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Blog de relatos y artículos escritos por Juan Díaz Olmedo

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Blog Literario de Juan Díaz Olmedo

Diabolus In Musica - Capitulo 5

lunes, 1 de septiembre de 2008

No creo que sea extraño para ti el motivo que me llevó a emprender la búsqueda por la cual soy lo que actualmente soy. Creo que tú también eres muy consciente de que existen cosas en el mundo que nos rodea más allá de lo que la razón puede revelarnos, o es capaz de revelarnos hoy en día. Me consideraba a mi misma una buscadora del saber oculto, movida por esa curiosidad, pero también por el placer travieso del saber que me movía en las fronteras de lo que la sociedad bienpensante consideraría lógico o aceptable. Al principio eran solo mis lecturas, autores oscuros y materias esotéricas de las que tan solo podía comprender una pequeña parte, siempre con una vocecita impertinente en un rincón de mi cabeza que me decía que si no encontraba una gran verdad tras aquellos obtusos términos y crípticos testimonios no era debido a mi torpeza, sino a que no había ninguna gran verdad tras ello, a que se trataban de un fraude, de una mera superstición. Más de una vez lo dejé todo, traté de olvidarlo, pero fui incapaz. Cuando me estancaba, cuando me sentía desencantada por un determinado enfoque, por una determinada creencia, saltaba a la siguiente deseando encontrar la verdad en ella. No me sentía extraña, ni mi actitud lo era a ojos de los que me rodeaban. Era otra época, más joven y menos cínica, y no era la única que deambulaba de una doctrina espiritual a otra en busca de un sentido a un mundo que se nos revelaba como demasiado mundano como para que pudiésemos tolerarlo.

No creas que yo era una especie de mística loca. Era un joven normal y corriente, quizá solo un poco más excéntrica de lo normal, pero no mucho más. En el campus de la universidad a la que asistía, llena de clubs de estudiantes dedicados a tal guru o a cual doctrina mística procedente de oriente, yo tan solo destacaba por intentar desmarcarme un poco de la búsqueda de la mayoría. No era la armonía ni la paz universal lo que yo buscaba, nada de eso. Era poder. Lisa y llanamente. Poder sobre los demás, sobre la vida y la muerte.

En mi búsqueda se alternaban periodos de actividad febril, en la que devoraba gruesos volúmenes y memorizaba extraños rituales para practicarlos en solitario, con periodos de calma en los que trataba de alejarme de todo aquello, de limpiar mi mente tras la última decepción, tras el último fraude descubierto oculto tras una bonita capa de esotérica poesía. En esos periodos de tiempo tenía la música para refugiarme. No se me daba muy bien tocar la guitarra, aunque lo había intentado durante mucho tiempo, pero a los demás les gustaba oírme cantar, y lo hacia todos los fines de semana, con un pequeño grupo de amigos, en la cafetería de la universidad. No ganábamos casi nada con aquello, poco más que la satisfacción de nuestro propio arte. Yo sentía que cantar no era suficiente, que no había mérito en una habilidad que no había hecho nada por ganar, y comencé a escribir letras de canciones a las que mis amigos ponían música después. Mis conocimientos esotéricos me sirvieron para crear aquellas canciones, las imágenes y los conceptos de los antiguos tratados tenían esa carga de intrigante y sensual misterio que me servía para poner a los neófitos en la palma de mi mano. El resto del grupo recibía mis canciones con entusiasmo. En un tiempo plagado de letras con supuestos significados profundos y que en el fondo hablaban siempre de lo mismo, lo nuestro tenia la facultad de destacar sobre todo ello. Para muchos, nosotros teníamos un verdadero significado, un sentido auténtico, mucho más que todos esos cantautores que pretendían ingenuamente cambiar el mundo con sus canciones de trasfondo político.

Los Iluminados nos llamaban, aunque el grupo no tenía oficialmente nombre en principio, pero al final terminamos por adoptarlo y escribirlo en grandes letras góticas en la batería, como se hacía por aquella época. La prensa universitaria hablaba de nosotros, y pronto también tuvimos tímidas reseñas en la prensa local. No creas que éramos algo grande, no éramos más que un grupo de aficionados que habían conseguido hacer un poco más de ruido del que pretendían. Y, sin pretenderlo, nuestro ruido llegó a oídos de alguien mucho más versado en lo oculto de lo que deseábamos.

Nunca olvidaré aquella tarde de invierno. Llovía desde aquella mañana, los cielos totalmente cubiertos de nubes gris oscuro que nos sumergieron en un atardecer perpetuo. A lo lejos veíamos rayos mudos, demasiado lejanos como para que llegaran a nosotros sus truenos. Toda la atmósfera estaba cargada, de electricidad y de sentimientos primarios de miedo. El miedo primordial del hombre a los elementos, a que el cielo se derrumbe sobre su propia cabeza. Eso sentí cuando agarré el micrófono y contemplé a nuestro apretujado público en la inusualmente oscura cafetería. Podía oler su miedo, podía sentirlo en las yemas de mis dedos si pasaba mi mano frente a mi rostro. Allí había potencia para realizar un poderoso hechizo. Si tan solo supiese un maldito ritual auténtico, recuerdo que pensé, repasando mentalmente símbolos alquímicos y conjuros herméticos, recordando lo vacíos que eran en el fondo, lo inútiles que resultaban para hacer algo que no fuese asustar al supersticioso y fascinar al ignorante.

No le vi al pasar la mirada sobre el público, solo vi los rostros de costumbre, y algunas nuevas presencias. Creo que permaneció en las sombras, detrás de una de las columnas de la cafetería. Normalmente hablaba un poco con el público, pequeñas charlas de un exagerado y casi paródico significado místico, jugando a que éramos poderosos conocedores del saber oculto y que íbamos a realizar un ritual innombrable con nuestra música. Pero aquel día no me sentí con ánimos. Hice el gesto con la cabeza convenido con el batería, cuyas baquetas comenzaron a golpear al instante, en un profundo y penetrante latido. Era una nueva composición, otro de mis poemas musicados, que había surgido de mí casi espontáneamente unos días antes, mientras me emborrachaba con sidra en los jardines de campus. Era una historia del Génesis desde el punto de vista de la Serpiente, explicando porqué había liberado a la humanidad concediéndole la inteligencia. En las primeras estrofas un rayo cayó mucho más cerca de lo que esperábamos, iluminando la sala con su poderosa luz por un instante, un breve instante en el que vi sus ojos, su mirada casi enloquecida y decididamente malvada contemplándome desde las sombras, en las últimas filas del público. Después mis ojos se recuperaron del destello y aquella mirada desapareció, como si hubiese sido solo producto de mis fantasías. Pero yo sabía que estaba allí, en algún lugar de la cafetería, una presencia oscura, maligna en su misma naturaleza, que escuchaba nuestra música y nos sonreía.

Por un momento llegué a pensar que habíamos hecho magia, que habíamos conseguido invocar al mismo diablo.

Continuamos durante más de una hora, llevando al éxtasis a nuestro público, sin dejar de sentir aquella presencia contemplándonos desde algún lugar, todavía sin dejarse ver. Finalmente, nos despedimos del público con una profunda reverencia, como teníamos costumbre de hacer, y el se mostró ante nosotros, saliendo de detrás de la columna tras la que había permanecido escondido.

Era alto, de constitución gruesa, lo que lo hacía parecer más grande aún. Vestía impecablemente de negro, de pies a cabeza, un traje de corte clásico. Su gran cabeza estaba totalmente afeitada, y una perilla adornaba su rostro de malvado de opereta.

Yo sabia quien era, como todos los de aquella sala. Aplaudió nuestra actuación, mientras avanzaba hacia nosotros provocando el silencio a su alrededor, entre aquellos que le reconocían y comenzaban a murmurar. Yo había leído algunos de sus escritos, y sabía todo lo que decían de él, que se había alimentado de carne humana, que era un producto involutivo más cercano al animal que al hombre, que su mirada podía subyugar la voluntad de hombre y bestias.

Era un hechicero, un místico oscuro. Le llamaban simplemente el Doctor.

Con una sonrisa que parecía salida de un comic nos contempló a todos, después se giró a nuestro público y extendió los brazos, como si quisiera abarcarles en el gesto.

-Amigos míos-dijo con su voz grave, de un barítono algo desquiciado, una voz que no hubiera desentonado en una vieja película de terror-Hemos contemplado el poder de La Oscuridad en toda su magnificencia esta noche, gracias a este agraciado y notable grupo de Iluminados. En ellos se cumplen mis teorías, mis creencias acerca de que los que están tocados por la oscuridad están destinados a heredar el mundo, a gobernar por el poder de su presencia, su voluntad y su arte.

Se escucharon algunos tímidos aplausos en el fondo de la sala, pero la mayor parte de los presentes estaba demasiado desconcertada.

-Este oportunista pretende robarnos el público-me susurró el batería.

Yo no le hice caso. Estaba fascinada. Le habíamos traído allí, al mítico Doctor, que había sido uno de los personajes más populares y espeluznantes de la ciudad por varios años, a fuerza de su extrañeza y su excentricidad. El Doctor, que era visitado por artistas de cine y cantantes de éxito, que escribía libros que eran traducidos a cientos de idiomas. O al menos eso era lo que el mismo y los suyos afirmaban.

-Tengo el placer de comunicar aquí, públicamente-continuó, abarcándonos a nosotros en otro gesto teatral-, que invito a los Iluminados a ser parte de mi Aquelarre.

Tras esto se giró, y fijó en mí sus ojos oscuros, una media sonrisa prendida en sus labios, su mano extendida en señal de ofrenda.

-Gracias-musité yo al micrófono.

-Mi tarjeta, señorita-dijo él sacando de uno de sus bolsillos un pequeño rectángulo de cartulina.

La depositó en mi mano y vi que contenía una estrella de cinco puntas y su dirección, que no necesitaba porque yo sabía muy bien donde vivía.

-Espero tener el placer de vuestra visita mañana por la noche-me susurró, lo suficientemente alto como para que el público le escuchara.

-Gracias-musité yo de nuevo, sintiéndome como una idiota.

De una percha cerca de la entrada tomó un sombrero negro y un largo abrigo negro, y tras ponérselos dirigió un saludo a los presentes.

-Salve al Oscuro-dijo, alzando un puño.

La estudiada sonrisa de malvado apareció en su rostro de nuevo, antes de abrir la puerta y desaparecer en la oscuridad de la que había surgido.

*****

Finalmente fui la única del grupo en asistir a la cita del Doctor. El resto no quiso acompañarme, no quisieron verse implicados de ninguna forma con aquel siniestro personaje.

-Es un ladrón de fama-me dijo el batería, intentando convencerme de que no fuera a la cita-. Le he leído declarando haber hecho cosas que nunca hizo, como participar en películas de terror en las que no le ves por ninguna parte.

Yo también conocía esa faceta del Doctor, pero no le di importancia. Estaba fascinada por la malignidad de su persona, por la promesa no formulada de secretos ocultos tras las paredes de su infame y célebre casa. Todos intentaron convencerme de que lo olvidara, pero finalmente acudí.

Desearía haberles hecho caso.

La casa del Doctor era un pequeño edificio antiguo de madera, pintado completamente de negro, incluso los cristales. Tenía esa cualidad atemorizante de las casas antiguas cuando no están bien cuidadas, como si la decrepitud las dotase de alguna extraña forma de conciencia, de vida. Eso era lo que yo sentía cuando me acercaba a sus tablones mal pintados, cuando alzaba la vista a su tejado a dos aguas y a su desvencijada buhardilla, como si el edificio mismo me devolviese la mirada, como si no me quisiera allí.

No había ninguna placa ni inscripción en la puerta. Tiré de un cordón dorado y una campana sonó en el interior.

Me abrió la puerta una mujer de baja estatura, vestida con un largo traje negro y con los cabellos pintados de un blanco purísimo. La reconocí de inmediato, era Barbara, la esposa del Doctor, con la que compartía esa residencia. Me dijo que me estaba esperando, y no mostró ninguna sorpresa al advertir que había acudido sola. Me hizo pasar y de una mesita situada junto al recibidor me dio una hoja de papel roja, escrita a máquina, que apenas podía leer en la tenue luz que venia del pasillo. La seguí al interior, sin dejar de mirar a mi alrededor aquel grotesco y excéntrico lugar.

Había todo tipo de objetos colgando de las paredes, formando un conjunto extrañamente recargado. Todo parecía destinado a llamar la atención, desde bizarras muestras de arte africano hasta cabezas reducidas de los jíbaros o cabezas de alces disecadas. Vi las banderas de los Estados Unidos y la Unión Soviética entrelazadas, vi también desagradables insignias nazis e imaginería fascista. Todo aquello me provocó una incómoda repulsión, pero pensé que era precisamente esa sensación la que pretendía provocar.

Barbara me llevó a una habitación en la que había preparado un atril, y frente a él varias sillas plegables de color negro. Un tapiz con una estrella de cinco puntas invertida en blanco, sobre fondo negro, colgaba tras el atril. Todo aquello me daba mala espina. No era sencillamente malvado, sino que se esforzaba en parecer amenazador, en parecer maligno. Temía no encontrar allí más que simple apariencia.

