Una suave risa es lo que termina de despertar a Alex. Lleva más de una hora deslizándose en una incómoda y febril duermevela, atormentada con imágenes de sangre y de indefensión. Tiene una sensación desagradable, como si de alguna forma hubiese sido violada. Trata de borrar esa idea absurda de su embotada mente y abre los ojos para descubrir a una chica desconocida mirándola con una traviesa sonrisa.
-¿Quién eres tú?-le pregunta la chica.
Hay algo familiar en ella, algo que excita un recuerdo incrustado en algún lugar de su memoria, pero los dedos de su consciencia están demasiado débiles como para hurgar en ese lugar. Alex se maldice a sí misma por haber bebido demasiado. Las resacas son historia desde que tomó la sangre de Gareth, pero el exceso de alcohol sigue teniendo malas consecuencias al despertar.
-Eres la nueva novia de Voltaire, ¿no?-dice la chica, moviendo un juguetón dedo frente a la nariz de Alex.
La vampira se siente irritable y confusa. Se fuerza a sí misma a pensar, a recordar donde ha visto antes ese rostro no hermoso pero si sensual, de que le es familiar esa chica grandota y vestida de negro que le saca la lengua como una niña pequeña.
-Tú eres Anais-consigue decir al fin, con una lengua demasiado perezosa como para hablar con claridad.
-Así que Voltaire te ha hablado de mí-dice Anais, sentándose en la cama, junto a ella. No parece importarle lo más mínimo que Alex esté desnuda-. Tuvisteis una especie de fiestecita anoche, ¿no?
Anoche, piensa Alex. Sí, anoche hicieron el amor hasta caer rendidas. Y hay algo más, algo que le preocupa, que revolotea alrededor de su consciencia como una polilla histérica alrededor de una bombilla parpadeante. O quizá es solo algo de sus sueños. No seria la primera vez que el bourbon le hace confundir sus sueños con sus recuerdos.
-¿Cuándo has llegado?-pregunta Alex, mirando por primera vez los vivaces ojos marrones de Anais.
-Ahora mismo-dice ella-. Sí que se te han pegado las sábanas hoy. Hace ya un rato que se puso el sol.
-Es mi estilo de vida-repone Alex, conteniendo a duras penas una sonrisa.
-Entiendo que te lleves bien con Voltaire entonces-dice Anais-. ¿Dónde está la pequeña pervertida?
-¿No está aquí?-pregunta Alex, sorprendida.
-No-dice Anais-. He entrado aquí y a la única que he encontrado es a ti. Tal vez esté trabajando o algo así.
No, no es nada de eso, se dice a sí misma Alex. Hay algo que está mal, algo que se le escapa.
-Vamos a tocar en el Festival de Halloween de la Caverna de los Bohemios-dice Anais-. Supongo que Voltaire te habrá hablado de mi grupo, los Sonámbulos.
Alex tan solo asiente con la cabeza. Aparta la vista un momento del rostro de Anais, intentando concentrarse, y entonces la ve de casualidad, reposando entre las sábanas negras.
-Supongo que iréis a vernos, ¿no?-continua Anais.
Alex no la escucha. Toma la pequeña hoja de afeitar cuidadosamente con dos dedos y se queda horrorizada al descubrir la negruzca sangre seca que mancha uno de sus filos.
-¿Qué ocurre?-pregunta Anais, asustada de la reacción de Alex.
Alex no sabe que decir, no sabe como mentirle, como crear una historia convincente que oculte su secreto pero que le dé a esa despreocupada chica una idea de lo que acaba de ocurrir.
-Nada-dice-. Solo me preocupa que esto estuviese aquí. Alguien podría cortarse.
Anais vuelve a sonreír.
*****
La agonía de la transformación le llega acurrucada en un sucio y solitario callejón. Ha querido alejarse de todo y de todos, que nadie pueda encontrarla, que nadie pueda presenciar ese último momento de vulnerabilidad, esa renuncia forzada a su mortalidad y quien sabe sí a su misma alma. Ha sentido la sangre de Alex quemando su interior desde que tocó su lengua, generando un calor que no ha dejado de consumirla, de devorar sus entrañas y deslizarse dentro de sus huesos, hasta que se ha sentido completamente incapaz de seguir caminando. Golpea la sucia pared de ladrillos rojizos con sus pequeños puños, sus ojos cubiertos por los cristales oscuros de sus gafas lloran en silencio. La primera convulsión le hace caer. Se acurruca como puede tras un maloliente contenedor de basuras y se abraza a sí misma mientras sus fuerzas se desvanecen.
Necesita sangre. Es lo único que piensa. Y en este estado, no sabe como podrá lograrla. No debería haberse alejado tanto, haber temido tanto la reacción de Alex. Ella le habría ayudado, le habría conseguido alguna presa. Sí, se ayudarían la una a la otra, ya no serían ama y sirviente, sino iguales, turnándose en sus placenteros roles de dominación y sumisión. Piensa en Alex y sonríe levemente, apenas sin fuerzas para mover sus propios labios, y entonces la oscuridad la reclama.
