La botella de cerveza yace a sus pies, tumbada indolentemente sobre el suelo, balanceándose levemente. Pronto comenzará a clarear y llegará el día. Voltaire ha pasado toda la noche escuchando las palabras de Alex.
-¿Y que ocurrió entonces?-le pregunta, una vez que la voz de su señora se apaga tenuemente, como si ya no le quedasen más fuerzas para hablar.
-Te lo puedes imaginar, pequeña-le dice Alex-. Me convertí en la sirviente de Gareth, las tres nos convertimos. Sus siniestras novias, las consortes de una criatura que caminaba siempre en sombras, provocando la muerte a nuestro alrededor.
-¿Erais sus amantes?-le pregunta Voltaire, sorprendida de encontrar en su interior un leve destello de celos.
-Al principio se diría que sí-dice ella-. A él le gustaba que nos humilláramos ante él, pero siempre de una forma que también fuese placentera para nosotras. A veces nos ordenaba que le besáramos, que nos desnudáramos, y nos empleaba para rituales sadomasoquistas de sangre. Éramos más sus juguetes que sus amantes. Ese era el placer que compartíamos. No sé si era capaz todavía de hacer el amor como un hombre, o si le interesaba.
Voltaire iba a preguntarle como era posible que se hubiesen ofrecido a él tan fácilmente, que hubiesen entregado todo lo que eran a Gareth. Entonces piensa en lo que Alex le hace sentir a ella, y lo comprende. Es la fascinación de la belleza y la decadencia extrema del mal. Es la promesa de una vida eterna. Y es también liberar un pedazo de sus mentes que ha languidecido oculto en las mazmorras de lo inimaginable demasiado tiempo.
-Salimos poco después-continua Alex-. Hicimos unos pocos ensayos más, y Gareth comenzó a componer canciones, al principio conmigo, después por su cuenta. Yo seguía componiendo, y ensayábamos las obras de ambos, pero las suyas eran muy diferentes a las mías. Mis canciones hablaban de un mal romántico y desesperado, las suyas eran puro mal concentrado en versos y en acordes de guitarra, eran de una oscuridad y un terror extremos. Sabíamos que aquella música podía seducir a un determinado tipo de personas, el tipo de personas que nos interesaba, aquellos que se acercarían a un vampiro con fascinación, no con terror. Al principio me costaba cantar sus letras, no conseguía que sonaran reales, que me saliesen del alma. Eso fue hasta que salí una noche con el resto del grupo, en busca de más sangre para Gareth. Su víctima fue una prostituta, una mujer de edad indefinible, destruida por la droga y las enfermedades venéreas. Creo que así le hicimos un favor al sacarla de su miseria. Nosotras la sujetamos mientras Gareth le abría la garganta con sus dientes. Sherri le tapaba la boca con una mano para que no gritara, y no dejaba de mirar a los ojos de la prostituta mientras moría, mientras Gareth iba drenándole la vida de las venas. Fallon, la pobre Fallon perdió el control poco antes de que nuestra víctima muriese. Comenzó a llorar, se separó de nosotros y se acurrucó en una esquina. Cuando la prostituta había muerto, y cayó en nuestros brazos su peso muerto, la dejamos allí y me acerqué a Fallon. Había bilis derramándose de sus labios, mientras se secaba las lágrimas de los ojos. Yo me sentía extraña, sabia como se suponía que debía sentirme, pero no sentía nada de eso. Había ayudado a matar a un ser humano, pero no me importaba. Había sido desagradable, sí, pero no había sido tan terrible como había esperado. No sentía mi alma desgarrarse, ni sentía una culpa corroyéndome por dentro. Aunque me creía malvada, lo cierto es que había estado constreñida por el peso de las convenciones morales tanto como cualquiera, pero ahora me sentía libre de ese peso, había descubierto la mentira detrás de todo lo que me habían enseñado. Por eso abracé a Fallon y la reconforté, mientras le susurraba al oído que pronto sería tan libre como los demás. Y abracé también al mal, comprendí entonces que era realmente. La libertad absoluta, suprema. Ser malvado significa ser libre. Y cuando canté la noche siguiente, dejé que la oscuridad que me había liberado diera fuerzas a mi voz. Gareth me dijo que había cantado de una forma que haría que los mismo ángeles se revelasen de nuevo contra Díos. Y así fue como comenzó nuestra carrera. Éramos los Fata Morgana, el grupo más infame de todos los tiempos, así nos anunciábamos.
La voz de Alex parece morir de nuevo en su garganta.
-Sabrás el resto en otra ocasión, pequeña-dice, con un hilo de voz-. Ahora necesito dormir.
Voltaire vuelve a abrazar la pierna de su señora. Siente su piel suave a través de la tela del pantalón y la besa una vez, después otra, dejando que sus dientes muerdan su carne suavemente. Vuelve a morderla, esta vez con más fuerza. Esta siendo mala a propósito. Quiere que su señora la castigue.
Un largo gemido escapa de la garganta de Alex. Agarra la cabeza de Voltaire y la hace incorporarse de un brusco tirón. La besa con fuerza y con violencia, penetrando sus labios con su lengua enloquecida.
-Duerme conmigo, pequeña-le susurra, la voz deformada por la lujuria.
Voltaire deja que Alex la lleve de la mano hasta su habitación, deja que ella le desnude con brusquedad y se deja dominar por la frenética lengua de su señora, que disfruta de cada centímetro de su piel. Después Alex se quita sus ropas y se tumba junto a ella desnuda, su gélida piel contra la piel inflamada por la pasión de Voltaire. Voltaire se agarra a la cabeza de Alex mientras ella le lame el cuello hasta irritar su piel, mientras sus gélidos dedos acarician la fuente extrema de calor que hay entre sus piernas. Cuando el orgasmo le llega, Voltaire se deja dominar por el completamente, siente como recorre su cuerpo partiendo desde su vientre, como sus vibraciones de placer impactan en el frío cuerpo de su señora. Sin volver a abrir unos ojos que ha cerrado en la embestida de placer, se abraza al cuerpo frío de Alex y deja que un placentero sueño la aparte de su conciencia.
*****
Hay un importante cambio en la rutina del Señor Lars esta mañana. El motivo de dicho cambio está en la mesa, junto al periódico doblado que todavía no se ha preocupado de consultar. El Señor Lars piensa que tal vez no merezca la pena hacerlo. No necesita saber nada más, no necesita más pistas que seguir.
Como todas las mañanas, el Señor Lars fríe su desayuno y lo lleva a la mesa. Lo devora silenciosamente, sin dejar de contemplar la pequeña hoja de papel arrugada que hay frente a él, de color morado, toscamente impresa de negro con un motivo terrorífico demasiado confuso como para ser distinguido. Lo que importa son los nombres que aparecen recortados entre lo negro, una lista de vocablos extraños y palabras que pretendían invocar sentimientos de oscuridad y perdición. Es por esos sentimientos, por ese maldito culto a la oscuridad por el que ha perdido a su hija. No son fórmulas arcanas, aunque para el no iniciado podrían parecerlo. Son nombres de grupos de música oscura. Se trata de una especie de festival, en un local al parecer de cierto prestigio entre la fauna urbana de la ciudad. Todavía faltan unos días para que se celebre. Se va a celebrar en la víspera del Día de Todos los Santos, en esa noche que los anglosajones llaman Halloween y que consagran al culto a la muerte. Y pensar que esa desquiciada costumbre se está extendiendo, que miles de jóvenes se reúnen esa noche en todas partes del mundo para celebrar fiestas en honor a la muerte, a la degradación y la podredumbre. El Señor Lars ha oído hablar de ceremonias que se celebran esa noche, ritos grotescos en cementerios. Nada de eso le importa en este momento. Lo que le importa realmente es uno de los nombres listados en una confusa tipografía.
Fata Morgana.
Al fin sabe donde encontrarles. Al fin ha concluido su búsqueda. El Señor Lars termina su desayuno y limpia sus labios con una rugosa servilleta de papel grisáceo. Después toma el papel y lo despliega todo lo que puede sobre la mesa, ante él. Lo examina tratando de extraer toda la información que puede de él. Ha sido un golpe de suerte el encontrarlo, si el Señor Lars fuese supersticioso lo achacaría al destino, o a alguna intervención divina. Ocurrió la noche anterior, en la que creyó que alguien le estaba siguiendo. Como de costumbre, buscó un callejón oscuro y apartado en el que ocultarse y se giró de repente, sacando su revolver de la funda de su cinturón y apuntando con él a quien viniera siguiéndole. Había sido solo un chico, de largos cabellos castaños y camiseta negra, que se había quedado aterrorizado ante la visión del cañón de arma apuntándole. Demasiado asustado para gritar, había permanecido inmóvil por un instante, para girarse bruscamente y echar a correr desesperado. Algo había caído de su mano, un papel arrugado. El Señor Lars lo había recogido, y al ver el nombre escrito en él había sentido un estremecimiento.