Había otras personas allí, todas vestidas de negro, como yo. Ninguna me dirigió ni tan siquiera una mirada. Todas eran jóvenes, aunque de aspecto bien distinto. Había tres chicas muy delgadas que se sentaban juntas en una de las esquinas, cogidas de la mano. Un hombre grueso de espeso cabello rojo y barba estaba sentado frente al atril, mirándolo como si ya hubiese allí alguien hablándole. Y en otra de las esquinas vi a alguien que llamó mi atención de inmediato, un joven de larga melena castaña y profundos ojos azules, sin expresión en su hermoso y casi andrógino rostro. Su aspecto me era familiar, pero no podía reconocerle. Colgaba de su cuello una estrella plateada como la que aparecía en el tapiz.

Barbara se dirigió al atril y sacó de algún lugar una vieja campana dorada que tocó tres veces. Los tímidos intentos de conversación de la sala se apagaron de inmediato, y todos fijaron la vista en ella. Yo me senté en la ultima fila, en una de las muchas sillas libres.

-El Doctor les hablará ahora-dijo Bárbara, y tras esto se alejó del atril y abandonó la estancia.

A la luz de aquel salón pude ver al fin que era lo escrito en el papel que me había entregado al entrar. Parecía ser un programa relativo a la conferencia que iba a dar el Doctor. Sabía que el Doctor solía dar conferencias y cursos todas las semanas, algunos gratuitos, otros a cambio de altas sumas de dinero. Me decepcionó un poco que me hubiese invitado a una de sus conferencias. Creía que iba a ser una cita más personal. El tema del día era el mal a lo largo de la historia, seguido por una disertación sobre las interpretaciones místicas del canibalismo.

El Doctor surgió de donde había desaparecido Barbara. Saludó a los presentes con una inclinación de cabeza y se puso tras el atril. Al verme al fondo, me dirigió una sonrisa, y yo me emocioné por un instante. Era una visión ciertamente imponente, su figura alta y fornida embutida en un ajustado traje negro, su cabeza afeitada brillando bajo la brillante luz de las lámparas que colgaban del techo, su sonrisa sardónica y malvada enmarcada por su barba de perilla.

-Salve al Oscuro-dijo con su profunda voz.

-Salve al Oscuro-respondieron los presentes.

El Doctor abrió una carpeta de apuntes que tenía sobre el atril y comenzó su disertación.

Durante más de una hora estuve escuchando embelesada sus palabras, pronunciadas de forma cuidadosa y haciendo énfasis en la profundidad de su voz, más como un actor que declamase un texto que como un conferenciante. Sus cadenas de argumentos eran deliciosamente brillantes, deslumbrantes en su sencillez. Era como si te mostrara algo que has sabido desde siempre, pero que has olvidado que sabias. Verdades ocultas delante de nuestros propios ojos. Y todo con un desarmante sentido del humor que arrancó más de una carcajada a su pequeña concurrencia. A todos, menos al joven de ojos azules de la primera fila, al que yo miraba cada cierto tiempo. Su expresión no cambió en toda la conferencia, si acaso para mostrar algo de aburrimiento. Pensé que se trataba de algún discípulo de confianza, que quizá había escuchado esa misma conferencia cientos de veces. A veces se giraba sin ningún disimulo en su silla y miraba al resto de los presentes. Sus ojos azules se cruzaron con los míos en más de una ocasión, y ninguno de los dos apartó la vista. Una de las veces que lo hizo, le guiñe un ojo y le saqué la lengua, intentando arrancar una sonrisa de sus finos labios, pero me fue imposible. Aquel hermoso ocultista me tenía desconcertada, y ciertamente algo fascinada.

Finalmente el Doctor había hecho que la idea de devorar carne humana me pareciera atractiva. Tocó la campana tres veces y entonó uno de sus repetitivos salves al Oscuro, dando por terminada la conferencia. Las tres chicas delgadas hicieron una reverencia y desaparecieron, como el resto de los presentes, tras intercambiar un breve saludo con el Doctor. El individuo del cabello pelirrojo se detuvo un momento para pedirle al Doctor que le firmara uno de sus libros, y para felicitarle por la conferencia. El joven de los ojos claros había desaparecido como por ensalmo en el instante en el que había salido de mi vista.

-Disculpe-dijo una voz a mi lado. Me giré para encontrarme con Bárbara-. El Doctor quiere verla en su despacho en un momento. Sea tan amable de esperar.

Sin decir más se alejó de mí. Me sorprendió un poco el tono autoritario de sus palabras, pero me agradó que al fin se me diera la atención especial que había esperado desde que llegué. No podía creer que fuese a entrar en el despacho personal del Doctor. Para muchos, era como entrar en el camerino de un grupo de moda, en la rulot de una estrella de cine. Un lugar reservado para una élite, para los elegidos.

Finalmente el orondo pelirrojo dejó al Doctor tras un fuerte apretón de manos, y sus ojos oscuros se fijaron en mí.

-Señorita Alexandra-recuerdo que dijo, arrastrando las vocales del nombre como si las degustara-. Me alegra mucho que haya aceptado mi invitación. Venga, entre sin miedo en mis dominios.

Me hizo un gesto con la mano para que le siguiera, y así lo hice. Me llevó por un corto pasillo hasta una habitación de la que había visto algunas fotos en revistas. El recargado altar al Oscuro estaba en una de las esquinas, frente a otro tapiz con la estrella invertida, con un enorme cráneo de vaca sacado, según decían, del mismísimo Death Valley presidiéndolo, junto a puñales, espadas, campanas y demás parafernalia ocultista. Todo perversamente exagerado, tanto que parecía algo salido de una mala película de terror.

-Tengo una propuesta que hacerle-dijo el Doctor, cerrando la puerta de la habitación. La forma en la que me miró me provocó un mal presentimiento.

El Doctor se acercó con pasos lentos al altar. Levantó el cráneo de vaca y de debajo, sacó una cadena de plata de la que colgaba una estrella de cinco puntas invertida, como la que todos los miembros de su Orden llevaban. Después tomo uno de los puñales ceremoniales.

-Le propongo-dijo, cayendo del pedestal en el que le tenia-que sea usted una de mis sacerdotisas.

-¿Quiere enseñarme los secretos?-le pregunté, creyendo que había entendido mal sus palabras.

-No, querida-dijo, acercándose a mí.

Se puso a mi espalda y me colocó la cadena alrededor del cuello.

-Ya sabes lo suficiente-me dijo.

-Yo no sé nada-le dije-. No tengo ningún poder, no sé como burlar a la muerte, como invocar las fuerzas de las Tinieblas. Es eso lo que he venido a buscar aquí.

-No quiero decir que no te enseñe rituales, querida-me dijo, todavía en mi espalda, tocando mis cabellos con la punta de sus largos dedos-. ¿Has leído mis libros sobre las Sacerdotisas del Oscuro?

No lo había hecho, pero había oído hablar de ellos. Eran algo de lo que ni a sus seguidores más fieles les gustaba hablar. Se decían que reflejaban totalmente su misoginia oculta, que la sacerdotisa aparecía siempre como un juguete para satisfacer los deseos eróticos ocultos del sacerdote, a veces incluso de varios. Yo siempre había creído que se trataban de exageraciones, pero allí, sintiendo su aliento sobre mi nuca y sus dedos rozando mi cuello, aquellos rumores me parecieron terriblemente fundados.

-No tengo nada que aprender aquí-dije, separándome de él.

Me quité la estrella del cuello y la dejé de nuevo sobre el altar.

-No puedes irte-me dijo-. Ahora perteneces a la orden.

-Impídemelo-le dije, mirándole fijamente a los ojos, tratando de no expresar ninguna emoción.

Era un truco que había usado más de una vez. Sorprendentemente incluso con el doctor dio resultado.

-¡En el nombre del Oscuro te maldigo!-me dijo, extendiendo hacia mí su mano en un gesto teatral mientras yo abría la puerta de la habitación.

-No creo que tengas poder para eso-le dije, sin darme la vuelta.

En un instante había pasado a ser para mí poco más que un hombrecillo, insignificante e inofensivo. En aquel momento volví a sentir, esa vez con más fuerza que nunca, que mi búsqueda no tenia sentido, que lo que deseaba conocer no era más que una quimera. Mientras avanzaba por el pasillo, buscando la salida de un lugar que ahora se me antojaba ridículo y de mal gusto, me dije a mi misma que lo dejaba, que estaba perdiendo el tiempo, que estaba arruinando mi vida.

Desgraciadamente cambié de opinión.

-¿Ya te ha nombrado sacerdotisa?-susurró una voz a mi espalda, cuando entré en el salón de conferencias, camino a la salida.

Me giré asustada y encontré allí al joven de largos cabellos castaños que tanto me había fascinado momentos antes. Me dije a mí misma que no merecía la pena perder el tiempo con él, que no era más que uno de los secuaces del Doctor, y que sería como él un completo fraude. Pero había algo en su mirada, en la forma en la que arqueaba sus finos labios en una sonrisa cómplice, que me hizo detenerme y escuchar.

-Lo hace siempre con las jovencitas hermosas que se dejan fascinar por su metafísica de vodevil-dijo él, aumentando su sonrisa, con una voz suave y susurrante-. Un truco ya muy gastado, aunque da resultado en ejemplares especialmente impresionables. Me alegra ver que no ha sido tu caso. No me equivoqué cuando te valoré al verte durante la conferencia.

-¿Quién eres tú?-le pregunté, halagada por sus palabras.

-Me llamo Gareth-dijo, haciendo una ligera reverencia-. Soy, o he sido, uno de los primeros discípulos del Doctor. Ahora me mantiene aquí para darle un poco de prestigio a su maltrecha organización.

-No quiero seguir aquí-dije yo. No me sentía cómoda en aquel lugar. No me fiaba de sus habitantes.

-Yo tampoco-dijo él-No te preocupes.

Me guió cortésmente hacia la salida y abrió la puerta como un caballero salido de una novela victoriana. Yo estaba completamente encantada por su compañía, pero no tanto como para bajar la guardia.

-Si esto es una treta del Doctor-le dije nada más pusimos los pies en la acera-, lo lamentarás mucho.

Él sonrió de nuevo. No le iba mucho la imagen típica del ocultista, el tipo oscuro y siniestro que parece siempre estar maquinando planes secretos. Algo me decía que no necesitaba de esa teatralidad.

-El ya no tiene ninguna autoridad sobre mi-me dijo.

Comenzamos a caminar, el uno junto al otro.

-¿Dónde me llevas?-le pregunté.

-Primero, a una cafetería cercana-me dijo-. Yo invito. Y donde vayamos después depende de ti.

Me encantó aquel lugar nada más ver su interior, pequeño y de decoración sencilla pero efectiva. Se parecía a un café para bohemios de ese París que nunca existió más que en la mente de los que nunca lo visitaron.

-Si tienes del Doctor la misma opinión que yo-le dije cuando llegaron nuestros capuchinos-, ¿por qué sigues con él?

-El Doctor me sirve a mí ahora-dijo él, con una sonrisa maquiavélica-Cuando su organización comenzó a decaer, hace ya años, pensó que su única forma de subsistir era mediante la publicidad. Y así, comenzó a llamar la atención de todas las formas que pudo, organizando rituales públicos, dejándose ver en fiestas y en estrenos cinematográficos, intentando que su nombre se asociara al de actores y músicos famosos..... Antes de todo esto era jefe de pista en un circo, y todavía conserva parte de ese espíritu.

-¿Estas de broma?-le pregunté, sorprendida ante esa revelación.

-Para nada-me dijo él-. No te habrás creído esa biografía fantasiosa que circula por ahí sobre él, ¿verdad? Cielos, incluso se contradice a sí misma. Según ese librito estuvo al mismo tiempo en varios lugares distintos, y conoció a personas años después de que muriesen, y todo eso sin usar ningún poder sobrenatural.

-Supongo que soy una de las víctimas de sus artes circenses-confesé yo, sintiéndome algo avergonzada.

-No te preocupes-me dijo él-. Al menos has sabido reaccionar a tiempo. El Doctor tiende a atraer a gente notable, a veces por su ingenuidad, pero también a veces por su inteligencia. Que se quede con los primeros para su Orden de pacotilla. Es por los otros, por los que ven el engaño al primer aviso, por lo que permanezco a su alrededor.

Yo me limité a sonreír.

-¿Que buscabas en casa del Doctor?-me preguntó él.

-Poder-dije yo, sin dudarlo-. Ser más de lo que soy. Poder sobre la vida y la muerte.

-¿Y si te dijera que yo tengo la llave de ese poder?-me dijo él.

-No te creería-le dije yo-. Me han engañado demasiadas veces.

-Muy sabia-dijo él, sin ofenderse, al menos en apariencia-. ¿Quieres pruebas?

-Sí-le dije yo.

-Las tendrás-me contestó.

*****

-De lo que veas esta noche, deberás guardar completo silencio-me susurró entre las sombras-. Si hablas, me encargaré de que lo lamentes, y hablo muy en serio. Y yo no me limito a declamar maldiciones de opereta.

Yo tan solo asentí, y le seguí hacia lo desconocido.

Estábamos en una casa vieja y desvencijada, uno de los restos de lo que un día fue una de los barrios más prósperos de la ciudad, hacía ya más de un siglo, y que ahora yacía como una víctima colateral de la degradación y la miseria que algún día afectó a sus pobladores. Apenas podía adivinar los informes contornos del edificio en una oscuridad que era casi total. La última farola bajo la cual habíamos pasado había quedado muchos metros atrás. Un escalofrío recorrió mi espina dorsal, no sé si de miedo o de frío. Ni siquiera sabía que hora era, y estaba demasiado oscuro como para poder consultar mi reloj.