No sabe cuanto tiempo después siente unos temblorosos dedos posándose sobre su hombro, una voz casi inarticulada que susurra algo a su espalda, un hedor a degradación humana que le produce la nausea más fuerte que recuerda. Abre los ojos a la oscuridad absoluta. Hay alguien a su espalda, alguien zarandeándola, alguien que intenta hablar con labios pastosos. Lentamente, se gira, y descubre a una figura lastimera inclinada sobre ella. No sabe que edad puede tener, está tan consumido por el hambre y las drogas que lo mismo podría tener veinte que cincuenta. Una sucia barba marrón cubre su rostro, y su melena apenas deja entrever unos ojos azul acuoso que la contemplan desenfocados y brillantes. De su boca entreabierta surge repetidamente algo que pude ser un insulto o una súplica. Y de su interior, más allá del hedor de los harapos que le cubren, le llega la cálida promesa de su sangre. Es entonces cuando se da cuenta de lo fría que se siente, de la total ausencia de calor de su interior, la desagradable y extraña sensación de habitar un cuerpo muerto.
Muerto no, se dice a sí misma. Mi voluntad todavía resiste, todavía me anima, y mi cuerpo irá donde mi voluntad me lleve. No es como ese ser que la contempla, más allá de toda posible salvación, totalmente esclavizado por sus adicciones.
Creía que apenas podía moverse, pero le sorprende la fuerza con la que agarra la cabeza del sucio intruso y golpea con ella la dura y sucia pared de ladrillos una y otra vez, hasta sentir un leve crujido. No ha opuesto la más mínima resistencia, tan solo ha surgido de su garganta un gemido ligeramente más alto hasta que la inconsciencia lo ha dominado. Con manos temblorosas, toca su sucio cuello, buscando un pulso que no encuentra. Necesita esa sangre, necesita su calor, su vida. Pero ha sido una muerte demasiado limpia, demasiado.
No tiene nada con lo que cortar su piel, con lo que acceder al tesoro de su sangre. Revisa los harapos de su víctima y encuentra pocas cosas: Unas monedas desgastadas, una papelina de alguna sustancia ilegal hecha de papel de periódico y una jeringuilla nueva, aún en su envoltorio de plástico. Se permite una sonrisa. Quizá algún buen samaritano se la ha entregado para evitar que se contagie de alguna enfermedad al drogarse. Con lo poco que le ha costado matarle, sabe que la jeringuilla ha llegado demasiado tarde.
Con respiración agitada abre el envoltorio de plástico y pone la aguja sobre la boca de la jeringuilla. Después busca la carótida de su víctima y la clava allí sin contemplaciones. La llena lentamente, torturándose a sí misma con anticipación del cálido líquido llenando el cilindro de plástico. Una vez llena, pone la aguja entre sus labios y aprieta el émbolo, y un chorro de sangre caliente llena su boca. Casi puede ignorar su asqueroso sabor metálico si se centra solo en su calor, en ese delicioso calor que siente rápidamente deslizarse por todo su ser, desde su estómago a la punta de sus dedos, y diluirse en su frío interior desesperantemente rápido. Ha tenido suerte de que la jeringuilla no sea de las de un solo uso. Vuelve a llenarla una u otra vez, pero nunca es suficiente como para saciarla, para apaciguar ese frío que entumece sus articulaciones, que amenaza con llevarse la poca movilidad que le queda. No es suficiente. Quiere más. Necesita más.
Al límite de sus fuerzas, se incorpora apoyándose en la pared y se asoma al interior del contenedor. Sí, allí está lo que busca. Sus dedos tiemblan tanto que falla en tres ocasiones antes de poder coger la botella vacía de cerveza del interior del contenedor, y cuando consigue sacarla, resbala de su mano y cae al suelo, donde se rompe en una nube de aguzados fragmentos. Por suerte uno de ellos es lo suficientemente grande como para servir a su propósito. Lo agarra cortando la piel de sus dedos, demasiado entumecidos para sentir dolor, y concentra toda la energía que le queda en cercenar el cuello de su víctima de un rápido golpe. Cuando mana la sangre se abalanza sobre el cálido manantial, moviendo la lengua lujuriosamente al sentir su calor llenando su boca, inundando su ser, desentumeciendo sus dedos. El dolor de sus dedos llega al fin y es tan gozoso que casi le hace llorar de alegría. Calor de nuevo, vida de nuevo, llenado su ser, animando su inútil corazón, encarnando su pálida piel. Con labios ensangrentados, se incorpora, mirando a la noche sobre ella con ojos que han perdido su brillo. Se lame la sangre de los labios, como en un desafío a las alturas, mientras pasa lascivamente sus manos por su cuerpo, sintiendo la excitación casi sexual del calor que la inunda.
