skip to main | skip to sidebar

Presentación

Blog de relatos y artículos escritos por Juan Díaz Olmedo

About me

Juan Díaz Olmedo
Ver todo mi perfil

Etiquetas

  • Artículos (10)
  • Cine (3)
  • Comic (3)
  • Literatura (1)
  • Mundo Insólito (1)
  • Música (2)
  • Novela Blog (9)
  • Presentación (1)
  • Relatos (8)
  • Vampirismo (1)

Archivo del blog

  • ▼ 2008 (29)
    • ▼ octubre (2)
      • Diabolus In Musica - Capitulo 9
      • Diabolus In Musica - Capitulo 8
    • ► septiembre (3)
    • ► agosto (3)
    • ► julio (4)
    • ► junio (7)
    • ► mayo (8)
    • ► abril (2)

E-Book

  • Marionetas de Sangre

Novela Blog

  • Diabolus In Musica

Sitios Interesantes

  • Aburreovejas
  • Escrito en el Agua
  • The Daily Black Cebolleta
  • Colectivo Sevilla Escribe

The Sideshow Freaks Society

Blog Literario de Juan Díaz Olmedo

Diabolus In Musica - Capitulo 9

jueves, 9 de octubre de 2008

Tres años después

El rostro de Zona le contempla con ojos ciegos de cristal desde el escaparate, su belleza deliciosamente retocada por los maquillajes más selectos, sus cabellos minuciosamente peinados alrededor de su dulce rostro para enfatizar esa faceta felina de sus rasgos. Extiende una mano hacia los presentes en un gesto misterioso mientras surge de una artificial oscuridad conseguida en un estudio fotográfico, con el resto de su grupo aún en las sombras, tan solo insinuadas sus siluetas. A nadie le importan, nadie se fija en ellos. Solo en ella, en la deliciosa Zona, aunque ya nadie la conozca por ese nombre.

Alex la contempla con una sonrisa en sus crueles labios, mientras una dependienta de los grandes almacenes, con expresión aburrida, cierra la verja del escaparate donde se expone la enorme fotografía, una de las muchas que decoran la ciudad, y otras muchas ciudades alrededor del mundo, promocionando el nuevo disco de la que llaman Reina de los Gatos, la nueva diosa de la música gótica. Alex no hace más que oír hablar de su extraña y turbadora música, del toque suavemente desquiciado de sus letras y de su tenue y dulce voz. Circulan leyendas sobre ella, hay quien dice que fue víctima de una violación, e incluso en una leyenda delirante que afirma que un asesino en serie la mantuvo secuestrada por semanas. Solo así pueden los que la escuchan justificar la turbadora sensación que sus canciones les provocan.

Afortunadamente, piensa Alex, nadie sabe la verdad. Y si se supiera, nadie se atrevería a creerla.

Se abotona su gabán, temerosa de que la niebla helada que surca la superficie del río le arrebate el poco calor que atesora en su cuerpo. Dirige una última mirada a la fotografía y le lanza un beso, ignorando la expresión de perplejidad de la aburrida dependienta, que continúa luchando con una cerradura que no parece funcionar. Se gira y avanza hacia el río, hacia uno de los puentes que lo cruzan, de vuelta a su nuevo hogar.

Mientras cruza el ancho río mira a su alrededor, a una ciudad que comienza a sumirse poco a poco en un hermoso letargo. Llegó aquí hace tiempo, huyendo de demasiadas cosas. Se detiene un momento en la barandilla del puente, mirando la parte vieja de la ciudad, que muestra ante ella su estudiada iluminación. Si, es un hermoso lugar. Fue todo tan apresurado que ni tuvo tiempo de mirar sobre su hombro y ver lo que había dejado atrás. Fue tiempo después cuando se atrevió a investigar, cuando descubrió en una hemeroteca la noticia de la extraña muerte de un grupo de música underground. Tan solo una superviviente, que había presenciado la grotesca masacre, y había descrito a un asaltante misterioso que nadie había encontrado, pero que se había cobrado más vidas esa noche en otras partes de la ciudad. Era un suceso que todavía resurgía de vez en cuando en forma de nuevas teorías en las páginas de la prensa sensacionalista. El Halloween Sangriento, lo llamaban. Tardó un poco más en averiguar lo que había ocurrido con los cadáveres. Al fin lo averiguó, por una obra de investigación de no mucho prestigio que surgió un año después. No se habían encontrado familiares de las víctimas, ni ninguna documentación que los identificara. A petición de la única superviviente, que permanecía en el anonimato, se habían incinerado los restos.

Alex se sintió horrorizada al leer aquellas palabras. Por un tiempo se negó a aceptarlo, desconfiando de las fuentes en las que aquel libro barato podría basarse. Pero después comprendió que era cierto, que debía serlo. Ella lo sabia, sabía lo que eran, y tras lo que había visto era lo más lógico. Y aquella comprensión le arrancó una sonrisa despiadada. Aunque le costó encontrar la dirección, consiguió enviar a Zona una carta de agradecimiento, tan solo un pedazo de cartulina en blanco con sus labios marcados con carmín y su nombre escrito con rotulador. No adjuntó remite. No esperaba volver a saber de ella hasta que escuchó su voz en la radio.

La brisa llega helada del norte, presagiando las nieves que traerá un invierno que acaba de comenzar. Alex se frota los brazos por encima de su abrigo y mira la esfera finamente decorada de su reloj de bolsillo. No quiere llegar tarde a su cita. Mete las manos enguantadas en los bolsillos y continua su camino, cruzándose solo con un solitario autobús medio vacío.

Cuando pasa frente a la catedral, le sorprende el sonido de una guitarra acústica rompiendo el falso silencio de la noche. Aminora la marcha para escucharlo con detenimiento, mientras busca su origen con la mirada. Al fin lo encuentra, apenas un pequeño punto distante, bajo el gran arco de la tenebrosa catedral gótica, un músico callejero que desgrana una vieja canción de los tiempos en que Alex era mortal, una canción mítica como pocas que relata una vieja leyenda celta con sones de rock. Se esfuerza apenas un instante y recuerda la letra, y comienza a cantarla en voz alta mientras camina.

Al fin llega al bonito barrio bohemio, iluminado por las melancólicas farolas de metal negro y vidrio ocre y las luces cálidas que surgen del interior de los cafés, con la promesa de calor y buena cerveza. Alex se dirige al café que ostenta la pintoresca enseña de un cuervo sobre un busto clásico. Abre la puerta de madera color burdeos y se detiene un instante en el umbral, sintiendo la bendición que emana del caldeado interior.

Su cita ya ha llegado, la ve mirándola con ojos tímidos, en el lugar más alejado de la entrada. Se acerca a ella lentamente, deleitándose de la fascinación que despierta en la romántica jovencita de largos cabellos rubios. Se sienta junto a ella sin decir palabra y se quita lentamente los guantes, sin dejar de mirar esos ojos verdes en los que la timidez se confunde con el miedo. Deja los guantes de cuero sobre la mesita de blanco mármol y mira por un momento sus largas uñas pintadas de negro.

-Buenas noches-susurra.

Ella tan solo asiente. Alex se imagina lo que puede estar cruzándose por la mente de la joven. Quizá creyó que ella no existía, que era solo una leyenda, o quizá una broma demasiado elaborada. Desde que llegó a la ciudad, Alex ha estado forjando su nueva existencia poco a poco, creando rumores que se ha encargado de fomentar con sus actos, consiguiendo una pequeña fama como poeta y cantautora, pero permaneciendo al mismo tiempo en el misterio. Tan solo permitió que una fotografía suya apareciese una vez en una publicación local, y era tan borrosa y oscura que tan solo se adivinaba su rostro. Una editorial underground le publicó su libro de poemas "Yonki Sanguíneo", lleno de claves e insinuaciones para todo aquel que se atreviese a leerlas. Y cuando comenzó a escribir sus propios poemas en las paredes de los callejones oscuros, no le sorprendió ver que pronto otras la imitaban empleando sus propias palabras. Cuando reveló la forma de contactar con ella, en forma de poesía, no tardó en recibir proposiciones enigmáticas y poéticas.

"Quiero ser tu absenta, que me saborees en tu delirio", había escrito aquella chica hacia dos noches, bajo uno de sus poemas, empleando una barra de labios de color negro.

Y aquí está ahora, deseando que me alimente de su dulce y cálida sangre.

Alex llama a la camarera e invita a la chica a una cerveza. Le susurra tenuemente al oído que así su sabor será más dulce, y siente el escalofrío que sus palabras desencadenan en la joven. Por un largo momento, mientras la jovencita bebe su cerveza en cortos tragos, juguetea con sus gélidos dedos sobre su cuello y su nuca. Esta totalmente hechizada por ella.

Salen de allí, sintiendo el mordisco implacable del frío que azota la calle. Un pequeño portal y una escalera empinada llevan al refugio de Alex, un lugar pequeño con un encanto que no creía ser capaz de encontrar en ningún lugar. La joven deja que la tumbe en uno de los divanes rojos del salón, y que prepare cuidadosamente los instrumentos de su poética depredación.

Alex ha llevado su filosofía al extremo en todos estos años. Comenzó matando menos cada vez, alargando los periodos de abstinencia lo más posible, hasta llegar al límite que le impediría conseguir nueva sangre. Y no le sorprendió descubrir que ese límite se hacia cada vez mayor, hasta que no tuvo necesidad de matar, hasta que con solo una pequeña ración de cálida sangre extraída de un cuerpo vivo cada semana tenía suficiente para mantener el calor interior. Sabe que todo ese control es ilusorio, siente la tentación de tomar la deliciosa sangre de la jovencita aquí mismo, de segar su vida rajando su cuello e inundando su boca del elixir de sabor acerado que contiene. Pero la disciplina a la que se ha sometido durante este tiempo le ha dado una cierta sabiduría, una cierta paz interior a la que no está dispuesta a renunciar.

Sube la manga del jersey negro de la chica y le ata una goma por encima del codo, para que las venas se le marquen en su pálida piel. Hace lo mismo con su brazo, y coloca una aguja nueva en su bonita jeringuilla de cristal. Se inclina sobre la chica, que la observa extasiada, y deposita un beso sobre sus labios entreabiertos al tiempo que hunde la aguja en una de las venas de su brazo. La chica exhala un hermoso gemido mientras la sangre es drenada de su cuerpo. Alex clava la jeringuilla llena en su brazo y la vacía, sintiendo como el calor la inunda, acariciando todo su cuerpo desde el interior. Lo repite una y otra vez, sin dejar de besar a la chica, susurrándole oscuras poesías al oído que improvisa sobre la marcha, dejando que la sangre que le roba le inspire.

Cuando la chica comienza a sentirse débil, Alex se detiene. Su admiradora la contempla en silencio mientras vuelve a introducir sus artilugios sanguíneos en el viejo maletín de cuero donde los guarda. Cuando nota que Alex guarda la jeringuilla todavía llena de sangre, se sorprende.

-¿Por qué no la usas?-pregunta tímidamente, casi en un susurro.

Alex cierra el maletín y la mira con una sonrisa.

-Me la reservo para luego-le dice.

La chica se limita a sonreír.

Vuelven a besarse en la despedida, con la promesa de volver a encontrarse, quizá muy pronto. Y Alex vuelve al interior de su pequeño hogar y llevando su maletín asciende los escalones de madera que la llevan al desván, hacia una alargada caja de madera medio oculta bajo una lona gris. Retira la lona y levanta lentamente la tapa de la caja, dejándola a un lado. Después se arrodilla junto a la caja y contempla su interior en silencio por un momento, como siempre hace.

Ya no queda ninguna marca de la herida que le provocó aquella noche maldita. La sangre que llevaba en su cuerpo la curó lentamente, y hoy su pálida piel aparece sin ninguna marca. El pequeño cuerpo de Voltaire descansa sobre un lecho de satén negro, completamente desnudo, tan hermoso como siempre. Sus ojos azules están cerrados, y en su rostro aparece una expresión de calma que reconforta de alguna forma a Alex cuando lo contempla. Besa suavemente la frente de Voltaire y acaricia sus cabellos, mientras le susurra una canción de cuna. Voltaire ha permanecido inconsciente desde que Alex atravesó su corazón con su propia navaja. Se diría que su mente o que su deseo de vivir fue consumido por aquella ansia frenética que la había poseído. Pero Alex sabe que aún hay algo dentro de esa hermosa envoltura.

Alex abre el maletín y saca la jeringuilla llena de sangre aún caliente. Clava la aguja en el cuello de Voltaire, justo en la carótida, y vacía el cilindro lentamente. Siempre le guarda un poco de la sangre que consigue, con la esperanza de poder arrancarla de ese letargo en el que está sumida. Cuando termina de inyectarle, besa sus fríos e inmóviles labios y vuelve a cerrar la tapa. Cubre la caja y se aleja del desván, de vuelta a su bohemia existencia.

En la completa oscuridad del interior de la caja, Voltaire abre lentamente los ojos.

http://diabolusinmusica-novella.blogspot.com/

© 2008, Juan Díaz Olmedo

Publicado por Juan Díaz Olmedo en 15:02 0 comentarios  

Etiquetas: Novela Blog

Diabolus In Musica - Capitulo 8

lunes, 6 de octubre de 2008

Sabe que están cerca. Lo sabe dentro de ella, una sensación que culebrea enroscándose lentamente en sus entrañas, llevando el calor de la excitación y la alerta allá donde solo hay frío.

El lugar ha cobrado vida al llegar la noche. En la oscuridad, sus contornos se desdibujan, lo hacen parecer más grande. Hay cientos de luces que destellan erráticamente, creando aún más oscuridad al deslumbrar a todos los presentes, jóvenes de cuerpos cálidos cubiertos de negro que contemplan el escenario, el único lugar iluminado por una luz directa. En él, un joven de largos cabellos toca un órgano electrónico haciéndolo sonar como un viejo clavicordio, acompañado por otros dos jóvenes de largos gabanes de cuero y guitarras eléctricas que producen riffs dispares que se unen en una melodía inquietante.

La música ha cambiado mucho, se dice a sí misma Alex, mientras contempla el rostro frío y casi malvado de los ejecutantes, la forma en la que miran por encima de las cabezas del público que los contempla entregados, bailando al son que ellos crean. Son dioses por un instante, son el centro de las vidas de los que les rodean, y lo saben. Disfrutan de ese momento con arrogancia, embriagados por su superioridad. No es como cuando ella cantaba, piensa Alex. No hacen partícipes a su audiencia del ritual que están creando. Si, les hacen disfrutar, pero no les llevan al éxtasis dionisiaco que les es demandado por cada mirada de admiración. Alex da un corto sorbo a su vaso de crema irlandesa y aparta su vista del escenario, prefiriendo sumirse en sus pensamientos. Su mirada se cruza accidentalmente con la de un chico de pobladas patillas y aspecto lobuno, que está junto a ella en la barra, en un lugar ligeramente apartado, medio ocultos tras una columna. El joven esboza un tipo de sonrisa que Alex conoce muy bien, pero ve algo en los ojos de la vampira que hiela esa sonrisa y le hace concentrarse en su jarra de cerveza.

Son pensamientos lúgubres los que cruzan la mente de Alex. No es la primera vez que duda de lo que se dispone a hacer. No debería estar aquí, se dice a sí misma. Debería estar ahí fuera, debería seguir buscando a Voltaire, encontrarla y irme con ella lejos de aquí. Renunciar a esta absurda venganza que no lleva a nada. Ellos creen que estoy muerta, y aunque supieran que vivo, no serian capaces de seguirme.

Pero es algo que necesita hacer, una necesidad tan irracional que ni para convencerse a sí misma es capaz de explicarla. Es algo casi animal, la necesidad primordial de eliminar a aquel que puede constituir una amenaza para ti, o para los demás. Y además está Zona, la pequeña y dulce Zona, a la que ha prometido proteger, a la que quizá no dejen escapar fácilmente. La navaja de Voltaire descansa en un bolsillo de sus pantalones, pero no sabe si tendrá el valor para usarla, para degollarles rápidamente, para que todos les den por muertos y acaben en una fosa común. En el rostro de Alex se dibuja una sonrisa que helaría la sangre del mismo Satán. Sí, piensa, eso seria poéticamente justo. Pero aunque no sea capaz de atacarles, de matarles, al menos quiere que sepan que fracasaron, que no pudieron con ella.

El grupo hace atronar sus guitarras en un crescendo endiablado que termina de golpe, y sin decir palabra abandonan el escenario. Comienza a sonar música grabada mientras una decena de proyectores ocultos decoran las paredes del local con escenas de películas de terror. Las luces del escenario se atenúan, pero Alex puede distinguir a Anais y al resto de los Sonámbulos que comienzan a prepararse sobre él. Termina la crema irlandesa de un solo trago, sintiendo como su frío se va tornando calor al llegar a su estómago, como esa calidez falsa la va desentumeciendo poco a poco al deslizarse en su sangre.

El escenario vuelve a iluminarse de repente, y el público recibe a los Sonámbulos con una sincera ovación que hace sonreír a Anais.

-Truco o trato-susurra sensualmente en su micrófono antes de comenzar a tocar.

*****

Voltaire nota como se va volviendo desagradablemente fría, como la sensibilidad comienza a desaparecer de la punta de sus dedos, de la raíz de sus cabellos. Hace solo un día que dejó casi completamente seco a aquel indigente, pero parece que no ha sido suficiente. Debe conseguir más sangre, debe hacerlo para que sus manos dejen de temblar y de sacarla de quicio. Pero ahora no tiene tiempo para eso.

Hace un buen rato que ha prescindido de las gafas oscuras. Todo está demasiado oscuro a su alrededor, y ha descubierto que pese a lo que digan las leyendas no tiene ningún don especial para ver en la oscuridad. Se detiene un momento y mira a su alrededor, intentando orientarse. Hace mucho que no va a la Cueva de los Bohemios, casi no recuerda el camino, y está tan nerviosa que teme pasarse cualquier desvío y llegar tarde a lo que sea que vaya a ocurrir. Está segura que Alex va a estar allí, que va a enfrentarse a ellos. Se lo dice un cosquilleo inaguantable detrás de los ojos, se lo gritan las polillas de alas aceradas que mortifican su frío estómago. Y ella necesita estar allí con ella, a su lado, decirle que sigue siendo su sirvienta, implorarle clemencia por su atrevimiento.

