucho que no entierran a nadie aquí. Para la mayoría de los mortales este lugar no es más que una especie de monumento. Voltaire ha leído artículos en la prensa en los que se sugería que no merece la pena conservarlo. Con gusto habría matado a quien formuló aquella idea. Aquel era su lugar, y el lugar de muchos siniestros. Más de una noche había acabado en aquel lugar con un pequeño grupo de amigos, bebiendo cerveza mejicana y crema irlandesa y tratando de invocar a los difuntos con sus limitados e ingenuos conocimientos de magia negra y la valentía que da el alcohol.
Pronto el cielo se oscurecerá demasiado y Voltaire no podrá seguir leyendo las malignas disquisiciones de Baudelaire. Ha leído la biografía de aquel poeta maldito y sabe que no había sido una persona muy admirable, pero su arte, las escasas poesías que ha dejado, tienen la capacidad de conmoverla.
-Salve a ti Satán, Señor de la Humanidad-susurra Voltaire leyendo las palabras del poeta antes de cerrar de golpe el pequeño volumen.
Antes de volver a ponerse el sombrero, se inclina sobre la tumba en la que está sentada y deposita un lento y cálido beso sobre la fría piedra. Es la tumba de Henrich, una de sus favoritas. Vivió hace mucho, más de cien años, y por muy poco tiempo, menos de veintidós. Voltaire lo imagina como un joven bohemio, un poeta maldito arrancado de este mundo por el azote de la tuberculosis, esa enfermedad de románticos que había privado al mundo de tantas almas hermosas. O quizá fuese en el acto de morir jóvenes en donde radicara esa belleza.
Voltaire camina lentamente por el cementerio antes de marcharse, despidiéndose en silencio del lugar. Pronto volverá Anais a la ciudad, quizá puedan venir juntas un día. Anais siempre fanfarronea con traer un tablero de ouija a medianoche y usarlo para invocar a los muertos. Voltaire sabe que ese supuesto juego sobrenatural no es más que un fraude, que es la imaginación de los que lo juegan la que crea todo lo que sienten, pero piensa que puede ser una experiencia interesante, divertida. Y quien sabe, tal vez espeluznante.
Las botas de Voltaire se detienen de golpe sobre el suelo de gravilla blanca. Su mirada azul ha descubierto algo extraño, algo que nunca ha estado allí. Extrañada, se acerca lentamente a uno de los viejísimos panteones que forman un círculo en el centro mismo del cementerio. Es una pequeña edificación de estilo neoclásico, rematada por una gran cruz y con una pesada puerta de metal tomada por el óxido. Una puerta que siempre ha estado cerrada, pero que hoy está entreabierta. Y hay algo allí, algo justo tras el umbral, apenas iluminado por la débil luz del atardecer.
No seria la primera vez que alguien entra en el cementerio para hacer pintadas, para destrozar tumbas o profanar los panteones. Por suerte para ellos nunca se han cruzado con Voltaire ni ninguno de sus amigos, que no tendrían problemas en quitarles las ganas de destrozar cementerios para siempre. Pero esto parece algo distinto. Una sensación que no puede comprender eriza los pelos de la nuca de Voltaire cuando descubre que es eso que asoma levemente a través del umbral del panteón: Los delicados y mortalmente pálidos dedos de una mano.
¿Un cadáver? Imposible, los que hay tienen más de cien años, no son más que polvo y acaso algunos huesos. Aunque quizá sea un cadáver más reciente, uno que no ha sido enterrado aquí.
Ahora Voltaire está frente al panteón, puede adivinar el resto del cuerpo que yace patéticamente tras la puerta entreabierta. Ha pasado antes por aquí, y no ha visto que el panteón estuviese abierto. Lentamente se acerca, agachándose al llegar junto al umbral, sintiendo que sus botas hacen demasiado ruido sobre la gravilla.
Es una mujer, vestida de negro, pelo corto, con el color del ala del cuervo, al igual que sus ropas manchadas de polvo gris. Sus ojos color ámbar están abiertos, pero no brillan, como si repeliesen la poca luz que les llega. Ojos sin vida que provocan un escalofrío a Voltaire.
Voltaire cae de rodillas frente al panteón. No se ha dado cuenta de que sus rodillas estaban flaqueando. Pese a su literaria necrofilia, nunca ha visto la muerte tan de cerca. Y hay algo en todo esto que Voltaire no comprende, una sensación que le grita al oído que huya, que se aleje de ese extraño y hermoso cadáver.
Un espasmo mueve la mano del cadáver. Voltaire pierde el aliento mientras siente como si se le parase el corazón dentro del pecho.
No está muerta. No está muerta.
Voltaire agarra la mano de la misteriosa aparecida y no se sorprende al sentirla fría como la piedra de la tumba que acaba de besar. Pero hay un corazón allí, bombeando la sangre por esos dedos, aunque se diría que con más fuerza de lo que seria normal. La cabeza de la aparecida se mueve, y Voltaire diría que esos extraños ojos la están mirando. Las pupilas ambarinas se agitan como si estuviesen estudiándola.