Gareth ascendió los tres arruinados escalones que llevaban a la entrada y golpeó la puerta con los nudillos, tres golpes, una pausa, tres golpes más.

-¿Que lugar es este?-le pregunté.

-Uno que descubrí por pura casualidad-me dijo él.

La puerta crujió súbitamente, asustándome, y los viejos y oxidados goznes comenzaron a chirriar. Cuando se abrió, del interior surgió una luz insolentemente brillante que me deslumbró.

-Soy yo-dijo Gareth.

La luz bajó y entonces vi que provenía de una simple linterna, sostenida por una bonita joven de sencillas ropas negras y largos cabellos rubios. La joven se limitó a mirarme con sus ojos verdes y una expresión grave en su rostro de muñeca. Se echó atrás y entramos a un interior tan arruinado como el exterior. Las baldosas del suelo eran blancas y negras, como las de un ajedrez. No quedaban muebles, y la pintura de las paredes era casi inexistente. Bajo el sonido de nuestros pasos, una miríada de pequeños roces y chasquidos evidenciaban esa vida propia que poseen todos los edificios antiguos. Me encantó la romántica decadencia de aquel lugar, pero nada podría haberme preparado para lo que me esperaba en su interior.

-¿Hay novedad?-preguntó Gareth.

-Nada-dijo la joven, también en voz baja-. Ha permanecido en letargo toda la noche.

Yo me moría de ganas de preguntarles de qué estaban hablando, pero la gravedad de sus rostros me hizo contenerme.

El vestíbulo comunicaba con un pequeño pasillo, y desembocaba en una enorme estancia, de la que partían dos curvadas escaleras, que se perdían en un piso superior totalmente envuelto en la oscuridad. Aquel lugar estaba iluminado por velas, cientos de velas blancas colocadas en el suelo, sobre las losas marmóreas, formando un círculo alrededor de un objeto alargado de siniestro aspecto.

Nunca podré olvidar aquel lugar. No puedo explicar como, pero lo supe nada más entrar. Supe lo que había aunque si me hubiesen preguntado no habría podido decirlo. Lo sabía dentro de mí, una sensación que culebreaba gélidamente dentro de mis tripas.

Había otra chica junto a aquel objeto alargado, igualmente hermosa, igualmente vestida de negro, pero con cortos cabellos del color del ala de cuervo. Sostenía en su mano un viejo candelabro dorado, de seis velas. Miraba a aquella caja de madera alargada con una expresión que solo puedo describir como reverencia. Alzó la vista al escuchar nuestras pisadas, y sus ojos me contemplaron con interés.

Seguí a Gareth y a la chica rubia dentro del círculo de velas. La caja de madera estaba sostenida por dos burdos caballetes con bisagras de metal oxidado. Las tablas que la componían eran bastas y no estaban pulidas, todavía tenían astillas sobresaliendo amenazadoras de sus bordes.

Allí olía a polvo, a degradación y a miedo. Sí, el miedo proveniente de mí misma, pero también de mis anfitriones.

-Se bienvenida a mi círculo-me dijo Gareth, susurrando, como si nos encontráramos en un lugar sagrado.

-¿Que es esto?-pregunté yo, mirando a la caja-. ¿Un ataúd?

Sabía que el Doctor solía hacer uso de ataúdes en sus rituales, una forma de escandalizar y asustar a aquellos que temen todo lo relacionado con la muerte. Gareth debió leer mis pensamientos porque desechó esa idea con un gesto de su mano.

-¿Es ella la que esperábamos?-preguntó la chica de pelo negro, mirándome de una forma que encontré amenazadora.

-Lo será si ella lo desea-dijo Gareth.

-¿Que hay en esta caja?-pregunté, sin poder disimular mi nerviosismo.

-Puedes verlo por ti misma-dijo Gareth.

La tapa de la caja no estaba sujeta por nada más que por su peso, como descubrí cuando Gareth la alzó y la dejó a un lado. Desde donde estaba no podía ver lo que había en el interior. Me acerqué lentamente, temiendo ser decepcionada por su contenido.

Pero lo que vi superó completamente mis expectativas.

-Estaba aquí cuando llegamos el primer día-dijo Gareth-. Oculto en uno de los armarios del piso superior. Al principio nos desconcertó, pero pronto averiguamos de qué se trataba. Lo hemos mantenido en secreto, ni el Doctor ni nadie de su patética Orden sabe lo que hemos encontrado.

El ser que reposaba dentro de la caja parecía estar muerto, pero había una casi imperceptible vibración manando de él que lo negaba, que evidenciaba que había algún tipo de energía capaz de animar su cuerpo. Sus ojos opacos, de un azul oscuro, miraban a la oscuridad sobre él, sin aparentar ver nada. Sus ropas negras estaban raídas y llenas de polvo, igual que sus largos cabellos grises. Tenía un rostro sin edad, quizá el de un joven si no estuviese surcado por tantas suaves arrugas. Y sobre sus labios, como un macabro carmín, aparecía el marrón oscuro de la sangre seca.

-Es un vampiro-susurró Gareth, aunque yo no necesitaba que me lo dijera.

*****

-No puede ser-me dije a mi misma en voz alta.

Estábamos en lo que fue antaño la cocina de aquel edificio, el único lugar que conservaba algunos muebles y algo de habitabilidad. Estaba sentada en una silla desvencijada que otrora fue lujosa. Gareth estaba frente a mí, sirviendo vino tinto en dos finas copas de cristal. Había sacado la botella de una nevera de plástico que había traído una de las chicas. Cuando me ofreció la copa, su color rojo me pareció macabramente apropiado para lo que acababa de presenciar.

Antes de abandonar la estancia central, Gareth se había hecho un corte en la muñeca, con cuidado de no seccionarse una arteria, pero haciéndolo lo suficientemente profundo como para sangrar. Pude ver que había marcas recientes de cortes en su muñeca, formando un delicado y doloroso encaje. El chorro de sangre había caído sobre los labios del vampiro, que de inmediato se habían abierto para dejar pasar el cálido y metálico líquido. El olor a podredumbre que salía de la criatura pareció crecerse al mezclarse con el acre olor de la sangre de Gareth. Esa vibración sutil creció también, haciéndose tan fuerte que casi pude oírla.

Por un instante en el que se me detuvo el corazón, los ojos del vampiro se movieron. Sus pupilas opacas parecieron fijarse en las de Gareth durante un parpadeo, para luego volver a mirar a la nada sobre él. Miré a los demás y me di cuenta de que yo había sido la única en darme cuenta.

Al cabo de un momento Gareth retiró su muñeca y la chica del pelo negro se la vendó con un pequeño lienzo.

-Su aspecto ha mejorado mucho desde que lo encontramos-me había susurrado Gareth cuando había visto la curiosidad en mis ojos-. Al parecer es por la sangre que le proporcionamos.

Quizá fuera porque el olor sanguinolento del vampiro se me había metido hasta el fondo de mis pulmones, pero el vino tuvo un sabor ligeramente metálico aquella noche. Gareth tomó una silla y se sentó frente a mí, dejando su copa en la única mesa de la habitación.

-¿No se ha movido nunca?-le pregunté.

-No desde que lo encontramos-me dijo él-. Creemos que está demasiado débil para hacerlo.

-Y le estáis fortaleciendo con vuestra sangre-dije yo.

-Si-me respondió-. Pero está siendo demasiado lento.

-¿Que es esa cosa?-le pregunté.

Él pareció sorprendido ante mi pregunta.

-Ya te lo he dicho. Tú lo has visto.

-Eso es lo que aparenta ser-le dije yo-. Los vampiros no existen más que en las leyendas. No digo que esa cosa de la caja no tenga alguna relación con ellos, pero debe haber una explicación. Esa cosa debe tener una naturaleza más allá de los que nos dicen las leyendas.

-Así es-dijo una voz suave desde el umbral.

La única luz provenía de una solitaria vela sobre la mesa, demasiado débil como para iluminar a quien me hablaba, pero por su silueta puede adivinar que era la chica rubia.

-Esta es Fallon-dijo Gareth-Ha analizado algunas muestras de sangre de nuestro anfitrión.

Pese a la oscuridad puede ver como Fallon negaba con la cabeza.

-No las he analizado como debería haberse hecho-dijo ella-. Solo soy estudiante de medicina, y todavía no es mucho lo que sé. Tan solo un día me atreví a clavarle una aguja a eso y a hacerle algunas pruebas superficiales. Tiene pulso, eso es seguro, o al menos algo que parece un pulso muy profundo. Y por sus venas corre algo que parece sangre, pero no puedo precisar exactamente qué es.

-¿Ni siquiera tienes una idea?-le pregunté.

Fallon se nos acercó y se sentó en el suelo, junto a Gareth.

-Tengo una teoría-dijo, mirándome fijamente a los ojos-. Pero no sé si tiene sentido.

-Cuéntamela-le dije-. Seguro que tiene más sentido que viejas leyendas medievales.

-Verás-dijo Fallon-. Eso que hay en el salón parece ser... la forma más sencilla de explicarlo es que es una enfermedad. No un cuerpo atacado por una enfermedad, sino una enfermedad en sí. Su sangre, y todos sus tejidos tienen una naturaleza que no puedo precisar, pero que no pertenece al reino animal.

-¿Entonces?-le pregunté, intrigada. Había leído lo suficiente como para seguir superficialmente su explicación.

-Lo que creo es que todo en ese ser tiene una naturaleza vírica-dijo Fallon-. Ya sabes que un virus ataca una célula y la cambia transformándola a su vez en un virus. Y que un virus no está realmente vivo, sino que se encuentra a medio camino entre lo vivo y lo muerto. Bueno, pues imagina un virus que pudiera cambiar otras moléculas para que siguieran funcionando como antes, pero al mismo tiempo adquiriendo naturaleza vírica. Esa criatura es como una especie de organismo vírico, una colonia de virus con forma humana que se alimenta de las proteínas de la sangre. La sangre humana. He visto como reaccionan las moléculas de su sangre ante la sangre humana y la de animales, y solo la sangre humana parece nutrirlo. Sin sangre, su cuerpo permanece en letargo, pero sin llegar a estar nunca completamente muerto.

-No puede morir-dijo Gareth-. Al menos por lo que sabemos.

-Un organismo complejo inmortal-dijo Fallon-. Algo que la biología nos dice que es imposible. Y lo tenemos aquí mismo, en esa habitación.

Yo estaba demasiado fascinada, y demasiado nerviosa como para andarme con sutilezas.

-¿Que pretendéis hacer con él?-le espeté.

Pude ver como la luz de la vela bailaba sobre la sonrisa de lobo de Gareth.

-Le alimentamos con nuestra sangre-dijo-. Esperamos que así se cree un vínculo entre nosotros y él, o al menos que muestre agradecimiento cuando recupere su fuerza. Y cuando ocurra eso, le pediremos que comparta con nosotros su poder.

-¿Y si se niega?-le pregunté.

-Entonces se lo robaremos-dijo Gareth.

-Eso es una locura-les dije-. ¿Y si simplemente os mata? Estáis fortaleciendo a un monstruo.

-No esperaremos tanto para pedírselo-dijo Gareth-. Lo alimentamos poco a poco, como has visto.

Me callé lo que había visto, o había creído ver. Tenia el temor de que aquella criatura estaba más despierta de lo que ellos creían, que mientras ellos maquinaban sus planes, aquella mente extraña e inhumana también rumiaba los suyos desde dentro de la caja de madera. Lo que les pregunté era la otra duda que corroía mi mente.

-¿Por qué me contáis todo esto?-les pregunté-. ¿Por qué me habéis mostrado esa cosa?

-Es lo que buscabas-me digo Gareth, inclinándose hacia mí-Poder sobre la vida y la muerte. La vida eterna.

-¿Y tú me la ofreces?-le dije-. ¿Sin pedir nada a cambio?

Gareth sonrió y desvió por un instante la vista, como un niño travieso. No me había dado cuenta de que Fallon nos había dejado, tan silenciosamente como cuando se unió a nosotros.

-Hay algo que quería pedirte, claro está-me dijo Gareth-. Todo tiene un precio.

-¿Y cual es?-le pregunté, temiendo su respuesta.

-Que seas parte de nuestro grupo-me dijo él-. Eso es lo que quiero de ti.

-¿Tu grupo?-le pregunté, confundida-. ¿Tienes una especie de Orden, como la del Doctor?

-Nada de eso-me dijo él, conteniendo una risa-. Fallon, Sherri y yo tenemos algo en común además de ser miembros descontentos de la Orden Oscura. No entramos aquí buscando solo un lugar apropiado para un ritual, sino para usarlo como local de ensayo.

-Música-dije cuando lo comprendí.

-Imagina un grupo que fascine a todos los que lo escuchen-me dijo él-. No muy famoso, pero célebre, como el tuyo. Moviéndose de un sitio a otro, atrayendo a personas que nos ofrecerían cualquier cosa por nuestra compañía, por nuestro favor.

-Incluso su sangre-susurré.