La calle está iluminada por la tenue y amarillenta luz de viejas farolas y los chillones y tristes neones de varios locales de mala nota. Sí, esta calleja le es familiar. Está cerca, muy cerca de allí. No sabe como va a entrar, aunque quizá pueda colarse por la puerta de atrás. Si Anais actúa esta noche, podrá decir que viene con ella, que ha llegado tarde. Usará sus encantos para seducir a quien esté en la puerta, para que le deje entrar por la nunca pronunciada promesa de algo que nunca ocurrirá. Se pregunta que ocurrirá si se cruza con ellos, con Gareth y Sherri, si será capaz de reconocerlos, como reaccionarán ellos al encontrar una vampira a la que no conocen.

Nada puede dañarme, se dice a sí misma, sintiendo como esa verdad difícil de creer calma suavemente sus nervios cada vez que la pronuncia. Mi voluntad es más fuerte que la suya, se dice a sí misma, y lo repite una y otra vez, la antigua técnica mágica de hacer algo real repitiéndolo cientos de veces, tornándolo en una especie de trance hipnótico, mientras cierra las manos en puños crispados para evitar que sigan temblando. Esta cerca, muy cerca. Entonces es cuando el olor de la sangre asalta sus sentidos y se apodera implacablemente de ellos.

Gira una esquina y lo ve frente a ella, de espaldas, cubierto por un gabán negro, asomado al interior de un callejón, apoyado en la pared como si las piernas no le sostuvieran. Es de él de quien proviene ese olor, esa deliciosa e irresistible promesa de calor, de pura vida para calmar su ansia. Sí, quizá deba hacerlo, quizá sea lo mejor. Así se enfrentará a ellos con la mente despejada, con el alma centrada y afilada como una hoja de afeitar. El extraño sangrante ha elegido una esquina oscura, alejada de los patéticos círculos de luz que proyectan las farolas sobre el asfalto. Sí, será lo mejor. Mientras se acerca sigilosamente a él, sacando el pedazo de cristal del bolsillo trasero de sus viejos pantalones negros, se pregunta si acaso será algún criminal, alguien peligroso, alguien por el que no sienta ningún tipo de remordimiento cuando cercene su cuello, cuando devore su vida, cuando robe su delicioso calor. Todos los movimientos de Voltaire se tornan antinaturalmente lentos y fluidos, como los de una gato cuando se dispone a cazar, toda su atención puesta en que sus botas no hagan el más mínimo sonido sobre el asfalto, en que sus articulaciones no crujan delatándola, en que ningún suspiro escape de su garganta. El olor se hace más y más fuerte conforme se acerca a él, urgiéndole a saltar sobre él, a dejar de lado cualquier precaución y tomar su vida inmediatamente, a saciar su hambre de sangre, de esa vida que siente que se le escapa por momentos. Es un olor desagradable, pero que la excita como la promesa de unos labios hermosos, de una piel suave.

Voltaire alarga lentamente el brazo hasta casi rozar los cabellos grises del extraño con la punta de los dedos. Alza lentamente el trozo de cristal hasta ponerlo a la altura de los ojos y espera allí detenida un larguísimo instante, escuchando los débiles jadeos de su víctima, viendo como las gotas de sudor que resbalan por su cuello brillan tenuemente en la oscuridad. Entonces es cuando el extraño gira de repente la cabeza y la descubre.

Los ojos grises del extraño que contemplan, el rostro convertido en una máscara de sorpresa, y lo que Voltaire lee en ellos la aterroriza. Hay reconocimiento en esos ojos. Son unos ojos que esperaban verla, ver alguien como ella, unos ojos que saben el significado de la mirada opaca de la furtiva asaltante que acaba de sorprender. Un instante demasiado tarde hunde el pedazo de cristal en su cuello, arrancando un gemido de su garganta. Algo estalla entre ellos, y Voltaire siente como un intenso calor la inunda por un instante, sobrecargando sus sentidos, haciendo que sus rodillas flaqueen. Cae al suelo, mientras el extraño la contempla, la sorpresa todavía reflejada en su rostro, la sangre manando de su cuello, el aterrador revolver que acaba de disparar a bocajarro humeando frente a él. Entonces las fuerzas le abandonan y cae junto a Voltaire, que no se atreve a palparse el vientre por miedo a lo que pueda encontrar allí.

-Al menos he acabado contigo-consigue pronunciar el extraño, sin dejar de mirar a los ojos de Voltaire.

La vampira solo niega con la cabeza, más para ella misma que para ese peligroso extraño cuya sangre se derrama miserablemente frente a ella.

-Esto es por Serlina, maldito monstruo-dice el extraño, haciendo destellar una chispa de comprensión dentro de la convulsionada mente de Voltaire.

El extraño alza de nuevo su arma y la apunta la cabeza de Voltaire. La vampira la aparta de un manotazo y se abalanza sobre él, pegando sus labios al corte de su cuello, intentando desesperadamente sustituir con esa sangre el torrente que resbala entre sus piernas. Cuando su boca se inunda de sangre siente una deliciosa calma inundándola por un instante, pero pronto el ansia vuelve a dominarla. No es suficiente. Necesita más, mucho más.

Algo en la mente de Voltaire empuja a su consciencia, luchando por ocupar su lugar. Es deseo puro, instinto puro, el abandono de toda racionalidad, la devoción definitiva al macabro y cálido dios de la sangre. Mientras la vida escapa del cuerpo del extraño, Voltaire sabe que en ese deseo está su única esperanza, y placidamente se deja llevar por él.

*****

La ultima canción de los Sonámbulos está desgranando sus últimos compases. La audiencia la escucha en un silencio casi religioso, atesorando cada instante con todo su ser, danzando lentamente al lánguido son de la oscura melodía que Anais toca con su guitarra. Finalmente la música muere plácidamente, y el silencio se convierte de golpe en una ovación. El público suplica más, pero Anais se encoge de hombros, y señala un imaginario reloj en su muñeca. El siguiente grupo debe salir, forman sus labios. A modo de despedida tiende una mano hacia el público, como si pudiera palpar su calor con la punta de los dedos, o la electricidad pura de la excitación que han provocado con su música.

Las luces del escenario se atenúan hasta oscurecerlo, y el grupo desaparecer para ser sustituido por una proyección de una antigua película de terror. El lugar que ocupaba Anais está ahora totalmente cubierto por el rostro de Christopher Lee encarnando al Conde Drácula. Alex sonríe, medio oculta tras la columna. Es curiosamente apropiado, piensa, un anuncio de la naturaleza oculta de la siguiente actuación. Reconoce la película, recuerda haberla visto cuando se estrenó, hacía mucho, cuando aún era una simple mortal. Peter Cushing aparece en escena representando al Profesor Van Helsing, el guardián del orden y la moralidad victoriana. Esgrime dos viejos candelabros formando con ellos una cruz, manteniendo a raya al diabólico Conde. La ironía de la escena no se le escapa a Alex. La cruz cristiana, el símbolo que más matanzas, atrocidades y crímenes ha provocado, enfrentado a algo que es llamado malvado por ser distinto, por entender una moral y unos valores ajenos a los de la mayoría.

Sobre la imagen del Conde Drácula convirtiéndose en cenizas bajo la luz del sol aparece la menuda y delicada silueta de Zona, que agarra el micrófono tímidamente. Alex puede sentir su nerviosismo aun en la oscuridad, ve como gira su cabeza una y otra vez hacia alguien que aún permanece en las tinieblas, junto a ella. Un rayo de luz se refleja por un instante en sus inquietos ojos. Todavía no le han dado a probar la sangre maldita.

Alex ha seguido sosteniendo el vaso vacío en su mano, jugueteando con los pedazos de hielo toscamente cortados que contiene. Lo deja sobre la barra y se oculta más aún tras la gruesa columna. No quiere que la vean, todavía no.

Un rasgueo de guitarra inconfundible paraliza el gélido aliento de Alex. Las luces del escenario se iluminan y dejan ver a la nueva formación de Fata Morgana, mientras la guitarra y el bajo comienzan a traza una obertura al ritmo de una batería pregrabada. Alex casi no se atreve a mirar a Gareth o a Sherri, ambos en lados opuestos del escenario, donde la luz no pueda delatar su extrema palidez. Los ojos de Zona contemplan al público ansiosos, mientras agarra el micrófono con dedos tensos. Pronto comienza la melodía y la voz de la pequeña Zona comienza a sonar, suave como el terciopelo. La primera estrofa cautiva a todos los que la oyen, los acaricia suavemente pero con una sensualidad sorprendente. Zona lo nota, lo ve en los ojos que la contemplan, en los labios que se separan para exhalar suspiros de admiración. Entonces toda la tensión se rompe, y continua cantando con más sensualidad aún, haciendo que su voz ejecute cabriolas sorprendentes sobre el fondo de la melodía. Alex sonríe al verla. Están cantando una de sus viejas canciones, con un nuevo arreglo para adecuarla a los gustos modernos, pero esa chica descubre en la oscura y romántica letra matices que ni ella misma habría podido imaginar. Gareth sale de las sombras durante el punteado de guitarra, mirando a los presentes con sus fríos y muertos ojos azules, obligando a su instrumento a producir sonidos casi imposibles, cadenas rotas de acordes endiablados que cortan la respiración del público. Alex se da cuenta de que se había olvidado de lo hermoso que era, del poder irresistible de seducción que tienen todos sus gestos, la forma deliciosamente decadente con la que ladea la cabeza al tocar, como se reclina sobre el mástil de la guitarra con una indolencia decididamente sensual. En un momento delicioso Sherri cruza el escenario en tres rápidos pasos de baile, acoplando sus movimientos a los de Gareth mientras la música que producen se une para formar algo hermoso y salvaje.

En ese momento tienen a todos los presentes a su merced. Son solo marionetas, ellos tiran de los hilos. Son dioses, jóvenes y malignos dioses cuyos fieles harán lo que fuese por complacerlos.

Zona canta lentamente la última estrofa, deformando más y más su voz hasta convertirlo en el espeluznante alarido de una bruja en la nota final. Hay un instante de silencio cuando la música se detiene, y después llega el delirio en forma de gritos y silbidos. La pequeña Zona sonríe, mirando a su alrededor como un gatito asustado, conmocionada por la magia que acaba de conjurar.

Gareth le hace un gesto y ella asiente con la cabeza. Comienza a sonar un frenético solo de batería pregrabado. Los instrumentos comienzan a tronar de repente, y el rostro dulce de Zona se transforma en un instante en el de una amenazadora y bella bestia salvaje. Comienza a cantar una letra que Alex no conoce, compuesta de alienación pura y soledad frustrada. Alex sale de tras la columna que la oculta y comienza a avanzar lentamente hacia el escenario, empujando sin contemplaciones a todos los que se lo impiden, clavando sus codos en el costado de los más testarudos. La terrorífica canción está en todo su apogeo cuando Alex llega frente a ellos. Es Zona la primera que la ve, y su furia es traicionada un instante por su sonrisa y el guiñar juguetón de un ojo. Gareth la ha visto, y curioso busca a quien iba dirigido ese saludo. Cuando lo descubre, una nota falsa escapa de su guitarra. Sus ojos azules se cruzan con los de Alex, y ella le sonríe, una sonrisa cruel y aterradora. Sin dejar de tocar, avisa a Sherri con un gesto. La bajista detiene su danza al ver la sorpresa en el rostro de Gareth. Cuando sigue su gesto y ve a Alex sus ojos opacos no pueden ocultar su terror.

La melodía termina abruptamente, y la ovación oculta las palabras que se pronuncian sobre el escenario. Gareth agarra el brazo de Zona con dedos gélidos, le pregunta bruscamente de que conoce a esa chica del público. Solo algunos de los presentes ven el miedo que asoma por un instante al rostro de la dulce cantante, como musita su respuesta con labios temblorosos.

Gareth vuelve a mirar al público, buscando a Alex con ojos ansiosos. Pero no la ve por ninguna parte.

*****

Han terminado demasiado pronto, y han abandonado el escenario ignorando las peticiones del público, dejándoles una leve sensación de traición. Algo ha ido mal, y el público lo sabe, lo ha notado en la forma en que tocaban, en la voz de Zona, que se ha quebrado más de una vez por el nerviosismo. Les han ovacionado cuando se han despedido por sorpresa, sin ni siquiera hacer una reverencia, solo un gesto de Gareth para que bajaran las luces del escenario.

La furgoneta esta aparcada en el callejón trasero, cerca de la puerta de servicio. Gareth y Sherri cargan los instrumentos y los amplificadores, mientras Zona espera sin mirarles, la espalda apoyada en la parte trasera, sujetando sus manos la una contra la otra para que no tiemblen. Ha visto algo en los ojos de Gareth que la ha aterrorizado. Ha sido cuando la ha agarrado, cuando su voz normalmente suave ha restallado como un latigazo sobre ella. Creía que Alex había exagerado al hablar de ellos, pero ahora sabe que era cierto. Por un momento mira al otro lado del callejón, a la calle oscura en la que desemboca, y se pregunta si podría llegar allí antes de que la atraparan. Sabe que no es posible. Quizá si volviera al interior..... Pero no, tienen que abrir la puerta desde dentro, y en ese tiempo podría ocurrir cualquier cosa. No tiene ni idea de lo que pueden hacerle, ni quiere pensar en ello.

Gareth cierra de golpe la puerta lateral de la furgoneta y se acerca a Zona. Alarga una mano para tocarle el brazo, pero de algún lugar surge un chasquido que hace que se detenga. Zona alza la vista al escucharlo y ve a Alex junto a él, sosteniendo contra su cuello la afilada hoja de una navaja automática.

-Pareces asustado-susurra Alex, sonriendo.

Gareth evita la mirada de Alex. Zona no puede verla, pero escucha un gemido ahogado de Sherri y como una de sus manos golpea la puerta de la furgoneta en un inútil gesto de impotencia.

-¿No me dices nada?-dice Alex, con tono burlón.

Sin dejar de apuntar la navaja a la garganta de Gareth comienza a rodearle, poniéndose entre él y Zona. Ha debido salir por la puerta de servicio mientras Gareth y Sherri cargaban, piensa Zona, se ha escurrido fuera como una sombra, sigilosa como un gato callejero. Sherri surge tras de Gareth, mirando a Alex sin intentar disimular su odio.

-Ni se te ocurra acercarte un paso más-le dice Alex.

-No puedes hacernos nada-musita Sherri-. No puedes matarnos.

Una risa amarga surge de la garganta de Alex.

-Lo sé-dice-. Como vosotros no pudisteis matarme a mí.

Los dedos fríos de Alex se entrelazan con los de Zona, que los agarra con todas sus fuerzas.

-Me gusta tanto esta chica que he decidido quedármela-dice Alex-. Espero que no tengáis ningún problema.

-No eres nadie para darnos ordenes-dice Sherri, esforzándose para no gritar, para no llamar la atención de quien esté tras la puerta de servicio.

-¿Nadie?-dice Alex, con una burla de voz triste-. Así que ahora no soy nadie. Nadie compuso las canciones de Fata Morgana, nadie las cantaba antes que esta preciosidad. Nadie despertó a aquella criatura que encontrasteis para salvar a Gareth.

-Eso fue antes-dice Gareth, atreviéndose al fin a mirar a Alex a los ojos-. Antes de que te volvieras débil, como Fallon.

-¿Débil?-pregunta Alex-Así que yo era la débil.

-Sí-dice Gareth-, débil, sin el valor suficiente como para cumplir tu destino, para ser totalmente libre.
-Débil-musita Alex.

Con un chasquido la hoja vuelve a replegarse dentro de la empuñadura. Alex baja la vista, negándose a creer lo que esta oyendo.

-Yo soy débil-dice, alzando de nuevo la vista-. No tú, obsesionado con la idea de ser una patética imitación de Drácula, el tenebroso Conde del rock, un dios maligno en la tierra, viviendo a la sombra de esa idea, tratándonos como tus siervas cuando en realidad siempre has dependido de nosotras, de nuestro talento, de la magia que nuestra música creaba. Eres como tu maestro, como ese patético Doctor al que hoy casi nadie recuerda. Eres tan esclavo de tus deseos que no dudaste en ponernos en peligro más de una vez. Y tu Sherri, tan solo una sombra de Gareth desde el principio, siempre sirviendo su voluntad, siempre pendiente de su aprobación, centrando en él toda tu existencia. Y yo soy la débil, porque comprendo el precio que pagamos por ser lo que somos, porque no tuve miedo de enfrentarme contigo, Gareth, cuando estuviste a punto de enviarlo todo al infierno. Y por una rabieta decidiste deshacerte de mí.

Alex niega con la cabeza, mientras en sus labios surge una sonrisa cruel.

-Sois tan patéticos que ni siquiera vale la pena vengarme de vosotros-dice.

Entonces la ve, tras Sherri, mirando a la nada con sus opacos ojos azules, avanzando lentamente hacia ellos, su boca manchada toscamente de sangre, las manos crispadas como garras en sus costados.

Voltaire.

Sherri ve el miedo en los ojos de Alex y se gira para encontrarse con la mirada vacía de Voltaire, con los dedos ensangrentados que agarran con fuerza su cuello, que se hunden en su garganta clavándole las uñas con una fuerza cruel e inexplicable, desgarrando su piel y su sangre. Sherri no puede gritar, tan solo mirar con horror como Voltaire comienza a beber la fría sangre que surge de su cuello cercenado.

Gareth le agarra el cuello por detrás, le obliga a separarse de Sherri.

-¡Vete de aquí!-le grita Alex a Zona, sin ser capaz de dejar de mirar a la bestia en que Voltaire se ha convertido.

Zona retrocede unos pasos, pero entonces su cuerpo deja de obedecerla. Lo que ve le horroriza, pero la tiene totalmente fascinada.

La conciencia abandona al fin a Sherri, que cae al suelo cuando los crueles dedos de Voltaire dejan de hurgar en la herida de su cuello. La frenética vampira agarra los cabellos de Gareth y tira de ellos hacia atrás, haciendo que su cabeza golpee la puerta de la furgoneta una y otra vez, hasta que un ángulo de metal penetra en la piel y el hueso de su cráneo y comienza a sangrar. Voltaire se gira y saca un pedazo de cristal de un bolsillo. Con un gemido aterrador lo clava con fuerza en el corazón de Gareth, haciendo que su rostro se convulsione por el dolor el instante antes de que la oscuridad lo reclame.

Voltaire se detiene por un instante, lamiendo la gélida sangre que mancha sus dedos. Alex se acerca ella lentamente, ocultando en su espalda la navaja.