Tiene aún dos semanas para planificar que va a hacer, como va a enfrentarse a ellos esa noche. No quiere adelantarse, quiere examinar antes el lugar. Su nombre está al pié de la hoja, La Cueva de los Bohemios, junto con la dirección. El Señor Lars no conoce la calle, pero sabe donde buscar. No le extrañaría descubrir que está en un lugar apartado, medio oculto. Es lo normal con este tipo de lugares, como si la apariencia de clandestinidad le añadiera encanto. Será mejor para él, piensa el Señor Lars. Quizá incluso tenga la oportunidad de enfrentarse a ellos sin llamar la atención. Es un poco pronto para hacer planes, pero el Señor Lars sabe que al menos puede nombrar dos problemas a los que se enfrentará.
El primero es el desconocer a cuantas de aquellas criaturas infames deberá enfrentarse esa noche. Por lo que sabe lo mismo puede tratarse de uno solo, o de un grupo considerable. Debe asegurarse, idear una estrategia que le permita enfrentarse a ellos contando con ventaja. Y el segundo problema, el más importante quizá, es que no está completamente seguro de como destruirlos cuando llegue el momento. Pese a sus patrullas, pese a haber estudiado cada pedazo de información de dudosa procedencia que pudiera darle pistas sobre los poderes y las flaquezas de su enemigo, lo cierto es que el Señor Lars solo se ha enfrentado a una de esas criaturas. Pero cada ínfimo detalle de ese enfrentamiento lo tiene grabado a fuego en el rincón más oscuro de su mente, ese al que solo se atreve a asomarse de cuando en cuando, en busca de una nueva pieza de sabiduría, tratando de contener las lágrimas o alguna repentina arcada.
Hacia ya más de una semana de la desaparición de Serlina. La Señora Lars estaba en casa, sumida en una nerviosa inmutabilidad, sentada junto al teléfono, esperando una llamada, algo que aliviase la terrible incertidumbre de no saber qué pensar, qué desear, de no atreverse siquiera a tener una mínima esperanza. El Señor Lars no soportaba aquella espera, no soportaba pasear por su casa, repentinamente desprovista de cualquier sonido, no aguantaba la mirada de su hija desde las decenas de fotografías que alegraban los rincones, no soportaba ver a su esposa, encorvada en la mecedora, la mirada perdida, su mente consumiéndose poco a poco por la desesperación. Pasaba poco tiempo en casa y mucho en las calles, buscando cualquier rastro de su hija, al principio siguiendo leves pistas, pero al cabo de los días simplemente vagando, simplemente buscando en cada callejón oscuro, en cada local de mala nota, tratando de recordar todas las historias terroríficas que había leído y escuchado sobre jovencitas desaparecidas, engañándose a si mismo al decirse que todavía estaba a tiempo de encontrarla antes de que las consecuencias fuesen terribles, que todavía era posible volver a como las cosas eran antes. Había cogido la agenda de Serlina y había llamado a sus amigas, tratando de obtener algún indicio, alguna explicación de su ausencia. Poco había sido lo que habían podido decirles. No, no sabían dónde estaba Serlina. Sabían que se veía con nuevas amistades, un grupo de música que había llegado a la ciudad hacía unos meses y que estaba dando varias actuaciones. No, no sabían quienes eran, ni como se llamaban, ni donde vivían, Serlina había ocultado todo lo referente a ellos incluso a sus amigas de toda la vida. Por supuesto había llamado a la policía, que le dijo que no tenía que preocuparse, que ellos se encargaban de todo, que le llamarían en cuanto hubiera noticias. El Señor Lars sabía a que se referían. Le llamarían cuando encontrasen el cuerpo de Serlina flotando en el río, o en un contenedor de basura, o en un sórdido burdel. Así que al Señor Lars no le quedaba más remedio que buscar, buscar desesperadamente para no volverse loco.
Era tarde, ya de madrugada. El Señor Lars sabía que su esposa le esperaría despierta, deseosa de escuchar cualquier nueva que pudiera darle, aunque nunca había sido capaz de decirle nada. Cuando el Señor Lars encontró la puerta de su vivienda abierta sintió como sus tripas se encogían de puro temor. Aquel era uno de los signos que había aprendido a temer, una de las señales que indican sin duda que el caos y la fatalidad han irrumpido en la vida de uno. Empujó la pesada hoja blindada con cuidado, tratando de no hacer ruido, y de no pensar en su esposa, que sin duda estaba allí dentro. Caminó por el largo pasillo que le llevaba al salón con todo el sigilo que le permitieron sus destrozados nervios, tratando de discernir que eran aquellos sollozos apagados que provenían del interior, que significado tenían aquellos roces, aquellos débiles golpes.
Abrió la puerta del salón y entonces su razón se quebró para siempre.
Su esposa estaba allí, sentada en la mecedora, la mirada perdida en el infinito, tal y como la había dejado, pero con una expresión extraña, una sonrisa de alivio toscamente deformada por el dolor, grabada en su rostro por la rigidez de la muerte. Su garganta estaba rajada de un extremo a otro, y la sangre manaba sobre su pecho desde decenas de venas abiertas. Y había algo allí, algo que sollozaba lastimeramente mientras lamía la sangre que manchaba a su esposa, mientras pegaba sus labios a la herida para llenarse la boca de sangre. Una criatura vestida completamente de negro, de aspecto desquiciadamente familiar, que le miró de repente con ojos opacos brillando macabramente por las lágrimas que los inundaban, que abrió sus labios ensangrentados para pronunciar una única palabra:
-Papá-dijo.
El Señor Lars todavía no sabe de donde surgió aquella furia, que fue lo que le hizo agarrar lo primero que tenía a mano y golpear la cabeza de aquello que tenía la forma de su hija desaparecida. No sabía que era, solo que era pesado, y que el cráneo crujió satisfactoriamente cuándo golpeó por décima vez, cuando la criatura cayó al suelo y el río de sangre que manó de su cabeza destrozada se mezcló con el que surgía de la garganta de la que había sido su madre.
Solo entonces se dio cuenta en Señor Lars de que había estado gritando, solo entonces calló y se detuvo, solo entonces miró que era lo que sostenía. Era una pesada figura de arcilla, endurecida por el esmalte, con la forma de un gato sonriente de dibujos animados, pintado de azul y amarillo y con una leyenda en la tripa blanca, en letras rojas.
"Te quiero, Papa".
Entonces el Señor Lars volvió a gritar. El grito murió en un sollozo y el Señor Lars perdió la consciencia, junto a los cadáveres de lo que había sido su familia.
Cuando despertó, supo que una parte de su mente se había ido. Se incorporó, sin dejar de mirar al cadáver de aquella criatura que una vez había sido su hija, sintiendo como aquella especie de embotamiento iba desapareciendo poco a poco, dejando lugar a la razón, una razón tan evidente y brillante que nunca llegó a imaginar que pudiera existir. Desde aquel momento el Señor Lars supo que era lo que debía de hacer. Buscó en su caja de herramientas una sierra y tomándose todo el tiempo que fue necesario, decapitó a aquella criatura. El Señor Lars sabía muy bien a que se estaba enfrentando, y aunque no era un aficionado a esas cosas, sabía bien como se debía matar a un vampiro. Después, con manos ensangrentadas del cadáver de su hija, había serrado la pata de una mesa y había afilado uno de los extremos. Su maza de carpintero le sirvió para clavársela a la criatura en el corazón. En ningún momento el cuerpo de aquella criatura se inmutó, tan solo surgió de su interior, de su garganta seccionada, algo remotamente parecido a un gemido cuando la improvisada estaca quebró las costillas y entró finalmente en el corazón. Lió el cadáver en una manta junto con la cabeza seccionada, y lo sacó del salón. Después procedió a hacer lo mismo con el cuerpo de su esposa. Lo había visto en alguna película, cuando era más joven: Las víctimas de un vampiro podían convertirse a su vez en vampiros.
Lo más difícil fue sacar los cadáveres, solo, en medio de la noche, intentando no ser visto, y llevarlos hasta el coche. El de la criatura lo puso en el maletero, el de su esposa en el asiento de atrás. Después volvió al lugar que hasta ese día había llamado hogar y recogió lo indispensable. No pensaba volver. Había tenido suerte de que ninguno de los vecinos hubiese llamado a la policía, alertado por los gritos y los sonidos de lucha. Quizá lo había tomado como una simple crisis nerviosa de un hombre desesperado, y no les habría faltado razón. Pero no siempre tendría tanta suerte, y tenía mucho que hacer. Sí, una gran tarea que realizar. No podía permitirse el que la policía le detuviera.