Al fin Voltaire es una criatura de la noche.
*****
La única nota de color de la vestimenta de Anais son las listas rojas de sus medias de bruja de dibujo animado. Va vestida elegantemente con un traje negro y un sombrero de ala estrecha recogiendo sus cortos cabellos. Camina cogida de la mano de Alex, tirando de ella cada vez que algo la sorprende o llama su atención.
Alex no puede hacerle mucho caso. Sonríe ante las ocurrencias de Anais, contempla con ella los escaparates, incluso ríe levemente cuando la desvergonzada joven hace algún chiste sobre una de las personas con las que se cruzan. Pero sus pensamientos están muy lejos de allí. Casi inconscientemente sus ojos examinan cada sombra, cada callejón, cada oscuro portal. Voltaire no ha vuelto al apartamento, y aunque sabe que ahora pocas cosas podrían hacerle daño, le preocupa que esté indefensa en algún lugar, sin nadie alrededor que pueda atenderla, que sepa lo que le ocurre. El espectro de lo ocurrido con Serlina no deja de sobrevolar su mente como la fatídica sombra de un cuervo.
Anais no parece muy extrañada de la ausencia de Voltaire. Eso ha librado a Alex de tener que inventar alguna explicación, una excusa para su ausencia. La compañera de piso de Voltaire es un auténtico animal social, como Alex ha descubierto a lo largo de la tarde. No ha dejado de dialogar con ella, de hacerle preguntas, de disfrutar sinceramente de su compañía de una forma que la ha dejado totalmente desarmada. Poco a poco, ante dos tazas de un café que dejaba bastante que desear, Alex ha creado una historia totalmente ficticia sobre ella, mezclada hábilmente con la verdad de su encuentro con Voltaire. A Anais le ha resultado totalmente evidente que Alex no era de por allí, tan evidente que su rotundidad al afirmarlo ha sorprendido a Alex. Lo ha notado en su manera de comportarse, en las palabras que utiliza y en su acento. Desde que está en esta ciudad, es la primera persona que se lo dice. Alex comienza a sospechar que hay más en esa chica grandota de lo que aparenta.
Debe andarse con cuidado. Con mucho cuidado.
Lo que Alex deseaba con todas sus fuerzas era salir en busca de Voltaire. No importaba lo que esa pequeña pervertida había hecho, la locura que había cometido. Ya habría tiempo de castigarla con crueldad cuando supiera que no había peligro, que todo estaba controlado. La culpaba a ella, pero sobre todo se culpaba a sí misma por no haberlo predicho. Había apurado el café que Anais le había preparado, ya casi frío, y estaba punto de despedirse, cuando Anais le había invitado, espontáneamente, a acudir a una prueba de sonido en la Cueva de los Bohemios. Alex estaba todavía maquinando una excusa para rechazar cortésmente su invitación cuando Anais había sacado de algún bolsillo una arrugada hoja de papel morado con la lista de grupos de la fiesta, y Alex había descubierto en ella el nombre de Fata Morgana.
No sabía si iba a encontrarse con ellos. No sabía que haría cuando los encontrase, cuando se enfrentase con ellos. Por si acaso, llevaba en uno de los bolsillos traseros del pantalón la preciada navaja de Voltaire, una hoja que se estaba acostumbrando al sabor de la sangre.
La entrada de servicio del local es una puerta blanca pintarrajeada con rotuladores de colores, en un callejón totalmente anodino. Anais llama dos veces y una portezuela se abre para permitir que un portero de pocas palabras las examine. Entran a un pasillo corto e iluminado con bombillas rojas que lleva al abarrotado almacén, y desde allí una estrecha escalera baja hasta la barra de la sala de conciertos.
La Cueva de los Bohemios es el mejor local gótico de la ciudad, o al menos eso es lo que Anais no ha dejado de repetirle a Alex en todo el camino hacia aquí. La sala de conciertos es una bóveda subterránea circular, rodeada por una barra en la que un grupo de camareras sirven a los asistentes. En el centro de la estancia, frente a una pantalla en la que se proyectan videos los días en los que no hay concierto, está el pequeño escenario, y frente a él la pista de baile. Una miríada de pequeños asientos tapizados de rojo y algunos sofás rodean el lugar formando un caótico anfiteatro. El lugar tiene una apariencia que a Alex le resulta familiar, un aspecto triste y desangelado. Están viendo una carcasa vacía, la promesa de lo que será cuando llegue la gran noche y las sombras se apoderen de este lugar, lo llenen de misterios y de fantasías. Verlo ahora es como descubrir los secretos de un prestidigitador, romper la ilusión.
Tres tipos con indumentaria de motoristas y largas melenas saludan a Anais nada más verla aparecer tras la barra. Ella la rodea corriendo y se funda en un abrazo de oso con uno de ellos, que ha corrido a su encuentro.