-¿Crees que el Doctor estaba en tu concierto por casualidad?-me confesó él-. Fui yo quien le envié, sabiendo que tú vendrías si él te llamaba.

Creo que me sonrojé.

-Si, era a ti a quien buscaba-me dijo-. Necesito tu voz, tu talento y tu belleza para completar mi grupo.

Lo absurdo e irresistiblemente hermoso de aquella idea me provocó una carcajada. No sabía ya que esperar, porque sabía que podía esperar cualquier cosa.

Miré sus cautivadores ojos azules y tomé un nuevo trago de vino. El calor de alcohol ascendió por mis venas hasta mi cabeza, mezclándose con mi sangre. Aquello era un hermoso sueño, pero temía dar el primer paso, temía que la realidad hiciera añicos mis ambiciones, los deseos de fama y poder que impulsaban mi espíritu.

-Acepto-susurré.

*****

Llegué a conocer muy bien aquella vieja casa los días que siguieron. Aquel lugar encantado se convirtió en el centro de mi vida.

Al día siguiente llamé al guitarra solista de mi grupo y le dije que tenia que tomarme un descanso. Intenté que no sonara definitivo, pero él intuyó que le estaba diciendo de una forma suave que los Iluminados habían llegado a su fin. No se enfadó, como me temía, sino que simplemente su voz adquirió un tono triste que me fue más doloroso que el sentir su enfado.

-¿No te habrán comido la sesera en esa casa maléfica?-recuerdo que me preguntó.

-No, nada de eso-le contesté, sin mentirle-. Ese Doctor es un fraude. Ahora me doy cuenta de que teníais razón.

-Nos veremos por la facultad-me dijo como despedida.

-Nos veremos-le dije yo.

Lo cierto es que fui poco a la facultad aquellos días, y al cabo de un tiempo dejé de aparecer por allí. Pasaba el tiempo sola, paseando por las calles de aquella antigua y pequeña ciudad universitaria, por la ribera del río que la atravesaba de parte a parte y por sus extensos y mal cuidados jardines. Ante mis ojos, el mundo había adquirido una cualidad especial, una magia a la que ya había renunciado. Ahora veía misterios en cada sombra, secretos en cada vieja estatua, en cada edificio ruinoso. Había creído que al fin lo sabía todo sobre la realidad, pero aquella criatura de la caja me había enseñado con su mera existencia que en realidad no sabía nada. Y yo volví a ser como una niña asustada y fascinada al mismo tiempo por la oscuridad.

Pero donde más tiempo pasaba era en aquella vieja casa, la cripta, como la llamábamos entre nosotros. Gareth se había encargado de acondicionar uno de los dormitorios del primer piso para mí, incluso llevó un saco de dormir. Me tumbé allí a descansar algunas veces, pero nunca pude dormir. Era incapaz de dormir sabiendo lo que había allí abajo.

Nos turnábamos para hacer guardia, y para alimentarle con nuestra sangre. Pero, aunque no tuviésemos nada que hacer, solíamos permanecer cerca, a la espera, hablando en susurros en las viejas habitaciones, viendo extraños patrones y sombras imaginarias en los oscuros pasillos y las manchas de humedad, sobresaltándonos a veces con el sonido de los insectos y las ratas moviéndose dentro de las paredes.

Lo recuerdo y me sorprendo de lo ingenuos que éramos todos, incluso Gareth. Nos creíamos sabios y poderosos, creíamos estar dominando un poder inconmensurable. Pero no éramos más que niños jugando con fuego.

No volví a ver ningún movimiento en el vampiro, ni siquiera cuando derramaba sobre sus labios mi propia sangre. Al principio me sentía fascinada por hacerlo, pero al cabo de unas semanas aquello perdió parte de su poesía. Comencé a sentir que era como si vigilara el lecho de un enfermo. Quizá por eso un día comencé a leer en voz alta el libro que había llevado para distraerme, susurrando las palabras suavemente cerca de la caja. Es curioso, pero aquel simple gesto me hizo perder gran parte del miedo que sentía ante aquella criatura.

Te he dicho que solíamos conversar, pero lo cierto es que nuestras conversaciones solían girar siempre alrededor del mismo tema. Aquel ser era nuestra obsesión, el centro de nuestros pensamientos y nuestros anhelos. De mis compañeros en la vigilia, como les llamaba, Fallon era con quién más hablaba. Era extrañamente reservada en lo que concernía su vida anterior a todo aquello, pero hablaba sin reparos de cualquier otra cosa. Siempre sospeché que arrastraba un pasado triste, quizá lleno de dolor y de rechazo. Sherri no solía hablar mucho, era una persona más de acciones que de palabras. Solía pasear como un león enjaulado por la estancia cuando era su turno de vigilar a la criatura. Era una persona honesta, quizá demasiado, y por eso no llegaba a tolerar del todo mi presencia allí. Creo que estaba enamorada de Gareth, y que me veía como una posible rival.

A mí Gareth me fascinaba, es cierto, pero no le veía como un posible novio. Es difícil de explicar lo que sentía por él. Había veces que sentía la urgente necesidad de besarle, de entregarme a él por completo, pero entonces había algo en él, algún gesto, alguna palabra que hacía que ese fuego se enfriara. Era una sospecha, o quizá simplemente la desconfianza que crea a su alrededor un conspirador confeso. Conmigo era un caballero, alguien salido de las fantasías más salvajes de cualquier mujer. Aprovechaba cualquier excusa para pedirme que cantara para él, y cuando le complacía la fascinación que veía en sus ojos azules me hacia perder la razón.

Un día dejé de leerle al vampiro y comencé a hablar con él directamente. Le hablaba de mí, de mi pasado, de lo que sentía. No me pidas que te explique como, pero sabía que me escuchaba.

Los días pasaron y Gareth fue poco a poco perdiendo la paciencia. Un día lo descubrí gritándole al féretro, acusándole de no despertar aunque podía hacerlo, de negarse a compartir sus secretos, desafiándole a salir de aquella caja y desangrarle si era capaz. Se sintió avergonzado cuando me descubrió en el umbral, y se alejó sin decirme nada.

Entonces todo se precipitó sobre nosotros.

*****

Aquella noche llovía, lo recuerdo muy bien. Camino a la cripta el agua helada había atravesado mis ropas y me estaba haciendo tiritar. Golpeé la puerta dos veces, como teníamos de consigna. Nada ocurrió. Con un mal presentimiento volví a golpear y esperé. Nada. Empujé un poco la puerta y esta cedió, chirriante y pesada.

Nunca la dejábamos abierta.

Entré lentamente, ensordecida por el sonido de la lluvia que caía en el exterior, intentando vanamente aguzar el oído. Pero no escuché nada. Mis propios pasos retumbaron en el interior del decrépito edificio en cuanto cerré la puerta. El rudimentario y oxidado cerrojo había sido dejado abierto. Lo cerré lentamente, intentando hacer el menor ruido posible. Después me aventuré al interior.

Nada más entrar en la estancia lo vi, junto a la caja, dentro del círculo de velas que renovábamos cada noche. Era Gareth, tumbado en el suelo, mirando sin ver la caja que había sobre él, reposando en los caballetes. Sus brazos estaban doblados en ángulos imposibles y dolorosos y sus piernas parecían las de una muñeca rota. Me arrojé sobre él, rompiendo el círculo de velas, y cuando lo toqué su cuerpo sufrió un violento espasmo. Su cabeza golpeó el duro y frío suelo con un sonido sordo que me heló la sangre. Lo abracé con fuerza hasta que cesaron sus convulsiones, protegiendo su cabeza con mis manos. Después pareció calmarse, sus músculos se suavizaron y sencillamente de deslizó entre mis brazos para descansar sobre el suelo.

Yo estaba frenética, aterrorizada. Miré dentro la caja, intentando contener mi endiablada respiración, pero no vi ningún cambio en la criatura. Me volví de nuevo hacia Gareth y entonces vi un objeto extraño junto a él, que brillaba levemente a la luz de las velas. Me agaché a recogerlo, aunque ya sabia lo que era. Una jeringuilla de cristal, todavía manchada de sangre. Sangre de vampiro.

Gareth había perdido la paciencia y había decidido arriesgarse.

No podía dejarlo allí. No sabía si volvería a sufrir convulsiones, si el frío podía hacerle daño. Intenté levantarlo, pero pesaba demasiado para mis brazos poco acostumbrados al ejercicio. Finalmente lo agarré desde atrás por las axilas y lo fui arrastrando lentamente lejos de allí, hasta el primer piso, donde lo dejé metido como pude dentro de un saco de dormir. Su corazón todavía latía, y su respiración era lenta, pero respiraba.

Yo no sabia que hacer. Quería ir a pedir ayuda, pero no quería dejarle allí solo. Fallon y Sherri todavía tardarían horas en llegar. Además, ¿qué ayuda podrían ofrecerme? ¿Sabía alguien que consecuencias tendría lo que Gareth acababa de hacer?

Sí, alguien sí que lo sabía.

Rápidamente, sin darme tiempo a mi misma para cambiar de opinión, bajé a la cocina, donde guardábamos las cuchillas desechables que empleábamos para hacernos sangrar. Mis muñecas por aquel entonces estaban tan cruzadas por el macabro dibujo de los cortes como las de una suicida recalcitrante. Tomé una de las pequeñas cuchillas y fui con ella al salón. Corté una de mis muñecas, y después la otra. Uní las manos, como formando una siniestra oración, sobre los labios del vampiro, y apreté las muñecas la una contra la otra para que sangraran. Me temblaba tanto el pulso que no sé como no me corté una arteria en el proceso. El chorro de sangre cayó sobre sus labios ya rojos, mucho más de lo que solíamos sacrificarle. Tenía que ser más, mucho más. La sangre cayó durante minutos dentro de su boca, y cuando mis heridas se cerraron me las abrí de nuevo, y después otra vez, y otra, hasta que comencé a sentir que perdía el equilibrio. Entonces separé las muñecas y le grité.

-¡Háblame!-le dije-. ¡Sé que me estas escuchando!

Entonces, lentamente, el vampiro se incorporó en el tosco ataúd, y sus ojos sin vida se fijaron en los míos.

Sus manos de largas uñas, surcadas por cientos de casi imperceptibles arrugas, apartaron sus largos cabellos grises de su rostro, todo con una lentitud tan delirante que me sacaba de quicio. Yo no sabia si retroceder, dejándome llevar por mi temor, o ir hacia él cediendo a mi fascinación. Sus labios se separaron, y un hilo de mi preciada sangre se deslizó de su comisura y recorrió su rostro hasta su barbilla, intricándose en los surcos de su arrugada piel y revelándolos incluso a la luz de las velas. Algo parecido a una suave tos surgió de su garganta, y después en susurro ronco que todavía no era una voz. Era el esfuerzo de una garganta que no había pronunciado una sola palabra en años.

-¿Que deseas?-dijo al fin, con una voz tan ronca y débil que era casi imperceptible.

-Gareth-le dije tras un largo momento en el que no me atreví a pronunciar palabra, demasiado atemorizada como para pensar en lo que quería decir-. El que te encontró se ha inyectado tu sangre.

Los ojos del vampiro dejaron de mirar los míos para mirar a algún punto en la oscuridad sobre nuestras cabezas. De su garganta surgió un sonido rítmico y chirriante que me costó identificar como su risa.

-Loco insensato-dijo al fin, o al menos creo que eso fue lo que dijo.

-¿Que le ocurrirá?-le pregunté, con voz implorante.

Sus ojos volvieron a mirarme. Su expresión cambió de repente, revelando una inusitada astucia.

-Te lo revelaré-me dijo-. Si tú haces algo a cambio.

-. ¿Que quieres?-le dije sin pensar.

-Que me quemes-me dijo él.

Su voz se iba haciendo más clara por momentos, pero aún así creía que no le había entendido bien.

-¿Cómo has dicho?-le dije, sorprendida.

-Quiero que me quemes, que quemes este cuerpo maldito-me dijo él.

-¿Quieres morir?-le dije cuando lo comprendí al fin.

-¿Porque creíais que reposaba aquí, niñatos ignorantes?- me dijo él, dejando que su ira se reflejase en su voz-. Creía que si mi cuerpo se desecaba moriría, pero solo dormí, hasta que vosotros me habéis despertado con vuestros absurdos ritos.

Yo no entendía como alguien con ese poder podría desear morir, pero recordé a Gareth e hice lo único que podía hacer.

-De acuerdo-le dije.

-Si no lo haces-me dijo, señalándome con uno de sus largos dedos-, te mataré.

-Lo haré-le dije yo-. Pero dime lo que quiero saber.

Una sonrisa amarga apareció en el rostro del vampiro.

-Conseguirá lo que pretendía-me dijo-. Se convertirá en uno como yo, en un maldito. No te preocupes por lo que le pase ahora. Su cuerpo esta cambiando, esta maldita enfermedad le está devorando sin remedio. Si le aprecias, quédate junto a él hasta que termine de cambiar, pero ten cuidado cuando su cambio se haya completado.

-¿Hay algo más que deba saber?-le pregunté.

-Que estáis locos-me dijo él-. Que no sabéis con lo que estáis jugando. Pero eso a mí no me importa. Y ahora déjame tranquilo o acaba con mi miseria de una vez.

El vampiro se inclino sobre el borde del ataúd y vomitó violentamente en el suelo un copioso chorro de sangre. Después volvió penosamente a tumbarse dentro del tosco féretro y cerró sus muertos ojos.