Llevó los cadáveres al bosque, al lugar más alejado que pudo, y enterró los cuerpos allí, iluminado por los faros de su coche. Cuando tuvo ante sí los dos montículos de tierra, pensó en decir unas palabras, obrar una especie de funeral para su familia. Pero se dijo que no era el momento. Cuando hubiese terminado su tarea, cuando las malditas criaturas que provocaron todo aquello hubiesen sido exterminadas, entonces sería el momento.
No le costó encontrar un pequeño lugar donde quedarse, con un ínfimo alquiler y lo suficientemente alejado de todo como para no llamar la atención. Comenzó a investigar, a patrullar las calles, como hacía antes de la muerte de su esposa, pero ahora con otro fin, con otro objetivo. Al poco empezó a examinar la prensa cada día en busca de indicios, y a leer libros sobre esas criaturas, no obras de ficción, sino libros de testimonios que pretendían al menos hacerse pasar por reales. El Señor Lars no sabía si fiarse de la mayoría de aquellos volúmenes de títulos llamativos e ilustraciones en color, aunque más de una vez sintió una oleada de reconocimiento dentro de su estómago al leer alguna espeluznante historia mal documentada.
Poco a poco fue frustrándose ante su falta de progresos. Quizá no estaban allí, comenzó a pensar. No era extraño que esas criaturas fuesen nómadas. Había leído algo de eso en algún lugar, una historia sobre un grupo de vampiros motociclistas que se creía que recorrían Italia durante la noche, de ciudad en ciudad. Así que comenzó a investigar las páginas nacionales de sucesos, a confeccionar estadísticas sobre incidencia y tipos de crimen cometidos en cada gran urbe del país. Y era aquí, en esa maldita ciudad a donde apuntaban todo los indicios. Por eso había venido.
El Señor Lars recapacita. Contará solo con sus reflejos y su revolver, no cree que pueda emplear su cuchillo si son varios. Aunque lo necesitará después, claro, para decapitar los restos. Se levanta de la mesa de la cocina y va a su dormitorio, para sacar de debajo de la cama la maleta con sus armas. Es hora de cuidar de ellas, de limpiar y engrasar el revolver, de afilar la hoja del cuchillo. Si trataba bien a sus armas, le gustaba repetirse a sí mismo el Señor Lars, ellas le recompensarían salvándole la vida. Además, así se mantendrá ocupado, evitará pensar que será de él cuando esas criaturas ya no existan.
*****
Los devastadores bajos del más desquiciado Metal Industrial trepidan en los tímpanos de Voltaire mientras se mueve, danzando frenéticamente, tratando a duras penas de cabalgar el endiablado ritmo de la música, sintiendo el calor y el sudor de los cuerpos que la rodean, oliendo su piel, los efluvios de decenas de licores y de drogas selectas. Cuando abre los ojos, una dolorosa lluvia intermitente de fotones modulados en cientos de colores hiere sus pupilas. Un instante después recupera la vista y la ve, al borde de la pista, apoyada en la pared, contemplándola con sus ojos sin brillo, una leve sonrisa en su boca cruel. Voltaire dirige a ella los movimientos de su danza, la llama con sus dedos y le incita a que se una a ella en ese desenfrenado ritual dionisiaco. Pero su Señora niega lentamente con la cabeza, y le hace a su vez un gesto para que se le acerque. Sin pensarlo, Voltaire deja la pista y Alex la toma de la mano y la aleja del ambiente industrial, hasta uno de los pasillos del Refugio, donde los bajos aún hacen retumbar el barato material de las paredes. Casi a tientas, encuentran un viejo sofá allí, en la oscuridad, y se dejan caer sobre él, la una junto a la otra.
-No has querido bailar-susurra Voltaire, sintiendo la lengua de su Señora recorriendo lentamente su cuello.
-No me va ese estilo de música-susurra Alex cerca de su oído-. Ya sabes que soy una carrozona.
Voltaire sonríe. Le cuesta pensar que Alex tiene edad suficiente para ser su madre.
-Me gustaría que cantaras para mi-le dice Voltaire.
-Esa no es forma de dirigirse a tu Señora-le recrimina Alex, aunque Voltaire puede adivinar su sonrisa entre las tinieblas.
Voltaire toma las frías manos de Alex y comienza a besarlas y a lamerlas como si fuesen una reliquia satánica.
-Te imploro que me permitas escucharte cantar, mi Señora-susurra entre dos lametones.
-Eso está mucho mejor-dice Alex, tomando su cabeza entre sus manos y besándola casi con violencia.
La lengua helada de Alex se desliza entre los labios de Voltaire y comienza a acariciar el foco de calidez que es su lengua. Entonces Voltaire se sobresalta cuando siente un cálido aliento en su nuca, escucha un suave roce y siente el tacto de unas suaves manos que le rodean la cintura. Rompe bruscamente el beso para girarse y entonces unos labios cálidos se estampan contra los suyos en un beso juguetón.
-Ya comprendo porqué has estado tan perdida últimamente-le dice una voz familiar.
-¡Zona!-casi Voltaire grita cuando distingue el rostro de gatita en la casi oscuridad del pasillo.
-¿No vas a presentarme?-le dice Zona, señalando con un menudo índice a Alex.
-Soy Alexandra-dice Alex antes de que Voltaire pueda pronunciar palabra.
Casi pasando sobre Voltaire, Alex se acerca a Zona y la besa en los labios, quizá un poco más de lo que corresponde con alguien que acabas de conocer. Zona se queda sorprendida un instante, pero después vuelve a sonreír y se encoge de hombros. Al verlo Voltaire piensa que se la comería a besos.
-Bueno, ya sé que ha sido de ti-dice Zona-. ¿A qué no adivinas lo que me ha ocurrido?
Voltaire niega con la cabeza. Zona sonríe como una niña pequeña ilusionada por su cumpleaños.
-Me he presentado a una prueba para vocalista de un grupo-dice-. Y creo que me han elegido.
-¿Que grupo?-pregunta Alex, con una voz sorprendentemente firme.
-No sé como se llaman-dice Zona-. Leí el anuncio en un pub y me presenté. Era un pequeño garaje, y solo yo había contestado al parecer. Tienen pinta de ser un poco excéntricos, pero tocan de muerte. Y el guitarra solista está para comérselo. Mira, me han dado esto.
Las curvadas formas de Zona están comprimidas sensualmente en un corpiño de cuero negro. Una cadena desciende entre sus dos suaves pechos. Zona tira de ella y libera un pequeño símbolo que brilla de repente iluminado por un súbito destello proveniente de la pista de baile. En ese mismo instante Voltaire siente como los dedos de Alex se le clavan en el hombro con tanta fuerza que le hacen daño. Y Voltaire lo comprende, sin necesidad de preguntar.
-¿Te han dicho algo?-pregunta Alex.
-No me han dicho nada seguro-dice Zona, confusa-. Pero yo diría que sí. Quieren que vuelva hoy a hacer otra prueba, y me lo dirán de forma definitiva. Quieren que debute con ellos en el Festival de Halloween de la Cueva de los Bohemios. ¿Por qué me preguntáis todo esto? ¿Y por qué me miráis así? Me estáis asustando.
-No ocurre nada, cielo-dice Alex, acariciando el rostro de Zona con el dorso de la mano-. Es solo que creo que ese grupo son viejos amigos míos.
-¿Amigos?-pregunta Zona, curiosa.
-Digamos que creo que vas a ser mi sustituta-dice Alex, forzando una sonrisa-. Tenemos que marcharnos, Voltaire.
Voltaire apenas tiene tiempo de despedirse de Zona con un beso en la mejilla antes de salir corriendo tras de Alex, que se ha perdido entre las sombras del pasillo, destino a la salida. Cuando la alcanza, toma su mano, y siente como uno de los fríos dedos de sus Señora se posa sobre sus labios.
-No preguntes-le susurra Alex.
Suben juntas las escaleras, hacia la luz de la recepción. El aburrido encargado de la entrada ni siquiera les dedica una mirada cuando las dos cruzan las puertas dobles que llevan a la fría y oscura calle. Caminan juntas en silencio por un largo rato, Voltaire escrutando el rostro duro de su señora, tratando de adivinar algo de lo que pasa tras esos ojos muertos y esa belleza cruel, sintiendo una voraces mariposas devorando la boca de su estómago con dientes helados, lacerando sus intestinos con alas de acero. Al fin Alex se detiene frente a los peldaños de un portal y se sienta sobre ellos. Voltaire se siente confundida por un instante, después se agacha frente a su Señora y se atreve a mirarla a los ojos.
-¿Que ocurre, Alex?-le pregunta.
Las palabras le salen temblorosas, deformadas por un temblor que surge de lo más profundo de su alma, de un lugar donde hay una niña pequeña que todavía esta aterrada de esa hermosa criatura a la que ha decidido someterse.
-No llores pequeña-le dice Alex, acariciando su rostro como momentos antes ha acariciado el de Zona-. Ahora no. ¿Sabes donde podemos conseguir algo de beber? Me refiero a algo fuerte.