-Voltaire-susurra-. ¿Qué te ocurre?

Los ojos azules de Voltaire la miran como si acabase de descubrirla. Alex no ve nada de Voltaire en ellos, solo ve el ansia que la ha consumido. Un sollozo a su espalda le recuerda a Zona, que aún sigue tras ella.

-Vete de aquí, Zona-susurra, sin dejar de mirar a Voltaire.

Cuando Voltaire se arroja a su cuello, Alex abre la navaja y le hunde la hoja en el corazón. Un ronco grito escapa de la garganta de Voltaire, que retrocede mirando la navaja clavada en su pecho, agitando nerviosamente los dedos como si no supiera que hacer para extraerla. Finalmente la agarra con ambas manos y la extrae lentamente. El arma teñida de sangre hasta el mango tintinea al caer al suelo. Voltaire cae de rodillas a su lado, desangrándose rápidamente por la herida de su pecho, mirando a Alex con ojos lastimeros. Alex se arrodilla junto a ella, la estrecha entre sus brazos y comienza a acariciar sus largos y ensortijados cabellos rubios.

-¿Que te he hecho, mi pequeña?-le susurra, escuchando los débiles gemidos de Voltaire.

Zona todavía sigue allí. Se acerca a la sangrienta escena con los ojos anegados en lágrimas, incapaz de comprender nada de lo que ha visto.

-Márchate Zona-le dice Alex, sin mirarla-. Corre y márchate. Y olvida todo esto.

Conteniendo un sollozo, Zona se gira y huye al fin. Cuando el golpeteo de sus botines contra el asfalto se ha perdido en la distancia es cuando Alex al fin se atreve a llorar sobre el frío cuerpo de Voltaire.

http://diabolusinmusica-novella.blogspot.com/

© 2008, Juan Díaz Olmedo

Publicado por Juan Díaz Olmedo en 8:00 0 comentarios  

Etiquetas: Novela Blog

Diabolus In Musica - Capitulo 7

jueves, 18 de septiembre de 2008

Una suave risa es lo que termina de despertar a Alex. Lleva más de una hora deslizándose en una incómoda y febril duermevela, atormentada con imágenes de sangre y de indefensión. Tiene una sensación desagradable, como si de alguna forma hubiese sido violada. Trata de borrar esa idea absurda de su embotada mente y abre los ojos para descubrir a una chica desconocida mirándola con una traviesa sonrisa.

-¿Quién eres tú?-le pregunta la chica.

Hay algo familiar en ella, algo que excita un recuerdo incrustado en algún lugar de su memoria, pero los dedos de su consciencia están demasiado débiles como para hurgar en ese lugar. Alex se maldice a sí misma por haber bebido demasiado. Las resacas son historia desde que tomó la sangre de Gareth, pero el exceso de alcohol sigue teniendo malas consecuencias al despertar.

-Eres la nueva novia de Voltaire, ¿no?-dice la chica, moviendo un juguetón dedo frente a la nariz de Alex.

La vampira se siente irritable y confusa. Se fuerza a sí misma a pensar, a recordar donde ha visto antes ese rostro no hermoso pero si sensual, de que le es familiar esa chica grandota y vestida de negro que le saca la lengua como una niña pequeña.

-Tú eres Anais-consigue decir al fin, con una lengua demasiado perezosa como para hablar con claridad.

-Así que Voltaire te ha hablado de mí-dice Anais, sentándose en la cama, junto a ella. No parece importarle lo más mínimo que Alex esté desnuda-. Tuvisteis una especie de fiestecita anoche, ¿no?

Anoche, piensa Alex. Sí, anoche hicieron el amor hasta caer rendidas. Y hay algo más, algo que le preocupa, que revolotea alrededor de su consciencia como una polilla histérica alrededor de una bombilla parpadeante. O quizá es solo algo de sus sueños. No seria la primera vez que el bourbon le hace confundir sus sueños con sus recuerdos.

-¿Cuándo has llegado?-pregunta Alex, mirando por primera vez los vivaces ojos marrones de Anais.

-Ahora mismo-dice ella-. Sí que se te han pegado las sábanas hoy. Hace ya un rato que se puso el sol.

-Es mi estilo de vida-repone Alex, conteniendo a duras penas una sonrisa.

-Entiendo que te lleves bien con Voltaire entonces-dice Anais-. ¿Dónde está la pequeña pervertida?

-¿No está aquí?-pregunta Alex, sorprendida.

-No-dice Anais-. He entrado aquí y a la única que he encontrado es a ti. Tal vez esté trabajando o algo así.

No, no es nada de eso, se dice a sí misma Alex. Hay algo que está mal, algo que se le escapa.

-Vamos a tocar en el Festival de Halloween de la Caverna de los Bohemios-dice Anais-. Supongo que Voltaire te habrá hablado de mi grupo, los Sonámbulos.

Alex tan solo asiente con la cabeza. Aparta la vista un momento del rostro de Anais, intentando concentrarse, y entonces la ve de casualidad, reposando entre las sábanas negras.

-Supongo que iréis a vernos, ¿no?-continua Anais.

Alex no la escucha. Toma la pequeña hoja de afeitar cuidadosamente con dos dedos y se queda horrorizada al descubrir la negruzca sangre seca que mancha uno de sus filos.

-¿Qué ocurre?-pregunta Anais, asustada de la reacción de Alex.

Alex no sabe que decir, no sabe como mentirle, como crear una historia convincente que oculte su secreto pero que le dé a esa despreocupada chica una idea de lo que acaba de ocurrir.

-Nada-dice-. Solo me preocupa que esto estuviese aquí. Alguien podría cortarse.

Anais vuelve a sonreír.

*****

La agonía de la transformación le llega acurrucada en un sucio y solitario callejón. Ha querido alejarse de todo y de todos, que nadie pueda encontrarla, que nadie pueda presenciar ese último momento de vulnerabilidad, esa renuncia forzada a su mortalidad y quien sabe sí a su misma alma. Ha sentido la sangre de Alex quemando su interior desde que tocó su lengua, generando un calor que no ha dejado de consumirla, de devorar sus entrañas y deslizarse dentro de sus huesos, hasta que se ha sentido completamente incapaz de seguir caminando. Golpea la sucia pared de ladrillos rojizos con sus pequeños puños, sus ojos cubiertos por los cristales oscuros de sus gafas lloran en silencio. La primera convulsión le hace caer. Se acurruca como puede tras un maloliente contenedor de basuras y se abraza a sí misma mientras sus fuerzas se desvanecen.

Necesita sangre. Es lo único que piensa. Y en este estado, no sabe como podrá lograrla. No debería haberse alejado tanto, haber temido tanto la reacción de Alex. Ella le habría ayudado, le habría conseguido alguna presa. Sí, se ayudarían la una a la otra, ya no serían ama y sirviente, sino iguales, turnándose en sus placenteros roles de dominación y sumisión. Piensa en Alex y sonríe levemente, apenas sin fuerzas para mover sus propios labios, y entonces la oscuridad la reclama.

No sabe cuanto tiempo después siente unos temblorosos dedos posándose sobre su hombro, una voz casi inarticulada que susurra algo a su espalda, un hedor a degradación humana que le produce la nausea más fuerte que recuerda. Abre los ojos a la oscuridad absoluta. Hay alguien a su espalda, alguien zarandeándola, alguien que intenta hablar con labios pastosos. Lentamente, se gira, y descubre a una figura lastimera inclinada sobre ella. No sabe que edad puede tener, está tan consumido por el hambre y las drogas que lo mismo podría tener veinte que cincuenta. Una sucia barba marrón cubre su rostro, y su melena apenas deja entrever unos ojos azul acuoso que la contemplan desenfocados y brillantes. De su boca entreabierta surge repetidamente algo que pude ser un insulto o una súplica. Y de su interior, más allá del hedor de los harapos que le cubren, le llega la cálida promesa de su sangre. Es entonces cuando se da cuenta de lo fría que se siente, de la total ausencia de calor de su interior, la desagradable y extraña sensación de habitar un cuerpo muerto.

Muerto no, se dice a sí misma. Mi voluntad todavía resiste, todavía me anima, y mi cuerpo irá donde mi voluntad me lleve. No es como ese ser que la contempla, más allá de toda posible salvación, totalmente esclavizado por sus adicciones.

Creía que apenas podía moverse, pero le sorprende la fuerza con la que agarra la cabeza del sucio intruso y golpea con ella la dura y sucia pared de ladrillos una y otra vez, hasta sentir un leve crujido. No ha opuesto la más mínima resistencia, tan solo ha surgido de su garganta un gemido ligeramente más alto hasta que la inconsciencia lo ha dominado. Con manos temblorosas, toca su sucio cuello, buscando un pulso que no encuentra. Necesita esa sangre, necesita su calor, su vida. Pero ha sido una muerte demasiado limpia, demasiado.

No tiene nada con lo que cortar su piel, con lo que acceder al tesoro de su sangre. Revisa los harapos de su víctima y encuentra pocas cosas: Unas monedas desgastadas, una papelina de alguna sustancia ilegal hecha de papel de periódico y una jeringuilla nueva, aún en su envoltorio de plástico. Se permite una sonrisa. Quizá algún buen samaritano se la ha entregado para evitar que se contagie de alguna enfermedad al drogarse. Con lo poco que le ha costado matarle, sabe que la jeringuilla ha llegado demasiado tarde.

Con respiración agitada abre el envoltorio de plástico y pone la aguja sobre la boca de la jeringuilla. Después busca la carótida de su víctima y la clava allí sin contemplaciones. La llena lentamente, torturándose a sí misma con anticipación del cálido líquido llenando el cilindro de plástico. Una vez llena, pone la aguja entre sus labios y aprieta el émbolo, y un chorro de sangre caliente llena su boca. Casi puede ignorar su asqueroso sabor metálico si se centra solo en su calor, en ese delicioso calor que siente rápidamente deslizarse por todo su ser, desde su estómago a la punta de sus dedos, y diluirse en su frío interior desesperantemente rápido. Ha tenido suerte de que la jeringuilla no sea de las de un solo uso. Vuelve a llenarla una u otra vez, pero nunca es suficiente como para saciarla, para apaciguar ese frío que entumece sus articulaciones, que amenaza con llevarse la poca movilidad que le queda. No es suficiente. Quiere más. Necesita más.

Al límite de sus fuerzas, se incorpora apoyándose en la pared y se asoma al interior del contenedor. Sí, allí está lo que busca. Sus dedos tiemblan tanto que falla en tres ocasiones antes de poder coger la botella vacía de cerveza del interior del contenedor, y cuando consigue sacarla, resbala de su mano y cae al suelo, donde se rompe en una nube de aguzados fragmentos. Por suerte uno de ellos es lo suficientemente grande como para servir a su propósito. Lo agarra cortando la piel de sus dedos, demasiado entumecidos para sentir dolor, y concentra toda la energía que le queda en cercenar el cuello de su víctima de un rápido golpe. Cuando mana la sangre se abalanza sobre el cálido manantial, moviendo la lengua lujuriosamente al sentir su calor llenando su boca, inundando su ser, desentumeciendo sus dedos. El dolor de sus dedos llega al fin y es tan gozoso que casi le hace llorar de alegría. Calor de nuevo, vida de nuevo, llenado su ser, animando su inútil corazón, encarnando su pálida piel. Con labios ensangrentados, se incorpora, mirando a la noche sobre ella con ojos que han perdido su brillo. Se lame la sangre de los labios, como en un desafío a las alturas, mientras pasa lascivamente sus manos por su cuerpo, sintiendo la excitación casi sexual del calor que la inunda.

Al fin Voltaire es una criatura de la noche.

*****

La única nota de color de la vestimenta de Anais son las listas rojas de sus medias de bruja de dibujo animado. Va vestida elegantemente con un traje negro y un sombrero de ala estrecha recogiendo sus cortos cabellos. Camina cogida de la mano de Alex, tirando de ella cada vez que algo la sorprende o llama su atención.

Alex no puede hacerle mucho caso. Sonríe ante las ocurrencias de Anais, contempla con ella los escaparates, incluso ríe levemente cuando la desvergonzada joven hace algún chiste sobre una de las personas con las que se cruzan. Pero sus pensamientos están muy lejos de allí. Casi inconscientemente sus ojos examinan cada sombra, cada callejón, cada oscuro portal. Voltaire no ha vuelto al apartamento, y aunque sabe que ahora pocas cosas podrían hacerle daño, le preocupa que esté indefensa en algún lugar, sin nadie alrededor que pueda atenderla, que sepa lo que le ocurre. El espectro de lo ocurrido con Serlina no deja de sobrevolar su mente como la fatídica sombra de un cuervo.

Anais no parece muy extrañada de la ausencia de Voltaire. Eso ha librado a Alex de tener que inventar alguna explicación, una excusa para su ausencia. La compañera de piso de Voltaire es un auténtico animal social, como Alex ha descubierto a lo largo de la tarde. No ha dejado de dialogar con ella, de hacerle preguntas, de disfrutar sinceramente de su compañía de una forma que la ha dejado totalmente desarmada. Poco a poco, ante dos tazas de un café que dejaba bastante que desear, Alex ha creado una historia totalmente ficticia sobre ella, mezclada hábilmente con la verdad de su encuentro con Voltaire. A Anais le ha resultado totalmente evidente que Alex no era de por allí, tan evidente que su rotundidad al afirmarlo ha sorprendido a Alex. Lo ha notado en su manera de comportarse, en las palabras que utiliza y en su acento. Desde que está en esta ciudad, es la primera persona que se lo dice. Alex comienza a sospechar que hay más en esa chica grandota de lo que aparenta.

Debe andarse con cuidado. Con mucho cuidado.

Lo que Alex deseaba con todas sus fuerzas era salir en busca de Voltaire. No importaba lo que esa pequeña pervertida había hecho, la locura que había cometido. Ya habría tiempo de castigarla con crueldad cuando supiera que no había peligro, que todo estaba controlado. La culpaba a ella, pero sobre todo se culpaba a sí misma por no haberlo predicho. Había apurado el café que Anais le había preparado, ya casi frío, y estaba punto de despedirse, cuando Anais le había invitado, espontáneamente, a acudir a una prueba de sonido en la Cueva de los Bohemios. Alex estaba todavía maquinando una excusa para rechazar cortésmente su invitación cuando Anais había sacado de algún bolsillo una arrugada hoja de papel morado con la lista de grupos de la fiesta, y Alex había descubierto en ella el nombre de Fata Morgana.

No sabía si iba a encontrarse con ellos. No sabía que haría cuando los encontrase, cuando se enfrentase con ellos. Por si acaso, llevaba en uno de los bolsillos traseros del pantalón la preciada navaja de Voltaire, una hoja que se estaba acostumbrando al sabor de la sangre.

La entrada de servicio del local es una puerta blanca pintarrajeada con rotuladores de colores, en un callejón totalmente anodino. Anais llama dos veces y una portezuela se abre para permitir que un portero de pocas palabras las examine. Entran a un pasillo corto e iluminado con bombillas rojas que lleva al abarrotado almacén, y desde allí una estrecha escalera baja hasta la barra de la sala de conciertos.

La Cueva de los Bohemios es el mejor local gótico de la ciudad, o al menos eso es lo que Anais no ha dejado de repetirle a Alex en todo el camino hacia aquí. La sala de conciertos es una bóveda subterránea circular, rodeada por una barra en la que un grupo de camareras sirven a los asistentes. En el centro de la estancia, frente a una pantalla en la que se proyectan videos los días en los que no hay concierto, está el pequeño escenario, y frente a él la pista de baile. Una miríada de pequeños asientos tapizados de rojo y algunos sofás rodean el lugar formando un caótico anfiteatro. El lugar tiene una apariencia que a Alex le resulta familiar, un aspecto triste y desangelado. Están viendo una carcasa vacía, la promesa de lo que será cuando llegue la gran noche y las sombras se apoderen de este lugar, lo llenen de misterios y de fantasías. Verlo ahora es como descubrir los secretos de un prestidigitador, romper la ilusión.

Tres tipos con indumentaria de motoristas y largas melenas saludan a Anais nada más verla aparecer tras la barra. Ella la rodea corriendo y se funda en un abrazo de oso con uno de ellos, que ha corrido a su encuentro.

-¿Dónde te habías metido?-le dice su amigo con voz ronca, cuando al fin se separan-. Te estamos esperando desde hace un buen rato.

-Haciendo amigos-dice Anais, volviendo la cabeza para señala a Alex con la mirada. El resto de los miembros de Los Sonámbulos le saludan amablemente, mientras en sus labios se dibujan sonrisas a las que Alex está muy acostumbrada.

-Hola-se limita a musitar.

Aparte de ellos y de un tipo que quizá sea el dueño del local, de cabeza afeitada y traje de chaqueta, no hay nadie más en la estancia. Los compañeros de Anais parecen todos cortados por el mismo molde que ella, corpulentos, algo ruidosos, atractivos sin ser hermosos. Alex se sienta en uno de los sofás y contempla como el grupo comienza con sus preparativos.

Pronto el batería da una señal marcando un ritmo con sus baquetas, y el guitarrista y el bajo intercambian una mirada y comienzan a desengranar acordes de sabor clásico. Anais, con los ojos cerrados, espera hasta que llegue su momento, y cuando ocurre recorre las cuerdas de su electroacústica con una velocidad y un virtuosismo que sorprenden a Alex, dibujando un riff evocador y resbaladizo que repite una y otra vez. La música sigue un crescendo natural hasta que un cambio de riff derroca la armonía para instaurar otra nueva, y los sensuales y gordezuelos labios de Anais se separan para dejar surgir su voz. No es una voz hermosa, no tiene matices notables, pero lleva su alma impresa en cada palabra que canta. Alex se descubre poco a poco alejada del torbellino emocional que se agita dentro de su frío pecho, subyugada por esa extraña mezcla de clasicismo y modernidad que el grupo crea. Hasta que no siente el azote de la emoción en el fondo de su garganta no se da cuenta de lo mucho que les recuerdan a su grupo, a su autentico grupo, esos Iluminados a los que abandonó hacía mucho tiempo. Otro tiempo, otra Alex, una chica inocente que juega a ser malvada.

¿Que estoy haciendo aquí?, se dice a sí misma. La venganza puede esperar.

Se pone en pié y se despide con la mano de Anais, que la mira desolada pero que le devuelve el saludo agitando la mano entre dos riffs. Se escabulle tras la barra y se aleja, sin mirar hacia atrás.