De repente los dedos de la aparecida se cierran sobre su mano con fuerza, con demasiada fuerza. Voltaire intenta librarse de la presa, pero es incapaz. La aparecida está tirando de ella, está acercando sus labios a la muñeca de Voltaire, separándolos para mostrar unos blancos y amenazadores dientes. El miedo da alas a una idea absurda dentro de la cabeza de Voltaire. Se revuelve frenéticamente y golpea a la aparecida con una de sus botas, enviándola de vuelta al interior del panteón. Intenta ponerse de pié, pero sus manos no le obedecen, y cae de nuevo sobre la gravilla. Al segundo intento puede incorporarse y correr lejos de aquel lugar, de aquella criatura que nunca pensó que pudiese existir.
No se detiene hasta que no está fuera del círculo de panteones. Se gira para mirar de nuevo a la puerta entreabierta del panteón. Ya no puede ver a la criatura. No le ha seguido. Quizá sea porque teme a la luz del sol. En ese caso no tiene mucho tiempo para salir del cementerio, para alejarse de allí. Por primera vez, Voltaire siente miedo dentro de su amado cementerio, y huye de allí.
Por eso las persianas de su habitación están completamente bajadas, sin dejar entrar apenas la luz del sol que comienza a surgir tras la silueta de los edificios de la gran ciudad, hasta que las farolas siguen la orden automática que las conmina a apagarse al unísono. Es entonces cuando suena su despertador, y a regañadientes sale del caótico mundo de los sueños donde muchos días le gustaría haber permanecido y detiene de un manotazo la chillona y penetrante alarma. Voltaire ha probado a usar despertadores de sonidos más agradables, incluso con melodías, pero no servían para nada. Sentía las melodías sonando dentro del mundo de sus sueños, las cambiaba y alteraba haciendo arreglos oníricos que las mejoraban de una forma distinta cada día, y hacían que su ensoñación fuese más placentera. Así que allí permanecía, hasta que la misma fatiga de soñar la despertaba para que su mente pudiese descansar. En el arte de soñar, Voltaire podría darle lecciones al mismísimo Morfeo.
Voltaire se incorpora y se despereza lentamente, en la suave penumbra de su habitación. Tan solo leves hilos de luz consiguen iluminar la pequeña y desordenada estancia, colándose entre los leves defectos de los bordes de las persianas. Las suaves sábanas de Voltaire son negras, lo que aumenta más aún la oscuridad. Siempre duerme desnuda, y cuando la sábana resbala sobre su pecho y deja su piel al descubierto, esta parece brillar con un tono lechoso a causa de su palidez.
La pequeña lámpara que enciende Voltaire hace brillar sus bonitos ojos azules. De un salto se incorpora y sale de su habitación, sin molestarse en cubrirse. Voltaire no vive sola, pero su compañera de piso, Anais, casi siempre está en algún otro lugar, con el grupo del que es vocalista. Además, ella también tiene las mismas costumbres nudistas de Voltaire, así que no le habría importado cruzarsela desnuda por los pasillos del oscuro apartamento.
El cuerpo de Voltaire es pequeño y delgado, como el de una hadita, como suele decir Anais. Como todas las mañanas, lo contempla un momento en el espejo del cuarto de baño antes de saltar al interior de la ducha y dejar que un chorro de agua helada recorra su piel y la despierte. Sus largos cabellos están recogidos en decenas de pequeñas trenzas, teñidas de rubio y con las puntas pintadas de morado. Voltaire cierra los ojos mientras el agua helada golpea su rostro, pega sus trenzas a su larga y tatuada espalda y la sensación de frío eriza los pezones de sus pequeños pechos. Abre los labios de una boca quizá demasiado grande para su rostro para beber un poco de agua helada, y luego baja la cabeza y comienza a cantar, apenas oyéndose a si misma, ensordecida por el agua que golpea su cabeza. Tras un momento cierra el grifo y sale de la ducha, secándose rápidamente con una vieja y deshilachada toalla antes de que el agua fría le haga tiritar.
Es difícil precisar la edad de Voltaire por su aspecto. Podría tener quince años, podría tener veinticinco. Es bonita, pero de una forma extraña, un rostro como de hada malvada que no todos encontrarían atractivo. Pero eso a ella poco le importa. Una serpiente azul, verde y roja recorre su espalda. A Voltaire le gusta decir que es una imagen de la Serpiente en el Jardín del Edén, antes de ofrecerle la manzana a Eva y darle a la humanidad el Satánico Don de la Inteligencia.