Voltaire asiente gravemente con la cabeza.
-Es hora de que termine de contarte mi historia-dice Alex.
*****
La forma de la Luna se refleja juguetona sobre las sucias y oscuras aguas del río, agitada por una tenue brisa que provoca escalofríos a Voltaire. Esta sentada en el borde de uno de los antiguos muelles de piedra de la parte vieja de la ciudad, un lugar apartado al que suelen ir las parejas cuando quieren estar solas. Alex está junto a ella, bebiendo un profundo trago de una finamente decorada botella de bourbon que han comprado en una pequeña y sórdida tienda, no muy lejos de aquí. Alex termina su trago y le ofrece la botella a Voltaire, que niega con la cabeza. No tiene ánimos para beber esta noche.
-¿Que era ese símbolo que tenia Zona?-pregunta, con una voz ligeramente más fuerte que la brisa que agita sus ensortijados cabellos.
Una amarga sonrisa cruza los sensuales labios de Alex apenas un instante.
-Es nuestro símbolo, el símbolo de Fata Morgana-dice, mirando a las oscuras aguas frente a ella-. O debería decir el de él, la marca de Gareth. Se inventó una especie de historia sobre él, que era la unión de dos símbolos malvados, la belleza surgiendo de dos expresiones del mal, o algo así. Lo cambiaba con frecuencia, como suele ocurrir con toda ese rollo ocultista. En el fondo Gareth y el Doctor eran más parecidos de lo que querían admitir. Por algo nos hizo asistir al grotesco y triste funeral del Doctor, cuando se enteró que había fallecido. Por algo dejó una rosa teñida de negro sobre su tumba cuando se atrevió a acercarse a ella, cuando todos los que podrían haberle reconocido hacía horas que se habían marchado. Cielos, incluso nos hizo besar su lápida. "Sin él no seríamos nada", recuerdo oírle susurrar, mientras miraba aquel falso nombre de rimbombante sonoridad europea que había adoptado el Doctor, con el que había vivido y había acabado muriendo.
Esa misma noche tuvimos un concierto. Nos presentamos en una de las mejores salas de la ciudad y nos ofrecimos para tocar, sin cobrar, esa misma noche. Como es lógico el dueño aceptó encantado. Todo había sido idea de Gareth, que quería homenajear a su maestro con el mejor concierto de nuestra carrera. Cuando comenzó, antes incluso del primer tema, se dirigió al sorprendido público que acababa de reconocernos para decir unas palabras en honor de su maestro. No lo llamó fraude, ni payaso engreído, ni ninguno de los apelativos cariñosos con los que solía referirse al difunto Doctor. Lo llamó amigo, padre, guía. No sé si de verdad sentía algo de todo aquello o si tan solo estaba aprovechando que la muerte del Doctor había hecho que una ciudad que casi lo había olvidado lo recordase por unos días. Lo que sí sé es que Gareth había descubierto hacía poco que el alcohol todavía le producía efecto, y aquella noche se procuró de tener siempre una botella a mano. Tocamos como nunca eso si que es cierto, Gareth a la guitarra, Fallon al bajo y Sherri aporreando la batería con toda la furia de su negro corazón, como le gustaba decir. Y yo forzando mi voz al máximo, casi sintiendo dolor, tratando de remover los cielos con mis palabras incendiariamente paganas. Pero aquella fue la noche de Gareth. Nos asustó mostrando visiblemente su anormalidad, su extrema palidez, su mirada opaca, en vez de permanecer tras de nosotras en las sombras, como solía. Bailaba al ritmo que Sherri le tocaba, y hacía que la música de su guitarra cabalgara sobre las olas embravecidas de aquel rítmico estruendo. Podía sentirlo siempre a mi lado, sentía su fría piel rozándome a veces, iniciando un juego sensual conmigo en las canciones más procaces, posando como un diablo encarnado en las más oscuras. Podía ver las miradas de deseo de los presentes, como en todos los conciertos. Nos miraban a nosotras, como siempre, pero sobre todo a él. Él les tenía a todos embelesados, se estaba alimentando de su fascinación como si se alimentara de su sangre. Eso era lo que Gareth siempre había querido. No tan solo ser poderoso, no tan solo ser inmortal. Quería ser un héroe, un ídolo, un diós.
Tras el concierto nos refugiamos en el camerino, con los gritos del público pidiendo un nuevo bis resonando aún por los pasillos. Gareth se demoró un momento fuera antes de entrar, y cuando lo hizo estaba acompañado por tres chicas delgadas maquilladas de negro.
-Mirad lo que traigo-nos dijo, señalándolas con un ademán teatral.
Las chicas no hicieron más que reír nerviosamente. Creo que estaban algo borrachas.
-Nuestro festín para esta noche-dijo Gareth, compartiendo con ellas una mirada cómplice.
-Nos ha dicho que esta noche vais a invocar a Satán-dijo una de las chicas, la más alta, vestida de llamativos cuadros escoceses-. Queremos ver como lo hacéis.
Gareth nos guiño como un niño travieso, pidiéndonos que le siguiéramos el juego. Aquello no me gustaba, creo que no nos gustaba a ninguna de las tres. Pero aún así hicimos lo que él nos pedía. No éramos sino sus sirvientas.
Esperamos allí hasta que se calmasen las cosas. Gareth y las chicas no hacían más que beber, formando un ruidoso corrillo en una esquina. Nosotras nos desmaquillamos lentamente, sin dejar de mirar sus reflejos en sus espejos. Mientras me iba quitando toda la pintura negra que me había hecho parecer surgida de una vieja película expresionista recuerdo que intenté verlas como si fuesen tan solo pedazos de carne, como si aquellas tres chillonas y medio ebrias chicas no fuesen realmente personas, como si no tuviese sentido sentir compasión o pesar por ellas. Trataba de convencerme a mi misma poco a poco, huyendo de mi propia mirada en el espejo, mientras mi alma se iba endureciendo poco a poco al descubrir que hacía efecto, que realmente no me importaban. Había provocado ya demasiadas muertes como para que me importase. Si piensas en las locuras que hace la gente a causa de las religiones, movidas por la promesa de una vida eterna que no pueden ver, que nadie les puede asegurar, imagínanos a nosotras, que actuábamos movidas por una promesa que veíamos hecha carne cada día, que nos daba placer y dolor en la forma más física posible en cada momento de nuestras vidas. Recuerdo ver reflejada en el espejo a Fallon, tomando una de las botellas medio vacías que Gareth había ya desechado, y dando un profundo trago. A ella siempre le costó más, mucho más que a las otras dos. Pero, por muy duras que fuésemos, nada podría habernos preparado para lo que vino después, lo que llegamos a sentir.
Al final salimos de nuestro camerino y abandonamos el local por la puerta de atrás, sin quedarnos siquiera a escuchar la típica despedida y agradecimiento de los propietarios. Nada de eso nos importaba. La faceta material de nuestra discreta fama nos era indiferente, era más una molestia que otra cosa. Habíamos dejado cerca nuestra furgoneta, y subimos todos allí, el grupo y las tres chicas. Gareth conducía, y nosotros íbamos detrás con las chicas, oliendo sus descarados perfumes, sintiendo el calor de sus cuerpos jóvenes, mucho más jóvenes quizás de lo que decían sus ropas o sus recargados maquillajes, rozándonos con ellas cuando brincaban locamente al ritmo de la música desenfrenada que Gareth sintonizaba en la radio. No entiendo como no se sintieron atemorizadas en ningún momento de nosotras, que no hacíamos sino mirarlas con expresión grave y en silencio. Quizá no nos prestaban atención, no contábamos para ellas. Solo tenían ojos para Gareth, el malvado y seductor Gareth.
Nadie le preguntó a Gareth donde íbamos. Cuando llegamos, nadie se sorprendió. Estábamos en medio de la nada, aparcados en el arcén de una carretera secundaria, en medio de un oscuro bosque de altos y frondosos árboles, las estrellas brillando impúdicamente desnudas sobre nuestra cabeza. Lo primero que hice cuando abrimos la puerta de la furgoneta fue maravillarme con la belleza del cielo, lo siguiente, contener un escalofrío de dolor. Gareth tomó la última botella que le quedaba sin abrir y nos guió al interior del bosque. Con una rama caída y un pedazo de camiseta vieja impregnada de whisky improvisó una antorcha que encendió con su mechero de gasolina, un antiguo regalo del Doctor, de los días en los que aún se consideraba su discípulo. Seguimos la luz de su antorcha entre los silenciosos árboles, sintiendo más que oyendo toda la vida oculta que hormigueaba a nuestro alrededor, que retrocedía aterrada ante esas siniestras y perversas criaturas que perturbaban su paz. Las chicas permanecían en el centro del grupo, conteniendo risitas nerviosas, pero tratando de permanecer en silencio.