-¿Dónde te habías metido?-le dice su amigo con voz ronca, cuando al fin se separan-. Te estamos esperando desde hace un buen rato.
-Haciendo amigos-dice Anais, volviendo la cabeza para señala a Alex con la mirada. El resto de los miembros de Los Sonámbulos le saludan amablemente, mientras en sus labios se dibujan sonrisas a las que Alex está muy acostumbrada.
-Hola-se limita a musitar.
Aparte de ellos y de un tipo que quizá sea el dueño del local, de cabeza afeitada y traje de chaqueta, no hay nadie más en la estancia. Los compañeros de Anais parecen todos cortados por el mismo molde que ella, corpulentos, algo ruidosos, atractivos sin ser hermosos. Alex se sienta en uno de los sofás y contempla como el grupo comienza con sus preparativos.
Pronto el batería da una señal marcando un ritmo con sus baquetas, y el guitarrista y el bajo intercambian una mirada y comienzan a desengranar acordes de sabor clásico. Anais, con los ojos cerrados, espera hasta que llegue su momento, y cuando ocurre recorre las cuerdas de su electroacústica con una velocidad y un virtuosismo que sorprenden a Alex, dibujando un riff evocador y resbaladizo que repite una y otra vez. La música sigue un crescendo natural hasta que un cambio de riff derroca la armonía para instaurar otra nueva, y los sensuales y gordezuelos labios de Anais se separan para dejar surgir su voz. No es una voz hermosa, no tiene matices notables, pero lleva su alma impresa en cada palabra que canta. Alex se descubre poco a poco alejada del torbellino emocional que se agita dentro de su frío pecho, subyugada por esa extraña mezcla de clasicismo y modernidad que el grupo crea. Hasta que no siente el azote de la emoción en el fondo de su garganta no se da cuenta de lo mucho que les recuerdan a su grupo, a su autentico grupo, esos Iluminados a los que abandonó hacía mucho tiempo. Otro tiempo, otra Alex, una chica inocente que juega a ser malvada.
¿Que estoy haciendo aquí?, se dice a sí misma. La venganza puede esperar.
Se pone en pié y se despide con la mano de Anais, que la mira desolada pero que le devuelve el saludo agitando la mano entre dos riffs. Se escabulle tras la barra y se aleja, sin mirar hacia atrás.
La joven surge de las sombras de la escalera y casi se da de bruces con ella. Alex la reconoce de inmediato. Es Zona, la amiga de Voltaire, su posible sustituta. Asustándola, la agarra por los hombros y la aleja del camino, guareciéndose con ella en una esquina.
-¿Que ocurre?-pregunta Zona, con una bonita expresión de confusión en su rostro de gatita.
-¿Viene el resto del grupo contigo?-le pregunta, quizá con demasiada brusquedad.
Zona niega con la cabeza antes de responder.
-No-dice-. He venido yo antes. Quería escuchar al resto de los grupos. ¿Qué haces tú aquí? ¿Y que es lo que te ocurre? Pareces asustada.
Alex suelta a Zona y se fuerza a sí misma a calmarse. Ha venido dispuesta a enfrentarse a ellos, y ahora se atemoriza al primer signo de su presencia. No conseguirá nada así, si acaso acabar de nuevo metida en un ataúd dentro de algún mausoleo.
-Mira, Zona-dice Alex, mirando fijamente a los ojos de la bonita joven-No te fíes de esa gente, de Gareth y Sherri. No sé cuanto te han contado, o cuanto has podido adivinar, pero te diré que no son lo que aparentan.
-¿Que es lo que pasa contigo?-dice Zona, a la defensiva-. ¿Es que estás celosa de que te haya sustituido? Me dijeron que tuvieron que prescindir de ti porque eras conflictiva.
-¿Te dijeron que intentaron matarme?-le espeta Alex de repente.
Zona se queda muda del asombro.
-No puede ser cierto-dice al fin.
-Mira, te comprendo mejor de lo que crees-le dice Alex, tomando una de las pequeñas manos de Zona entre las suyas-. Son seductores natos, y te ofrecen un sueño hecho realidad. Pero el precio que tendrás que pagar será más alto de lo que piensas.
-¿Y que quieres que haga?-dice Zona.
Las palabras de Alex han conseguido hacer mella en su confianza. Su labio inferior tiembla levemente de forma lastimera, mientras sus ojos se humedecen.
-Primero, se fuerte-le dice Alex, acariciando levemente su rostro con la punta de los dedos-. No llores, cielo. En el concierto, sé una diosa, haz que te adoren todos los que te vean. Y después del concierto, escabúllete. Olvídalos. No los necesitarás. Y si te proponen cualquier cosa, la que sea, no lo aceptes.