Sin preocuparse siquiera de ponerse unas zapatillas, Voltaire recorre un corto pasillo y llega hasta la cocina de su apartamento. Aquí las persianas están un poco abiertas, dejando entrar suficiente luz para iluminar la blanca y sucia estancia. De un armario desordenado saca una caja de cereales para niños, y de un frigorífico que parece salido de una película en blanco y negro saca una botella de leche ya abierta. Llena un tazón hasta el borde del contenido de la caja y después lo inunda del blanco líquido, contemplando ensimismada como los copos de cereal se hunden poco a poco, cambiando de textura en el proceso. Bebe un trago de leche directamente de la botella antes de coger una cuchara de un cajón y comenzar a comer lentamente los cereales.
Voltaire tiene una sensación extraña. Tal vez sea un residuo dejado en su mente por sus sueños, unos sueños que ha olvidado en el preciso momento de despertar pero que ahora se afana inútilmente en recordar. Sabe que ha soñado con algo importante, uno de esos sueños en los que todos sus sentidos están agitados, en que todo, cada sonido, cada imagen, cada sensación, parece golpearla más que alcanzarla. Voltaire no conoce a nadie que tenga esos sueños, al menos nadie que no haya abusado de ciertas drogas de las que dejan secuelas graves. A veces, como hoy, piensa que sus sueños pueden ser premoniciones, mensajes enviados por ella misma desde el futuro, empleando alguna extraña propiedad del espacio-tiempo relativista, esas cosas de las que le gusta discutir con Anais hasta que su compañera, más pragmática y menos dada al pensamiento abstracto, siente un dolor surgiendo en el centro mismo de su cabeza.
Voltaire tiene una idea que arquea sus finas cejas. Salta de la pequeña banqueta roja en al que ha estado sentada y vuelve corriendo a su habitación. Enciende de nuevo la lamparita y busca afanosamente en el primer cajón de la cómoda que le hace las veces de mesa de noche. Al fin encuentra la pequeña caja de madera decorada con bajorrelieves celtas esmaltados en azul. Con ella vuelve a la cocina. Se sienta de nuevo en la banqueta, pone su tazón a un lado y limpia con las manos la gastada superficie de madera. Después se limpia las manos en un trapo deshilachado. Voltaire se dispone a hacer una de las pocas cosas que considera realmente sagradas, un pequeño resto de religión en alguien que no cree en Dios, pero que de creer se alinearía sin pensárselo con Satán.
Abre la caja y saca la cuidada baraja de Tarot del interior. Es una baraja especial, ilustrada por un artista especialmente talentoso en reflejar la oscuridad y la sensualidad de los motivos. Voltaire se enamoró de ella nada más verla, y no le importó pagar un alto precio por ella. Separa los arcanos mayores de los menores, que nunca emplea, y los baraja lenta y cuidadosamente, para evitar que los bordes de las cartas se doblen. Voltaire mataría a quien rompiera estas cartas.
La forma de hacer lecturas de Tarot de Voltaire es sencilla e intuitiva. No le gustan elaborados y teatrales rituales, ni encender velas, ni mirar a espejos, ni pronunciar preguntas en voz alta. Sabe que el Tarot no le ofrecerá ninguna respuesta concreta, tan solo una guía, un indicio surgido de algún lugar del interior de su mente, donde habita una inteligencia adormecida que es capaz de leer en el presente atisbos de un futuro que ya se está comenzando a construir. Y el Tarot para Voltaire es poco más que una hermosa forma de hablar con ese otro yo sobrenatural que todos los seres humanos tienen, pero algunos de forma más desarrollada que otros.
Lentamente, sabiendo de una forma inconsciente la importancia de la revelación que va a recibir, Voltaire va girando una a una las cartas de la cima de la baraja y depositándolas ante ella.
La Emperatriz.
La Luna.
Los Enamorados.
El Loco.
La Rueda de la Fortuna.
Voltaire deja el resto de la baraja y contempla las cartas en silencio, esperando que sus símbolos y sus nombres inspiren su imaginación, creando un significado oculto allí donde no hay nada. Es una tirada ambigua. La Emperatriz representa una influencia, una figura femenina de poder. ¿Ella misma? No, no cree que sea ese el caso. Ella suele identificarse más con la Suma Sacerdotisa, la mujer que conoce secretos y que usa su poder con sutileza. Y la Emperatriz representa a otro tipo de mujer, una cuyo poder puede vislumbrarse en su mirada, en sus gestos, en su voz. Una mujer temible. Voltaire sonrió. Le gustaría conocer a una mujer así. La segunda carta es la favorita de Voltaire. La Luna. Representa la noche, y todas las emociones asociadas a ella. La poesía, la pasión, la melancolía. La Luna era la diosa de los antiguos, o al menos eso había leído Voltaire hacia ya mucho en un oscuro tratado de un extraño académico inglés. La tercera carta también le hizo sonreír. No tenia que representar forzosamente una relación sentimental, pero sí algún tipo de vínculo con alguna persona. Hace mucho que Voltaire no se encuentra en una situación parecida, y piensa que ya le va apeteciendo. Pero la siguiente carta le desconcierta. El Loco. Representa la entrada del caos y la demencia en su existencia, tal vez una amenaza externa, o quizá interna. ¿Significa que va a perder la razón? No, su intuición le dice que no es ese su significado. ¿Entonces? Quizá sea otra influencia externa, misteriosa e imprevisible, de la que debe cuidarse.