Al fin llegamos a un claro en medio del bosque, sus bordes apenas intuidos más allá de la luz de la antorcha que Gareth sostenía sobre su cabeza, como dirigiendo una procesión solemne. Fue al centro del claro con ella y clavó su extremo en el suelo, con la llama peligrosamente cerca de la alta hierba que había bajo nuestros pies.
-Preparaos para el ritual, pequeñas-susurró, con una voz tan fría como la brisa que nos acariciaba.
Las chicas comenzaron a quitarse rápidamente todo lo que llevaban puesto, todo menos la bisutería no tardó en formar un pequeño montón a los pies de Gareth. A la luz de la antorcha, sus cuerpos pálidos y delgados habían adquirido una inquietante cualidad fantasmal, como un presagio de lo que esa noche les esperaba. Gareth abrió la botella de whisky y, sosteniéndola con ambas manos, roció los cuerpos desnudos de las chicas con un chorro del flamígero líquido. Ella reaccionaron con placer al sentir aquel líquido frío y cálido al mismo tiempo golpearlas salvajemente. Comenzaron a gritar como banshees, girando enloquecidas sobre ellas mismas. Una de ellas le arrebató la botella de las manos y dio un profundo trago sin dejar de bailar, y después otra se la arrebató e hizo lo mismo, y al momento estaban las tres luchando por la botella entre bailes y gritos que me hacían salirme de mi piel.
-Y ahora vosotras, mis damas-nos susurro entonces Gareth.
Sacó una hoja de afeitar de uno de sus bolsillos y se subió las mangas de su fina camisa. En una muñeca se hizo un rápido y profundo corte, otros dos en la otra muñeca.
-Vuestra hora ha llegado-nos susurró.
Nos abalanzamos sin pensárnoslo sobre los cortes que comenzaban a sangrar copiosamente. Pegué mis labios a la herida y sentí como la sangre maldita de Gareth los quemaba como si fuese un licor destilado en el infierno, como descendía por mi garganta cortándome la respiración, llenándome de un calor abrasador. Caí de rodillas, incapaz de controlarme a mi misma, presa de una energía que sentía consumiéndome, devorando rápidamente mis entrañas. Comprendí en aquel momento que debía hacer, las tres lo comprendimos al mismo tiempo, como si hubiésemos extraído esa sabiduría de la sangre de Gareth. Nos lanzamos hacia las chicas que todavía danzaban como nínfulas enloquecidas. Agarré la primera que se cruzo en mi camino y la obligué a seguirme hasta el suelo. El tacto de mis manos sobre su piel me produjo un placer que superaba el sexual, y el lamer su piel empapada de whisky me embriagó inmediatamente. Ella gritó de placer al sentir mis frenéticas atenciones, y siguió gritando cuando comencé a morderla, cada vez con más fuerza, hasta hacerla sangrar. Poco después ya no pudo seguir gritando, cuando yo había consumido todo su calor con toda su sangre, cuando el alba comenzó a clarear en el horizonte y la oscuridad dominó mi mente y me llevó a algún otro lugar.
*****
Voltaire abraza el cuerpo frío de Alex, en un irónico gesto reflejo en busca de calor. La vampira la rodea con sus brazos, siendo repentinamente consciente de la realidad que todo ese satanismo de rock duro y esa fachada siniestra esconden. Voltaire no es más que una niña, un alma ingenua en la que la madurez no ha hecho mella.
-Tengo miedo, Alex-le susurró-. Miedo de lo que siento cuando me hablas, cuando me describes esas cosas.
-¿Qué es lo que sientes, pequeña?-pregunta Alex, intrigada, mirándole a sus ojos azules, que reflejan de forma fantasmal la luz de la Luna.
-Siento que quiero ser como tú-dice Voltaire-. Quiero vivir todo eso. Quiero la sangre maldita dentro de mis venas. No, no la quiero. La necesito. He buscado esa magia toda mi vida y ahora la tengo aquí, a mi lado. No hay vuelta atrás, no la hubo desde que te encontré, desde que comprendí qué eras, desde que decidí ayudarte sin importarme las consecuencias. Ha sido desde entonces una huida hacia adelante, una caída libre desde las alturas de mi estúpida inocencia de bohemia.
-Eres una pequeña ingenua-dice Alex, su voz denotando una dureza que no se esfuerza por aplacar-. ¿No me ves? ¿No ves en mí más allá de la maravilla que deslumbra a tus ojos? ¿Que soy más que una maldita enferma? ¿No me ves cuando la sangre me falta de las venas, cuando la vida se me escapa y solo siento frío y un vacío interior tan profundo que podría perder mi alma en él? Soy eterna, sí. Me espera una eternidad de debilidad y muerte. Soy una maldita yonki enganchada a la muerte, ¿es que no lo ves?
En un gesto de ira, Alex arroja la botella de todavía medio vacía al rió. Voltaire la ve golpear las suavemente agitadas aguas creando un caos sobre la superficie que se sofoca al instante. La botella permanece flotando un momento, hasta que las sucias aguas comienzan a entrar dentro, mezclándose con el pardo licor, haciendo que se hunda lentamente. Voltaire piensa entonces que quizá Alex acaba de provocar alguna borrachera a los pocos peces mutantes que existan en el río y se pregunta si la vampira no tendrá razón al tacharla de ingenua.
-Es mi culpa-dice Alex-. Soy yo, maldita sea. No debí haberte seducido con mi anormalidad, no debí haberte convertido en mi sirvienta.
-No-dice Voltaire-. Soy yo. Soy yo desde antes de encontrarte, desde que tengo memoria.
-No lo entiendes-dice Alex, mirándola de nuevo, en sus ojos brillando la ira de una forma tan salvaje que Voltaire retrocede un centímetro por puro instinto-No sabes nada. Después de lo que he visto, de lo que he vivido, lo que te he hecho solo puede ser considerado como un pecado.
*****
Matar es mucho más fácil de lo que se piensa. Sobre todo si la muerte te da placer, y si ese placer es el completo centro de tu vida, de tu existencia. Mis letras dejaron de ser oscuras para tornarse delirantemente terroríficas, un reflejo descarnado de la recién descubierta perversidad de mi alma. Pululábamos en las sombras tras los conciertos, encontrándonos en lugares ocultos con nuestros admiradores y rajándoles el cuello sin ninguna compasión para embriagarnos de la vida que les robábamos. A veces lo hacíamos en grupo, como cuando antaño éramos las ayudantes de Gareth, otras veces en solitario, cuando solo una necesitaba su dosis y podía valerse por sí misma. Por supuesto nuestra conversión trajo sus consecuencias. Necesitábamos matar más, mucho más que antes. No solo porque éramos más, sino porque ya no contábamos con un mortal que cuidase de nosotros si estábamos débiles, alguien que nos consiguiera la sangre, como hacíamos nosotras con Gareth. Supongo que la sangre nos cegó, que nos volvimos descuidados, y comenzamos a ver sospechas a nuestro alrededor, comenzamos a oír comentarios velados, a escuchar rumores sobre investigaciones policiales, teorías sobre las muertes que ocurrían a nuestro alrededor. Se decía que estábamos malditos, que llevábamos la muerte allá donde tocábamos. Eso solo hizo acrecentar nuestra fama.
No hay nada más aterrador que el descubrir que tu víctima te estaba buscando, que desea morir de tu mano.
Ocurrió una noche que ya presagiaba una tragedia. Estaba en el aire, fuertemente cargado, que presagiaba tormenta, en un cielo gris y ominoso que se cernía sobre nuestras cabezas como si ocultase la mirada de un diós vengativo. Al menos eso fue lo que pensé cuando descargamos los instrumentos, tan furtivamente como siempre, por la puerta de atrás del miserable local en el que íbamos a tocar.
Había demasiada energía mal enfocada, demasiado calor y demasiado alcohol aquella noche. El concierto fue un hermoso caos que estuvo a punto de escapársenos de las manos. En los rostros rudos y las miradas encendidas que nos contemplaban brillaba el absurdo y fácilmente reconocible deseo de violencia.
-¿A qué clase de tugurio nos has traído?-recuerdo que susurré al oído de Gareth en una pausa entre canciones, mirando los emblemas paramilitares que colgaban de una de las paredes forradas de madera.
Había una chica especialmente hiperactiva aquella noche. Era pequeñita, algo rechoncha, pero tenía la fuerza de una furia surgida del infierno. Se subió al pequeño escenario y se me abrazó en medio de una canción. La empujé hacia el público sin dejar de cantar, gritándole al rostro un insulto que iba dirigido al dios de los cielos. Ella se mordió los labios de placer al ver mi oído y mi desprecio, al sentir mis frías manos golpeándola. Sentí temor al ver su mirada ciegamente lasciva, pero nada comparado con el que debía de haber sentido.