Zona contiene las lágrimas y asiente lentamente. Alex besa suavemente sus labios y le hace cosquillas en la nariz para arrancar una sonrisa a sus labios de gatita. Esta chica tiene una sonrisa que enternecería al mismo Satán, piensa cuando consigue su objetivo. Y se promete a sí misma que no permitirá que le ocurra ningún mal. No volverá a perder a ninguna otra amiga víctima de la enfermedad que le corroe las entrañas.
*****
El Señor Lars camina acurrucado en el interior de su propio gabán, huyendo de las miradas de todos aquellos de los que se cruza. Desde que sabe la fecha exacta en la que completará su misión, tiene miedo de que cualquier cosa, cualquier imprevisto le impida llevar a cabo sus planes. No le extrañaría descubrir que la policía le busca, no solo por su desaparición y la de su familia, sino por los atropellados asaltos que ha cometido más de una vez a posibles criaturas demoníacas que han resultado ser tan solo personajes de apariencia siniestra. El Señor Lars se recrimina a sí mismo su torpeza, causada por haberse dejado llevar por los sentimientos y haber dejado la razón a un lado. Pero ahora no volverá a cometer los errores de antaño. Cuando esas bestias yazcan muertas a sus pies, cuando haya librado al mundo de su presencia, entonces dejará la racionalidad a un lado. Entonces podrá llorar a su hija y a su esposa en paz.
En uno de los bolsillos de su gabardina negra descansa, cuidadosamente doblado, el plano de las inmediaciones de la Cueva de los Bohemios. Ha estado vigilando sus inmediaciones por unas horas, siempre caminando, deteniéndose solo cuando ha podido encontrar una excusa lógica para ello, como atarse los cordones de las botas o mirar algún escaparate. Le ha costado encontrar la entrada de servicio, situada tras el local. Había pasado ya tres veces frente a ella, despistado por su aspecto de abandono, hasta que entró en el callejón para hacer un último reconocimiento y vio a dos chicas de aspecto gótico llamando y siendo recibidas en su interior. Esperó un rato en las inmediaciones, mezclándose con los clientes de una cafetería y vio a una chica bajita de corte similar que entraba en el callejón. La siguió con cuidado y la vio llamar a la misma puerta y adentrarse en su oscuro interior.
La discreción de este tipo de locales parece diseñada para burlar los esfuerzos de alguien como el Señor Lars, como el mismo piensa con una amarga sonrisa. Hay demasiada oscuridad en ellos, demasiado miedo del mundo exterior. Ese miedo solo puede deberse a la existencia de secretos ocultos en esos lugares, esos antros siniestros que absorbieron primero el cuerpo y después el alma de su pequeña Serlina. Pero él no es nadie para juzgar. Solo desea justicia, o quizá simple y llana venganza. Y ya sabe como la ejecutará.
El Señor Lars se dice a sí mismo que quizá se esta volviendo excesivamente paranoico, excesivamente celoso en sus precauciones. Pero pese a ello elige una calle poco transitada para no tener que pasar por una amplia avenida. De no haberlo hecho, no habría escuchado el débil gemido procedente de un maloliente callejón, desde detrás de un sucio contenedor de basuras de un verde enfermizo. Es la curiosidad la que le hace desviar la vista del frente y escudriñar ese lugar del que siguen surgiendo gemidos, la que le hace descubrir el fluido macabramente familiar que mancha el sucio asfalto extendiéndose lentamente.
Detiene su marcha y espera un instante en la entrada del callejón. Algo terrible ha ocurrido ahí, puede sentirlo de una forma que va más allá de los sentidos físicos. Se concentra un momento y es entonces capaz de olerlo, tras la capa de nauseabundos aromas procedentes del contenedor, un olor inconfundible, fijado a fuego en su memoria, un olor que todavía revive en sus agitadas pesadillas. El olor de una matanza.
Abre su gabán y extrae lentamente su revolver de la funda, sosteniéndolo de forma que ningún paseante casual que pase tras de él pueda verlo. Con pasos cautelosos se adentra en el callejón y comienza a rodear el contenedor de basura. Un dantesco espectáculo se desvela lentamente ante sus ojos. A sus pies está el cadáver del algo que quizá algún día fue un hombre joven, una criatura consumida y degradada, de poblada y sucia barba medio empapada de sangre, sangre procedente de un atroz y oscuro corte en su cuello semejante a un abismo. Los ojos vidriosos del cadáver parecen contemplar al Señor Lars, con un aspecto inquietantemente similar al que tuvieron en vida, como si le hicieran una muda pregunta, como si le solicitaran una explicación a su muerte, o quizá a la desgraciada cadena de penurias que le llevaron a ella.. Y junto al cadáver, el origen de los gemidos, un ser tan degradado como el cadáver, pero en el que todavía existe un leve impulso vital, quizá una mujer acurrucada junto a la pared, su rostro cubierto por una maraña de sucios cabellos, sus pies descalzos famélicos y deformados hasta aparentar ser dos garras, sus dedos ocultos en algún lugar entre sus cabellos. Mira al frente sin parecer ver al Señor Lars, con ojos que quizá hayan llorado, quien sabe si por la muerte de su compañero o por algún delirio opiáceo.