La última carta es sin embargo la que más preocupa a Voltaire. Debería representar la conclusión, el objetivo del drama que van a representar los personajes presentados en las otras cartas. Pero es la Rueda de la Fortuna. No hay nada decidido, el destino todavía no ha sido trazado. Cualquier cosa es posible. Es una situación inquietante, porque lo desconocido siempre causa miedo.
Finalmente Voltaire se encoge de hombros y recoge cuidadosamente sus cartas. Sea lo que sea lo que el destino tiene reservado para ella, al menos sabe que tiene la posibilidad de influir en ello, de evitar la desgracia y buscar el beneficio. Voltaire es joven, pero sabe bien que el beneficio propio es lo único que mueve a los seres humanos, y no se siente culpable por buscar el suyo propio, dentro de unas normas.
***
Poco después las calles comienzan a llenarse de gente, seres que a regañadientes comienzan sus jornadas, partiendo de sus hogares hacia lugares poco hospitalarios en los que ejecutarán tareas repetitivas para conseguir su sustento. Voltaire se siente ajena a todo eso, distinta al resto de los mortales que la rodean por atreverse a llevar otro tipo de existencia, esa que los mortales temerosos llaman bohemia y que ella gusta de llamar libre.
Las pesadas botas negras de Voltaire suenan de forma metálica al golpear los adoquines de la calle en cada paso. Todo en ella es negro y metal, salvo la nota de color en sus cabellos. Lleva sus trenzas recogidas en dos coletas con lazos negros, como casi siempre, y un sombrero de vaquero negro protege su rostro de la nefasta influencia bronceadora del sol. Sus ojos van ocultos tras unas gafas oscuras de cristales octagonales. Sus piernas están enfundadas en unos ajustados tejanos negros, y un top negro cubre su torso, con una leyenda escrita en caracteres góticos blancos.
"Do what thou wilt". Haz lo que quieras. La única norma que Voltaire sigue y respeta, formulada hace más de un siglo por un loco ocultista inglés.
Una tendera barre la acera frente a su tienda y levanta por un momento la vista, intrigada por el golpeteo metálico de las botas de Voltaire sobre los adoquines. Cuando ve la siniestra aparición, su rostro arrugado se deforma expresando su censura, condenando sin conocer algo que se sale de su concepción del mundo. Voltaire está acostumbrada a esas miradas. La saluda con una mano enfundada en un guante negro sin dedos y sigue su camino. A Voltaire le encanta ser educada y tener modales refinados, principalmente porque hace las cosas más sencillas, pero sobre todo porque a muchos les desconcierta que una chica tatuada y con aspecto de cantante de rock tenga mejores modales que ellos. Y Voltaire sabe desde hace mucho que hay un gran poder en la capacidad de provocar el desconcierto. Por ese mismo motivo se tatuó el esqueleto de un dragón chino en el índice de la mano derecha.
Tres sonajeros anuncian la entrada de Voltaire en la Mazmorra, la tienda en la que trabaja como dependienta.
-Vaya, pero si es la pequeña Voltaire, que al fin asoma la cabeza-dice Anton, el propietario de la tienda.
Anton es un viejo rockero que hace mucho dejó la música para montar el pequeño negocio de una tienda para rockeros, góticos y siniestros. Su larga y descuidada melena negra está salpicada de gris, y hay profundas arrugas alrededor de sus ojos. Para Voltaire, y para todos los clientes, él es alguien extraño, una persona de más de cuarenta años que habla su mismo lenguaje, que comprende sus problemas y sus aspiraciones. Por eso muchos acuden a su tienda, para charlar un momento con alguien sabio pero que no les culpa por ser jóvenes. Alguien que les admira precisamente por eso.
En ese momento Anton estaba hablando con un chico de larga y espesa melena, vestido con una vieja camiseta de un grupo heavy y unos pantalones tejanos raidos. Parece que el chico ha elegido comprar una gargantilla de cuero negro y tachuelas. Se la pone y Anton hace un gesto de aprobación.
-Te queda de maravilla-le dice, guiñándole un ojo-Ya sabes, tiene garantía. Si no ligas con eso, puedes venir y te devuelvo el dinero.
El chico no sabe si sonreír o dar las gracias, como si le costara identificar lo que Anton ha dicho como una broma. Siempre hay alguien sorprendentemente lento entre estos chicos. Voltaire sospecha que se debe a las drogas que algunos fuman. El chico descubre a Voltaire a su lado, sus nerviosos ojos marrones se cruzan con la mirada de hielo de la joven.
-. ¿Te lo llevas?-le pregunta Voltaire con una sonrisa y su suave y susurrante voz de soprano de Doom Metal.