Entonces mis rodillas fallaron y caí al suelo, junto al charco de sangre que el vampiro acababa de vomitar. El olor de la sangre putrefacta inundó mis pulmones y yo me sentí a punto de desfallecer. Pero me forcé a mi misma a ponerme en pié y hacer lo que había prometido.

Subí con pasos tambaleantes al piso de arriba, a la oscura habitación en la que Gareth reposaba. No parecía haberse movido de donde le había dejado. Tirando del saco, fui sacándolo de allí poco a poco, hasta llevarlo al borde de las escaleras. Entonces escuché pasos en el piso de abajo.

-¿Alex?-dijo la voz de Sherri.

-¡Estoy aquí!-dije en lo que se pareció demasiado a un grito de puro terror.

Sherri subió corriendo las escaleras, alarmada ante mi grito. Creo que fue entonces cuando me di cuenta de que estaba apunto de darme un ataque de histeria. Respiré hondo y me esforcé en explicarle a Sherri lo que había ocurrido. Ella se lo tomó mucho mejor que yo. Parecía que había estado esperando que aquello ocurriese en cualquier momento. Ahora que recuerdo todo aquello, creo que yo también debería habérmelo imaginado.

Entre las dos bajamos a Gareth y le sacamos de allí. Por suerte Sherri tenia coche, y le metimos como pudimos en la parte de atrás. Le pedí que llevara a Gareth a su casa, que yo me reuniría con ellos poco después. Cuando Sherri me preguntó porque tenía que quedarme, no se lo dije, tan solo insistí en que se fuese, y le advertí que tuviese cuidado con Gareth. Ella me miró en silencio por un momento, pero sin preguntarme nada más se marchó.

Con las prisas de la salida habíamos dejado abierta la puerta de la cripta. No sabía muy bien como iba a cumplir mi promesa, pero al menos tenía que intentarlo. Volví al salón, junto al féretro, y tomé del suelo una de las velas. Me asomé al interior del féretro y contemplé de nuevo aquel rostro extraño y arrugado, un rostro que un momento antes había estado animado por emociones tan desatadas que parecían cercanas a la locura. Con una mano temblorosa, comencé a derramar cera hirviente sobre aquel rostro, que no se inmutó cuando el líquido quemó su piel. Arrojé la vela dentro del féretro, para que la llama prendiera en sus raidas ropas. Hice lo mismo con el resto de las velas, una a una, encendiendo de nuevo las que estaban apagadas. Algunas no prendieron, pero si lo hicieron la mayoría, prendiendo a su vez la madera del féretro. Me alejé unos pasos de la tosca caja y me senté en el suelo, junto a la pared, contemplando como las llamas iban extendiéndose por la madera, como iban oscureciéndola y consumiendo sus fibras, escuchando como crujía y saltaban sus nudos. Desde donde estaba no podía ver el cuerpo del vampiro, no quería verlo consumirse. Recuerdo que se me pasó por la cabeza si aquello era un asesinato, si se podría culpar a alguien por matar algo que supuestamente ya estaba muerto. Y me di cuenta de todo lo que el vampiro se llevaba consigo, toda la historia de su vida, todos los secretos de su existencia, el recuerdo de una existencia mortal y de la transformación en el ser que ahora se consumía ante mis ojos, todos sus sueños, sus anhelos, su dolor y su amargura, todos los crímenes que aquel ser habría cometido por su ansia de sangre. Y, mientras derramaba lágrimas por aquella criatura, traté de imaginar como sería estar realmente cansado de vivir, que tu vida estuviese tan inundada de vivencias, de placeres y de dolores que tu alma, creada para una vida finita, terminara por ahogarse ante esa avalancha de pura vida. Y me juré a mi misma que haría cualquier cosa por llegar a experimentar aquello algún día.

Cielo santo, que ingenua fui.

*****

Sabía donde vivía Gareth, pero nunca había estado en su casa. Cuando llamé a la puerta, fue Fallon la que me abrió.

-¿Cómo está Gareth?-le pregunté a modo de saludo.

-Olvídate de él-me dijo, tomándome de los hombros y tirando suavemente de mí, obligándome a entrar.-. ¿Cómo estas tú?

-Yo estoy bien-le dije-. No me pasa nada.

-Estas fatal-me dijo ella-. No me mientas.

Me tomó de la mano con firmeza, pero sin hacerme daño, y me hizo seguirla hasta un pequeño salón. Me sentó de un empujón en un amplio sillón de cuero negro y después palpo mi rostro con sus manos, como si lo examinara con su tacto. Tomó después mis manos y su rostro normalmente frío se torció en una mueca al ver las nuevas heridas de mis muñecas.

-¿Que has hecho?-me preguntó, horrorizada.

-Lo único que se me ocurría-le contesté.

No me había detenido en ningún momento desde que encontré a Gareth, y al estar allí sentada todo el agotamiento que almacenaba mi cuerpo por la falta de sangre pareció asaltarme de golpe. Me sentí extrañamente protegida en manos de Fallon. Con su aspecto de rockera y lo reservada que era en lo referente a su vida, normalmente olvidaba que estudiaba medicina.

-Podrías haberte quedado allí-me dijo-. Desangrarte en el suelo de la cripta.

-Lo sabia cuando lo hice-le dije, ya casi en un susurro.

Me sentía caer plácidamente en un sopor tan pesado como el plomo. Traté de resistirme, hasta que me di cuenta de que realmente necesitaba caer en él. Fallon me dejó por un momento y al poco volvió con un tazón de sopa. Lo bebí en largos sorbos, descubriendo en el proceso lo hambrienta que estaba, y al sentir su calor en mi interior dejé de resistirme al fin al sopor que me atenazaba, y me dormí.

Cuando desperté, descubrí que Gareth se me había adelantado.

*****

Fue el tacto de su mano lo que me despertó, algo frío contra mi rostro, algo que se movía serpenteante, palpitando con fuerza. Abrí los ojos y frente a mí vi dos pozos azules, sin vida, son la chispa de un alma que los animase.

-Gareth-susurré.

Él sonrió, una sonrisa tan torcida y perversa que me dio miedo. Se agachó frente a mí, poniendo su mirada a la altura de la mía. Fallon y Sherri también estaban allí, una a cada lado, como si le custodiaran.

-Lo has logrado-le dije, tomando su rostro entre mis manos. Su rostro estaba frío, y podía sentir como mi calor fluía hacia su piel.

-Es muy extraño-me dijo él-. No sé si puedo explicar lo que siento, como me siento.

Recordé entonces las palabras del vampiro, su advertencia para cuando Gareth despertara.

-¿Tienes hambre?-le susurré.

-¿Te estas ofreciendo como mi sustento, preciosa?-dijo él, con la misma voz burlona de siempre. No, no la misma. Su voz tenía ahora un leve matiz desquiciado.

De repente giró el rostro y me chupó sensualmente un dedo. Cuando sentí sus dientes rozando mi piel un escalofrío recorrió mi espalda.

-Nada de eso, pequeña-me dijo él-. No debes temer eso de mí. No tengo hambre. No siento casi nada.

Sus fríos labios besaron mi mejilla, y sus dedos acariciaron suavemente mi nuca, provocándome un nuevo escalofrío, esta vez de placer. Tras esto se separó de mí y se puso en pié. Yo me levanté también del sofá. Me sentía mucho mejor, pero tenía los músculos de la espalda doloridos.

-Pronto vosotras haréis lo mismo que he hecho yo-nos dijo Gareth-. Yo soy quien ha abierto el camino, pero vosotras me seguiréis.

-No podemos hacerlo-le dije a Gareth.

-¿Cómo?-me dijo él, sorprendido-. ¿Por qué dices eso?

-El vampiro-le confesé-Ya no está en la cripta.

Incluso los ojos muertos de Gareth podían reflejar horror.

-¿Que ha ocurrido?-me preguntó Sherri-. ¿Te lo has llevado de allí?

Al parecer, ahora que habíamos logrado lo que buscábamos, la animosidad que Sherri se había hecho más fuerte. Quizá fuese porque yo era quién había encontrado a Gareth, quien le había ayudado en primer lugar, a quien había besado y acariciado. Mientras me acusaba, los dedos de la mano de Sherri se habían entrelazado con los de Gareth.

-No me lo he llevado-les dije, temiendo por primera vez su reacción-. Conseguí... hablar con él.

-Por eso estuviste al punto de desangrarte-me dijo Fallon-. Le diste tu sangre hasta que habló.

-Eso es imposible-dijo Gareth, sentándose en el sillón que yo acababa de abandonar y llevando una mano a su cabeza en un teatral gesto de asombro.

-¿Imposible?-le dije yo, inclinándome hacia él-. ¿Me lo dices tú, que te has convertido esta noche en algo que no puede existir?

Gareth me concedió la razón asintiendo con la cabeza.

-¿Que te dijo?-me preguntó.

-Que te ibas a convertir en uno como él-les dije a los tres-. Que a sus ojos somos poco más que unos niños traviesos que no saben con que fuerzas están jugando. Y me hizo prometer que quemaría su cuerpo.

-¿Quemarle?-casi gritó Gareth, asombrado.

-Si-dije yo-. Y eso es lo que hice.

No le estaba mirando en ese momento, por eso no le vi. No creas que su movimiento fue algo portentoso, una demostración de poder sobrehumano. Fue algo mundano y desagradable. Se puso en pié de golpe y me abofeteó. Su golpe me hizo girar la cabeza, y comencé a sentir un débil escozor en mi piel. Pero aquel había sido un ataque débil, casi sin fuerza.

-¡Maldita zorra!-me gritó-. ¿Cómo te has atrevido?

Yo no le contesté. Me limité a mirarle con todo el odio con el que fui capaz. Cuando perdió el equilibrio y estuvo a punto de caer, no hice nada para impedirlo. Hubiese caído al suelo de no haberle sostenido Sherri.

-¿Que te ocurre?-le preguntó ella, en lo que pretendía que fuese un susurro íntimo.

-Nada-le contestó él con rudeza, apartándola de su lado, mirándome solo a mi-. Maldita ingrata. Yo he sido el único de este grupo con el valor suficiente como para arriesgar la vida por mi sueño. Y así me lo pagas. No te mereces lo que tengo. No.

Miró entonces a Sherri y a Fallon, que le contemplaban algo asustadas por el arranque violento.

-Ni vosotras-les dijo-. Tampoco sois dignas. Ahora solo yo puedo daros este poder. Y tendréis que ganároslo.

Entonces una convulsión le golpeó, haciéndole doblarse sobre sí mismo. Cayó sobre el sofá, presa de un dolor que le deformaba el rostro como si fuese una máscara griega. Cuando pasó, apenas un instante después, dejó un rastro de miedo en su rostro.

-Podemos quitártelo, como tú se lo quitaste a ese vampiro-le dije-. Mírate, estas débil. Eres tú quien nos necesita a nosotras.

Gareth se puso de nuevo en pié. Permaneció quieto un instante, como si comprobase que podía mantener el equilibrio.

-Sabéis lo que necesito-les dijo a Sherri y a Fallon-. Vamos a buscarlo.

Sherri pasó su brazo alrededor de la cintura de Gareth, y salieron juntos del salón.

-¿Estas bien?-me preguntó Fallon en un susurro.

Yo tan solo asentí. Ella se marchó tras de los otros.

En un último gesto de desprecio, Gareth apagó la luz antes de marcharse, y me dejó allí, a oscuras.

*****

Cuando volvieron yo seguía allí, sentada en el sillón del pequeño salón, a solas con mis pensamientos. No parecieron reparar en mí. No los veía, tan solo podía escucharles abrir la puerta y entrar, sus pasos lentos, pero al mismo tiempo agitados, los susurros con los que se dirigían los unos a los otros. Entonces creí escuchar una nota de amargura en la voz de Fallon, y un profundo sollozo.

Me puse en pié y salí del salón. La puerta del pequeño cuarto de baño estaba abierta, y a la mortecina luz de la única bombilla que lo iluminaba vi a Fallon, inclinada sobre el retrete, vomitando entre toses, su largo cabello rubio empapado en sudor, pegado a su espalda. Cuando terminó, se secó la boca con una toalla y se miró un momento al espejo. Entonces me descubrió, mirándola desde el umbral. Me sorprendieron sus ojos, inyectados en sangre y humedecidos por las lágrimas. Entré en el cuarto de baño y la abracé, al principio tímidamente, después con más fuerza cuando ella comenzó a llorar con suaves sollozos.

-Ahora es lo que siempre quiso ser-me susurró-. Ya es un vampiro.

Me abrazó un poco más, y después me sorprendió sentir sus labios sobre mi mejilla, un beso quizá un poco más largo y más apasionado que el que correspondería a una amiga. Acaricié sus cabellos y la besé yo también, y conseguí arrancarle una leve sonrisa.

-No te preocupes-me dijo ella-. Es solo la impresión. He visto cadáveres en la facultad, he practicado disecciones, me he manchado las manos de sangre. Pero nunca había visto morir a alguien.

-¿De verdad estás bien?-insistí yo, mirando sus ojos enrojecidos.

-Si-dijo ella, asintiendo y obligándose a contestar.

Nunca volví a hablar con ella de lo que había ocurrido aquella noche, ni con ninguno de los otros. Todavía no sé que ocurrió.