La promesa del cielo se cumplió poco antes de que el concierto terminara, y cuando salimos por la puerta de atrás estaba diluviando. La lluvia tiene un extraño efecto en nosotros, enfría aún más nuestros cuerpos ya de por sí fríos, nos entumece y nos afecta a los sentidos. Lo ves todo como si estuvieses borracho, lo escuchas todo como si viniera desde muy lejos. No debimos haber salido de caza en esas condiciones, en esa noche tan llena de malos presagios.
No nos habíamos alejado mucho de allí cuando escuchamos aquel grito, un fuerte y desquiciado "No" surgido de la garganta de Fallon. Recuerdo que estaba en un estrechísimo callejón, vigilando de lejos a un joven totalmente cubierto con un impermeable gris que creía haber visto en el concierto. Nada más oír el grito me olvidé de él y busqué a Fallon como una desesperada. Había una urgencia aterradora en ese grito, en los sollozos desbocados que lo siguieron. Me costaba seguir su pista tras el sonido abrumador de los distantes truenos, de los goterones que me golpeaban con violencia, pero al fin di con ella. Fui la ultima en llegar. Gareth y Sherri ya estaban allí, contemplando asombrados a Fallon, en el final de un callejón sin salida, intentando librarse con manos temblorosas de una chica que agonizaba mientras la sangre que surgía de su cuello se mezclaba con el agua de lluvia. La boca de Fallon estaba manchada de sangre, una cambiante mancha roja que se iba desdibujando bajo los embates de la lluvia. Había un murmullo insistente e inquietante que se me metió en los huesos antes de poder descubrir su origen, antes de intuir su significado. Era aquella chica, la chica enloquecida del concierto. Susurraba una y otra vez la misma palabra, mientras sus ojos implorantes miraban a Fallon.
"Mátame", decía.
-¡Quitádmela de encima!-gritó Fallon.
-Acaba con ella de una vez-dijo Gareth-. Fue entonces cuando descubrí que estaba al límite de sus nervios. Una de sus manos arañaba nerviosamente los ladrillos de la pared en la que se apoyaba, mientras que sus ojos no hacían más que moverse entre Fallon y la chica.
-Mátala-insistió.
Fallon intentó una vez más librarse del obsesivo abrazo de la chica, pero fue incapaz. Parecía que toda la fuerza había escapado de sus manos.
-No puedo-dijo, antes de sucumbir a sus propios sollozos y echarse a llorar.
Gareth se echó sobre la chica con un gesto de fastidio, y le hundió la navaja una sola vez en la nuca. En el mismo momento en que la vida abandonaba a la chica suicida, de Fallon surgió un grito de dolor que me rompió el corazón.
Fallon hecho a correr, huyendo de nosotros. Yo miré por un momento a Gareth y a Sherri, que la miraban alejarse con un mal disimulado desprecio en sus ojos, y la seguí.
No estábamos lejos del mar. Seguí a Fallon hasta la playa. Estaba en la orilla, las olas bramaban frente a ella y los últimos restos de su furia iban a morir a sus pies. El mar parecía fundirse con la tormenta frente a nosotras en la distancia.
Permanecí a su espalda, mirando sus largos cabellos rubios, mojados y pegados a su impermeable negro de plástico. Ella sabía que estaba allí, aunque no dijo nada por un largo momento.
-Quiero acabar con esto-dijo al fin.
-No hay vuelta atrás-le dije yo-. Lo sabias cuando aceptaste la sangre.
-No es esto lo que yo quería-repuso ella. Estaba de nuevo al borde de las lágrimas. Parecía la pura desesperación encarnada.
-Es lo que te han enseñado-le dije yo, no sé tratando de convencerla a ella o a mí misma-. Es solo esa estúpida moral sin sentido con la que te han criado, que sigue fastidiándote.
-No puedo librarme de ella-dijo-. No puedo. Lo he intentado, pero no puedo ser como vosotros. No puedo ser tan malvada.
-¿Que vas a hacer?-le pregunté, atreviéndome a acercarme a ella y entrelazar mis dedos con los suyos.
-No lo sé-respondió ella-. Buscaré un descanso, una forma de salir de esto. Quiero acabar con todo. Sí, quiero morir.
No supe que contestar. No quería perderla, pero era su decisión, y si sentía algo por ella debía respetarla. Besé sus labios por un instante, sintiendo el extraño sabor de sus lágrimas, las lágrimas de una difunta. Miré sus ojos anegados en lágrimas, y vi en ellos una piedad que me aterrorizó hasta la médula. Después me di la vuelta y me alejé de ella, de vuelta con los otros. A mitad de camino me di la vuelta, pero su figura al borde del mar había desaparecido.
Nunca la he vuelto a ver. No sé que ha sido de ella.
*****
Tras todo aquello, nuestro grupo no volvió a ser el mismo. Ensayamos cientos de veces para adecuarnos a la ausencia de Fallon. Gareth me dio una de sus viejas guitarras y yo traté de recordar como tocar buena música con las seis cuerdas. Me resultó más fácil de lo que pensaba, quizá porque mis dedos ya no sudaba, porque ya no temblaban cuando comenzaban a cansarse. No hablábamos de Fallon, ni mencionábamos su ausencia. Y claro está, eso hacía que la tuviéramos siempre presente, como un numinoso fantasma, como una diosa de culto prohibido. La que había sido demasiado cobarde como para seguir. O tal vez lo bastante valiente para romper con todo.
Desde ese momento supe que como grupo teníamos los días contados. Lo que le había ocurrido a Fallon podría ocurrirme a mí, o a cualquiera de los otros más tarde o más temprano.
Pero los años pasaron, encadenando recuerdos y vivencias. Poco a poco fuimos superando aquel escollo. No volvió a ser como antes, pero permanecimos juntos, con nuestro peculiar y cruel modo de vida. No teníamos a nadie más en quien confiar.
Hasta hace poco, cuando Gareth nos sorprendió poniendo un anuncio en un local, solicitando una nueva miembro del grupo. Una chica.
Lo hizo a nuestras espaldas, sin decirnos nada. De hecho, nos dejó una tarde con alguna excusa y fue a un local que había alquilado ha hacer algunas audiciones. Por lo visto había estado avivando la voz entre nuestro pequeño culto, en sus escarceos con nuestros fanáticos seguidores. Sherri llegó un día, de negociar una actuación en un local, y dejo sobre la mesa del pequeño y casi vacío apartamento que compartíamos en ese momento una hoja de papel que había sido arrugada en un momento de ira.
-¿Qué demonios es esto?-preguntó, casi en un grito.
Creo recordar que Gareth estaba inmerso en la lectura de un gastado volumen de poesía que no hacía más que hojear una y otra vez. Creo que era de esos torpes y pretenciosos poemas que le daba por escribir a Crowley cuando se sentía literario. Se limitó a mirarla, con esa seductora sonrisa sardónica suya, y a decir al cabo de un momento:
-Nos vendrá bien alguien más. Para volver a ser un auténtico grupo.
-¿Y se lo vas a contar?-le pregunte yo-. No es solo un puesto en el grupo lo que estas ofreciendo.
-¿Quién os dice que no lo he hecho ya?-nos dijo, dejándonos más heladas de lo que ya estábamos.
La elegida se llamaba Serlina, una jovencita inocente que jugaba a ser malvada. Lo que yo misma había sido, años atrás, tantos que me daba vértigo pensarlo. Una noche Gareth la llamó para que se viniera con nosotros a uno de los tugurios que solíamos frecuentar cuando íbamos de copas, esos lugares de reunión de lo que ahora se llaman tribus urbanas, donde nadie se cuestiona que hacen los demás. Siempre han existido esos lugares, pero de un tiempo a esta parte se han vuelto tan estrafalarios y disolutos que incluso me resultan divertidos. La chica se llevó toda la noche charlando con Gareth, mirándonos en ocasiones a nosotras dos con sus grandes ojos, con la admiración de quien contempla estrellas de culto, o quizá criaturas que solo han poblado sus fantasías. Nosotras le fascinábamos, pero nada comparado con lo que le fascinaba nuestro amo. Estaba totalmente enamorada de Gareth, no podría haberlo negado. Y el bastardo no hacía más que aprovecharse de ello, empleando certeramente sus armas de seducción a la menor ocasión, estremeciéndola con susurros, con caricias furtivas, con roces aparentemente accidentales. Sherri y yo acabamos hartas de aquello, y nos excusamos para dejarles solos.
Nunca debimos haberlo hecho.
Poco antes de amanecer escuchamos un golpe sordo en la puerta de nuestro apartamento. Intrigada, abrí para ver de que se trataba y me encontré con Gareth, mirándome con una expresión que nunca había visto en sus azules ojos opacos. Estaba en el suelo, como si hubiera caído y hubiese golpeado la puerta con su cabeza, el cuerpo doblado en un ángulo casi doloroso para poder mirarme.
Había miedo en aquellos ojos.