El chico sonríe a su vez, nervioso e intimidado por la belleza de Voltaire. Asiente lentamente y saca una gastada cartera con una calavera bordada del bolsillo trasero de sus tejanos. Tras pagar abandona la angosta tienda, sin dejar de mirar hacia atrás.
-Por eso te tengo aquí, pequeña-le dice Anton, revolviendo cariñosamente las coletas de Voltaire cuando esta se quita su sombrero y lo deja en el perchero-Todos los chicos acaban enamorados de ti y vuelven una y otra vez. Y claro está siempre compran algo para quedar bien.
-¿Y que hay de las chicas?-dice Voltaire cuando termina de reír.
-A la mitad de esas también les rompes el corazón-replica Anton-. ¿O crees que no me doy cuenta? El resto vienen por mis seductores labios.
Anton adopta por un momento su mejor pose de rockero de los años setenta, marcando lo más posible los labios como si fuese un imitador de Jagger y tratando de contener a duras penas una sonrisa. Voltaire sabe que Anton debía tener a las chicas enamoradas hacia tiempo, cuando era joven. Ha visto fotos de aquellos tiempos, ha visto a Anton empapado en sudor, arrancando sonidos de su guitarra, con su rostro medio cubierto por sus revueltos cabellos y amuletos esotéricos colgando de su cuello. Todo un Dios del Rock. Pero aquellos tiempos se fueron hacia mucho, y ahora Antón es un hombre casado, y con un hijo que no le comprende. Pero, pese a las canas, las arrugas y a la barriga cervecera que apenas consigue disimular su camisa negra, conserva algo de su atractivo. Voltaire le sonríe y le guiña un ojo. Entonces el tintinear de los cascabeles de la puerta les avisa de la llegada de nuevos clientes.
La Mazmorra es un lugar extraño y ecléctico, el típico en el que muchos sueñan con quedarse encerrados. En la pequeña tienda se vende música, ropa, bisutería, libros de poesía, estatuillas de dioses orientales... Más de una vez Voltaire se ha visto en la desagradable obligación de vender algo que no sabia que era. Todo el lugar está lleno de espejos, para dar la sensación de que es más grande, y decorado con carteles de grupos de rock y de conciertos históricos. Voltaire sabe que algunos de aquellos carteles podrían valer una fortuna, y también sabe que Anton moriría antes de deshacerse de ellos.
Entre cliente y cliente, Voltaire abre una pequeña libreta sobre el mostrador de cristal y dibuja con una pluma negra. Dibuja lo primero que se le pasa por la cabeza, desde extrañas criaturas a motivos geométricos. Lo hace siempre de un solo trazo, con un estilo inquietante parecido a los dibujos de un niño irreversiblemente traumatizado. Muchos de aquellos motivos acaban en el expositor de una tienda de tatuajes cercana. Ese es el segundo empleo de Voltaire. Fue Anton quien se lo consiguió, cuando le llevó, sin ella saberlo, algunos de sus dibujos al dueño de la tienda de tatuajes.
Anton la deja a media mañana, y en ese momento ella aprovecha para cambiar los CDs del equipo de música. Quita todo el rock de los 70 que tanto ama Anton y pone música gótica y siniestra. Sabe que hay clientes que vienen precisamente en ese momento, cuando ella se queda sola y cambia como puede el ambiente del local. No le gusta ser una simple dependiente. Sabe que eso le sería algo insufrible. Le gusta ser una especie de anfitriona. Por eso la música, y por eso las varillas de incienso que quema sobre el mostrador.
Poco a poco van entrando chicos silenciosos, vestidos siempre de negro, algunos con los ojos pintados, labios rojos, negros o morados. Chicas con bisutería plateada y sombreros de hace cien años, que se mueven como malvadas de opereta y transforman sus rostros en hermosas mascaras de porcelana. Le hacen preguntas a veces directas, a veces vagas. Hay quien pide directamente el ultimo disco del grupo de moda de Death Metal, pero también hay quien le pide consejo, quien le cuenta como se siente y necesita saber que música escuchar, que ropa llevar, que joyas lucir. Y a Voltaire le encanta atenderles. Este es su mundo, estos son sus habitantes. El resto de la existencia solo es una distracción para lo que realmente importa, para sentir y para soñar, para el dolor, la muerte y el amor. Una sabiduría sencilla pero demasiado oscura como para que todos la acepten de buen grado, incluso en los demás.
***
El Señor Lars siempre deja que su despertador suene tres veces antes de apagarlo. Esos tres fuertes y penetrantes pitidos electrónicos lo arrancan a golpes de la nada en la que se encuentra sumido mientras duerme. Hace mucho tiempo que el Señor Lars no sueña, o al menos no recuerda lo que ha soñado. Teniendo en cuenta el tipo de sueños que la mente del Señor Lars podría producir, está bastante agradecido a este hecho.