Dejé a Fallón y salí al pasillo. Vi a Sherri saliendo de una habitación que supuse que sería el dormitorio. Tan solo me miró un momento a modo de saludo, pero no vi ninguna animosidad en sus ojos. Por el momento parecía que había tregua entre nosotras. Sin decirme nada, pasó a mi lado y entró en el salón.

Me acerqué con cuidado a la puerta del dormitorio de Gareth, que estaba entornada. Del interior solo surgía oscuridad. No, no solo eso. También una leve palpitación, algo que solo podía sentir vagamente en los pelos de mi nuca. O quizá fuese tan solo miedo.

Cuando entré no pude ver nada por un momento. Cuando mis ojos se acostumbraron a la tenue luz que llegaba desde el corredor le vi, sentado en una sencilla silla de madera, junto a la cama, con el respaldo frente a él, la cabeza apoyada en los nudillos de sus manos. Me senté en la cama, frente a él. Seguía aparentando la misma debilidad que antes de marcharse, pero ahora no estaba presente en sus gestos, ni en su mirada. Por primera vez desde que se había transformado, vi en el una amenaza. Pero sentía también una trágica y morbosa atracción ante esa especie de decrepitud eterna en la que se había sumido su cuerpo.

-No vuelvas pegarme-le dije, en un susurro-. Nunca más.

Se limito a mirarme con sus ojos azules. Acarició mi rostro con los nudillos de la misma mano con la que me había abofeteado, pero lo hizo con una ternura de la que no le creía capaz. Podía sentir ahora un leve calor surgiendo de mi piel.

-¿Que es lo que sientes ahora?-le pregunté.

Él me miró por un momento en silencio, como si ordenase sus pensamientos.

-Me siento lleno, saturado de energía, de vida-dijo él, moviendo expresivamente sus manos al hablar-. Pero siento como se me escapa a cada instante, como la voy quemando poco a poco. Es maravilloso, pero al mismo tiempo es terrible, porque está siempre presente el conocimiento de que tendré que volver a matar.

-¿Te importa eso?-le pregunté.

-Creía que me importaría más-me dijo él-. Pero estoy más allá de todo eso. Debo estarlo si quiero sobrevivir.

-¿Que hay de nosotras?-pregunte yo.

-Os necesito-me dijo él-. En eso tienes razón. Os daré mi sangre, pero todavía no. Seréis mis siervas.

Cuando Gareth dijo aquello me sentí repentinamente excitada, tanto que creo que me mordí un labio. Aquellas palabras, su mera presencia, su malignidad y la forma en la que me miraba habían conmovido la parte más perversa de mi alma.

-Ordéname algo, mi señor-le susurré, dejando que en mi voz se revelara toda la sensualidad que sentía crecer dentro de mí.

Gareth se puso en pié frente a mí y una malvada sonrisa se dibujó en sus labios.

-Bésame los pies-me ordenó.

Y, sonriéndole de forma perversa, me agaché frente a él para estampar mis labios en sus botas.

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© 2008, Juan Díaz Olmedo

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Diabolus In Musica - Capitulo 4

jueves, 21 de agosto de 2008

El Señor Lars se sabe incongruente haciendo cola junto a chicos que tienen la edad suficiente como para ser hijos suyos, incluso alguno para ser su nieto. Como casi siempre siente las miradas de desconfianza clavadas en él, puede escuchar retazos de conversaciones susurradas que se refieren a él, a su extraña y atemorizadora presencia, a conjeturas sobre su identidad, sobre sus intenciones. Ha escuchado a un chico que pensaba que era una especie de pervertido, a otros que creían que era un periodista de esos que se dicen conocedores de la escena nocturna, de los que se limitan a visitar un par de locales y después escriben un artículo lleno de estereotipos y falsedades en algún periódico de gran tirada.

La cola avanza lentamente. El Señor Lars ha pensado a veces en saltarse estas colas, en preguntar directamente al vigilante de la puerta por quien esté al cargo de contratar las actuaciones. Pero ha notado que su aspecto y su edad crean sospechas en los vigilantes, le hacen aparentar ser un policía o algo peor, alguien que puede traer problemas. Mejor seguir la disciplina de la entrada para no levantar más resquemores. Ya ha visitado cuatro locales, y en ninguno de ellos ha encontrado nada.

El Señor Lars es un hombre disciplinado, pero la cola lleva ya totalmente detenida un buen rato. El aforo del local debe estar completo, y los vigilantes no dejarán entrar a nadie a menos que alguien salga. No entiende por qué estos chicos no se marchan sencillamente en busca de otro local. Esa predilección de un lugar por otro es algo que escapa a su comprensión, como muchas otras cosas de este mundo nocturno en cuyos límites se ve obligado a moverse. Decidido a no perder más tiempo, saca de su bolsillo el folio pulcramente doblado con el símbolo, lentamente dibujado con un bolígrafo sobre la mesa de la cocina. Hay dos chicas frente a él en la cola, charlando de temas demasiado esotéricos para la comprensión del Señor Lars y dirigiéndole cada cierto tiempo miradas de extrañeza. El Señor Lars se aclara la garganta y las mira directamente, consiguiendo captar su atención.

-Disculpad-les dice-. ¿Habéis visto esto antes?

Las chicas le miran sorprendidas por un momento antes de bajar la vista y descubrir el dibujo de temblorosos trazos negros. Una de ellas toma el papel de sus manos demasiado rápido para que el Señor Lars pueda evitarlo y se lo acerca a los ojos, tanto que el Señor Lars se pregunta si acaso no necesitará gafas pero se abstiene de llevarlas por una absurda coquetería. La chica es un poco gruesa, y su rostro vulgar está completamente cubierto de maquillaje blanco, con los ojos remarcados en negro y los labios en rojo. Su cabello rubio ceniza cae sobre su frente en un largo flequillo.

-¿Que se supone que es esto?-le pregunta al fin.

La otra chica es más delgada, de largos cabellos negros, demasiado extraña para ser hermosa, al menos para el criterio clásico del Señor Lars. Se limita a mirar alternativamente al símbolo y al Señor Lars.

-Es el símbolo de un grupo-dice al fin el Señor Lars-. Se llaman Fata Morgana. Me preguntaba si lo conocíais, si sabéis donde tocan.

-¿Que clase de música hacen?-pregunta la chica rolliza.

El Señor Lars no sabe que contestar. La terminología de la música moderna es un misterioso mar de conocimientos arcanos para él. Desesperadamente trata de recordar retazos de conversaciones telefónicas de su hija con sus amigos, haciendo planes para conciertos o fiestas.

-Siniestra-dice al fin-. Muy siniestra-añade, pensando nada más decirlo que está cometiendo un error.

-¿Y te gusta este tipo de música?-le dice la chica rubia, sin disimular un ápice su sorpresa, su perplejidad ante el hecho de poder compartir sus gustos con alguien tan mayor.

-No lo creo-dice de repente la otra chica, con voz sorprendentemente grave-. Creo que aquí el señor es de alguna discográfica.

Si, piensa el Señor Lars. Es una excusa excelente. No se le había ocurrido.

-Eres muy lista-dice el Señor Lars, permitiéndose una sonrisa.

-He oído hablar de ellos-dice la chica-. No he visto este símbolo, pero he oído su nombre. Creo que me lo ha dicho algún amigo. Pero no puedo ayudarle, no sé dónde tocan, ni nada de ellos. Pero me han comentado que son muy buenos.

-Eso me han dicho-dice Lars-. Gracias de todas formas.

Un grupo algo ruidoso de jóvenes surge del interior, presagiando la nueva ola de entradas controladas. Poco a poco la cola se va acortando, hasta que el Señor Lars se encuentra ante los ojos duros y sorprendidos de uno de los vigilantes de la entrada. En vez de repetir mecánicamente el precio de la entrada, el vigilante le contempla un momento, como si no supiera como reaccionar.

-¿Que desea?-dice al fin, con tono que intenta ser neutro pero que no puede ocultar su hostilidad.

-Deseo hablar con el encargado de las contrataciones de actuaciones.

-Hay un horario para eso-dice el vigilante.

-Me lo imagino-dice el Señor Lars-. No deseo ofrecer los servicios de ningún artista. Digamos que necesito su ayuda para localizar a uno.

-Ya le he dicho que hay un horario para eso-insiste el vigilante.

-Vamos-insiste el Señor Lars-. Mire, esto será lo que haremos. Yo le pago la entrada y espero en el interior hasta que el encargado esté libre.

El vigilante le vuelve a mirar, esta vez de arriba a abajo, como si estuviese evaluando sus posibilidades de reducirle sin problemas. Pero afortunadamente parece pensar que es mejor ceder un poco para no montar una escena desagradable frente al resto del público. Toma el walkie-talkie que cuelga de la parte trasera de su cinturón y se lo lleva a los labios, mientras aprieta con dedos de obrero especializado el botón rojo de la transmisión.

-Will-dice a través del walkie-, aquí a un tipo que quiere hablar contigo. Algo de localizar una banda.

El vigilante suelta el botón de la transmisión provocando un fuerte estallido de estática. Al poco tiempo suena en el receptor una voz tan distorsionada que apenas tiene rastro de humanidad.

-Que pase-dice la voz, antes de desvanecerse en un nuevo estallido de estática.

*****

Poco después el Señor Lars sale del local por una disimulada puerta de servicio que da a un callejón. El tal Will ha resultado ser un tipo bastante amable, incluso agradecido de que alguien le sacara de la monotonía de sus noches, ocupadas la mayor parte del tiempo únicamente en estar presente por si algo sale mal. Sí, conocía al grupo, pero no sabia como contactar con ellos. Normalmente eran ellos los que se ponían en contacto con él, al menos las dos veces que habían actuado en el local. Y sí, aquellos tipos eran raros, le habían dado malas vibraciones, había dicho Will. Parecía que estaban demasiado metidos dentro de ese rollo siniestro, que se lo creían demasiado. Eran tan serios que le habían dado escalofríos la primera vez que había tratado con ellos. Pero después habían actuado, y habían resultado ser la mejor banda de la temporada. Sí, sabia que había jóvenes que los idolatraban, incluso se decía que había un pequeño culto de groupies que les seguían.

El Señor Lars sabe que esta al fin sobre la pista que le llevaría a su objetivo. Desgraciadamente el tal Will no le había podido dar ninguna información sobre sus próximas actuaciones.

-Se rumorea que han tenido problemas internos-había dicho Will, que se había tragado totalmente el cuento de que el Señor Lars era un cazatalentos de una discográfica-. Creo que uno de los cantantes lo ha dejado o algo así. Ya sabe, la cantinela de siempre. El éxito llega pero no tan rápido como muchos quieren, y se terminan cansando de tocar en locales de mala muerte. Habrá conocido muchos grandes grupos cuya historia ha terminado antes que empezar, ¿no amigo?

Un escalofrío recorrió la espalda del Señor Lars al escuchar estas palabras. Si no había más actuaciones, no sabía de qué forma podría encontrarles. Tendría que limitarse a patear las calles cada noche, como ahora, esperando encontrarse con alguna de esas bestias cara a cara, estudiando su ambiente, sus costumbres, leyendo entre líneas tras las noticias. No tenía nada sólido a lo que aferrarse, como esa insistente vocecita interior llamada duda le susurraba en las noches más oscuras y solitarias. Ahora al menos sabia que estaba en buen camino, sabia que había acertado al venir a esta ciudad, había sabido leer la información oculta entre las noticias de sucesos. El Señor Lars camina rápidamente para salir del callejón, y se detiene bajo el haz de luz de la primera farola que encuentra. Saca el plano que guarda en el bolsillo de su gabardina y lo despliega con cuidado, apoyándolo en una pared gris. Sin dejar de sostenerlo busca dentro del mismo bolsillo la lista que Will le ha ayudado a confeccionar, la de los locales donde suelen actuar los Fata Morgana. Apoya la lista escrita en una servilleta de papel con su frenética escritura apretada junto al mapa y uno a uno comienza a buscar los lugares de esa lista. Invariablemente los encuentra, siempre rodeados de una nube de puntos rojos, de notas de desapariciones y de muertes. Sí, esas bestias pueden pasar desapercibidas para los demás, pero no para él. Dejan su rastro, y él sabe leerlo. Le llevará hasta ellos y entonces les destruirá. O morirá intentándolo.

*****

A Voltaire le ponen nerviosa las manos de Alex. Unas manos de largos dedos que no paran de moverse, que no hacen más que entrelazarse y separarse en un contenido histerismo que atrapa su atención casi obsesivamente.

-No ocurre nada-le ha dicho Alex cuando se ha dado cuenta-. Es solo que no ha sido suficiente con ese tipo que me has traído.

Ahora suben las dos juntas las escaleras que conducen al piso de Voltaire. Alex le ha dicho que la lleve con ella, porque no puede quedarse allí. No, Alex no vivía en el cementerio, ni acostumbra a dormir en un ataúd.

-Pronto te contaré que estaba haciendo allí, cuando me encontraste-Le había prometido en un susurro antes de mordisquearle juguetonamente el lóbulo de la oreja. A Voltaire le aterrorizó lo mucho que le gustaba sentir los fríos dientes apretando cruelmente su carne por un instante.