La joven surge de las sombras de la escalera y casi se da de bruces con ella. Alex la reconoce de inmediato. Es Zona, la amiga de Voltaire, su posible sustituta. Asustándola, la agarra por los hombros y la aleja del camino, guareciéndose con ella en una esquina.

-¿Que ocurre?-pregunta Zona, con una bonita expresión de confusión en su rostro de gatita.

-¿Viene el resto del grupo contigo?-le pregunta, quizá con demasiada brusquedad.

Zona niega con la cabeza antes de responder.

-No-dice-. He venido yo antes. Quería escuchar al resto de los grupos. ¿Qué haces tú aquí? ¿Y que es lo que te ocurre? Pareces asustada.

Alex suelta a Zona y se fuerza a sí misma a calmarse. Ha venido dispuesta a enfrentarse a ellos, y ahora se atemoriza al primer signo de su presencia. No conseguirá nada así, si acaso acabar de nuevo metida en un ataúd dentro de algún mausoleo.

-Mira, Zona-dice Alex, mirando fijamente a los ojos de la bonita joven-No te fíes de esa gente, de Gareth y Sherri. No sé cuanto te han contado, o cuanto has podido adivinar, pero te diré que no son lo que aparentan.

-¿Que es lo que pasa contigo?-dice Zona, a la defensiva-. ¿Es que estás celosa de que te haya sustituido? Me dijeron que tuvieron que prescindir de ti porque eras conflictiva.

-¿Te dijeron que intentaron matarme?-le espeta Alex de repente.

Zona se queda muda del asombro.

-No puede ser cierto-dice al fin.

-Mira, te comprendo mejor de lo que crees-le dice Alex, tomando una de las pequeñas manos de Zona entre las suyas-. Son seductores natos, y te ofrecen un sueño hecho realidad. Pero el precio que tendrás que pagar será más alto de lo que piensas.

-¿Y que quieres que haga?-dice Zona.

Las palabras de Alex han conseguido hacer mella en su confianza. Su labio inferior tiembla levemente de forma lastimera, mientras sus ojos se humedecen.

-Primero, se fuerte-le dice Alex, acariciando levemente su rostro con la punta de los dedos-. No llores, cielo. En el concierto, sé una diosa, haz que te adoren todos los que te vean. Y después del concierto, escabúllete. Olvídalos. No los necesitarás. Y si te proponen cualquier cosa, la que sea, no lo aceptes.

Zona contiene las lágrimas y asiente lentamente. Alex besa suavemente sus labios y le hace cosquillas en la nariz para arrancar una sonrisa a sus labios de gatita. Esta chica tiene una sonrisa que enternecería al mismo Satán, piensa cuando consigue su objetivo. Y se promete a sí misma que no permitirá que le ocurra ningún mal. No volverá a perder a ninguna otra amiga víctima de la enfermedad que le corroe las entrañas.

*****

El Señor Lars camina acurrucado en el interior de su propio gabán, huyendo de las miradas de todos aquellos de los que se cruza. Desde que sabe la fecha exacta en la que completará su misión, tiene miedo de que cualquier cosa, cualquier imprevisto le impida llevar a cabo sus planes. No le extrañaría descubrir que la policía le busca, no solo por su desaparición y la de su familia, sino por los atropellados asaltos que ha cometido más de una vez a posibles criaturas demoníacas que han resultado ser tan solo personajes de apariencia siniestra. El Señor Lars se recrimina a sí mismo su torpeza, causada por haberse dejado llevar por los sentimientos y haber dejado la razón a un lado. Pero ahora no volverá a cometer los errores de antaño. Cuando esas bestias yazcan muertas a sus pies, cuando haya librado al mundo de su presencia, entonces dejará la racionalidad a un lado. Entonces podrá llorar a su hija y a su esposa en paz.

En uno de los bolsillos de su gabardina negra descansa, cuidadosamente doblado, el plano de las inmediaciones de la Cueva de los Bohemios. Ha estado vigilando sus inmediaciones por unas horas, siempre caminando, deteniéndose solo cuando ha podido encontrar una excusa lógica para ello, como atarse los cordones de las botas o mirar algún escaparate. Le ha costado encontrar la entrada de servicio, situada tras el local. Había pasado ya tres veces frente a ella, despistado por su aspecto de abandono, hasta que entró en el callejón para hacer un último reconocimiento y vio a dos chicas de aspecto gótico llamando y siendo recibidas en su interior. Esperó un rato en las inmediaciones, mezclándose con los clientes de una cafetería y vio a una chica bajita de corte similar que entraba en el callejón. La siguió con cuidado y la vio llamar a la misma puerta y adentrarse en su oscuro interior.

La discreción de este tipo de locales parece diseñada para burlar los esfuerzos de alguien como el Señor Lars, como el mismo piensa con una amarga sonrisa. Hay demasiada oscuridad en ellos, demasiado miedo del mundo exterior. Ese miedo solo puede deberse a la existencia de secretos ocultos en esos lugares, esos antros siniestros que absorbieron primero el cuerpo y después el alma de su pequeña Serlina. Pero él no es nadie para juzgar. Solo desea justicia, o quizá simple y llana venganza. Y ya sabe como la ejecutará.

El Señor Lars se dice a sí mismo que quizá se esta volviendo excesivamente paranoico, excesivamente celoso en sus precauciones. Pero pese a ello elige una calle poco transitada para no tener que pasar por una amplia avenida. De no haberlo hecho, no habría escuchado el débil gemido procedente de un maloliente callejón, desde detrás de un sucio contenedor de basuras de un verde enfermizo. Es la curiosidad la que le hace desviar la vista del frente y escudriñar ese lugar del que siguen surgiendo gemidos, la que le hace descubrir el fluido macabramente familiar que mancha el sucio asfalto extendiéndose lentamente.

Detiene su marcha y espera un instante en la entrada del callejón. Algo terrible ha ocurrido ahí, puede sentirlo de una forma que va más allá de los sentidos físicos. Se concentra un momento y es entonces capaz de olerlo, tras la capa de nauseabundos aromas procedentes del contenedor, un olor inconfundible, fijado a fuego en su memoria, un olor que todavía revive en sus agitadas pesadillas. El olor de una matanza.

Abre su gabán y extrae lentamente su revolver de la funda, sosteniéndolo de forma que ningún paseante casual que pase tras de él pueda verlo. Con pasos cautelosos se adentra en el callejón y comienza a rodear el contenedor de basura. Un dantesco espectáculo se desvela lentamente ante sus ojos. A sus pies está el cadáver del algo que quizá algún día fue un hombre joven, una criatura consumida y degradada, de poblada y sucia barba medio empapada de sangre, sangre procedente de un atroz y oscuro corte en su cuello semejante a un abismo. Los ojos vidriosos del cadáver parecen contemplar al Señor Lars, con un aspecto inquietantemente similar al que tuvieron en vida, como si le hicieran una muda pregunta, como si le solicitaran una explicación a su muerte, o quizá a la desgraciada cadena de penurias que le llevaron a ella.. Y junto al cadáver, el origen de los gemidos, un ser tan degradado como el cadáver, pero en el que todavía existe un leve impulso vital, quizá una mujer acurrucada junto a la pared, su rostro cubierto por una maraña de sucios cabellos, sus pies descalzos famélicos y deformados hasta aparentar ser dos garras, sus dedos ocultos en algún lugar entre sus cabellos. Mira al frente sin parecer ver al Señor Lars, con ojos que quizá hayan llorado, quien sabe si por la muerte de su compañero o por algún delirio opiáceo.

Han estado aquí, se dice a sí mismo el Señor Lars. Han sido ellos.

Guarda su revolver y extrae el cuchillo del otro lado del cinturón. Le entristece tener que realizar esta tarea, pero sabe que será la única persona que pensará en realizarla. Mira por un momento a la mujer, pero parece estar más allá de todo aquello, perdida en algún lugar de su interior, a solas con su propio dolor. Apoya la punta del cuchillo en el lugar donde debe estar el corazón del cadáver y con un golpe de su puño lo clava, provocando un leve espasmo en el cuerpo muerto que sorprende. Había leído que un cadáver podía comportarse de esa forma al ser atravesado, pero no es lo mismo leer sobre ello que verlo ante tus propios ojos. Entonces siente una sensación fría en un costado, una leve incomodidad que comienza lentamente a convertirse en dolor. Se lleva la mano al origen de su dolor y descubre horrorizado el mango de una navaja completamente clavado en su cuerpo. La sangre mancha sus dedos enguantados cuando la extrae, todavía incapaz de creer lo que le está ocurriendo. Se gira y descubre a su agresora, que no estaba tan perdida como aparentaba estar, que ahora le mira con un odio apenas velado por el delirio en sus tristes ojos. El Señor Lars siente el impulso de atacarla, de usar el cuchillo que todavía empuña contra ella, pero se descubre incapaz de hacerlo. Ella es inocente, su único crimen es ser miserable. Él es el único culpable de lo ocurrido. Con dedos temblorosos suelta la navaja ensangrentada, que cae al suelo provocando un tintineo sobre el sucio asfalto. Sin tomar la precaución de limpiarlo, guarda el cuchillo en su funda mientras mantiene taponada su herida con la otra mano. Tiene que llegar pronto a su apartamento. No puede confiar en nadie, en ningún médico, en ningún ocasional buen samaritano. No tiene tiempo para ello. Siente como sus rodillas se tambalean, y se apoya en la pared, forzándolas a base de pura fuerza de voluntad a obedecerle.

No, no puedo fallar, se dice a sí mismo. No cuando estoy tan cerca. Ahora no.

Dedica una última mirada a su agresora, que no hace más que mirarle con ojos vidriosos, y se aleja lentamente de allí, mientras siente como la vida se le escurre lentamente por el orificio del costado.

*****

Los sonajeros resuenan lentamente, casi con una cadencia lúgubre. Voltaire la empuja con suavidad, intentando que no chirríe, sintiéndose inquieta por primera vez desde que realizó su transformación. No sabe si es una buena idea el volver a la Mazmorra por última vez, el despedirse personalmente de Anton y dejar su vida atrás definitivamente. Pero piensa que quizá Anton se alarmase si ella desaparecía sin más, y que esa alarma podría hacer que alguien investigara su destino, y terminase descubriendo cosas que prefiere mantener en secreto. Además, se lo debe a Anton, el hombre que ha hecho su vida un poco más sencilla sin pedirle nada a cambio.

Poco antes del amanecer le sobrevino un fuerte sopor. Nada alarmante, ni remotamente parecido a esa laxitud total que le había asaltado antes de probar la sangre, tan solo una suave pereza que se apoderó de ella dulcemente. Buscó un lugar en un parque, bajo un árbol, oculto tras los setos, y se acurrucó allí. Era una sensación muy agradable el no tener nada que temer, el saber que ninguno de los que podrían interrumpir su sueño sería capaz de dañarle. Había despertado al atardecer, abrazada al rugoso tronco del árbol, escuchando las risas de unos niños que la miraban furtivamente desde detrás de los setos. Había mostrado sus dientes a los niños y les había gruñido como una bestia salvaje, y ellos habían huido entre gritos de terror. Ahora soy eso que se esconde en las sombras y dice bu, había pensado Voltaire, y su ocurrencia le había provocado una carcajada.

Un reloj en el escaparate de una farmacia le advirtió que la Mazmorra todavía debía estar abierta. Había encaminado hacia allí sus pasos, saboreando la sensación de poder que le daba el ser consciente de su naturaleza casi sobrenatural. Aunque solo ella era consciente de su anormalidad, sabía que ese saber se reflejaría en todos sus gestos, en su forma de caminar y de mirar, en sus palabras y su tono de voz. Siempre se había sentido distinta del resto, pero ahora se sentía una diosa entre insectos. Se despediría de Anton, de su vieja vida, de la vieja Voltaire. Y después reuniría el valor suficiente como para volver junto a Alex, enfrentarse a ella sin miedo y escapar las dos juntas hacia una existencia nueva de juventud y pasión eternas.

Desde el escaparate le había parecido que no había nadie atendiendo el mostrador, y ahora se da cuenta de que no estaba equivocada. Es algo un poco extraño. A Anton no le gusta dejar el lugar sin vigilar, sabe que hay demasiado gamberro suelto por el barrio, gente que robaría solo por hacer daño, sin valorar lo que se lleva. Cierra la puerta de golpe, haciendo que los sonajeros suenen violentamente, rompiendo el inusual silencio del local. No hay nada sonando en el equipo de música, ni el rock clásico de Anton ni ninguna de sus grabaciones piratas de sonidos góticos. Todo aquello le da un mal presentimiento. Se apoya suavemente en el mostrador de cristal, contemplando su reflejo en los espejos que la rodean por todas partes. Sí, está algo más pálida que de costumbre, con un tinte casi cadavérico, pero es media tarde y sus gafas oscuras cubren los ojos. No cree que Anton sospeche nada de su aspecto, si acaso que tiene una notable falta de sueño.

-¿Deseas algo?-dice una voz que proviene de la trastienda.

El propietario de la voz surge de repente de allí, sus viejas botas de goma chirriando contra las losas del suelo. Es un joven algo más joven que Voltaire, de largos cabellos castaños y vestido despreocupadamente con ropas paramilitares. Se permite una sonrisa ante la belleza casi andrógina de su rostro y su delgado cuerpo. Le ha visto antes, pero hace mucho.

-Tú eres Voltaire, ¿no?-le dice el joven.

-Y tú eres Thomas-responde Voltaire, ampliando su sonrisa-. Has cambiado de imagen.

El joven sonríe tímidamente y se lleva quizá inconscientemente una mano a sus largos cabellos. Es el hijo de Anton. Voltaire ha escuchado de labios de su jefe que al entrar en la universidad ha dejado atrás su aspecto aburridamente formal por uno un poco más bohemio. Anton bromeaba con la idea de que quizá no todo estuviese perdido para el muchacho.

-¿Dónde está Anton?-le pregunta.

-Ha salido un momento-responde el joven, mirando a la puerta como si esperase ver a su padre entrando en cualquier momento-. ¿Querías algo?

-Solo hablar con el-dice Voltaire-. ¿Te importa que espere?

-Eres tú la que trabaja aquí-responde Thomas, señalando a su alrededor-. Yo solo estoy sustituyéndote durante tus vacaciones.

Voltaire entiende ahora que el local estuviese desatendido. Thomas nunca se ha tomado muy en serio el local de su padre, piensa que la profesión de contable de su madre es lo que realmente mantiene a su familia. Por mucho que haya cambiado su aspecto, a Voltaire le cuesta pensar que haya cambiado realmente. Siempre ha sido demasiado pragmático, demasiado apegado a las normas que el mundo le impone. Quien sabe si ese nuevo aspecto no es sino el sucumbir a una nueva norma, el esfuerzo por encajar dentro de su nueva clase social.

Thomas rodea el mostrador y se apoya sobre el lugar que normalmente suele ocupar Voltaire.

-Esto lo has hecho tú, ¿no?-le dice, abriendo el cuaderno en el que Voltaire traza sus retorcidos y exitosos diseños de tatuajes.

-Así es-le dice, apoyando frente a él, asomándose al dibujo puramente geométrico que Thomas contempla.

La cercanía con el joven despierta en ella una urgencia que le sorprende. No es solo su olor, un aroma animal en el que cree percibir, aunque quizá solo sea su imaginación hiperexcitada, los matices de la dulce sangre, sino sobre todo el calor que el delgado cuerpo de Thomas desprende, un calor que la piel de Voltaire parece atrapar pese a la distancia. Y de repente siente la necesidad casi irrefrenable de tocarle, de sentir ese calor con más intensidad.

-Tu estilo es muy interesante-dice Thomas, tomando el cuaderno de Voltaire y mirándolo desde distintos ángulos, como si pretendiera descubrir algún significado oculto-. Pero me confunde un poco la intencionalidad de los diseños y de tu técnica.

-No hay más técnica que un bolígrafo de tinta negra-dice Voltaire, divertida con la verborrea pseudo-culta del joven.

-Si-continua Thomas, sin dejar de contemplar el dibujo-. Pero pensé que quizá había en esa elección de una técnica rústica el sentido de darle un significado proletario a tu obra.

-¿Que estudias, Thomas?-pregunta Voltaire.

-Arte-contesta él, mirándola a los ojos cubiertos por los cristales oscuros por un fugaz instante.

Voltaire sonríe más ampliamente. Eso explica muchas cosas.

Thomas continúa pasando las hojas del cuaderno, y Voltaire se inclina sobre el mostrador, atreviéndose a apoyar tímidamente una mano sobre su hombro. El fino tejido de su camiseta no le impide sentir el delicioso calor que emana, y le revela la promesa de la suavidad de la piel que hay debajo. Detiene un momento el avance de Thomas y desliza sensualmente uno de sus dedos por un sinuoso dibujo, mientras otro dedo de la mano que mantiene apoyada sobre su hombro realiza un dibujo similar y termina acariciándole suavemente la desnuda piel del cuello. Thomas sufre un escalofrío al sentir el tacto de la helada piel de Voltaire.

-Tienes las manos muy frías-susurra.

-O quizá tú eres muy cálido-dice ella, acercando sensualmente sus labios al lugar que sus dedos han rozado, dejando que su aliento frío provoque una un nuevo escalofrío al Thomas-. Y muy sensible.

De repente no existe nada en el universo más que el delicioso cuello de Thomas, la tentación irresistible de la cálida sangre que contiene, sangre para aplacar el cruel frío que inunda sus entrañas. La mano que apoya sobre el cuaderno desciende furtivamente hasta uno de los bolsillos de sus tejanos, donde guarda cuidadosamente cubierto por un trapo sucio el letal trozo de cristal que empleó para degollar a su primera víctima. Será muy fácil. Nadie tiene porque verlo. Y lo necesita.

El tintineo de los sonajeros sobresalta tanto a Voltaire que está punto de gritar. Es Anton, que se detiene sorprendido de encontrarla allí, todavía con la puerta entreabierta.

-Pero vaya quien tenemos aquí-dice esbozando una de sus irresistibles sonrisas. Entra como un huracán y revuelve los cabellos de Voltaire.

-Hola Anton-contesta ella, con una sonrisa incómoda.

Mira de reojo a Thomas, que parece algo avergonzado por la engañosa intimidad en la que su padre les ha encontrado. Se limita a saludar con la mano y a dirigirse a la trastienda, atreviéndose tan solo a mirar de reojo a Voltaire.