El dormitorio del Señor Lars es espartano hasta el extremo de resultar monástico. Solo una pequeña mesa de noche con el viejo despertador gris, un catre que hace las veces de cama, un armario angosto donde guarda sus pocas ropas. El Señor Lars no quiere recordar cuando su dormitorio era muy distinto, en otro edificio, en otra ciudad, casi en otra vida. Los recuerdos de aquella época le duelen más que reconfortarle. Le distraen de su misión, de su cruzada, de su motivo para vivir. Del único que le queda, el único en el que puede pensar.
El Señor Lars dejó atrás hace mucho sus cuarenta años, y hay quien diría que también los cincuenta. Su cabello es gris oscuro, como su barba descuidadamente recortada, como el abundante pelo de su pecho, como los fríos ojos. Tan solo lleva unos pantalones cortos para dormir. Nada más levantarse, se inclina junto a la cama y comienza a hacer flexiones, sin apresurarse pero a buen ritmo. No es musculatura lo que busca el Señor Lars en sus ejercicios matinales, aunque está bastante en forma para un hombre de su edad. Es la seguridad de que su cuerpo no fallará cuando lo necesite. Cuando tenga que cumplir su misión en esta vida.
Por un largo rato tan solo la modulada aunque exhausta respiración del Señor Lars se escucha en la habitación, mientras ejecuta una especialmente severa tabla de gimnasia sueca, una que ha copiado de un viejo manual del ejército. El Señor Lars nunca ha sido militar, ni tenia especiales simpatías por el mundo castrense hasta que las circunstancias le obligaron a convertirse en un guerrero. Su filosofía es que, puestos a aprender, es siempre mejor aprender de profesionales que de teóricos. Prefiere seguir el consejo de personas devotas al antiguo y refinado arte de matar que leer cientos de tratados sobre métodos de combate y asesinato. No en vano, el Señor Lars estudió ingeniería, y al comenzar su vida profesional descubrió que apenas le servia aquello aprendido en los libros y las clases de la facultad.
Tras el ejercicio, una ducha en un cuarto de baño igualmente espartano, tan solo un lavabo, un retrete y una placa en el suelo para recoger el agua de la ducha. El Señor Lars no se molesta en calentar el agua. Prefiere que esté fría, lo más fría posible, para curtir su piel y hacerla más resistente. Es tan solo una pequeña protección, pero el más mínimo factor puede salvar su vida cuando le sea necesario. Después, en una amplia y casi vacía cocina, el Señor Lars pone dos huevos y dos salchichas en una sartén sobre el fogón encendido, y abre un momento la puerta de su apartamento para recoger el periódico que hace horas dejó el repartidor. El Señor Lars nunca se levanta temprano. Es, por obligación, un noctámbulo. Vuelve a la cocina con el arrugado periódico y pone los huevos y las salchichas en un plato de cristal. Pone algo de leche en un vaso y armado con un tenedor se dispone a tomar el desayuno sobre una mesa gris, mientras hojea el periódico, buscando directamente la sección de sucesos, pasando desdeñosamente el resto de las páginas, preguntándose si el resto de los semejantes seguirían preocupándose de esas estupideces si supieran la mitad de las cosas que ocurren a su alrededor, frente a sus propias narices, sin que se den cuenta. El Señor Lars conoce esa verdad, pero ha pagado un precio demasiado alto por conocerla.
Cuando llega a la sección de sucesos, el Señor Lars deja por un momento su desayuno y comienza a leer con detenimiento. Con un rotulador rojo, marca determinados titulares, determinadas líneas en los artículos. Sabe bien que esa es información sesgada, pero también sabe que está solo en su lucha, y que toda la información de la que pueda disponer, aunque sea parcial, es vital. Se toma una pequeña pausa para terminar las salchichas y después continua examinando detenidamente la inquietantemente larga sección del periódico. Lo único que se escucha en su cocina, durante un largo tiempo, es el roce del rotulador sobre el rugoso papel impreso.
Finalmente, el Señor Lars se pone en pié y vuelve a su dormitorio. Allí busca en el único cajón de su mesa de noche un arrugado y viejo mapa de la ciudad. Con él vuelve a la cocina. Al desplegarlo sobre la mesa el Señor Lars vuelve a ver todas las marcas rojas, todas las anotaciones que ha ido haciendo en el mapa desde que llegó a esta maldita ciudad. Cruces en lugares específicos de la ciudad, junto con anotaciones en una caligrafía pequeña y apretada que tan solo el Señor Lars puede descifrar, y con esfuerzo. Cada vez son más, cada semana crecen los indicios de que es aquí donde se encuentra su objetivo. Vuelve a repasar la sección de sucesos del periódico y comienza a hacer nuevas marcas en el ya abarrotado mapa. Una cruz roja, y junto a ella escribe: "Desaparición, mujer de 19". Otra cruz roja: "Asesinato, hombre de 47, sin robo". Todos crímenes absurdos, sin explicación. Desaparecidos por los que nadie pide rescate, agresiones motivadas solo por el puro deseo de la violencia, asesinatos sin motivo ni provocación. Cada día son más. El Señor Lars recuerda un tiempo en el que aquellos sucesos eran raros y casi nunca ocurrían. Pero cada día ocurren con más frecuencia. El mundo se vuelve poco a poco más violento, menos seguro. Y el Señor Lars sabe porqué, sabe que es por esas malditas bestias, son ellas las que están detrás de todo. Puede ver su patrón de comportamiento, ha aprendido a reconocerlo durante todo el tiempo que lleva siguiéndolos. Quizá alguno de esos crímenes se deba a motivos más humanos, pero el Señor Lars sabe que ellos están detrás de la mayoría. Y acabará con todos los que pueda, aunque busca solo a uno.