Han estado aquí, se dice a sí mismo el Señor Lars. Han sido ellos.
Guarda su revolver y extrae el cuchillo del otro lado del cinturón. Le entristece tener que realizar esta tarea, pero sabe que será la única persona que pensará en realizarla. Mira por un momento a la mujer, pero parece estar más allá de todo aquello, perdida en algún lugar de su interior, a solas con su propio dolor. Apoya la punta del cuchillo en el lugar donde debe estar el corazón del cadáver y con un golpe de su puño lo clava, provocando un leve espasmo en el cuerpo muerto que sorprende. Había leído que un cadáver podía comportarse de esa forma al ser atravesado, pero no es lo mismo leer sobre ello que verlo ante tus propios ojos. Entonces siente una sensación fría en un costado, una leve incomodidad que comienza lentamente a convertirse en dolor. Se lleva la mano al origen de su dolor y descubre horrorizado el mango de una navaja completamente clavado en su cuerpo. La sangre mancha sus dedos enguantados cuando la extrae, todavía incapaz de creer lo que le está ocurriendo. Se gira y descubre a su agresora, que no estaba tan perdida como aparentaba estar, que ahora le mira con un odio apenas velado por el delirio en sus tristes ojos. El Señor Lars siente el impulso de atacarla, de usar el cuchillo que todavía empuña contra ella, pero se descubre incapaz de hacerlo. Ella es inocente, su único crimen es ser miserable. Él es el único culpable de lo ocurrido. Con dedos temblorosos suelta la navaja ensangrentada, que cae al suelo provocando un tintineo sobre el sucio asfalto. Sin tomar la precaución de limpiarlo, guarda el cuchillo en su funda mientras mantiene taponada su herida con la otra mano. Tiene que llegar pronto a su apartamento. No puede confiar en nadie, en ningún médico, en ningún ocasional buen samaritano. No tiene tiempo para ello. Siente como sus rodillas se tambalean, y se apoya en la pared, forzándolas a base de pura fuerza de voluntad a obedecerle.
No, no puedo fallar, se dice a sí mismo. No cuando estoy tan cerca. Ahora no.
Dedica una última mirada a su agresora, que no hace más que mirarle con ojos vidriosos, y se aleja lentamente de allí, mientras siente como la vida se le escurre lentamente por el orificio del costado.
*****
Los sonajeros resuenan lentamente, casi con una cadencia lúgubre. Voltaire la empuja con suavidad, intentando que no chirríe, sintiéndose inquieta por primera vez desde que realizó su transformación. No sabe si es una buena idea el volver a la Mazmorra por última vez, el despedirse personalmente de Anton y dejar su vida atrás definitivamente. Pero piensa que quizá Anton se alarmase si ella desaparecía sin más, y que esa alarma podría hacer que alguien investigara su destino, y terminase descubriendo cosas que prefiere mantener en secreto. Además, se lo debe a Anton, el hombre que ha hecho su vida un poco más sencilla sin pedirle nada a cambio.
Poco antes del amanecer le sobrevino un fuerte sopor. Nada alarmante, ni remotamente parecido a esa laxitud total que le había asaltado antes de probar la sangre, tan solo una suave pereza que se apoderó de ella dulcemente. Buscó un lugar en un parque, bajo un árbol, oculto tras los setos, y se acurrucó allí. Era una sensación muy agradable el no tener nada que temer, el saber que ninguno de los que podrían interrumpir su sueño sería capaz de dañarle. Había despertado al atardecer, abrazada al rugoso tronco del árbol, escuchando las risas de unos niños que la miraban furtivamente desde detrás de los setos. Había mostrado sus dientes a los niños y les había gruñido como una bestia salvaje, y ellos habían huido entre gritos de terror. Ahora soy eso que se esconde en las sombras y dice bu, había pensado Voltaire, y su ocurrencia le había provocado una carcajada.
Un reloj en el escaparate de una farmacia le advirtió que la Mazmorra todavía debía estar abierta. Había encaminado hacia allí sus pasos, saboreando la sensación de poder que le daba el ser consciente de su naturaleza casi sobrenatural. Aunque solo ella era consciente de su anormalidad, sabía que ese saber se reflejaría en todos sus gestos, en su forma de caminar y de mirar, en sus palabras y su tono de voz. Siempre se había sentido distinta del resto, pero ahora se sentía una diosa entre insectos. Se despediría de Anton, de su vieja vida, de la vieja Voltaire. Y después reuniría el valor suficiente como para volver junto a Alex, enfrentarse a ella sin miedo y escapar las dos juntas hacia una existencia nueva de juventud y pasión eternas.