Alarmada, le ayudé a levantarse y lo metí en el apartamento. Sherri nos descubrió entonces, y se quedó muda del asombro. Hasta que no dejé a Gareth tumbado sobre uno de los colchones que nos hacían las veces de cama no me di cuenta de la sangre que manchaba una de las mangas de su chaqueta negra, del desgarro que atravesaba una de sus muñecas. Todavía no sé como había podido llegar hasta nosotras. Usé una de nuestras navajas para cortarme una muñeca y darle parte de mi sangre, y después Sherri hizo lo mismo. Poco a poco las fuerzas fueron volviéndole. Al poco estábamos formando un círculo en el suelo del apartamento, los tres con la muñeca derecha vendada, los tres somnolientos por la pérdida de sangre. El miedo había desaparecido de los ojos de Gareth, pero parecía rehuir nuestra mirada. Nuestro crápula orgulloso parecía estar avergonzado ante sus sirvientas. Aquella situación me asustó.
-¿Qué ha ocurrido?-me atreví al fin a preguntarle.
Gareth enterró su rostro entre sus manos por un momento. Después comenzó a contárnoslo, sin dejar de mirar a algún punto en el suelo, frente a él.
Había llevado a Serlina a un lugar oscuro, un banco de fría piedra en un parque medio abandonado. La hizo tumbarse allí y entonces le dio su sangre, un pequeño sorbo de un corte en su muñeca. Ella lo sabía, sabía lo que éramos desde hacía semanas, y deseaba ser como nosotros más que nada en el mundo. No sintió miedo, ni dudó en ningún instante, ni se asustó cuando sintió como la maldita sangre infectada comenzó a mutar su cuerpo, a cambiarla, arrancándole poco a poco la consciencia. Gareth había permanecido a su lado todo el tiempo, susurrándole suavemente al oído, guiándola a lo largo de todo un proceso que el mismo había vivido años atrás. La sujetó para que su cabeza no golpeara la dura piedra cuando le sacudieron las convulsiones de la muerte, la abrazó cuando sintió que el frío sepulcral se la llevaba. Y finalmente, cuando había sucumbido a la inconsciencia, la había dejado allí, entre las sombras.
Había encontrado una víctima propiciatoria para el sacrificio que significaría el renacer de Serlina. Un joven de aspecto equívoco, que fumaba melancólicamente bajo la luz de una farola, quien sabe si esperando por inercia una cita que no había llegado a producirse. Gareth tan solo se le había acercado y le había invitado a un momento de intimidad entre los arbustos. El joven no debía de ser muy inteligente, porque accedió.
Instantes después el joven estaba junto al banco, con la garganta cruelmente rajada, su cabeza sujetada por los dedos firmes como el acero de Serlina, que bebía ansiosamente la sangre que de él surgía. Gareth les contemplaba, tratando de ignorar un mal presentimiento. Allí había algo que fallaba, había demasiado ansia, demasiada ferocidad en Serlina, estaba bebiendo demasiado rápido, usando sus dientes para abrir más la herida, para que nunca dejara de sangrar, como si nada pudiese saciarla. Él mismo nunca había bebido tanto, ni nos había visto a nosotras apurar hasta tal nivel a un cadáver, hasta que no es más que un fláccido monigote que cuelga de nuestras manos, apenas una caricatura de ser humano. Pero eso fue lo que Serlina le arrojó a sus pies al cabo de un momento que se le hizo eterno, frustrada de no poder sacar nada más de él. A la pálida luz de las estrellas, la herida de su cuello parecía indescriptiblemente profunda, como el abismo proverbial en el que Gareth se miraba para descubrir el vacío de su propia alma. Estaba ofuscado, por eso no se dio cuenta de que Serlina se le había acercado hasta que le tomó del brazo y mordió con fuerza la herida que el mismo se había hecho momentos antes para bautizarla con su sangre.
Serlina era fuerte, tenía la fuerza de la sangre que acababa de robar, y una fuerza malsana proveniente de su ansia desmesurada. Gareth la golpeó, intentó zafarse de su presa, pero lo cierto es que sin sangre caliente dentro de nuestras venas somos seres débiles. Quizá por aburrimiento, o porque no quedaba casi nada por beber, Serlina acabó por dejarle, tirado en el suelo junto al cadáver que el mismo le había conseguido. Después se había marchado, sin duda en busca de más sangre para saciar un ansia que sabíamos que nada podría aplacar.
Reflexionamos sobre lo que había ocurrido, sobre aquella extraña fuerza que había poseído a Serlina. Nosotros siempre habíamos tenido cuidado, siempre habíamos bebido solo lo necesario, espaciando nuestras víctimas todo lo que podíamos, como un adicto al opio experto dosifica y espacia sus dosis para que su efecto no se desvanezca. Pero Serlina había tomado su primera dosis de la embriagadora sangre y no había sentido ni un ápice de repulsión, de temor al arrancar una vida de un ser humano. Había bebido demasiado, y su cuerpo enfermo había reaccionado a la sobredosis pidiéndole más aún, quizá quemando su cuerpo para conseguir las energías necesarias para aplacar su sed.
No quisimos pensar qué podría ser de ella, o qué sería de nosotros. Sabíamos que tarde o temprano la encontrarían, que quizá en su mente solo había lugar para la sangre, para matar y beber a cualquier precio. No sabíamos si su ansia se disiparía y si continuaría hasta consumirla, si podríamos hacer algo por ella en caso de que la encontrásemos. Estuvimos de acuerdo en que teníamos que dejar la ciudad, teníamos que alejarnos de allí antes de que la descubrieran bebiendo del cuello de una prostituta en algún callejón. Casi en silencio, evitando mirarnos los unos a los otros, amontonamos nuestras escasas pertenencias y subimos a la furgoneta, rumbo a otra ciudad, a otro destino.
Fue entonces cuando vinimos aquí.
Olvidamos lo ocurrido, o más bien fingimos todos haberlo olvidado. Pero Gareth comenzó a robar periódicos de los kioscos nocturnos, como si le avergonzase comprarlos, y a revisarlos en busca de noticias. Un día encontré una página arrugada dentro de la furgoneta, debajo de uno de los amplificadores, mientras sacábamos nuestras cosas para una actuación. Era una página de sucesos. Entre otros sucesos macabros relataba la desaparición de una familia. La hija faltaba del hogar por varios días, y se había denunciado su desaparición. Un día el padre no había aparecido por comisaría, donde solía ir diariamente a preguntar. Extrañados, habían llamado a su casa, sin respuesta. Un agente había ido a averiguar que ocurría y no encontró a nadie allí, pero sí que encontró sangre, un enorme charco de sangre en el centro de salón, sangre salpicando las paredes, sangre en varias herramientas, en el fregadero de la cocina, en la bañera. Todavía no habían podido averiguar que espeluznante suceso había ocurrido en aquel lugar. Nada de eso me hizo reaccionar hasta que vi el nombre de la hija desaparecida.
Serlina. Era ella.
Entré en el camerino hecha una fiera y me lancé sobre Gareth, blandiendo la hoja de periódico como si fuese un arma, tomando las solapas de su chaqueta de cuero y arrojándolo contra la pared. Sherri intentó apartarme de él pero la rechacé con un fuerte bofetón que la tiró al suelo. Miré a los ojos de Gareth y vi miedo en ellos. Le vi entonces como lo que realmente era, lo que siempre había sido, un manipulador, un fraude como su maestro lo había sido antes de él, un temerario al que no le importaba nada más que si mismo.
Y yo le había amado más que nada. Yo había dejado que ese maldito aprendiz de Drácula me transformara con su sangre.
Le grité y le golpeé, descargué en él todo mi odio, odio hacia él, y sobre todo odio hacia mí misma, hacia el monstruo en el que mi ingenuidad y mi estupidez me habían convertido. Él no hizo nada para defenderse de mis ataques, solo me miró con sus hermosos ojos, sin decir palabra, como si sintiera en el fondo que se merecía todo aquello.
Cuando me calmé me alejé corriendo de allí. Creo recordar que me lamenté de no poder venir a la ribera del río a esperar un amanecer que me consumiera y aliviara mis penas, como los vampiros de la ficción. A mí el sol solo me molesta los ojos, no me hace más daño que ese. Cuando mi desesperación se fue diluyendo me convencí a mí misma de que odiarme no tenía sentido. Soy lo que soy, no puedo cambiarlo, es algo con lo que debo vivir, y haré lo que haga falta para sobrevivir. Pero no podía perdonar a Gareth, no podía ignorar su estupidez y su arrogancia, su deseo narcisista de tener siempre a un trío de esclavas vampiras a su servicio como el famoso conde transilvano, aunque fuese a costa de seducir y sacrificar a jovencitas inocentes que no habían cometido más pecado que enamorarse de él.
Al amanecer, decidí que seguiría mi propio camino, que dejaría a Gareth y a Sherri la noche siguiente. Huyendo como pude de la cegadora luz del sol, fui a nuestro oscuro apartamento y me tumbé sobre mi colchón, para que el sueño me venciera.