Una vez terminadas las anotaciones, el Señor Lars dobla de nuevo el mapa con cuidado, con los movimientos precisos y ensayados con los que un soldado doblaría un paracaídas. Después vuelve a llevárselo al dormitorio, y abre su armario. Saca unos pantalones y una camisa sacada de un saldo de suministros militares, al igual que las recias botas que se pone al terminar de vestirse. Una larga gabardina negra cubre el verde del resto de su indumentaria. Después saca una maleta de aluminio de debajo del catre y se arrodilla junto a ella. El contenido de la maleta también procede del ejército, pero por cauces mucho menos legales. Abre la maleta y saca del acolchado interior un revolver de aspecto amenazador y una caja de municiones, un largo cuchillo de caza en una funda de cuero y un cinturón especial con una pistolera. Lentamente, se pone el cinturón, comprueba que el revolver esté cargado antes de meterlo en la pistolera y después ajusta la funda del puñal al lado opuesto. Cierra la gabardina y se mira por un momento en el espejo de la cara interna de la puerta del armario para comprobar que nada de su arsenal pueda adivinarse bajo la gabardina. No quiere ser detenido por la policía, que obstaculicen su búsqueda. Aunque posiblemente podría alegar eximientes psicológicos por su triste historia, sabe que seria un considerable retraso, que su presa podría escabullírse de nuevo.
Lo último que hace el Señor Lars para completar sus rituales diarios es guardar el mapa en uno de los profundos bolsillos de la gabardina. Aquel mapa es su guía, el rastro de su presa en la traicionera selva que es esta maldita ciudad. Armado con acero, saber y determinación, el Señor Lars abandona su apartamento, como cada atardecer.
***
El atardecer sorprende a Voltaire en el cementerio, sentada sobre una de las tumbas y leyendo un pequeño libro de poesía romántica encuadernado en cuero. A su alrededor, el viento agita las doradas hojas de los árboles, y gime suavemente al pasar por entre las ramas. Este evocador ambiente es para Voltaire lo más parecido a un paraíso. A su alrededor, decenas de tumbas forman filas silenciosas, todas de distintas formas y tamaños, decoradas por las caricias del tiempo que han suavizado sus contornos y sus ángulos y por el verde profundo del musgo que avanza lentamente sobre su fría piedra, cada una el resto que ha dejado una vida acabada hace ya tiempo. Voltaire conoce este lugar tan bien como la casa en la que nació. Es su refugio favorito, un frondoso jardín en medio de la ciudad, casi siempre solitario, salvo por algún ocasional paseante con el que Voltaire no tiene inconveniente en compartirlo. Cada día dedica su atención a una tumba distinta, y en su imaginación ha dado rostro y voz a cada uno de sus habitantes, ha imaginado sus vidas a partir de lo que las inscripciones y las decoraciones de cada tumba le sugieren. Hace ya mucho que no entierran a nadie aquí. Para la mayoría de los mortales este lugar no es más que una especie de monumento. Voltaire ha leído artículos en la prensa en los que se sugería que no merece la pena conservarlo. Con gusto habría matado a quien formuló aquella idea. Aquel era su lugar, y el lugar de muchos siniestros. Más de una noche había acabado en aquel lugar con un pequeño grupo de amigos, bebiendo cerveza mejicana y crema irlandesa y tratando de invocar a los difuntos con sus limitados e ingenuos conocimientos de magia negra y la valentía que da el alcohol.
Pronto el cielo se oscurecerá demasiado y Voltaire no podrá seguir leyendo las malignas disquisiciones de Baudelaire. Ha leído la biografía de aquel poeta maldito y sabe que no había sido una persona muy admirable, pero su arte, las escasas poesías que ha dejado, tienen la capacidad de conmoverla.
-Salve a ti Satán, Señor de la Humanidad-susurra Voltaire leyendo las palabras del poeta antes de cerrar de golpe el pequeño volumen.
Antes de volver a ponerse el sombrero, se inclina sobre la tumba en la que está sentada y deposita un lento y cálido beso sobre la fría piedra. Es la tumba de Henrich, una de sus favoritas. Vivió hace mucho, más de cien años, y por muy poco tiempo, menos de veintidós. Voltaire lo imagina como un joven bohemio, un poeta maldito arrancado de este mundo por el azote de la tuberculosis, esa enfermedad de románticos que había privado al mundo de tantas almas hermosas. O quizá fuese en el acto de morir jóvenes en donde radicara esa belleza.