-Ya ves a lo que he tenido que recurrir para sustituirte-dice-. Al menos no tiene problemas en quedarse hasta la tarde. ¿Qué te cuentas pequeña? ¿Vuelves a la Mazmorra?

-Me temo que no, Anton-dice Voltaire, bajando la vista aunque sus ojos permanecen cubiertos-. He venido a despedirme.

La sonrisa de Anton se torna en una expresión de sincera tristeza.

-¿Qué ha ocurrido, chica?-le dice.

-¿Recuerdas lo que hablamos sobre hacer todo lo posible para conseguir tus sueños?-le dice Voltaire.

Anton tan solo asiente con la cabeza.

-Pues lo he hecho-contesta Voltaire-. Me voy de la ciudad, con alguien a quien amo, a vivir una vida como nunca pude imaginar.

Anton se permite una sonrisa.

-Me alegro de que sea por eso por lo que me dejas-le dice-. ¿Y quien es él?

-Ella-dice Voltaire.

La sonrisa de Anton se amplia y se encoge de hombros.

-Bueno, son tiempos modernos-dice.

-Es una cantante y guitarrista bastante buena-dice Voltaire-. Algo mayor que yo.

-¿Y a donde te lleva?-pregunta Anton.

-No puedo decírtelo-dice Voltaire-. No tenemos planes fijos. Pero algún día sabrás de mí. Te lo prometo.

-Eso espero, pequeña-dice él, revolviendo sus cabellos una vez más y atrapándola en un abrazo-. Sabes que siempre puedes volver cuando quieras.

-Lo sé-dice Voltaire.

Es un buen hombre, piensa Voltaire, y yo he estado a punto de matar a su hijo. De repente se siente incapaz de mirarle a los ojos, de seguir hablando con él.

-Tengo que marcharme-le dice.

-Espera un instante-le dice Anton-Mira lo que me he encontrado por ahí.

Saca del bolsillo trasero de sus gastados tejanos una hoja de papel morado, publicidad de algún concierto. Se lo muestra señalando uno de los nombres.

-Los Sonámbulos-dice Anton-. La primera vez que actúan anunciándolo con antelación.

Voltaire toma el papel y lo lee en silencio. Piensa que no sería mala idea ir para despedirse de Anais y de su banda. Entonces lee el nombre de otro de los grupos anunciados y una desagradable sensación culebrea en la boca de su helado estómago.

-Quizá me pase por allí-dice, devolviéndole la hoja a Anton.

-Cuídate-le dice el viejo roquero-. Y feliz Halloween.

Voltaire trata de no pensar en lo que se dispone a hacer, ni en la clase de monstruo que se ha convertido. Abre la puerta lentamente, escuchando atenta el sonido de los sonajeros, sabiendo que va a echar de menos ese simple y alegre sonido. Y por primera vez le asalta el espectro del arrepentimiento.

-Hasta siempre Anton-le dice, casi en un susurro.

Aquel ya no es su lugar. Lo ha mancillado, profanado con su intento de crimen. Es tarde para echarse atrás.

-Y feliz Halloween-musita, antes de desaparecer en la noche, demasiado deprisa como para escuchar las tres últimas notas de los sonajeros al cerrarse la puerta por sí misma. Sonaron como una triste despedida.

http://diabolusinmusica-novella.blogspot.com/

© 2008, Juan Díaz Olmedo

Publicado por Juan Díaz Olmedo en 14:50 0 comentarios  

Etiquetas: Novela Blog

Diabolus In Musica - Capitulo 6

jueves, 4 de septiembre de 2008

La botella de cerveza yace a sus pies, tumbada indolentemente sobre el suelo, balanceándose levemente. Pronto comenzará a clarear y llegará el día. Voltaire ha pasado toda la noche escuchando las palabras de Alex.

-¿Y que ocurrió entonces?-le pregunta, una vez que la voz de su señora se apaga tenuemente, como si ya no le quedasen más fuerzas para hablar.

-Te lo puedes imaginar, pequeña-le dice Alex-. Me convertí en la sirviente de Gareth, las tres nos convertimos. Sus siniestras novias, las consortes de una criatura que caminaba siempre en sombras, provocando la muerte a nuestro alrededor.

-¿Erais sus amantes?-le pregunta Voltaire, sorprendida de encontrar en su interior un leve destello de celos.

-Al principio se diría que sí-dice ella-. A él le gustaba que nos humilláramos ante él, pero siempre de una forma que también fuese placentera para nosotras. A veces nos ordenaba que le besáramos, que nos desnudáramos, y nos empleaba para rituales sadomasoquistas de sangre. Éramos más sus juguetes que sus amantes. Ese era el placer que compartíamos. No sé si era capaz todavía de hacer el amor como un hombre, o si le interesaba.

Voltaire iba a preguntarle como era posible que se hubiesen ofrecido a él tan fácilmente, que hubiesen entregado todo lo que eran a Gareth. Entonces piensa en lo que Alex le hace sentir a ella, y lo comprende. Es la fascinación de la belleza y la decadencia extrema del mal. Es la promesa de una vida eterna. Y es también liberar un pedazo de sus mentes que ha languidecido oculto en las mazmorras de lo inimaginable demasiado tiempo.

-Salimos poco después-continua Alex-. Hicimos unos pocos ensayos más, y Gareth comenzó a componer canciones, al principio conmigo, después por su cuenta. Yo seguía componiendo, y ensayábamos las obras de ambos, pero las suyas eran muy diferentes a las mías. Mis canciones hablaban de un mal romántico y desesperado, las suyas eran puro mal concentrado en versos y en acordes de guitarra, eran de una oscuridad y un terror extremos. Sabíamos que aquella música podía seducir a un determinado tipo de personas, el tipo de personas que nos interesaba, aquellos que se acercarían a un vampiro con fascinación, no con terror. Al principio me costaba cantar sus letras, no conseguía que sonaran reales, que me saliesen del alma. Eso fue hasta que salí una noche con el resto del grupo, en busca de más sangre para Gareth. Su víctima fue una prostituta, una mujer de edad indefinible, destruida por la droga y las enfermedades venéreas. Creo que así le hicimos un favor al sacarla de su miseria. Nosotras la sujetamos mientras Gareth le abría la garganta con sus dientes. Sherri le tapaba la boca con una mano para que no gritara, y no dejaba de mirar a los ojos de la prostituta mientras moría, mientras Gareth iba drenándole la vida de las venas. Fallon, la pobre Fallon perdió el control poco antes de que nuestra víctima muriese. Comenzó a llorar, se separó de nosotros y se acurrucó en una esquina. Cuando la prostituta había muerto, y cayó en nuestros brazos su peso muerto, la dejamos allí y me acerqué a Fallon. Había bilis derramándose de sus labios, mientras se secaba las lágrimas de los ojos. Yo me sentía extraña, sabia como se suponía que debía sentirme, pero no sentía nada de eso. Había ayudado a matar a un ser humano, pero no me importaba. Había sido desagradable, sí, pero no había sido tan terrible como había esperado. No sentía mi alma desgarrarse, ni sentía una culpa corroyéndome por dentro. Aunque me creía malvada, lo cierto es que había estado constreñida por el peso de las convenciones morales tanto como cualquiera, pero ahora me sentía libre de ese peso, había descubierto la mentira detrás de todo lo que me habían enseñado. Por eso abracé a Fallon y la reconforté, mientras le susurraba al oído que pronto sería tan libre como los demás. Y abracé también al mal, comprendí entonces que era realmente. La libertad absoluta, suprema. Ser malvado significa ser libre. Y cuando canté la noche siguiente, dejé que la oscuridad que me había liberado diera fuerzas a mi voz. Gareth me dijo que había cantado de una forma que haría que los mismo ángeles se revelasen de nuevo contra Díos. Y así fue como comenzó nuestra carrera. Éramos los Fata Morgana, el grupo más infame de todos los tiempos, así nos anunciábamos.

La voz de Alex parece morir de nuevo en su garganta.

-Sabrás el resto en otra ocasión, pequeña-dice, con un hilo de voz-. Ahora necesito dormir.

Voltaire vuelve a abrazar la pierna de su señora. Siente su piel suave a través de la tela del pantalón y la besa una vez, después otra, dejando que sus dientes muerdan su carne suavemente. Vuelve a morderla, esta vez con más fuerza. Esta siendo mala a propósito. Quiere que su señora la castigue.

Un largo gemido escapa de la garganta de Alex. Agarra la cabeza de Voltaire y la hace incorporarse de un brusco tirón. La besa con fuerza y con violencia, penetrando sus labios con su lengua enloquecida.

-Duerme conmigo, pequeña-le susurra, la voz deformada por la lujuria.

Voltaire deja que Alex la lleve de la mano hasta su habitación, deja que ella le desnude con brusquedad y se deja dominar por la frenética lengua de su señora, que disfruta de cada centímetro de su piel. Después Alex se quita sus ropas y se tumba junto a ella desnuda, su gélida piel contra la piel inflamada por la pasión de Voltaire. Voltaire se agarra a la cabeza de Alex mientras ella le lame el cuello hasta irritar su piel, mientras sus gélidos dedos acarician la fuente extrema de calor que hay entre sus piernas. Cuando el orgasmo le llega, Voltaire se deja dominar por el completamente, siente como recorre su cuerpo partiendo desde su vientre, como sus vibraciones de placer impactan en el frío cuerpo de su señora. Sin volver a abrir unos ojos que ha cerrado en la embestida de placer, se abraza al cuerpo frío de Alex y deja que un placentero sueño la aparte de su conciencia.

*****

Hay un importante cambio en la rutina del Señor Lars esta mañana. El motivo de dicho cambio está en la mesa, junto al periódico doblado que todavía no se ha preocupado de consultar. El Señor Lars piensa que tal vez no merezca la pena hacerlo. No necesita saber nada más, no necesita más pistas que seguir.

Como todas las mañanas, el Señor Lars fríe su desayuno y lo lleva a la mesa. Lo devora silenciosamente, sin dejar de contemplar la pequeña hoja de papel arrugada que hay frente a él, de color morado, toscamente impresa de negro con un motivo terrorífico demasiado confuso como para ser distinguido. Lo que importa son los nombres que aparecen recortados entre lo negro, una lista de vocablos extraños y palabras que pretendían invocar sentimientos de oscuridad y perdición. Es por esos sentimientos, por ese maldito culto a la oscuridad por el que ha perdido a su hija. No son fórmulas arcanas, aunque para el no iniciado podrían parecerlo. Son nombres de grupos de música oscura. Se trata de una especie de festival, en un local al parecer de cierto prestigio entre la fauna urbana de la ciudad. Todavía faltan unos días para que se celebre. Se va a celebrar en la víspera del Día de Todos los Santos, en esa noche que los anglosajones llaman Halloween y que consagran al culto a la muerte. Y pensar que esa desquiciada costumbre se está extendiendo, que miles de jóvenes se reúnen esa noche en todas partes del mundo para celebrar fiestas en honor a la muerte, a la degradación y la podredumbre. El Señor Lars ha oído hablar de ceremonias que se celebran esa noche, ritos grotescos en cementerios. Nada de eso le importa en este momento. Lo que le importa realmente es uno de los nombres listados en una confusa tipografía.

Fata Morgana.

Al fin sabe donde encontrarles. Al fin ha concluido su búsqueda. El Señor Lars termina su desayuno y limpia sus labios con una rugosa servilleta de papel grisáceo. Después toma el papel y lo despliega todo lo que puede sobre la mesa, ante él. Lo examina tratando de extraer toda la información que puede de él. Ha sido un golpe de suerte el encontrarlo, si el Señor Lars fuese supersticioso lo achacaría al destino, o a alguna intervención divina. Ocurrió la noche anterior, en la que creyó que alguien le estaba siguiendo. Como de costumbre, buscó un callejón oscuro y apartado en el que ocultarse y se giró de repente, sacando su revolver de la funda de su cinturón y apuntando con él a quien viniera siguiéndole. Había sido solo un chico, de largos cabellos castaños y camiseta negra, que se había quedado aterrorizado ante la visión del cañón de arma apuntándole. Demasiado asustado para gritar, había permanecido inmóvil por un instante, para girarse bruscamente y echar a correr desesperado. Algo había caído de su mano, un papel arrugado. El Señor Lars lo había recogido, y al ver el nombre escrito en él había sentido un estremecimiento.

Tiene aún dos semanas para planificar que va a hacer, como va a enfrentarse a ellos esa noche. No quiere adelantarse, quiere examinar antes el lugar. Su nombre está al pié de la hoja, La Cueva de los Bohemios, junto con la dirección. El Señor Lars no conoce la calle, pero sabe donde buscar. No le extrañaría descubrir que está en un lugar apartado, medio oculto. Es lo normal con este tipo de lugares, como si la apariencia de clandestinidad le añadiera encanto. Será mejor para él, piensa el Señor Lars. Quizá incluso tenga la oportunidad de enfrentarse a ellos sin llamar la atención. Es un poco pronto para hacer planes, pero el Señor Lars sabe que al menos puede nombrar dos problemas a los que se enfrentará.

El primero es el desconocer a cuantas de aquellas criaturas infames deberá enfrentarse esa noche. Por lo que sabe lo mismo puede tratarse de uno solo, o de un grupo considerable. Debe asegurarse, idear una estrategia que le permita enfrentarse a ellos contando con ventaja. Y el segundo problema, el más importante quizá, es que no está completamente seguro de como destruirlos cuando llegue el momento. Pese a sus patrullas, pese a haber estudiado cada pedazo de información de dudosa procedencia que pudiera darle pistas sobre los poderes y las flaquezas de su enemigo, lo cierto es que el Señor Lars solo se ha enfrentado a una de esas criaturas. Pero cada ínfimo detalle de ese enfrentamiento lo tiene grabado a fuego en el rincón más oscuro de su mente, ese al que solo se atreve a asomarse de cuando en cuando, en busca de una nueva pieza de sabiduría, tratando de contener las lágrimas o alguna repentina arcada.

Hacia ya más de una semana de la desaparición de Serlina. La Señora Lars estaba en casa, sumida en una nerviosa inmutabilidad, sentada junto al teléfono, esperando una llamada, algo que aliviase la terrible incertidumbre de no saber qué pensar, qué desear, de no atreverse siquiera a tener una mínima esperanza. El Señor Lars no soportaba aquella espera, no soportaba pasear por su casa, repentinamente desprovista de cualquier sonido, no aguantaba la mirada de su hija desde las decenas de fotografías que alegraban los rincones, no soportaba ver a su esposa, encorvada en la mecedora, la mirada perdida, su mente consumiéndose poco a poco por la desesperación. Pasaba poco tiempo en casa y mucho en las calles, buscando cualquier rastro de su hija, al principio siguiendo leves pistas, pero al cabo de los días simplemente vagando, simplemente buscando en cada callejón oscuro, en cada local de mala nota, tratando de recordar todas las historias terroríficas que había leído y escuchado sobre jovencitas desaparecidas, engañándose a si mismo al decirse que todavía estaba a tiempo de encontrarla antes de que las consecuencias fuesen terribles, que todavía era posible volver a como las cosas eran antes. Había cogido la agenda de Serlina y había llamado a sus amigas, tratando de obtener algún indicio, alguna explicación de su ausencia. Poco había sido lo que habían podido decirles. No, no sabían dónde estaba Serlina. Sabían que se veía con nuevas amistades, un grupo de música que había llegado a la ciudad hacía unos meses y que estaba dando varias actuaciones. No, no sabían quienes eran, ni como se llamaban, ni donde vivían, Serlina había ocultado todo lo referente a ellos incluso a sus amigas de toda la vida. Por supuesto había llamado a la policía, que le dijo que no tenía que preocuparse, que ellos se encargaban de todo, que le llamarían en cuanto hubiera noticias. El Señor Lars sabía a que se referían. Le llamarían cuando encontrasen el cuerpo de Serlina flotando en el río, o en un contenedor de basura, o en un sórdido burdel. Así que al Señor Lars no le quedaba más remedio que buscar, buscar desesperadamente para no volverse loco.

Era tarde, ya de madrugada. El Señor Lars sabía que su esposa le esperaría despierta, deseosa de escuchar cualquier nueva que pudiera darle, aunque nunca había sido capaz de decirle nada. Cuando el Señor Lars encontró la puerta de su vivienda abierta sintió como sus tripas se encogían de puro temor. Aquel era uno de los signos que había aprendido a temer, una de las señales que indican sin duda que el caos y la fatalidad han irrumpido en la vida de uno. Empujó la pesada hoja blindada con cuidado, tratando de no hacer ruido, y de no pensar en su esposa, que sin duda estaba allí dentro. Caminó por el largo pasillo que le llevaba al salón con todo el sigilo que le permitieron sus destrozados nervios, tratando de discernir que eran aquellos sollozos apagados que provenían del interior, que significado tenían aquellos roces, aquellos débiles golpes.

Abrió la puerta del salón y entonces su razón se quebró para siempre.

Su esposa estaba allí, sentada en la mecedora, la mirada perdida en el infinito, tal y como la había dejado, pero con una expresión extraña, una sonrisa de alivio toscamente deformada por el dolor, grabada en su rostro por la rigidez de la muerte. Su garganta estaba rajada de un extremo a otro, y la sangre manaba sobre su pecho desde decenas de venas abiertas. Y había algo allí, algo que sollozaba lastimeramente mientras lamía la sangre que manchaba a su esposa, mientras pegaba sus labios a la herida para llenarse la boca de sangre. Una criatura vestida completamente de negro, de aspecto desquiciadamente familiar, que le miró de repente con ojos opacos brillando macabramente por las lágrimas que los inundaban, que abrió sus labios ensangrentados para pronunciar una única palabra:

-Papá-dijo.

El Señor Lars todavía no sabe de donde surgió aquella furia, que fue lo que le hizo agarrar lo primero que tenía a mano y golpear la cabeza de aquello que tenía la forma de su hija desaparecida. No sabía que era, solo que era pesado, y que el cráneo crujió satisfactoriamente cuándo golpeó por décima vez, cuando la criatura cayó al suelo y el río de sangre que manó de su cabeza destrozada se mezcló con el que surgía de la garganta de la que había sido su madre.