Desde el escaparate le había parecido que no había nadie atendiendo el mostrador, y ahora se da cuenta de que no estaba equivocada. Es algo un poco extraño. A Anton no le gusta dejar el lugar sin vigilar, sabe que hay demasiado gamberro suelto por el barrio, gente que robaría solo por hacer daño, sin valorar lo que se lleva. Cierra la puerta de golpe, haciendo que los sonajeros suenen violentamente, rompiendo el inusual silencio del local. No hay nada sonando en el equipo de música, ni el rock clásico de Anton ni ninguna de sus grabaciones piratas de sonidos góticos. Todo aquello le da un mal presentimiento. Se apoya suavemente en el mostrador de cristal, contemplando su reflejo en los espejos que la rodean por todas partes. Sí, está algo más pálida que de costumbre, con un tinte casi cadavérico, pero es media tarde y sus gafas oscuras cubren los ojos. No cree que Anton sospeche nada de su aspecto, si acaso que tiene una notable falta de sueño.
-¿Deseas algo?-dice una voz que proviene de la trastienda.
El propietario de la voz surge de repente de allí, sus viejas botas de goma chirriando contra las losas del suelo. Es un joven algo más joven que Voltaire, de largos cabellos castaños y vestido despreocupadamente con ropas paramilitares. Se permite una sonrisa ante la belleza casi andrógina de su rostro y su delgado cuerpo. Le ha visto antes, pero hace mucho.
-Tú eres Voltaire, ¿no?-le dice el joven.
-Y tú eres Thomas-responde Voltaire, ampliando su sonrisa-. Has cambiado de imagen.
El joven sonríe tímidamente y se lleva quizá inconscientemente una mano a sus largos cabellos. Es el hijo de Anton. Voltaire ha escuchado de labios de su jefe que al entrar en la universidad ha dejado atrás su aspecto aburridamente formal por uno un poco más bohemio. Anton bromeaba con la idea de que quizá no todo estuviese perdido para el muchacho.
-¿Dónde está Anton?-le pregunta.
-Ha salido un momento-responde el joven, mirando a la puerta como si esperase ver a su padre entrando en cualquier momento-. ¿Querías algo?
-Solo hablar con el-dice Voltaire-. ¿Te importa que espere?
-Eres tú la que trabaja aquí-responde Thomas, señalando a su alrededor-. Yo solo estoy sustituyéndote durante tus vacaciones.
Voltaire entiende ahora que el local estuviese desatendido. Thomas nunca se ha tomado muy en serio el local de su padre, piensa que la profesión de contable de su madre es lo que realmente mantiene a su familia. Por mucho que haya cambiado su aspecto, a Voltaire le cuesta pensar que haya cambiado realmente. Siempre ha sido demasiado pragmático, demasiado apegado a las normas que el mundo le impone. Quien sabe si ese nuevo aspecto no es sino el sucumbir a una nueva norma, el esfuerzo por encajar dentro de su nueva clase social.
Thomas rodea el mostrador y se apoya sobre el lugar que normalmente suele ocupar Voltaire.
-Esto lo has hecho tú, ¿no?-le dice, abriendo el cuaderno en el que Voltaire traza sus retorcidos y exitosos diseños de tatuajes.
-Así es-le dice, apoyando frente a él, asomándose al dibujo puramente geométrico que Thomas contempla.
La cercanía con el joven despierta en ella una urgencia que le sorprende. No es solo su olor, un aroma animal en el que cree percibir, aunque quizá solo sea su imaginación hiperexcitada, los matices de la dulce sangre, sino sobre todo el calor que el delgado cuerpo de Thomas desprende, un calor que la piel de Voltaire parece atrapar pese a la distancia. Y de repente siente la necesidad casi irrefrenable de tocarle, de sentir ese calor con más intensidad.
-Tu estilo es muy interesante-dice Thomas, tomando el cuaderno de Voltaire y mirándolo desde distintos ángulos, como si pretendiera descubrir algún significado oculto-. Pero me confunde un poco la intencionalidad de los diseños y de tu técnica.
-No hay más técnica que un bolígrafo de tinta negra-dice Voltaire, divertida con la verborrea pseudo-culta del joven.
-Si-continua Thomas, sin dejar de contemplar el dibujo-. Pero pensé que quizá había en esa elección de una técnica rústica el sentido de darle un significado proletario a tu obra.
-¿Que estudias, Thomas?-pregunta Voltaire.
-Arte-contesta él, mirándola a los ojos cubiertos por los cristales oscuros por un fugaz instante.
Voltaire sonríe más ampliamente. Eso explica muchas cosas.
Thomas continúa pasando las hojas del cuaderno, y Voltaire se inclina sobre el mostrador, atreviéndose a apoyar tímidamente una mano sobre su hombro. El fino tejido de su camiseta no le impide sentir el delicioso calor que emana, y le revela la promesa de la suavidad de la piel que hay debajo. Detiene un momento el avance de Thomas y desliza sensualmente uno de sus dedos por un sinuoso dibujo, mientras otro dedo de la mano que mantiene apoyada sobre su hombro realiza un dibujo similar y termina acariciándole suavemente la desnuda piel del cuello. Thomas sufre un escalofrío al sentir el tacto de la helada piel de Voltaire.