Han conseguido llegar a casa antes de que salga el sol, y no han llamado mucho la atención de aquellos con los que se han cruzado. Alex le ha dicho que no hay nada de lo que preocuparse, pero Voltaire sabe un buen motivo por el que hacerlo. Espera que nadie la haya visto ir al cementerio con Dani, que nadie la haya visto salir de allí después, que nadie pueda relacionarla con él si algún día encuentran el cadáver donde lo han dejado, metido en el ataúd que había ocupado Alex, que han tenido que alzar entre las dos para volver a ponerlo en su nicho. No, al parecer los vampiros no tienen la fuerza de veinte hombres.

Voltaire está tan nerviosa que no consigue introducir la llave en la cerradura hasta el duodécimo intento. Al fin abre la puerta y entra en su hogar.

Da tres pasos hasta darse cuenta de que no escucha el sonido de los pies descalzos de Alex contra el suelo, siguiéndola. Se da la vuelta y se la encuentra en el umbral, mirándola con una sonrisa enigmática en los labios.

-¿No tienes que hacer algo?-le dice con un tono burlón en su grave y cautivadora voz.

Voltaire duda por un momento, hasta que recuerda a que se refiere Alex. La mira extrañada, confundida de que en medio de tanta desmitificación aparezca algo que incluso aquellos que aman las leyendas han descartado hace mucho.

-Te invito a entrar-dice al fin.

Alex da un paso lentamente, atravesando el umbral como si pudiera sentir una barrera invisible que se hace ligeramente intangible para permitirle la entrada. Cuando ha posado sus dos pies dentro de la vivienda, estalla en una risa.

-Eso es solo una leyenda, pequeña-dice al fin.

Voltaire no sabe que pensar de su cruel y fascinante nueva ama. Siente por ella una repulsión que solo se ve superada por la fascinación que también le provoca. Decididamente no es lo que había imaginado, no es ese ser con el que siempre ha soñado encontrarse, pero Alex tiene una facultad de desconcertarla y de horrorizarla que la tiene atrapada.

Alex se pasea por el piso mirando curiosa a su alrededor. Todas las pequeñas muestras de artesanía compradas en mercadillos de segunda mano que decoran los pasillos y el pequeño salón capturan su atención por algún instante.

-Así que vives aquí con una amiga, ¿no?-dice al fin, al llegar a la entrada del dormitorio de Voltaire.

-Si-contesta Voltaire-. Ella no está.

-¿Dónde está?-pregunta Alex.

Hay algo implícito en su pregunta, en la forma en que los labios de Alex han sonreído justo el instante antes de pronunciarla, en como sus ojos han brillado de forma febril por un instante pese a su cadavérica opacidad, que le provoca un profundo y gélido temor a Voltaire.

-Está de gira con su grupo-dice al fin.

-¿Es cantante?-pregunta Alex.

-Si-dice Voltaire.

Alex mira al infinito sobre ella por un momento. Una sonrisa con un ápice de amargura se dibuja en sus sensuales labios.

-Yo también era cantante, ¿sabes?-dice al fin, volviendo a clavar en los ojos de Voltaire su inquietante mirada de cadáver.

-Tienes una voz muy bonita-dice Voltaire, de una forma tan tímida que casi suena ridícula.

-Gracias-contesta Alex, apoyándose en el marco de la puerta-. Y pensar que hubo una época en la que odiaba mi voz. Me parecía demasiado grave como para ser de una chica.

Voltaire sonríe pese a su temor. Alex mira inquieta el interior de la habitación de Voltaire, y descubre algo que llama su atención. Entra rápidamente y se acerca a un grupo de fotografías clavadas con chinchetas en una de las paredes.

-¿Es esta tu amiga?-le pregunta, señalando la chica que aparece abrazada a Voltaire en una de las fotografías.

-Si, es esa-responde Voltaire, preguntándose si no estará cometiendo un error-. Se llama Anais.

Alex mira la fotografía por un momento, con una mirada que Voltaire no puede descifrar. Después se gira de nuevo para mirar a Voltaire.

-¿Estáis liadas?-pregunta.

Voltaire necesita un momento para comprender la pregunta.

-¿Anais y yo?-pregunta a su vez.

Alex responde con la cabeza.

-No-responde Voltaire-. Ella sale con el guitarrista de su grupo. O al menos eso creo.

Alex sonríe con expresión traviesa.

-Me alegra escuchar eso-dice.

-Alex-dice Voltaire, intentando que su voz suene firme-, Anais es mi amiga. No le hagas daño.

El rostro de Alex se vuelve serio en un instante. Mira a Voltaire con perplejidad.

-Claro que no-dice al fin-. ¿Me crees capaz de hacerte eso? Me has sacado de ese agujero, al menos te debo eso.

Voltaire se tranquiliza un poco.

-Lo siento-dice.

-No pasa nada-dice Alex sonriendo de nuevo-. Me hago una idea de lo raro que debe ser todo esto para ti.

-Me cuesta creer que esté ocurriendo-confiesa Voltaire-. Me cuesta creer que no estoy soñando, que esto no es una fantasía. Creo que si fuese realmente consciente de todo esto como real no hubiera hecho lo que he hecho.

-Te entiendo-dice Alex-. Hubo un día en el que también me ocurrió a mí, como te habrás imaginado.

Voltaire se sienta en su cama. Alex la mira un momento en silencio y se sienta a su lado.

-¿Me lo contaras?-pregunta Voltaire-. Quiero saber tu historia.

-Habrá tiempo para eso-dice Alex.

*****

El timbre del teléfono despierta a Voltaire. Los rayos de luz del sol hieren sus ojos cuando los abre esperando la habitual oscuridad. Ve como la luz se derrama sobre ella atravesando las tenues cortinas y recuerda entonces que no ha dormido en su habitación. El sofá se queja chirriante bajo ella cuando se mueve para acercarse a la mesita del teléfono. La tenue sábana que cubre su cuerpo resbala revelando a la luz solar su pálida piel desnuda. Agarra el auricular y tira de él casi al máximo de la extensión del cable al volver a la posición inicial.

-Aquí Voltaire-dice con voz ronca.

-¿Estas bien?-pregunta la voz de Anton desde el otro lado-. ¿Te ha ocurrido algo?

Es curioso como las cosas mundanas como los empleos y la necesidad de tener un sueldo se desvanecen de la mente cuando entra en tu vida algún elemento sobrenatural.

-Sí, no ocurre nada-dice Voltaire.

De repente es consciente de la incongruencia de lo que acaba de decir con su comportamiento. A regañadientes se da cuenta de que debe volver a mentir.

-Ayer me encontré algo enferma, y no he pasado muy buena noche-dice tras pensar un momento una buena excusa-. Creo que esta mañana he apagado el despertador y he vuelto a caer dormida.

-No trates de engañarme-le dice Anton, provocando que la piel de su frente se perle levemente de sudor frío-. No tienes voz de sentirte muy bien.

Voltaire nunca le da mucha importancia a sus enfermedades, las pocas que ha tenido. Sabe que no seria muy convincente si empezara a quejarse de lo mal que está.

-No pasa nada, Anton. Estoy un poco mal últimamente, pero creo que se me pasará.

-¿Quieres que vaya alguien a verte?-le pregunta Anton.

Seguro que tras esto amenazaba con enviarle a su mujer, para la que Voltaire es una suerte de hija adoptiva.

-No, no pasa nada-le dice-. No te preocupes, no estoy sola.

-¿Ha vuelto Anais?-pregunta Anton, la extrañeza asomando en su voz.

-No-contesta escuetamente Voltaire.

Casi puede ver la sonrisa lobuna de Anton al otro lado de la línea.

-Creo que ya sé porque no has dormido esta noche-le dice al fin, con tono juguetón.

-No es eso, tonto-contesta Voltaire-. Es cierto que he estado mal.

-Mira, haremos una cosa-le dice Anton-. Cogete unos días libres. Los que quieras, pero no te pases. Vuelve cuando te encuentres bien y tengas tiempo.

Es mejor de lo que Voltaire se hubiese atrevido a pedir.

-Gracias-dice.

-No hay porque darlas-le dice Anton-. Disfruta de la vida, pequeña, que todavía eres joven. Ya te llamaré.

-Adiós, Anton-susurra Voltaire antes de colgar.

La sabana ha resbalado totalmente y ahora yace en un confuso montón a los pies del sofá. Voltaire se alegra de que al menos el salón tenga cortinas, para que los vecinos de mentes estrechas no se sientan escandalizados ante su impúdica exhibición. Se levanta y camina lentamente fuera del salón, hacia el pasillo que la llevará al cuarto de baño. Se da cuenta de que no tiene ni idea de que hora es. No hay muchos relojes en esta vivienda de bohemios.

La puerta de su habitación está cerrada. Es ella quién duerme sobre la cama de Voltaire, si es que es capaz de dormir. Al menos es capaz de respirar, como bien comprobó ayer Voltaire. Tiene su lógica, piensa, el respirar es un reflejo tan profundamente grabado en nosotros que ni la muerte puede destruirlo. Además, sin respirar es imposible hablar. Voltaire se detiene un momento frente a la puerta, dudando si abrirla un momento para atisbar al interior. Teme encontrarla vacía, que Alex se haya marchado en medio de la noche, de las pocas horas de noche que ha pasado dormida. O peor aún, que no haya ningún rastro de su presencia, ningún indicio, ninguna huella, porque nunca haya existido. Que todo haya sido el producto de un sueño que el duermevela del despertar todavía hace ver como real. Voltaire se apoya levemente en la delgada plancha de cartón y madera que hace de puerta de su dormitorio y deja de respirar por un momento, esforzándose en no producir ningún sonido para poder oír claramente cualquier cosa que venga del interior. Pero nada le llega, solo un silencio frío. Espera a alejarse unos pasos de la puerta antes de volver a respirar, y se mete dentro del cuarto de baño.

Tiene ojeras. Es lo primero que salta a la vista cuando se mira al espejo. Pero se encuentra mejor, mejor que ayer, al menos. Alex tiene razón, no está infectada. No sabe si alegrarse o entristecerse. Todavía tiene mucho que aprender, quiere mantener a la duda alejada de su pensamiento hasta que termine de aprenderlo todo. Sin dudas, sin remordimientos, sin vacilación, se dice a sí misma en silencio mientras mira sus propios ojos levemente inyectados en sangre. Baja la vista al lavabo, a sus manos apoyadas sobre su borde, y descubre las pequeñas líneas rojas bajo sus uñas.

Abre rápidamente los grifos y pone el tapón del lavabo. Sangre, la sangre de Dani, aferrándose a ella como una memoria culpable, un pedazo de él que todavía puede ejecutar una suerte de venganza relacionándola con su muerte a los ojos de los demás. Lanza la gastada pastilla de jabón dentro del lavabo y mete los dedos. Deja que la sangre se ablande un momento por el agua y después intenta frotársela como puede, sin escatimar el jabón. No se detiene hasta que las manchas han desaparecido, y después se lo piensa mejor y sigue un poco más. Sabe que ahora pueden encontrar pistas en cualquier sitio, por cualquier cosa. Abre el grifo de la ducha y se mete dentro, dejando que el agua fría se deslice por su piel por un largo rato, la cabeza introducida en la campana de silencio provocada por el cono de agua. Por eso no la escucha llegar.

Voltaire tiene los ojos cerrados, por eso no ve como se descorre la cortina de la ducha y un pálido cuerpo desnudo entra tras ella. Lo primero que siente es el tacto de unos dedos fríos sobre la piel de su vientre. Abre los ojos asustada, y entonces son unos labios, fríos y húmedos como un témpano de hielo los que se depositan sobre su cuello.

-Buenos días, mi sierva-susurra la grave y terriblemente hermosa voz de Alex junto a su oído.

Voltaire se sorprende a sí misma sonriendo, estremeciéndose de placer bajo el tacto de su piel muerta. Se gira y lo primero que ve son los ojos sin brillo de Alex frente a los suyos, su cabello negro mojado y pegado a su cabeza. Con un movimiento encantadoramente furtivo deposita un beso en la mejilla de la vampira, y después besa levemente sus carnosos labios.

Alex solo sonríe.

-Estoy sucia-dice al fin-. Frótame.

Alex se gira y le muestra a Voltaire el lienzo de palidez casi blanca de su espalda, decorado por un inmenso tatuaje, una especie de silueta alada que cubre desde su nuca hasta sus hombros y que parece estar formado por pétalos de rosas negras y rojas. Voltaire deja caer un chorro de verdoso gel de baño sobre el hueco de sus manos y después comienza a frotar con ellas la fría espalda de Alex. Una fina película de polvo gris parece desprenderse de la piel de Alex, mezclándose con el agua y tiñendo de oscuro el riachuelo que se desliza entre sus pies y muere en el desagüe. Cuando termina con su espalda, Voltaire mueve tímidamente las manos hacia abajo, pero Alex las coge por las muñecas y las deposita directamente sobre su trasero.

-No temas tocarme-le dice.

Voltaire se siente repentinamente excitada, y la excitación da alas a su atrevimiento. Frota sensualmente el redondeado trasero de Alex y después rodea su cintura con las manos, para subirla hacia los duros y fríos pechos de la vampira. Alex gira la cabeza un momento y su sonrisa de malvada le demuestra a Voltaire su aprobación. Los dedos de Voltaire rozan juguetones los pezones de Alex, consiguiendo provocarle un escalofrío.