Solo entonces se dio cuenta en Señor Lars de que había estado gritando, solo entonces calló y se detuvo, solo entonces miró que era lo que sostenía. Era una pesada figura de arcilla, endurecida por el esmalte, con la forma de un gato sonriente de dibujos animados, pintado de azul y amarillo y con una leyenda en la tripa blanca, en letras rojas.

"Te quiero, Papa".

Entonces el Señor Lars volvió a gritar. El grito murió en un sollozo y el Señor Lars perdió la consciencia, junto a los cadáveres de lo que había sido su familia.

Cuando despertó, supo que una parte de su mente se había ido. Se incorporó, sin dejar de mirar al cadáver de aquella criatura que una vez había sido su hija, sintiendo como aquella especie de embotamiento iba desapareciendo poco a poco, dejando lugar a la razón, una razón tan evidente y brillante que nunca llegó a imaginar que pudiera existir. Desde aquel momento el Señor Lars supo que era lo que debía de hacer. Buscó en su caja de herramientas una sierra y tomándose todo el tiempo que fue necesario, decapitó a aquella criatura. El Señor Lars sabía muy bien a que se estaba enfrentando, y aunque no era un aficionado a esas cosas, sabía bien como se debía matar a un vampiro. Después, con manos ensangrentadas del cadáver de su hija, había serrado la pata de una mesa y había afilado uno de los extremos. Su maza de carpintero le sirvió para clavársela a la criatura en el corazón. En ningún momento el cuerpo de aquella criatura se inmutó, tan solo surgió de su interior, de su garganta seccionada, algo remotamente parecido a un gemido cuando la improvisada estaca quebró las costillas y entró finalmente en el corazón. Lió el cadáver en una manta junto con la cabeza seccionada, y lo sacó del salón. Después procedió a hacer lo mismo con el cuerpo de su esposa. Lo había visto en alguna película, cuando era más joven: Las víctimas de un vampiro podían convertirse a su vez en vampiros.

Lo más difícil fue sacar los cadáveres, solo, en medio de la noche, intentando no ser visto, y llevarlos hasta el coche. El de la criatura lo puso en el maletero, el de su esposa en el asiento de atrás. Después volvió al lugar que hasta ese día había llamado hogar y recogió lo indispensable. No pensaba volver. Había tenido suerte de que ninguno de los vecinos hubiese llamado a la policía, alertado por los gritos y los sonidos de lucha. Quizá lo había tomado como una simple crisis nerviosa de un hombre desesperado, y no les habría faltado razón. Pero no siempre tendría tanta suerte, y tenía mucho que hacer. Sí, una gran tarea que realizar. No podía permitirse el que la policía le detuviera.

Llevó los cadáveres al bosque, al lugar más alejado que pudo, y enterró los cuerpos allí, iluminado por los faros de su coche. Cuando tuvo ante sí los dos montículos de tierra, pensó en decir unas palabras, obrar una especie de funeral para su familia. Pero se dijo que no era el momento. Cuando hubiese terminado su tarea, cuando las malditas criaturas que provocaron todo aquello hubiesen sido exterminadas, entonces sería el momento.

No le costó encontrar un pequeño lugar donde quedarse, con un ínfimo alquiler y lo suficientemente alejado de todo como para no llamar la atención. Comenzó a investigar, a patrullar las calles, como hacía antes de la muerte de su esposa, pero ahora con otro fin, con otro objetivo. Al poco empezó a examinar la prensa cada día en busca de indicios, y a leer libros sobre esas criaturas, no obras de ficción, sino libros de testimonios que pretendían al menos hacerse pasar por reales. El Señor Lars no sabía si fiarse de la mayoría de aquellos volúmenes de títulos llamativos e ilustraciones en color, aunque más de una vez sintió una oleada de reconocimiento dentro de su estómago al leer alguna espeluznante historia mal documentada.

Poco a poco fue frustrándose ante su falta de progresos. Quizá no estaban allí, comenzó a pensar. No era extraño que esas criaturas fuesen nómadas. Había leído algo de eso en algún lugar, una historia sobre un grupo de vampiros motociclistas que se creía que recorrían Italia durante la noche, de ciudad en ciudad. Así que comenzó a investigar las páginas nacionales de sucesos, a confeccionar estadísticas sobre incidencia y tipos de crimen cometidos en cada gran urbe del país. Y era aquí, en esa maldita ciudad a donde apuntaban todo los indicios. Por eso había venido.

El Señor Lars recapacita. Contará solo con sus reflejos y su revolver, no cree que pueda emplear su cuchillo si son varios. Aunque lo necesitará después, claro, para decapitar los restos. Se levanta de la mesa de la cocina y va a su dormitorio, para sacar de debajo de la cama la maleta con sus armas. Es hora de cuidar de ellas, de limpiar y engrasar el revolver, de afilar la hoja del cuchillo. Si trataba bien a sus armas, le gustaba repetirse a sí mismo el Señor Lars, ellas le recompensarían salvándole la vida. Además, así se mantendrá ocupado, evitará pensar que será de él cuando esas criaturas ya no existan.

*****

Los devastadores bajos del más desquiciado Metal Industrial trepidan en los tímpanos de Voltaire mientras se mueve, danzando frenéticamente, tratando a duras penas de cabalgar el endiablado ritmo de la música, sintiendo el calor y el sudor de los cuerpos que la rodean, oliendo su piel, los efluvios de decenas de licores y de drogas selectas. Cuando abre los ojos, una dolorosa lluvia intermitente de fotones modulados en cientos de colores hiere sus pupilas. Un instante después recupera la vista y la ve, al borde de la pista, apoyada en la pared, contemplándola con sus ojos sin brillo, una leve sonrisa en su boca cruel. Voltaire dirige a ella los movimientos de su danza, la llama con sus dedos y le incita a que se una a ella en ese desenfrenado ritual dionisiaco. Pero su Señora niega lentamente con la cabeza, y le hace a su vez un gesto para que se le acerque. Sin pensarlo, Voltaire deja la pista y Alex la toma de la mano y la aleja del ambiente industrial, hasta uno de los pasillos del Refugio, donde los bajos aún hacen retumbar el barato material de las paredes. Casi a tientas, encuentran un viejo sofá allí, en la oscuridad, y se dejan caer sobre él, la una junto a la otra.

-No has querido bailar-susurra Voltaire, sintiendo la lengua de su Señora recorriendo lentamente su cuello.

-No me va ese estilo de música-susurra Alex cerca de su oído-. Ya sabes que soy una carrozona.

Voltaire sonríe. Le cuesta pensar que Alex tiene edad suficiente para ser su madre.

-Me gustaría que cantaras para mi-le dice Voltaire.

-Esa no es forma de dirigirse a tu Señora-le recrimina Alex, aunque Voltaire puede adivinar su sonrisa entre las tinieblas.

Voltaire toma las frías manos de Alex y comienza a besarlas y a lamerlas como si fuesen una reliquia satánica.

-Te imploro que me permitas escucharte cantar, mi Señora-susurra entre dos lametones.

-Eso está mucho mejor-dice Alex, tomando su cabeza entre sus manos y besándola casi con violencia.

La lengua helada de Alex se desliza entre los labios de Voltaire y comienza a acariciar el foco de calidez que es su lengua. Entonces Voltaire se sobresalta cuando siente un cálido aliento en su nuca, escucha un suave roce y siente el tacto de unas suaves manos que le rodean la cintura. Rompe bruscamente el beso para girarse y entonces unos labios cálidos se estampan contra los suyos en un beso juguetón.

-Ya comprendo porqué has estado tan perdida últimamente-le dice una voz familiar.

-¡Zona!-casi Voltaire grita cuando distingue el rostro de gatita en la casi oscuridad del pasillo.

-¿No vas a presentarme?-le dice Zona, señalando con un menudo índice a Alex.

-Soy Alexandra-dice Alex antes de que Voltaire pueda pronunciar palabra.

Casi pasando sobre Voltaire, Alex se acerca a Zona y la besa en los labios, quizá un poco más de lo que corresponde con alguien que acabas de conocer. Zona se queda sorprendida un instante, pero después vuelve a sonreír y se encoge de hombros. Al verlo Voltaire piensa que se la comería a besos.

-Bueno, ya sé que ha sido de ti-dice Zona-. ¿A qué no adivinas lo que me ha ocurrido?

Voltaire niega con la cabeza. Zona sonríe como una niña pequeña ilusionada por su cumpleaños.

-Me he presentado a una prueba para vocalista de un grupo-dice-. Y creo que me han elegido.

-¿Que grupo?-pregunta Alex, con una voz sorprendentemente firme.

-No sé como se llaman-dice Zona-. Leí el anuncio en un pub y me presenté. Era un pequeño garaje, y solo yo había contestado al parecer. Tienen pinta de ser un poco excéntricos, pero tocan de muerte. Y el guitarra solista está para comérselo. Mira, me han dado esto.

Las curvadas formas de Zona están comprimidas sensualmente en un corpiño de cuero negro. Una cadena desciende entre sus dos suaves pechos. Zona tira de ella y libera un pequeño símbolo que brilla de repente iluminado por un súbito destello proveniente de la pista de baile. En ese mismo instante Voltaire siente como los dedos de Alex se le clavan en el hombro con tanta fuerza que le hacen daño. Y Voltaire lo comprende, sin necesidad de preguntar.

-¿Te han dicho algo?-pregunta Alex.

-No me han dicho nada seguro-dice Zona, confusa-. Pero yo diría que sí. Quieren que vuelva hoy a hacer otra prueba, y me lo dirán de forma definitiva. Quieren que debute con ellos en el Festival de Halloween de la Cueva de los Bohemios. ¿Por qué me preguntáis todo esto? ¿Y por qué me miráis así? Me estáis asustando.

-No ocurre nada, cielo-dice Alex, acariciando el rostro de Zona con el dorso de la mano-. Es solo que creo que ese grupo son viejos amigos míos.

-¿Amigos?-pregunta Zona, curiosa.

-Digamos que creo que vas a ser mi sustituta-dice Alex, forzando una sonrisa-. Tenemos que marcharnos, Voltaire.

Voltaire apenas tiene tiempo de despedirse de Zona con un beso en la mejilla antes de salir corriendo tras de Alex, que se ha perdido entre las sombras del pasillo, destino a la salida. Cuando la alcanza, toma su mano, y siente como uno de los fríos dedos de sus Señora se posa sobre sus labios.

-No preguntes-le susurra Alex.

Suben juntas las escaleras, hacia la luz de la recepción. El aburrido encargado de la entrada ni siquiera les dedica una mirada cuando las dos cruzan las puertas dobles que llevan a la fría y oscura calle. Caminan juntas en silencio por un largo rato, Voltaire escrutando el rostro duro de su señora, tratando de adivinar algo de lo que pasa tras esos ojos muertos y esa belleza cruel, sintiendo una voraces mariposas devorando la boca de su estómago con dientes helados, lacerando sus intestinos con alas de acero. Al fin Alex se detiene frente a los peldaños de un portal y se sienta sobre ellos. Voltaire se siente confundida por un instante, después se agacha frente a su Señora y se atreve a mirarla a los ojos.

-¿Que ocurre, Alex?-le pregunta.

Las palabras le salen temblorosas, deformadas por un temblor que surge de lo más profundo de su alma, de un lugar donde hay una niña pequeña que todavía esta aterrada de esa hermosa criatura a la que ha decidido someterse.

-No llores pequeña-le dice Alex, acariciando su rostro como momentos antes ha acariciado el de Zona-. Ahora no. ¿Sabes donde podemos conseguir algo de beber? Me refiero a algo fuerte.

Voltaire asiente gravemente con la cabeza.

-Es hora de que termine de contarte mi historia-dice Alex.

*****

La forma de la Luna se refleja juguetona sobre las sucias y oscuras aguas del río, agitada por una tenue brisa que provoca escalofríos a Voltaire. Esta sentada en el borde de uno de los antiguos muelles de piedra de la parte vieja de la ciudad, un lugar apartado al que suelen ir las parejas cuando quieren estar solas. Alex está junto a ella, bebiendo un profundo trago de una finamente decorada botella de bourbon que han comprado en una pequeña y sórdida tienda, no muy lejos de aquí. Alex termina su trago y le ofrece la botella a Voltaire, que niega con la cabeza. No tiene ánimos para beber esta noche.

-¿Que era ese símbolo que tenia Zona?-pregunta, con una voz ligeramente más fuerte que la brisa que agita sus ensortijados cabellos.

Una amarga sonrisa cruza los sensuales labios de Alex apenas un instante.

-Es nuestro símbolo, el símbolo de Fata Morgana-dice, mirando a las oscuras aguas frente a ella-. O debería decir el de él, la marca de Gareth. Se inventó una especie de historia sobre él, que era la unión de dos símbolos malvados, la belleza surgiendo de dos expresiones del mal, o algo así. Lo cambiaba con frecuencia, como suele ocurrir con toda ese rollo ocultista. En el fondo Gareth y el Doctor eran más parecidos de lo que querían admitir. Por algo nos hizo asistir al grotesco y triste funeral del Doctor, cuando se enteró que había fallecido. Por algo dejó una rosa teñida de negro sobre su tumba cuando se atrevió a acercarse a ella, cuando todos los que podrían haberle reconocido hacía horas que se habían marchado. Cielos, incluso nos hizo besar su lápida. "Sin él no seríamos nada", recuerdo oírle susurrar, mientras miraba aquel falso nombre de rimbombante sonoridad europea que había adoptado el Doctor, con el que había vivido y había acabado muriendo.

Esa misma noche tuvimos un concierto. Nos presentamos en una de las mejores salas de la ciudad y nos ofrecimos para tocar, sin cobrar, esa misma noche. Como es lógico el dueño aceptó encantado. Todo había sido idea de Gareth, que quería homenajear a su maestro con el mejor concierto de nuestra carrera. Cuando comenzó, antes incluso del primer tema, se dirigió al sorprendido público que acababa de reconocernos para decir unas palabras en honor de su maestro. No lo llamó fraude, ni payaso engreído, ni ninguno de los apelativos cariñosos con los que solía referirse al difunto Doctor. Lo llamó amigo, padre, guía. No sé si de verdad sentía algo de todo aquello o si tan solo estaba aprovechando que la muerte del Doctor había hecho que una ciudad que casi lo había olvidado lo recordase por unos días. Lo que sí sé es que Gareth había descubierto hacía poco que el alcohol todavía le producía efecto, y aquella noche se procuró de tener siempre una botella a mano. Tocamos como nunca eso si que es cierto, Gareth a la guitarra, Fallon al bajo y Sherri aporreando la batería con toda la furia de su negro corazón, como le gustaba decir. Y yo forzando mi voz al máximo, casi sintiendo dolor, tratando de remover los cielos con mis palabras incendiariamente paganas. Pero aquella fue la noche de Gareth. Nos asustó mostrando visiblemente su anormalidad, su extrema palidez, su mirada opaca, en vez de permanecer tras de nosotras en las sombras, como solía. Bailaba al ritmo que Sherri le tocaba, y hacía que la música de su guitarra cabalgara sobre las olas embravecidas de aquel rítmico estruendo. Podía sentirlo siempre a mi lado, sentía su fría piel rozándome a veces, iniciando un juego sensual conmigo en las canciones más procaces, posando como un diablo encarnado en las más oscuras. Podía ver las miradas de deseo de los presentes, como en todos los conciertos. Nos miraban a nosotras, como siempre, pero sobre todo a él. Él les tenía a todos embelesados, se estaba alimentando de su fascinación como si se alimentara de su sangre. Eso era lo que Gareth siempre había querido. No tan solo ser poderoso, no tan solo ser inmortal. Quería ser un héroe, un ídolo, un diós.

Tras el concierto nos refugiamos en el camerino, con los gritos del público pidiendo un nuevo bis resonando aún por los pasillos. Gareth se demoró un momento fuera antes de entrar, y cuando lo hizo estaba acompañado por tres chicas delgadas maquilladas de negro.

-Mirad lo que traigo-nos dijo, señalándolas con un ademán teatral.
Las chicas no hicieron más que reír nerviosamente. Creo que estaban algo borrachas.

-Nuestro festín para esta noche-dijo Gareth, compartiendo con ellas una mirada cómplice.

-Nos ha dicho que esta noche vais a invocar a Satán-dijo una de las chicas, la más alta, vestida de llamativos cuadros escoceses-. Queremos ver como lo hacéis.

Gareth nos guiño como un niño travieso, pidiéndonos que le siguiéramos el juego. Aquello no me gustaba, creo que no nos gustaba a ninguna de las tres. Pero aún así hicimos lo que él nos pedía. No éramos sino sus sirvientas.

Esperamos allí hasta que se calmasen las cosas. Gareth y las chicas no hacían más que beber, formando un ruidoso corrillo en una esquina. Nosotras nos desmaquillamos lentamente, sin dejar de mirar sus reflejos en sus espejos. Mientras me iba quitando toda la pintura negra que me había hecho parecer surgida de una vieja película expresionista recuerdo que intenté verlas como si fuesen tan solo pedazos de carne, como si aquellas tres chillonas y medio ebrias chicas no fuesen realmente personas, como si no tuviese sentido sentir compasión o pesar por ellas. Trataba de convencerme a mi misma poco a poco, huyendo de mi propia mirada en el espejo, mientras mi alma se iba endureciendo poco a poco al descubrir que hacía efecto, que realmente no me importaban. Había provocado ya demasiadas muertes como para que me importase. Si piensas en las locuras que hace la gente a causa de las religiones, movidas por la promesa de una vida eterna que no pueden ver, que nadie les puede asegurar, imagínanos a nosotras, que actuábamos movidas por una promesa que veíamos hecha carne cada día, que nos daba placer y dolor en la forma más física posible en cada momento de nuestras vidas. Recuerdo ver reflejada en el espejo a Fallon, tomando una de las botellas medio vacías que Gareth había ya desechado, y dando un profundo trago. A ella siempre le costó más, mucho más que a las otras dos. Pero, por muy duras que fuésemos, nada podría habernos preparado para lo que vino después, lo que llegamos a sentir.