-Tienes las manos muy frías-susurra.
-O quizá tú eres muy cálido-dice ella, acercando sensualmente sus labios al lugar que sus dedos han rozado, dejando que su aliento frío provoque una un nuevo escalofrío al Thomas-. Y muy sensible.
De repente no existe nada en el universo más que el delicioso cuello de Thomas, la tentación irresistible de la cálida sangre que contiene, sangre para aplacar el cruel frío que inunda sus entrañas. La mano que apoya sobre el cuaderno desciende furtivamente hasta uno de los bolsillos de sus tejanos, donde guarda cuidadosamente cubierto por un trapo sucio el letal trozo de cristal que empleó para degollar a su primera víctima. Será muy fácil. Nadie tiene porque verlo. Y lo necesita.
El tintineo de los sonajeros sobresalta tanto a Voltaire que está punto de gritar. Es Anton, que se detiene sorprendido de encontrarla allí, todavía con la puerta entreabierta.
-Pero vaya quien tenemos aquí-dice esbozando una de sus irresistibles sonrisas. Entra como un huracán y revuelve los cabellos de Voltaire.
-Hola Anton-contesta ella, con una sonrisa incómoda.
Mira de reojo a Thomas, que parece algo avergonzado por la engañosa intimidad en la que su padre les ha encontrado. Se limita a saludar con la mano y a dirigirse a la trastienda, atreviéndose tan solo a mirar de reojo a Voltaire.
-Ya ves a lo que he tenido que recurrir para sustituirte-dice-. Al menos no tiene problemas en quedarse hasta la tarde. ¿Qué te cuentas pequeña? ¿Vuelves a la Mazmorra?
-Me temo que no, Anton-dice Voltaire, bajando la vista aunque sus ojos permanecen cubiertos-. He venido a despedirme.
La sonrisa de Anton se torna en una expresión de sincera tristeza.
-¿Qué ha ocurrido, chica?-le dice.
-¿Recuerdas lo que hablamos sobre hacer todo lo posible para conseguir tus sueños?-le dice Voltaire.
Anton tan solo asiente con la cabeza.
-Pues lo he hecho-contesta Voltaire-. Me voy de la ciudad, con alguien a quien amo, a vivir una vida como nunca pude imaginar.
Anton se permite una sonrisa.
-Me alegro de que sea por eso por lo que me dejas-le dice-. ¿Y quien es él?
-Ella-dice Voltaire.
La sonrisa de Anton se amplia y se encoge de hombros.
-Bueno, son tiempos modernos-dice.
-Es una cantante y guitarrista bastante buena-dice Voltaire-. Algo mayor que yo.
-¿Y a donde te lleva?-pregunta Anton.
-No puedo decírtelo-dice Voltaire-. No tenemos planes fijos. Pero algún día sabrás de mí. Te lo prometo.
-Eso espero, pequeña-dice él, revolviendo sus cabellos una vez más y atrapándola en un abrazo-. Sabes que siempre puedes volver cuando quieras.
-Lo sé-dice Voltaire.
Es un buen hombre, piensa Voltaire, y yo he estado a punto de matar a su hijo. De repente se siente incapaz de mirarle a los ojos, de seguir hablando con él.
-Tengo que marcharme-le dice.
-Espera un instante-le dice Anton-Mira lo que me he encontrado por ahí.
Saca del bolsillo trasero de sus gastados tejanos una hoja de papel morado, publicidad de algún concierto. Se lo muestra señalando uno de los nombres.
-Los Sonámbulos-dice Anton-. La primera vez que actúan anunciándolo con antelación.
Voltaire toma el papel y lo lee en silencio. Piensa que no sería mala idea ir para despedirse de Anais y de su banda. Entonces lee el nombre de otro de los grupos anunciados y una desagradable sensación culebrea en la boca de su helado estómago.
-Quizá me pase por allí-dice, devolviéndole la hoja a Anton.
-Cuídate-le dice el viejo roquero-. Y feliz Halloween.
Voltaire trata de no pensar en lo que se dispone a hacer, ni en la clase de monstruo que se ha convertido. Abre la puerta lentamente, escuchando atenta el sonido de los sonajeros, sabiendo que va a echar de menos ese simple y alegre sonido. Y por primera vez le asalta el espectro del arrepentimiento.
-Hasta siempre Anton-le dice, casi en un susurro.
Aquel ya no es su lugar. Lo ha mancillado, profanado con su intento de crimen. Es tarde para echarse atrás.
-Y feliz Halloween-musita, antes de desaparecer en la noche, demasiado deprisa como para escuchar las tres últimas notas de los sonajeros al cerrarse la puerta por sí misma. Sonaron como una triste despedida.
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