Voltaire camina lentamente por el cementerio antes de marcharse, despidiéndose en silencio del lugar. Pronto volverá Anais a la ciudad, quizá puedan venir juntas un día. Anais siempre fanfarronea con traer un tablero de ouija a medianoche y usarlo para invocar a los muertos. Voltaire sabe que ese supuesto juego sobrenatural no es más que un fraude, que es la imaginación de los que lo juegan la que crea todo lo que sienten, pero piensa que puede ser una experiencia interesante, divertida. Y quien sabe, tal vez espeluznante.
Las botas de Voltaire se detienen de golpe sobre el suelo de gravilla blanca. Su mirada azul ha descubierto algo extraño, algo que nunca ha estado allí. Extrañada, se acerca lentamente a uno de los viejísimos panteones que forman un círculo en el centro mismo del cementerio. Es una pequeña edificación de estilo neoclásico, rematada por una gran cruz y con una pesada puerta de metal tomada por el óxido. Una puerta que siempre ha estado cerrada, pero que hoy está entreabierta. Y hay algo allí, algo justo tras el umbral, apenas iluminado por la débil luz del atardecer.
No seria la primera vez que alguien entra en el cementerio para hacer pintadas, para destrozar tumbas o profanar los panteones. Por suerte para ellos nunca se han cruzado con Voltaire ni ninguno de sus amigos, que no tendrían problemas en quitarles las ganas de destrozar cementerios para siempre. Pero esto parece algo distinto. Una sensación que no puede comprender eriza los pelos de la nuca de Voltaire cuando descubre que es eso que asoma levemente a través del umbral del panteón: Los delicados y mortalmente pálidos dedos de una mano.
¿Un cadáver? Imposible, los que hay tienen más de cien años, no son más que polvo y acaso algunos huesos. Aunque quizá sea un cadáver más reciente, uno que no ha sido enterrado aquí.
Ahora Voltaire está frente al panteón, puede adivinar el resto del cuerpo que yace patéticamente tras la puerta entreabierta. Ha pasado antes por aquí, y no ha visto que el panteón estuviese abierto. Lentamente se acerca, agachándose al llegar junto al umbral, sintiendo que sus botas hacen demasiado ruido sobre la gravilla.
Es una mujer, vestida de negro, pelo corto, con el color del ala del cuervo, al igual que sus ropas manchadas de polvo gris. Sus ojos color ámbar están abiertos, pero no brillan, como si repeliesen la poca luz que les llega. Ojos sin vida que provocan un escalofrío a Voltaire.
Voltaire cae de rodillas frente al panteón. No se ha dado cuenta de que sus rodillas estaban flaqueando. Pese a su literaria necrofilia, nunca ha visto la muerte tan de cerca. Y hay algo en todo esto que Voltaire no comprende, una sensación que le grita al oído que huya, que se aleje de ese extraño y hermoso cadáver.
Un espasmo mueve la mano del cadáver. Voltaire pierde el aliento mientras siente como si se le parase el corazón dentro del pecho.
No está muerta. No está muerta.
Voltaire agarra la mano de la misteriosa aparecida y no se sorprende al sentirla fría como la piedra de la tumba que acaba de besar. Pero hay un corazón allí, bombeando la sangre por esos dedos, aunque se diría que con más fuerza de lo que seria normal. La cabeza de la aparecida se mueve, y Voltaire diría que esos extraños ojos la están mirando. Las pupilas ambarinas se agitan como si estuviesen estudiándola.
De repente los dedos de la aparecida se cierran sobre su mano con fuerza, con demasiada fuerza. Voltaire intenta librarse de la presa, pero es incapaz. La aparecida está tirando de ella, está acercando sus labios a la muñeca de Voltaire, separándolos para mostrar unos blancos y amenazadores dientes. El miedo da alas a una idea absurda dentro de la cabeza de Voltaire. Se revuelve frenéticamente y golpea a la aparecida con una de sus botas, enviándola de vuelta al interior del panteón. Intenta ponerse de pié, pero sus manos no le obedecen, y cae de nuevo sobre la gravilla. Al segundo intento puede incorporarse y correr lejos de aquel lugar, de aquella criatura que nunca pensó que pudiese existir.
No se detiene hasta que no está fuera del círculo de panteones. Se gira para mirar de nuevo a la puerta entreabierta del panteón. Ya no puede ver a la criatura. No le ha seguido. Quizá sea porque teme a la luz del sol. En ese caso no tiene mucho tiempo para salir del cementerio, para alejarse de allí. Por primera vez, Voltaire siente miedo dentro de su amado cementerio, y huye de allí.
Voltaire sabe que acaba de librarse del ataque de un vampiro.
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© 2008, Juan Díaz Olmedo
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