Al final salimos de nuestro camerino y abandonamos el local por la puerta de atrás, sin quedarnos siquiera a escuchar la típica despedida y agradecimiento de los propietarios. Nada de eso nos importaba. La faceta material de nuestra discreta fama nos era indiferente, era más una molestia que otra cosa. Habíamos dejado cerca nuestra furgoneta, y subimos todos allí, el grupo y las tres chicas. Gareth conducía, y nosotros íbamos detrás con las chicas, oliendo sus descarados perfumes, sintiendo el calor de sus cuerpos jóvenes, mucho más jóvenes quizás de lo que decían sus ropas o sus recargados maquillajes, rozándonos con ellas cuando brincaban locamente al ritmo de la música desenfrenada que Gareth sintonizaba en la radio. No entiendo como no se sintieron atemorizadas en ningún momento de nosotras, que no hacíamos sino mirarlas con expresión grave y en silencio. Quizá no nos prestaban atención, no contábamos para ellas. Solo tenían ojos para Gareth, el malvado y seductor Gareth.

Nadie le preguntó a Gareth donde íbamos. Cuando llegamos, nadie se sorprendió. Estábamos en medio de la nada, aparcados en el arcén de una carretera secundaria, en medio de un oscuro bosque de altos y frondosos árboles, las estrellas brillando impúdicamente desnudas sobre nuestra cabeza. Lo primero que hice cuando abrimos la puerta de la furgoneta fue maravillarme con la belleza del cielo, lo siguiente, contener un escalofrío de dolor. Gareth tomó la última botella que le quedaba sin abrir y nos guió al interior del bosque. Con una rama caída y un pedazo de camiseta vieja impregnada de whisky improvisó una antorcha que encendió con su mechero de gasolina, un antiguo regalo del Doctor, de los días en los que aún se consideraba su discípulo. Seguimos la luz de su antorcha entre los silenciosos árboles, sintiendo más que oyendo toda la vida oculta que hormigueaba a nuestro alrededor, que retrocedía aterrada ante esas siniestras y perversas criaturas que perturbaban su paz. Las chicas permanecían en el centro del grupo, conteniendo risitas nerviosas, pero tratando de permanecer en silencio.

Al fin llegamos a un claro en medio del bosque, sus bordes apenas intuidos más allá de la luz de la antorcha que Gareth sostenía sobre su cabeza, como dirigiendo una procesión solemne. Fue al centro del claro con ella y clavó su extremo en el suelo, con la llama peligrosamente cerca de la alta hierba que había bajo nuestros pies.

-Preparaos para el ritual, pequeñas-susurró, con una voz tan fría como la brisa que nos acariciaba.

Las chicas comenzaron a quitarse rápidamente todo lo que llevaban puesto, todo menos la bisutería no tardó en formar un pequeño montón a los pies de Gareth. A la luz de la antorcha, sus cuerpos pálidos y delgados habían adquirido una inquietante cualidad fantasmal, como un presagio de lo que esa noche les esperaba. Gareth abrió la botella de whisky y, sosteniéndola con ambas manos, roció los cuerpos desnudos de las chicas con un chorro del flamígero líquido. Ella reaccionaron con placer al sentir aquel líquido frío y cálido al mismo tiempo golpearlas salvajemente. Comenzaron a gritar como banshees, girando enloquecidas sobre ellas mismas. Una de ellas le arrebató la botella de las manos y dio un profundo trago sin dejar de bailar, y después otra se la arrebató e hizo lo mismo, y al momento estaban las tres luchando por la botella entre bailes y gritos que me hacían salirme de mi piel.

-Y ahora vosotras, mis damas-nos susurro entonces Gareth.

Sacó una hoja de afeitar de uno de sus bolsillos y se subió las mangas de su fina camisa. En una muñeca se hizo un rápido y profundo corte, otros dos en la otra muñeca.

-Vuestra hora ha llegado-nos susurró.

Nos abalanzamos sin pensárnoslo sobre los cortes que comenzaban a sangrar copiosamente. Pegué mis labios a la herida y sentí como la sangre maldita de Gareth los quemaba como si fuese un licor destilado en el infierno, como descendía por mi garganta cortándome la respiración, llenándome de un calor abrasador. Caí de rodillas, incapaz de controlarme a mi misma, presa de una energía que sentía consumiéndome, devorando rápidamente mis entrañas. Comprendí en aquel momento que debía hacer, las tres lo comprendimos al mismo tiempo, como si hubiésemos extraído esa sabiduría de la sangre de Gareth. Nos lanzamos hacia las chicas que todavía danzaban como nínfulas enloquecidas. Agarré la primera que se cruzo en mi camino y la obligué a seguirme hasta el suelo. El tacto de mis manos sobre su piel me produjo un placer que superaba el sexual, y el lamer su piel empapada de whisky me embriagó inmediatamente. Ella gritó de placer al sentir mis frenéticas atenciones, y siguió gritando cuando comencé a morderla, cada vez con más fuerza, hasta hacerla sangrar. Poco después ya no pudo seguir gritando, cuando yo había consumido todo su calor con toda su sangre, cuando el alba comenzó a clarear en el horizonte y la oscuridad dominó mi mente y me llevó a algún otro lugar.

*****

Voltaire abraza el cuerpo frío de Alex, en un irónico gesto reflejo en busca de calor. La vampira la rodea con sus brazos, siendo repentinamente consciente de la realidad que todo ese satanismo de rock duro y esa fachada siniestra esconden. Voltaire no es más que una niña, un alma ingenua en la que la madurez no ha hecho mella.

-Tengo miedo, Alex-le susurró-. Miedo de lo que siento cuando me hablas, cuando me describes esas cosas.

-¿Qué es lo que sientes, pequeña?-pregunta Alex, intrigada, mirándole a sus ojos azules, que reflejan de forma fantasmal la luz de la Luna.

-Siento que quiero ser como tú-dice Voltaire-. Quiero vivir todo eso. Quiero la sangre maldita dentro de mis venas. No, no la quiero. La necesito. He buscado esa magia toda mi vida y ahora la tengo aquí, a mi lado. No hay vuelta atrás, no la hubo desde que te encontré, desde que comprendí qué eras, desde que decidí ayudarte sin importarme las consecuencias. Ha sido desde entonces una huida hacia adelante, una caída libre desde las alturas de mi estúpida inocencia de bohemia.

-Eres una pequeña ingenua-dice Alex, su voz denotando una dureza que no se esfuerza por aplacar-. ¿No me ves? ¿No ves en mí más allá de la maravilla que deslumbra a tus ojos? ¿Que soy más que una maldita enferma? ¿No me ves cuando la sangre me falta de las venas, cuando la vida se me escapa y solo siento frío y un vacío interior tan profundo que podría perder mi alma en él? Soy eterna, sí. Me espera una eternidad de debilidad y muerte. Soy una maldita yonki enganchada a la muerte, ¿es que no lo ves?

En un gesto de ira, Alex arroja la botella de todavía medio vacía al rió. Voltaire la ve golpear las suavemente agitadas aguas creando un caos sobre la superficie que se sofoca al instante. La botella permanece flotando un momento, hasta que las sucias aguas comienzan a entrar dentro, mezclándose con el pardo licor, haciendo que se hunda lentamente. Voltaire piensa entonces que quizá Alex acaba de provocar alguna borrachera a los pocos peces mutantes que existan en el río y se pregunta si la vampira no tendrá razón al tacharla de ingenua.

-Es mi culpa-dice Alex-. Soy yo, maldita sea. No debí haberte seducido con mi anormalidad, no debí haberte convertido en mi sirvienta.

-No-dice Voltaire-. Soy yo. Soy yo desde antes de encontrarte, desde que tengo memoria.

-No lo entiendes-dice Alex, mirándola de nuevo, en sus ojos brillando la ira de una forma tan salvaje que Voltaire retrocede un centímetro por puro instinto-No sabes nada. Después de lo que he visto, de lo que he vivido, lo que te he hecho solo puede ser considerado como un pecado.

*****

Matar es mucho más fácil de lo que se piensa. Sobre todo si la muerte te da placer, y si ese placer es el completo centro de tu vida, de tu existencia. Mis letras dejaron de ser oscuras para tornarse delirantemente terroríficas, un reflejo descarnado de la recién descubierta perversidad de mi alma. Pululábamos en las sombras tras los conciertos, encontrándonos en lugares ocultos con nuestros admiradores y rajándoles el cuello sin ninguna compasión para embriagarnos de la vida que les robábamos. A veces lo hacíamos en grupo, como cuando antaño éramos las ayudantes de Gareth, otras veces en solitario, cuando solo una necesitaba su dosis y podía valerse por sí misma. Por supuesto nuestra conversión trajo sus consecuencias. Necesitábamos matar más, mucho más que antes. No solo porque éramos más, sino porque ya no contábamos con un mortal que cuidase de nosotros si estábamos débiles, alguien que nos consiguiera la sangre, como hacíamos nosotras con Gareth. Supongo que la sangre nos cegó, que nos volvimos descuidados, y comenzamos a ver sospechas a nuestro alrededor, comenzamos a oír comentarios velados, a escuchar rumores sobre investigaciones policiales, teorías sobre las muertes que ocurrían a nuestro alrededor. Se decía que estábamos malditos, que llevábamos la muerte allá donde tocábamos. Eso solo hizo acrecentar nuestra fama.

No hay nada más aterrador que el descubrir que tu víctima te estaba buscando, que desea morir de tu mano.

Ocurrió una noche que ya presagiaba una tragedia. Estaba en el aire, fuertemente cargado, que presagiaba tormenta, en un cielo gris y ominoso que se cernía sobre nuestras cabezas como si ocultase la mirada de un diós vengativo. Al menos eso fue lo que pensé cuando descargamos los instrumentos, tan furtivamente como siempre, por la puerta de atrás del miserable local en el que íbamos a tocar.

Había demasiada energía mal enfocada, demasiado calor y demasiado alcohol aquella noche. El concierto fue un hermoso caos que estuvo a punto de escapársenos de las manos. En los rostros rudos y las miradas encendidas que nos contemplaban brillaba el absurdo y fácilmente reconocible deseo de violencia.

-¿A qué clase de tugurio nos has traído?-recuerdo que susurré al oído de Gareth en una pausa entre canciones, mirando los emblemas paramilitares que colgaban de una de las paredes forradas de madera.

Había una chica especialmente hiperactiva aquella noche. Era pequeñita, algo rechoncha, pero tenía la fuerza de una furia surgida del infierno. Se subió al pequeño escenario y se me abrazó en medio de una canción. La empujé hacia el público sin dejar de cantar, gritándole al rostro un insulto que iba dirigido al dios de los cielos. Ella se mordió los labios de placer al ver mi oído y mi desprecio, al sentir mis frías manos golpeándola. Sentí temor al ver su mirada ciegamente lasciva, pero nada comparado con el que debía de haber sentido.

La promesa del cielo se cumplió poco antes de que el concierto terminara, y cuando salimos por la puerta de atrás estaba diluviando. La lluvia tiene un extraño efecto en nosotros, enfría aún más nuestros cuerpos ya de por sí fríos, nos entumece y nos afecta a los sentidos. Lo ves todo como si estuvieses borracho, lo escuchas todo como si viniera desde muy lejos. No debimos haber salido de caza en esas condiciones, en esa noche tan llena de malos presagios.

No nos habíamos alejado mucho de allí cuando escuchamos aquel grito, un fuerte y desquiciado "No" surgido de la garganta de Fallon. Recuerdo que estaba en un estrechísimo callejón, vigilando de lejos a un joven totalmente cubierto con un impermeable gris que creía haber visto en el concierto. Nada más oír el grito me olvidé de él y busqué a Fallon como una desesperada. Había una urgencia aterradora en ese grito, en los sollozos desbocados que lo siguieron. Me costaba seguir su pista tras el sonido abrumador de los distantes truenos, de los goterones que me golpeaban con violencia, pero al fin di con ella. Fui la ultima en llegar. Gareth y Sherri ya estaban allí, contemplando asombrados a Fallon, en el final de un callejón sin salida, intentando librarse con manos temblorosas de una chica que agonizaba mientras la sangre que surgía de su cuello se mezclaba con el agua de lluvia. La boca de Fallon estaba manchada de sangre, una cambiante mancha roja que se iba desdibujando bajo los embates de la lluvia. Había un murmullo insistente e inquietante que se me metió en los huesos antes de poder descubrir su origen, antes de intuir su significado. Era aquella chica, la chica enloquecida del concierto. Susurraba una y otra vez la misma palabra, mientras sus ojos implorantes miraban a Fallon.

"Mátame", decía.

-¡Quitádmela de encima!-gritó Fallon.

-Acaba con ella de una vez-dijo Gareth-. Fue entonces cuando descubrí que estaba al límite de sus nervios. Una de sus manos arañaba nerviosamente los ladrillos de la pared en la que se apoyaba, mientras que sus ojos no hacían más que moverse entre Fallon y la chica.

-Mátala-insistió.

Fallon intentó una vez más librarse del obsesivo abrazo de la chica, pero fue incapaz. Parecía que toda la fuerza había escapado de sus manos.

-No puedo-dijo, antes de sucumbir a sus propios sollozos y echarse a llorar.

Gareth se echó sobre la chica con un gesto de fastidio, y le hundió la navaja una sola vez en la nuca. En el mismo momento en que la vida abandonaba a la chica suicida, de Fallon surgió un grito de dolor que me rompió el corazón.

Fallon hecho a correr, huyendo de nosotros. Yo miré por un momento a Gareth y a Sherri, que la miraban alejarse con un mal disimulado desprecio en sus ojos, y la seguí.

No estábamos lejos del mar. Seguí a Fallon hasta la playa. Estaba en la orilla, las olas bramaban frente a ella y los últimos restos de su furia iban a morir a sus pies. El mar parecía fundirse con la tormenta frente a nosotras en la distancia.

Permanecí a su espalda, mirando sus largos cabellos rubios, mojados y pegados a su impermeable negro de plástico. Ella sabía que estaba allí, aunque no dijo nada por un largo momento.

-Quiero acabar con esto-dijo al fin.

-No hay vuelta atrás-le dije yo-. Lo sabias cuando aceptaste la sangre.

-No es esto lo que yo quería-repuso ella. Estaba de nuevo al borde de las lágrimas. Parecía la pura desesperación encarnada.

-Es lo que te han enseñado-le dije yo, no sé tratando de convencerla a ella o a mí misma-. Es solo esa estúpida moral sin sentido con la que te han criado, que sigue fastidiándote.

-No puedo librarme de ella-dijo-. No puedo. Lo he intentado, pero no puedo ser como vosotros. No puedo ser tan malvada.

-¿Que vas a hacer?-le pregunté, atreviéndome a acercarme a ella y entrelazar mis dedos con los suyos.

-No lo sé-respondió ella-. Buscaré un descanso, una forma de salir de esto. Quiero acabar con todo. Sí, quiero morir.

No supe que contestar. No quería perderla, pero era su decisión, y si sentía algo por ella debía respetarla. Besé sus labios por un instante, sintiendo el extraño sabor de sus lágrimas, las lágrimas de una difunta. Miré sus ojos anegados en lágrimas, y vi en ellos una piedad que me aterrorizó hasta la médula. Después me di la vuelta y me alejé de ella, de vuelta con los otros. A mitad de camino me di la vuelta, pero su figura al borde del mar había desaparecido.

Nunca la he vuelto a ver. No sé que ha sido de ella.

*****

Tras todo aquello, nuestro grupo no volvió a ser el mismo. Ensayamos cientos de veces para adecuarnos a la ausencia de Fallon. Gareth me dio una de sus viejas guitarras y yo traté de recordar como tocar buena música con las seis cuerdas. Me resultó más fácil de lo que pensaba, quizá porque mis dedos ya no sudaba, porque ya no temblaban cuando comenzaban a cansarse. No hablábamos de Fallon, ni mencionábamos su ausencia. Y claro está, eso hacía que la tuviéramos siempre presente, como un numinoso fantasma, como una diosa de culto prohibido. La que había sido demasiado cobarde como para seguir. O tal vez lo bastante valiente para romper con todo.

Desde ese momento supe que como grupo teníamos los días contados. Lo que le había ocurrido a Fallon podría ocurrirme a mí, o a cualquiera de los otros más tarde o más temprano.

Pero los años pasaron, encadenando recuerdos y vivencias. Poco a poco fuimos superando aquel escollo. No volvió a ser como antes, pero permanecimos juntos, con nuestro peculiar y cruel modo de vida. No teníamos a nadie más en quien confiar.

Hasta hace poco, cuando Gareth nos sorprendió poniendo un anuncio en un local, solicitando una nueva miembro del grupo. Una chica.

Lo hizo a nuestras espaldas, sin decirnos nada. De hecho, nos dejó una tarde con alguna excusa y fue a un local que había alquilado ha hacer algunas audiciones. Por lo visto había estado avivando la voz entre nuestro pequeño culto, en sus escarceos con nuestros fanáticos seguidores. Sherri llegó un día, de negociar una actuación en un local, y dejo sobre la mesa del pequeño y casi vacío apartamento que compartíamos en ese momento una hoja de papel que había sido arrugada en un momento de ira.

-¿Qué demonios es esto?-preguntó, casi en un grito.

Creo recordar que Gareth estaba inmerso en la lectura de un gastado volumen de poesía que no hacía más que hojear una y otra vez. Creo que era de esos torpes y pretenciosos poemas que le daba por escribir a Crowley cuando se sentía literario. Se limitó a mirarla, con esa seductora sonrisa sardónica suya, y a decir al cabo de un momento:

-Nos vendrá bien alguien más. Para volver a ser un auténtico grupo.

-¿Y se lo vas a contar?-le pregunte yo-. No es solo un puesto en el grupo lo que estas ofreciendo.

-¿Quién os dice que no lo he hecho ya?-nos dijo, dejándonos más heladas de lo que ya estábamos.

La elegida se llamaba Serlina, una jovencita inocente que jugaba a ser malvada. Lo que yo misma había sido, años atrás, tantos que me daba vértigo pensarlo. Una noche Gareth la llamó para que se viniera con nosotros a uno de los tugurios que solíamos frecuentar cuando íbamos de copas, esos lugares de reunión de lo que ahora se llaman tribus urbanas, donde nadie se cuestiona que hacen los demás. Siempre han existido esos lugares, pero de un tiempo a esta parte se han vuelto tan estrafalarios y disolutos que incluso me resultan divertidos. La chica se llevó toda la noche charlando con Gareth, mirándonos en ocasiones a nosotras dos con sus grandes ojos, con la admiración de quien contempla estrellas de culto, o quizá criaturas que solo han poblado sus fantasías. Nosotras le fascinábamos, pero nada comparado con lo que le fascinaba nuestro amo. Estaba totalmente enamorada de Gareth, no podría haberlo negado. Y el bastardo no hacía más que aprovecharse de ello, empleando certeramente sus armas de seducción a la menor ocasión, estremeciéndola con susurros, con caricias furtivas, con roces aparentemente accidentales. Sherri y yo acabamos hartas de aquello, y nos excusamos para dejarles solos.