Cuando desperté, estaba en la tumba donde me encontraste.
*****
-¿Cómo llegaste allí?-pregunta Voltaire tímidamente, aunque ya cree conocer la respuesta.
-Fueron esos dos bastardos-dice Alex-. Gareth y Sherri. No sé si me temían, o me odiaban, o sencillamente habían perdido la razón. Me hallaron allí, dormida, a su merced. Creo que me desangraron de alguna forma, lentamente, para que yo no me apercibiera. Una cosa que no sabes es que tenemos un sueño muy pesado, al menos yo lo tengo desde que soy una muerta viviente. Quizá fueron llenando una jeringuilla tras otra de la poca sangre que en aquel momento me corría por las venas, hasta llevarse hasta la última gota de calor que me animaba. Entonces me cogieron, me cargaron en la furgoneta y me llevaron al cementerio, a ese viejo panteón. Vaciaron un féretro y me metieron dentro. Para que me pudriera allí, enterrada en mi no-vida.
-¿Y que fue lo que falló?-pregunta Voltaire.
-No lo sé-dice Alex, mirando a las oscuras alturas, como si buscara en ellas una respuesta-. Quizá no me quitaron demasiada sangre, o quizá fue un reflejo, algo instintivo que me hizo salir del estupor cuando la sangre de mi cuerpo ya casi no daba para mantener frescos mis órganos internos. Primero sentí miedo, el terror más profundo y frío que jamás he vivido. El frío de mi propio cuerpo se mezclaba con el de la piedra y la tierra putrefacta que me rodeaban, con el de las maderas medio podridas del féretro. Y cuando el miedo me dejó pensar y me di cuenta de lo que había pasado, me dominó la ira, una ira muda e impotente. No sé si fue de esa ira de donde saqué las fuerzas para moverme, al menos espasmódicamente, hasta conseguir derribar el ataúd, que se abrió por la caída y me depositó bruscamente sobre el sucio suelo. Y entonces, lentamente, día a día, luché contra la locura que carcomía mi mente pensando formas de vengarme de esos dos malditos traidores que me habían dejado allí, mientras me arrastraba con lentitud demencial a la entrada, que permanecía ante mí entreabierta, como una broma cruel. Entonces llegaste tú.
-Y te moviste-dice Voltaire, recordando aquel día.
-Sí-dice Alex-. De nuevo esa misteriosa fuerza, una energía que no proviene de la sangre, ni de mi cuerpo, sino quizá solo de mi mente, de mi desesperación. Salté al olor de tu sangre, a la promesa de la suavidad de tu piel, y cuando me rechazaste, cuando me atacaste, aquella fuerza me permitió retroceder, ocultarme de nuevo entre las sombras, deshacer en un instante lo que me había costado días conseguir. En ese momento volví a estar tan incapacitada como antes, si no más, como si hubiese quemado mis últimas reservas. Me quedé allí sentada, esperando que al menos llegase la inconsciencia, o la locura. Pero fuiste tú quien vino a mí, con una ofrenda para tu oscura diosa.
Alex besa tiernamente la frente de Voltaire, que cierra los ojos y siente un estremecimiento al contacto de los fríos labios contra su piel, de la helada lengua que la lame levemente.
-¿Por qué no te has vengado?-pregunta Voltaire de repente-. ¿Por qué no has hecho nada todavía?
-Habrá tiempo para eso-dice Alex, rodeando con brazos hambrientos de calor el suave y sensual cuerpo de Voltaire-. No podía resistirme a la tentación de dominar y disfrutar de esa deliciosa y malvada criatura que había venido a sacarme de mi tormento.
Voltaire sonríe, una sonrisa inocente como la de una niña pequeña, algo incongruente con su retorcida alma. Pero Alex ha visto el interior de esa pequeña y sabe que es mucho más inocente de lo que nunca lo fue ella, que lo es de una forma que la pone más allá del bien y del mal, ajena a ambas ideas, humana de una forma tan pura que la asemeja a un animal salvaje. Y besa esa sonrisa, esos labios que le dan un calor que la llena más aún que la sangre que mana de un cuello cercenado, y deja que Voltaire caliente su no-vida con su cuerpo, con sus besos, con el perverso arte de sus pequeñas manos.
*****
El horizonte comienza a clarear tras las cortinas, pero en la habitación de Voltaire solo llegan las suaves penumbras que lo mantienen todo medio oculto, que excitan la imaginación y las pesadillas. Arrodillada en la cama, Voltaire contempla el hermoso cuerpo desnudo de Alex, su señora, su diosa oscura, la persona que ha cambiado su vida para siempre. Y se pregunta de nuevo si merece la pena provocar la ira de su diosa, cometer contra ella el crimen que se dispone a perpetrar. Pero piensa que ella lo comprenderá, que deberá comprenderlo. Pese a ello siente miedo y tristeza. Miedo a su ira, sí, pero también miedo a su rechazo, a su indiferencia, a romper el vínculo que se ha creado entre ellos. Voltaire siempre se ha creído una persona fuerte, con una férrea voluntad satánica capaz de imponerse al mundo que la rodeaba. Pero aquí está, totalmente sometida a otra voluntad, al poder carismático de una seductora criatura de las tinieblas.
-Haz lo que quieras, que esa sea la ley-susurra lentamente, invocando las fuerzas que necesita para romper el hechizo de Alex, para imponer su voluntad a la de su señora.
Mueve lentamente su elástico y pálido cuerpo desnudo, como una gata que se dispone a cazar. Se aleja de Alex, abandona la cama y sus pies descalzos tocan el frío suelo, que le resulta cálido en comparación con la piel de su diosa oscura. Luchando para no apresurarse, abandona la estancia, deteniéndose un instante cuando la puerta chirría levemente al abrirse, volviendo a respirar cuando no descubre ningún cambio en Alex.
Fuera de la estancia que no hace mucho consideró suya, apresura sus pasos hacia el cuarto de baño. En el pequeño armario de detrás del espejo busca algo que uno de los compañeros de grupo de Anais dejó un fin de semana que se quedó con ellas en el apartamento. Una pequeña caja de hojas de afeitar. Voltaire la abre con cuidado, extrae una de las finas y macabramente hermosas láminas de acero cromado y la contempla por un momento. Es tan fina que atravesaría su piel y rozaría sus huesos mucho antes de que ella sintiera el más ligero indicio de dolor. Es perfecta para lo que se propone.
Deja la hoja solitaria sobre el lavabo y vuelve a poner la caja en su sitio. Cierra la puerta y mira sus propios ojos en el espejo. Necesita invocar fuerzas para hacer lo que se propone. Su mente conocedora de lo oculto decide improvisar una ritual de magia menor sobre la marcha. Abre el grifo del agua caliente y al cabo de un momento un chorro de vapor casi invisible comienza a ascender desde el lavabo, empañando el espejo. Con una dedo Voltaire dibuja lentamente una estrella invertida de cinco puntas en el espejo, y después sigue simplemente dibujando, tratando de convertir todos sus temores en una imagen, de un dibujo, una mística configuración de trazos y ángulos. Y una vez que su espíritu oscuro esta satisfecho, borra el dibujo con un movimiento de su mano, destruyendo sus temores, sus dudas, su vacilación. Toma del lavabo la cuchilla, también cubierta por la condensación, y la sujeta con sus labios para salir de allí lentamente, con movimientos sensuales y exagerados como los de las bailarinas balinesas.
Entra en su habitación, silenciosa como una sombra, y se arrodilla junto a la cama, cerca de una de las manos de Alex. Mira por un momento su rostro, sus ojos cerrados, su expresión de paz, y piensa que la ama todo lo que es capaz de amar a alguien. Pero si hay algo que ame son sus propios sueños.
Un movimiento rápido, sin vacilación, y la atraviesa de parte a parte la muñeca de Alex. La sangre comienza a manar lentamente, como si estuviese apelmazada, no con el ímpetu de la sangre de un cadáver. Voltaire lame lentamente esa sangre fría, deja que impregne su lengua de una sola vez y después cierra los labios y siente como se mezcla con su saliva, contiene un escalofrío ante su desagradable sabor acerado. Está fría, pero hay una devastadora calidez en ella, como un licor de alta graduación. La siente quemar su garganta al deslizarse lentamente en su interior.
Voltaire sabe que pronto comenzará a cambiar. Sabe que ya está infectada ligeramente por su contacto con Alex, y que esa pequeña ofrenda de sangre bastará para completar su transformación. Sintiéndose osada, besa la mejilla de Alex y vuelve a alejarse de ella con su danza sigilosa y delirante.
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© 2008, Juan Díaz Olmedo
Diabolus In Musica - Capitulo 6
jueves, 4 de septiembre de 2008
Publicado por Juan Díaz Olmedo en 14:55
Etiquetas: Novela Blog
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