-Eres una buena sierva-susurra la vampira.

Alex se gira y abraza a Voltaire, entrando junto a ella bajo el cono de agua de la ducha, besando apasionadamente a su asustada sierva mientras el agua termina de arrancar la mugre que cubre su piel, quizá cenizas y podredumbre de la tumba, quizá restos de su propia y antinatural putrefacción. Una lengua fría se desliza entre los dedos de Voltaire, palpitando con una fuerza inquietante, el latido de un corazón no muerto. Voltaire agarra esa lengua con sus dientes, lo justo para causar un leve dolor, y después la acaricia con la suya, mientras siente el cuerpo de Alex palpitando contra su piel, robándole su calor para hacerlo suyo.

Entonces el beso termina, y Alex se separa de ella y sale de la ducha. Voltaire descubre entonces que está temblando. Sus rodillas fallan por un instante y se acurruca en el suelo de la ducha para no caer.

*****

Las horas se han deslizado rápidamente frente a Voltaire, que ha asistido a todo sin poder librarse del vértigo de sentirse en un sueño, de que su sentido de la realidad ha quedado anulado de alguna forma.

Había encontrado su habitación vacía, y se había vestido con las mismas ropas que la noche anterior. Entonces Alex se había presentado en el umbral, aún totalmente desnuda, el color oscuro de sus pezones y su vello púbico haciendo resaltar más aún la palidez de su piel.

-Necesito ropa-le había dicho-. La mía esta para tirarla.

Nada de lo que Voltaire tenia en su armario le valía a Alex, así que habían tenido que entrar en la desordenada habitación de Anais para saquear furtivamente su mejor surtido armario. Voltaire había sacado prendas del armario y las había depositado sobre la desecha cama de Anais mientras Alex contemplaba curiosa los carteles de Los Sonámbulos que decoraban las paredes, todos dibujados por un desquiciado miembro del grupo, asemejando los dibujos de un enfermo mental o de un niño especialmente perturbado.

-Si ella llega y nosotras seguimos aquí-había dicho Alex de repente-, no debe saber que soy lo que tú sabes que soy.

Voltaire se limitó a asentir.

Finalmente Alex había elegido una camisa gris oscuro y unos ajustados pantalones de falso cuero. Unas viejas y ya descartadas botas de Anais que guardaba por algún motivo se ajustaron a sus pies.

Ahora recorrían las dos juntas las calles, manteniéndose de momento en las zonas más oscuras, huyendo de las luces de los rótulos de los locales y del mortecino brillo de las farolas. Alex parece estar nerviosa, mirando a su alrededor con una inquietud que atemoriza a Voltaire.

-¿Que te ocurre?-susurra Voltaire.

-Necesito más-dice ella, sin necesidad de aclarar a que se refiere-. Para eso estamos aquí.

Caminan en silencio durante un momento, moviéndose en el borde la zona de la movida nocturna, siguiendo una pauta de depredación que Voltaire todavía no comprende.

-Así es todo esto-le dice Alex de repente, en un grave susurro-. Esto es mi vida, el buscar más sangre, el buscar otra maldita dosis de sangre caliente para que no tiemblen mis manos, para que el frío no me consuma, para no quedarme más rígida que un cadáver.

Alex se detiene de repente, poniendo una mano de largos dedos sobre el pecho de Voltaire para forzarla a detenerse. Un joven de largos cabellos y cazadora de cuero fuma con expresión aburrida unos metros frente a ellas, sentado en los escalones que llevan a un portal.

-Ese-dice Alex, una sonrisa traviesa aparece de repente en su rostro-. Sígueme, me servirás de ayuda.

La vampira comienza a acercarse a su víctima. El joven levanta la vista cuando escucha los pasos de Alex, su rostro muestra su sorpresa cuando descubre la siniestra belleza que se le acerca con pasos contoneantes, mirándole con una expresión que solo se había atrevido a imaginar en sus sueños más perversos. Tras ella va otra chica, también hermosa, pero al parecer algo más tímida.

-Buenas noches, guapo-le dice Alex con voz de terciopelo al llegar a su lado.

-¿Puedo ofrecerte algo?-dice el joven-. Tengo de todo.

-Quizá si haya algo que puedas ofrecerme, guapo-dice Alex, sentándose a su lado, comenzando a juguetear con los largos cabellos de su víctima.

El joven rebusca en sus bolsillos y extrae una pequeña pastilla de color marrón.

-Esto es hachis de la mejor calidad-dice, sin poder apartar la vista de la mirada ambarina de Alex.

-No es eso lo que busco, encanto-le dice Alex, atreviéndose a deslizar un dedo por la mal afeitada barbilla del joven-. Digamos que mi amiga y yo estábamos un tanto aburridas y al ver al un tipo tan guapo como tú pensamos que quizá podríamos divertirnos juntos un rato.

El joven consigue desviar su mirada de los cautivadores ojos de Alex para mirar furtivamente a Voltaire, que les contempla apoyada en la pared junto a ellos, intentando, sin mucho éxito, que el miedo y la excitación que la dominan no se reflejen en su rostro, traicionándose a si misma al permitir que sus uñas arañen nerviosamente los ladrillos sobre los que se apoya.

-¿Queréis ir a algún sitio?-dice el joven balbuceante, volviendo a someterse voluntariamente al hechizo de la mirada de ámbar de Alex.

-A algún rincón más apartado-dice Alex-. Aquí cualquiera podría vernos.

Alex toma el brazo del joven y le hace levantarse con ella. Apoya la cabeza en su hombro y comienza a guiarle hacia un oscuro callejón cercano. Voltaire les sigue a pocos pasos, sin saber que hacer para ayudar a la maligna seducción de Alex, decidiendo al fin no hacer nada, limitarse a mirar.

Al llegar al callejón Alex empuja con fuerza al joven contra la pared. La victima sonríe ante lo que cree que es un simple juego y no opone resistencia cuando Alex se abalanza sobre él y pega su boca a su cuello. Una mano de Alex cubre de repente con fuerza la boca del joven y los labios de la vampira se separan, revelando unos dientes ávidos de sangre, con la fuerza que da él más puro ansia de supervivencia.

Por algún motivo Voltaire recuerda haber leído en algún lugar que los músculos de la mandíbula son los más fuertes del cuerpo humano mientras ve como los dientes de Alex desgarran la piel de su víctima y un chorro de sangre comienza a manar de su cuello. El joven intenta liberarse, intenta gritar pero la fuerte mano de Alex se lo impide, y tan solo un gemido ahogado escapa de sus labios. Trata de empujar a Alex pero la vampira reacciona brutalmente y golpea su cabeza contra la pared. Tras esto su resistencia parece volverse más manejable para Alex, que no deja de beber del manantial de cálida sangre que sus dientes han abierto, que ahora se desliza sobre sus labios y mancha la sucia camiseta negra que viste el joven.

De repente Alex se dobla por el dolor. La víctima ha vuelto a rebelarse y la ha golpeado en el estómago con su rodilla. Voltaire contempla horrorizada como la victima se libera de Alex, que escupe un chorro de preciada sangre antes de gritar.

-¡No le dejes marchar!-le ordena la vampira.

Voltaire ve el rostro horrorizado del joven al encontrarla en la entrada del callejón, en el umbral de su proverbial huida hacia la luz. Se lanza contra él y rodea su cintura con sus brazos, haciéndole caer al suelo y cayendo ella misma sobre él. Está débil, pero se debate con la fuerza que da la desesperación. Al instante Alex está sobre ellos dos, agarrando cruelmente los cabellos del joven y ahogando su grito de dolor y terror al clavarle la navaja de Voltaire en la garganta. Voltaire se separa de ellos, mientras Alex comienza a beber de la nueva herida con un ansia animal, hasta que no queda vida en el cuerpo de la víctima, y la sangre deja de manar.

Alex gruñe eufórica cuando se incorpora sobre el cadáver, mirando a Voltaire con ojos de brillan por un instante como si pertenecieran a un ser vivo. Es la vida que ha robado, el calor que ha arrebatado de su presa.

Voltaire se siente insensibilizada, incapaz de sentir horror ante lo que acaba de presenciar, ante el acto que acaba de ayudar a realizar. Es ya la segunda vez que ayuda a matar a alguien, pero ahora no lo siente con la misma fuerza que la primera vez. Quizá sea este el aprendizaje al que se refiere Alex, el aprender a matar sin remordimientos.

Alex termina de ponerse en pié y se acerca a ella.

-Límpiame la sangre-le dice.

Voltaire levanta una mano para limpiar la sangre que mancha los labios de Alex, pero la vampira la atrapa a medio camino.

-Con la lengua-ordena.

Obediente, sintiéndose infinitamente perversa, Voltaire comienza a lamer la sangre que mancha los labios de su señora.

*****

Poco después vuelven a estar en el apartamento de Voltaire, en el desordenado salón, Alex sentada en el sofá que ha servido de cama a Voltaire, y ella sentada en el suelo, a sus pies. Se pasan una botella de cerveza mejicana mezclada con tequila, no lo suficiente como para embriagarlas pero si para aligerar sus mentes y sus corazones. Voltaire se abraza a la torneada pierna de su señora y se pregunta si alguna vez llegó a imaginar que era tan desesperadamente retorcida.

-No hay secreto, ni magia, ni poder en nada de esto-dice Alex tras dar un profundo trago a la botella, ya medio vacía.

Un antiguo disco de algún grupo gótico medio olvidado de los años 80 suena de fondo, desde el dormitorio de Voltaire, en su pequeño equipo estereo. Desde aquí, la música parece surgir tenuemente de las paredes. La tristeza de las letras y la oscuridad de la música le suenan extrañamente adecuadas a Voltaire. Son lo único que se siente capaz de escuchar en este momento.

Hace una semana no se habría pensado capaz de matar. Y ya lo ha hecho, aunque sea indirectamente, dos veces. No hay ningún hechizo al que culpar, ninguna seducción mágica en la que descargar sus responsabilidades. Ha matado, y no le gusta, pero no se siente mal por ello. Ha leído lo suficiente como para saber que pronto dejará de importarle, que la parte de su mente que se preocupa por la subsistencia del resto de su especie se irá marchitando lentamente con cada nuevo chorro de sangre que manche sus manos y sus labios, hasta terminar por apagarse. Y que nunca podrá recuperar esa parte de si misma después.

No le importa si a cambio consigue ser como ella.

-Ahora debo tener cuidado-dice Alex, pasando la botella a Voltaire-. Dos muertes en poco tiempo. Puedo llamar la atención. Porque cada vez quieres más, ¿sabes? Es como la maldita heroína, eso me han dicho. Quieres más y coges más, y al hacerlo lo único que consigues es querer más aún. Hasta que llegas a convertirte en una bestia, en algo que solo piensa, vive y siente para la sangre, para matar y beber, matar y beber. Y entonces es cuando te encuentran y te destrozan, y te dejan por muerta.

-¿Es eso lo que te pasó a ti?-pregunta Voltaire, antes de derramar el dorado líquido por su garganta.

-No seas tonta-dice Alex-. Si me hubiese ocurrido estarías muerta. El secreto es el mismo que el de los heroinómanos intelectuales de antaño, o el de los adictos al opio del diecinueve. Tomar solo lo justo, solo lo necesario para seguir subsistiendo, nada más, no dejar que esta maldita adicción, esta necesidad te domine, que no suplante tu mente y tu voluntad. Es difícil moverse en el filo entre el control y el vicio, pero puede conseguirse. Si lo haces, subsistes para siempre.

-¿Subsistes?-pregunta Voltaire, desconcertada por el uso de esa palabra.

-Soy una maldita enferma, pequeña-dice Alex-. Desengáñate, no soy una criatura de las tinieblas, solo una maldita enferma terminal cuya enfermedad le impide morir, y cuyos síntomas se alivian al beber sangre humana. No soy otra maldita cosa que eso, una criatura patética que siempre se arrastrará entre las sombras.

Hay tristeza en el rostro de Alex, sus bonitas y malignas facciones deformadas por un dolor que ha asomado repentinamente a sus ojos. Voltaire la contempla entristecida, sin saber que pensar.

-Hubo un tiempo en que yo era como tú-dice Alex, de repente-. Ingenua y malvada al mismo tiempo, deseosa de conocer los secretos de las tinieblas, de dominar el misterio que me permitiera ser siempre joven y poderosa. Lo busqué por años, y al final encontré esto, esta maldita maldición que arrastro.

-¿Hace mucho de eso?-pregunta Voltaire, deseosa de desvelar los misterios de su señora.

-No mucho, relativamente-dice Alex-. Pero supongo que tú no habías nacido entonces. Era otro mundo, más joven y menos cínico, en el que incluso el mal tenia un aura de inocencia que lo hacia muy distinto de todo hoy en día, en el que la oscuridad parece haberlo manchado todo con su toque degenerado. ¿Quieres dormir?

Voltaire niega con la cabeza. No podría aunque lo intentara. Además, teme lo que los sueños pueden traerle, los rostros de Dani y el vendedor de drogas suplicándoles una piedad que ella fue incapaz de darles.

-Tengo mucho que contarte, pequeña-dice Alex.

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© 2008, Juan Díaz Olmedo

Publicado por Juan Díaz Olmedo en 13:31 0 comentarios  

Etiquetas: Novela Blog

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