Nunca debimos haberlo hecho.

Poco antes de amanecer escuchamos un golpe sordo en la puerta de nuestro apartamento. Intrigada, abrí para ver de que se trataba y me encontré con Gareth, mirándome con una expresión que nunca había visto en sus azules ojos opacos. Estaba en el suelo, como si hubiera caído y hubiese golpeado la puerta con su cabeza, el cuerpo doblado en un ángulo casi doloroso para poder mirarme.

Había miedo en aquellos ojos.

Alarmada, le ayudé a levantarse y lo metí en el apartamento. Sherri nos descubrió entonces, y se quedó muda del asombro. Hasta que no dejé a Gareth tumbado sobre uno de los colchones que nos hacían las veces de cama no me di cuenta de la sangre que manchaba una de las mangas de su chaqueta negra, del desgarro que atravesaba una de sus muñecas. Todavía no sé como había podido llegar hasta nosotras. Usé una de nuestras navajas para cortarme una muñeca y darle parte de mi sangre, y después Sherri hizo lo mismo. Poco a poco las fuerzas fueron volviéndole. Al poco estábamos formando un círculo en el suelo del apartamento, los tres con la muñeca derecha vendada, los tres somnolientos por la pérdida de sangre. El miedo había desaparecido de los ojos de Gareth, pero parecía rehuir nuestra mirada. Nuestro crápula orgulloso parecía estar avergonzado ante sus sirvientas. Aquella situación me asustó.

-¿Qué ha ocurrido?-me atreví al fin a preguntarle.

Gareth enterró su rostro entre sus manos por un momento. Después comenzó a contárnoslo, sin dejar de mirar a algún punto en el suelo, frente a él.

Había llevado a Serlina a un lugar oscuro, un banco de fría piedra en un parque medio abandonado. La hizo tumbarse allí y entonces le dio su sangre, un pequeño sorbo de un corte en su muñeca. Ella lo sabía, sabía lo que éramos desde hacía semanas, y deseaba ser como nosotros más que nada en el mundo. No sintió miedo, ni dudó en ningún instante, ni se asustó cuando sintió como la maldita sangre infectada comenzó a mutar su cuerpo, a cambiarla, arrancándole poco a poco la consciencia. Gareth había permanecido a su lado todo el tiempo, susurrándole suavemente al oído, guiándola a lo largo de todo un proceso que el mismo había vivido años atrás. La sujetó para que su cabeza no golpeara la dura piedra cuando le sacudieron las convulsiones de la muerte, la abrazó cuando sintió que el frío sepulcral se la llevaba. Y finalmente, cuando había sucumbido a la inconsciencia, la había dejado allí, entre las sombras.

Había encontrado una víctima propiciatoria para el sacrificio que significaría el renacer de Serlina. Un joven de aspecto equívoco, que fumaba melancólicamente bajo la luz de una farola, quien sabe si esperando por inercia una cita que no había llegado a producirse. Gareth tan solo se le había acercado y le había invitado a un momento de intimidad entre los arbustos. El joven no debía de ser muy inteligente, porque accedió.

Instantes después el joven estaba junto al banco, con la garganta cruelmente rajada, su cabeza sujetada por los dedos firmes como el acero de Serlina, que bebía ansiosamente la sangre que de él surgía. Gareth les contemplaba, tratando de ignorar un mal presentimiento. Allí había algo que fallaba, había demasiado ansia, demasiada ferocidad en Serlina, estaba bebiendo demasiado rápido, usando sus dientes para abrir más la herida, para que nunca dejara de sangrar, como si nada pudiese saciarla. Él mismo nunca había bebido tanto, ni nos había visto a nosotras apurar hasta tal nivel a un cadáver, hasta que no es más que un fláccido monigote que cuelga de nuestras manos, apenas una caricatura de ser humano. Pero eso fue lo que Serlina le arrojó a sus pies al cabo de un momento que se le hizo eterno, frustrada de no poder sacar nada más de él. A la pálida luz de las estrellas, la herida de su cuello parecía indescriptiblemente profunda, como el abismo proverbial en el que Gareth se miraba para descubrir el vacío de su propia alma. Estaba ofuscado, por eso no se dio cuenta de que Serlina se le había acercado hasta que le tomó del brazo y mordió con fuerza la herida que el mismo se había hecho momentos antes para bautizarla con su sangre.

Serlina era fuerte, tenía la fuerza de la sangre que acababa de robar, y una fuerza malsana proveniente de su ansia desmesurada. Gareth la golpeó, intentó zafarse de su presa, pero lo cierto es que sin sangre caliente dentro de nuestras venas somos seres débiles. Quizá por aburrimiento, o porque no quedaba casi nada por beber, Serlina acabó por dejarle, tirado en el suelo junto al cadáver que el mismo le había conseguido. Después se había marchado, sin duda en busca de más sangre para saciar un ansia que sabíamos que nada podría aplacar.

Reflexionamos sobre lo que había ocurrido, sobre aquella extraña fuerza que había poseído a Serlina. Nosotros siempre habíamos tenido cuidado, siempre habíamos bebido solo lo necesario, espaciando nuestras víctimas todo lo que podíamos, como un adicto al opio experto dosifica y espacia sus dosis para que su efecto no se desvanezca. Pero Serlina había tomado su primera dosis de la embriagadora sangre y no había sentido ni un ápice de repulsión, de temor al arrancar una vida de un ser humano. Había bebido demasiado, y su cuerpo enfermo había reaccionado a la sobredosis pidiéndole más aún, quizá quemando su cuerpo para conseguir las energías necesarias para aplacar su sed.

No quisimos pensar qué podría ser de ella, o qué sería de nosotros. Sabíamos que tarde o temprano la encontrarían, que quizá en su mente solo había lugar para la sangre, para matar y beber a cualquier precio. No sabíamos si su ansia se disiparía y si continuaría hasta consumirla, si podríamos hacer algo por ella en caso de que la encontrásemos. Estuvimos de acuerdo en que teníamos que dejar la ciudad, teníamos que alejarnos de allí antes de que la descubrieran bebiendo del cuello de una prostituta en algún callejón. Casi en silencio, evitando mirarnos los unos a los otros, amontonamos nuestras escasas pertenencias y subimos a la furgoneta, rumbo a otra ciudad, a otro destino.

Fue entonces cuando vinimos aquí.

Olvidamos lo ocurrido, o más bien fingimos todos haberlo olvidado. Pero Gareth comenzó a robar periódicos de los kioscos nocturnos, como si le avergonzase comprarlos, y a revisarlos en busca de noticias. Un día encontré una página arrugada dentro de la furgoneta, debajo de uno de los amplificadores, mientras sacábamos nuestras cosas para una actuación. Era una página de sucesos. Entre otros sucesos macabros relataba la desaparición de una familia. La hija faltaba del hogar por varios días, y se había denunciado su desaparición. Un día el padre no había aparecido por comisaría, donde solía ir diariamente a preguntar. Extrañados, habían llamado a su casa, sin respuesta. Un agente había ido a averiguar que ocurría y no encontró a nadie allí, pero sí que encontró sangre, un enorme charco de sangre en el centro de salón, sangre salpicando las paredes, sangre en varias herramientas, en el fregadero de la cocina, en la bañera. Todavía no habían podido averiguar que espeluznante suceso había ocurrido en aquel lugar. Nada de eso me hizo reaccionar hasta que vi el nombre de la hija desaparecida.

Serlina. Era ella.

Entré en el camerino hecha una fiera y me lancé sobre Gareth, blandiendo la hoja de periódico como si fuese un arma, tomando las solapas de su chaqueta de cuero y arrojándolo contra la pared. Sherri intentó apartarme de él pero la rechacé con un fuerte bofetón que la tiró al suelo. Miré a los ojos de Gareth y vi miedo en ellos. Le vi entonces como lo que realmente era, lo que siempre había sido, un manipulador, un fraude como su maestro lo había sido antes de él, un temerario al que no le importaba nada más que si mismo.

Y yo le había amado más que nada. Yo había dejado que ese maldito aprendiz de Drácula me transformara con su sangre.

Le grité y le golpeé, descargué en él todo mi odio, odio hacia él, y sobre todo odio hacia mí misma, hacia el monstruo en el que mi ingenuidad y mi estupidez me habían convertido. Él no hizo nada para defenderse de mis ataques, solo me miró con sus hermosos ojos, sin decir palabra, como si sintiera en el fondo que se merecía todo aquello.

Cuando me calmé me alejé corriendo de allí. Creo recordar que me lamenté de no poder venir a la ribera del río a esperar un amanecer que me consumiera y aliviara mis penas, como los vampiros de la ficción. A mí el sol solo me molesta los ojos, no me hace más daño que ese. Cuando mi desesperación se fue diluyendo me convencí a mí misma de que odiarme no tenía sentido. Soy lo que soy, no puedo cambiarlo, es algo con lo que debo vivir, y haré lo que haga falta para sobrevivir. Pero no podía perdonar a Gareth, no podía ignorar su estupidez y su arrogancia, su deseo narcisista de tener siempre a un trío de esclavas vampiras a su servicio como el famoso conde transilvano, aunque fuese a costa de seducir y sacrificar a jovencitas inocentes que no habían cometido más pecado que enamorarse de él.

Al amanecer, decidí que seguiría mi propio camino, que dejaría a Gareth y a Sherri la noche siguiente. Huyendo como pude de la cegadora luz del sol, fui a nuestro oscuro apartamento y me tumbé sobre mi colchón, para que el sueño me venciera.

Cuando desperté, estaba en la tumba donde me encontraste.

*****

-¿Cómo llegaste allí?-pregunta Voltaire tímidamente, aunque ya cree conocer la respuesta.

-Fueron esos dos bastardos-dice Alex-. Gareth y Sherri. No sé si me temían, o me odiaban, o sencillamente habían perdido la razón. Me hallaron allí, dormida, a su merced. Creo que me desangraron de alguna forma, lentamente, para que yo no me apercibiera. Una cosa que no sabes es que tenemos un sueño muy pesado, al menos yo lo tengo desde que soy una muerta viviente. Quizá fueron llenando una jeringuilla tras otra de la poca sangre que en aquel momento me corría por las venas, hasta llevarse hasta la última gota de calor que me animaba. Entonces me cogieron, me cargaron en la furgoneta y me llevaron al cementerio, a ese viejo panteón. Vaciaron un féretro y me metieron dentro. Para que me pudriera allí, enterrada en mi no-vida.

-¿Y que fue lo que falló?-pregunta Voltaire.

-No lo sé-dice Alex, mirando a las oscuras alturas, como si buscara en ellas una respuesta-. Quizá no me quitaron demasiada sangre, o quizá fue un reflejo, algo instintivo que me hizo salir del estupor cuando la sangre de mi cuerpo ya casi no daba para mantener frescos mis órganos internos. Primero sentí miedo, el terror más profundo y frío que jamás he vivido. El frío de mi propio cuerpo se mezclaba con el de la piedra y la tierra putrefacta que me rodeaban, con el de las maderas medio podridas del féretro. Y cuando el miedo me dejó pensar y me di cuenta de lo que había pasado, me dominó la ira, una ira muda e impotente. No sé si fue de esa ira de donde saqué las fuerzas para moverme, al menos espasmódicamente, hasta conseguir derribar el ataúd, que se abrió por la caída y me depositó bruscamente sobre el sucio suelo. Y entonces, lentamente, día a día, luché contra la locura que carcomía mi mente pensando formas de vengarme de esos dos malditos traidores que me habían dejado allí, mientras me arrastraba con lentitud demencial a la entrada, que permanecía ante mí entreabierta, como una broma cruel. Entonces llegaste tú.

-Y te moviste-dice Voltaire, recordando aquel día.

-Sí-dice Alex-. De nuevo esa misteriosa fuerza, una energía que no proviene de la sangre, ni de mi cuerpo, sino quizá solo de mi mente, de mi desesperación. Salté al olor de tu sangre, a la promesa de la suavidad de tu piel, y cuando me rechazaste, cuando me atacaste, aquella fuerza me permitió retroceder, ocultarme de nuevo entre las sombras, deshacer en un instante lo que me había costado días conseguir. En ese momento volví a estar tan incapacitada como antes, si no más, como si hubiese quemado mis últimas reservas. Me quedé allí sentada, esperando que al menos llegase la inconsciencia, o la locura. Pero fuiste tú quien vino a mí, con una ofrenda para tu oscura diosa.

Alex besa tiernamente la frente de Voltaire, que cierra los ojos y siente un estremecimiento al contacto de los fríos labios contra su piel, de la helada lengua que la lame levemente.

-¿Por qué no te has vengado?-pregunta Voltaire de repente-. ¿Por qué no has hecho nada todavía?

-Habrá tiempo para eso-dice Alex, rodeando con brazos hambrientos de calor el suave y sensual cuerpo de Voltaire-. No podía resistirme a la tentación de dominar y disfrutar de esa deliciosa y malvada criatura que había venido a sacarme de mi tormento.

Voltaire sonríe, una sonrisa inocente como la de una niña pequeña, algo incongruente con su retorcida alma. Pero Alex ha visto el interior de esa pequeña y sabe que es mucho más inocente de lo que nunca lo fue ella, que lo es de una forma que la pone más allá del bien y del mal, ajena a ambas ideas, humana de una forma tan pura que la asemeja a un animal salvaje. Y besa esa sonrisa, esos labios que le dan un calor que la llena más aún que la sangre que mana de un cuello cercenado, y deja que Voltaire caliente su no-vida con su cuerpo, con sus besos, con el perverso arte de sus pequeñas manos.

*****

El horizonte comienza a clarear tras las cortinas, pero en la habitación de Voltaire solo llegan las suaves penumbras que lo mantienen todo medio oculto, que excitan la imaginación y las pesadillas. Arrodillada en la cama, Voltaire contempla el hermoso cuerpo desnudo de Alex, su señora, su diosa oscura, la persona que ha cambiado su vida para siempre. Y se pregunta de nuevo si merece la pena provocar la ira de su diosa, cometer contra ella el crimen que se dispone a perpetrar. Pero piensa que ella lo comprenderá, que deberá comprenderlo. Pese a ello siente miedo y tristeza. Miedo a su ira, sí, pero también miedo a su rechazo, a su indiferencia, a romper el vínculo que se ha creado entre ellos. Voltaire siempre se ha creído una persona fuerte, con una férrea voluntad satánica capaz de imponerse al mundo que la rodeaba. Pero aquí está, totalmente sometida a otra voluntad, al poder carismático de una seductora criatura de las tinieblas.

-Haz lo que quieras, que esa sea la ley-susurra lentamente, invocando las fuerzas que necesita para romper el hechizo de Alex, para imponer su voluntad a la de su señora.

Mueve lentamente su elástico y pálido cuerpo desnudo, como una gata que se dispone a cazar. Se aleja de Alex, abandona la cama y sus pies descalzos tocan el frío suelo, que le resulta cálido en comparación con la piel de su diosa oscura. Luchando para no apresurarse, abandona la estancia, deteniéndose un instante cuando la puerta chirría levemente al abrirse, volviendo a respirar cuando no descubre ningún cambio en Alex.

Fuera de la estancia que no hace mucho consideró suya, apresura sus pasos hacia el cuarto de baño. En el pequeño armario de detrás del espejo busca algo que uno de los compañeros de grupo de Anais dejó un fin de semana que se quedó con ellas en el apartamento. Una pequeña caja de hojas de afeitar. Voltaire la abre con cuidado, extrae una de las finas y macabramente hermosas láminas de acero cromado y la contempla por un momento. Es tan fina que atravesaría su piel y rozaría sus huesos mucho antes de que ella sintiera el más ligero indicio de dolor. Es perfecta para lo que se propone.

Deja la hoja solitaria sobre el lavabo y vuelve a poner la caja en su sitio. Cierra la puerta y mira sus propios ojos en el espejo. Necesita invocar fuerzas para hacer lo que se propone. Su mente conocedora de lo oculto decide improvisar una ritual de magia menor sobre la marcha. Abre el grifo del agua caliente y al cabo de un momento un chorro de vapor casi invisible comienza a ascender desde el lavabo, empañando el espejo. Con una dedo Voltaire dibuja lentamente una estrella invertida de cinco puntas en el espejo, y después sigue simplemente dibujando, tratando de convertir todos sus temores en una imagen, de un dibujo, una mística configuración de trazos y ángulos. Y una vez que su espíritu oscuro esta satisfecho, borra el dibujo con un movimiento de su mano, destruyendo sus temores, sus dudas, su vacilación. Toma del lavabo la cuchilla, también cubierta por la condensación, y la sujeta con sus labios para salir de allí lentamente, con movimientos sensuales y exagerados como los de las bailarinas balinesas.

Entra en su habitación, silenciosa como una sombra, y se arrodilla junto a la cama, cerca de una de las manos de Alex. Mira por un momento su rostro, sus ojos cerrados, su expresión de paz, y piensa que la ama todo lo que es capaz de amar a alguien. Pero si hay algo que ame son sus propios sueños.

Un movimiento rápido, sin vacilación, y la atraviesa de parte a parte la muñeca de Alex. La sangre comienza a manar lentamente, como si estuviese apelmazada, no con el ímpetu de la sangre de un cadáver. Voltaire lame lentamente esa sangre fría, deja que impregne su lengua de una sola vez y después cierra los labios y siente como se mezcla con su saliva, contiene un escalofrío ante su desagradable sabor acerado. Está fría, pero hay una devastadora calidez en ella, como un licor de alta graduación. La siente quemar su garganta al deslizarse lentamente en su interior.

Voltaire sabe que pronto comenzará a cambiar. Sabe que ya está infectada ligeramente por su contacto con Alex, y que esa pequeña ofrenda de sangre bastará para completar su transformación. Sintiéndose osada, besa la mejilla de Alex y vuelve a alejarse de ella con su danza sigilosa y delirante.

http://diabolusinmusica-novella.blogspot.com/

© 2008, Juan Díaz Olmedo

Publicado por Juan Díaz Olmedo en 14:55 0 comentarios  

Etiquetas: Novela Blog

Entradas antiguas Inicio
Suscribirse a: Entradas (Atom)

Blog Design by Gisele Jaquenod

Work under CC License.

Creative Commons License